Chum Mey tiene el pelo blanco, la tez morena, un rostro pequeño, redondo y de facciones serenas, una perpetua sonrisa triste y un nombre de lugar ensartado en la memoria: Tuol Sleng. Todos tenemos un lugar así; un Macondo celestial o de los infiernos hacia el cual está orientada cada fibra de nuestra alma tal como las mezquitas lo están hacia La Meca. El de Chum Mey es Tuol Sleng; y Chum se sienta allí cada mañana y cada tarde desde hace una década a vender a los transeúntes, nacionales o extranjeros, un libro en el que cuenta por qué. Por qué lleva el nombre de Tuol Sleng grabado a fuego en su ya octogenaria memoria.

Uno de esos zooms satelitales que permiten, al acercarse, apreciar las casas, aceras y coches del mundo, y al alejarse la redondez de la Tierra y las formas de los continentes, nos permitiría descubrir que Tuol Sleng está en Phnom Penh, que está en Camboya, que está en la península indochina, que está en Asia. O bien que Tuol Sleng es un estrecho y alargado edificio de cuatro plantas que conforma los tres lados de un rectángulo cuyo otro flanco es una tosca tapia con concertinas en lo alto. Nada de ello, salvo quizá las concertinas, nos diría nada relevante acerca de Tuol Sleng, porque la dimensión fundamental de Tuol Sleng no es la espacial, sino la temporal. Sólo mediante un zoom cronológico descubriríamos que lo que hoy es el museo más visitado del Reino de Camboya fue entre 1975 y 1979 la principal factoría de tortura y muerte de la delirante dictadura de los jemeres rojos, y que Chum Mey estuvo allí.

La historia, la macrohistoria en cuyo seno se acurruca la historia micro de Chum Mey, es compleja y requiere, aun si se la resume, una larga explicación. Comienza en 1970, cuando Estados Unidos decide inscribir un nuevo ítem en su listado de rumbosas contribuciones a la extensión de la democracia en el mundo financiando un golpe de Estado en la pacífica y neutral Camboya. El fin perseguido con ello es deponer al rey Norodom Sihanuk e instalar en el poder al general Lon Nol, más fiable para Washington como garante de que Camboya no sea utilizada por los comunistas vietnamitas que el defenestrado monarca, defensor de una política de neutralidad y no alineamiento.
El golpe desata una larga guerra civil. En ella, el Gobierno de Lon Nol se enfrenta a una alianza de antiguos rivales, unidos ahora contra el enemigo común: los norteamericanos y sus títeres. Forman esa alianza el rey depuesto, sus partidarios y el inicialmente minúsculo movimiento comunista local, que, como el de España cuarenta años antes, adquiere una fuerza inusitada a medida que avanza el conflicto, y acaba eclipsando a los otros miembros de la alianza patriótica al ser sus milicianos identificados por el pueblo como los luchadores más contumaces por la libertad y la independencia del país. Su líder es un oscuro profesor de francés llamado Saloth Sar, pero conocido como Pol Pot. El nombre oficial del partido-guerrilla es Partido Democrático de Kampuchea, y ellos se llaman a sí mismos informalmente Angkar, «la Organización», pero el apelativo popular con el que los conocen los camboyanos y los conocerá la historia es jemeres rojos. Así los había bautizado en los años cincuenta el rey Sihanuk, que se conceptuaba a sí mismo como poder moderador en una Camboya tripartita dividida en tres grupos de jemeres (jemer es el autónimo con que el pueblo camboyano se refiere a sí mismo): los jemeres azules —conservadores—, los rojos —comunistas— y los blancos, estos últimos los liberales agrupados en un partido presidido por el propio soberano, el Sangkum Reastr Niyum (literalmente, «Comunidad de la Gente Corriente»), conocido simplemente como Sangkum.
La guerra dura cinco años. El 17 de abril de 1975, y en el marco de la retirada de Estados Unidos de la zona tras su fracaso en Vietnam, los jemeres rojos entran en Phnom Penh entre los vítores de una población entregada. Las fotografías que se conservan de aquella jornada feliz recuerdan a las del 1 de enero de 1959 en otra distante capital tropical: jeeps abarrotados de guerrilleros desaliñados que levantan hacia el cielo fusiles y banderas y recorren con calma anchos bulevares a cuyos lados se arremolina un maremagno de gente dichosa.

Al día siguiente comienza el Terror.
Los jemeres rojos gobernaron Camboya menos de cuatro años, los comprendidos entre aquel 17 de abril de 1975 y enero de 1979; pero ese cuatrienio devoró, una por una, las vidas de entre un millón y medio y tres millones de camboyanos, o, lo que es lo mismo, entre el veinte y el veintisiete por ciento de la población total de Camboya en 1975. El periodista francés Jean Lacouture bautizó aquella orgía de muerte con un neologismo que hizo fortuna, y que lo era, neologismo, porque designaba una realidad inédita: la de un autogenocidio en el que la etnia de los autores de la limpieza étnica y la de sus víctimas eran exactamente la misma. Jemeres contra jemeres.
La cárcel S-21, conocida como Tuol Sleng («Colina de los árboles venenosos») sólo tras el fin de la dictadura, fue el cuartel general de ese autogenocidio. Se abrió en agosto de 1975, cuatro meses después de la caída de Phnom Penh, cuando las nuevas autoridades decidieron centralizar una represión hasta entonces invertebrada y rafagueante en las instalaciones del Instituto de Secundaria Chao Ponhea Yat de la capital, vacío como toda la ciudad como consecuencia del traslado forzado de todos y cada uno de sus dos millones de habitantes al campo. Al campo, porque Pol Pot veía en el campo un edén de comunismo primitivo incontaminado desde su estancia, años atrás, en una recóndita comunidad rural, la sencillez de la vida de cuyos habitantes le había impresionado vivamente. Y lejos de la ciudad, porque, en contrapartida, en ella veía Saloth Sar condensados todos los males y el pelo de Sansón de la burguesía: muerto el perro, se acabó la rabia; muerto el burgo, se acabaron los burgueses. Ya mucho antes de la entrada en Phnom Penh, en 1971, uno de los líderes del Angkar, Kaing Guek Eav, conocido como camarada Duch, le había anunciado lo siguiente al antropólogo francés François Bizot, capturado por los jemeres rojos durante tres meses (lo acusaban de ser un agente de la CIA) pero con quien Duch había desarrollado una extraña amistad que le permitiría salvar la vida: «Esta sociedad [la del futuro] no conservará más que lo que hay de mejor en ella [el campesinado] y eliminará todos los restos contaminados de la época decadente por la que atravesamos, por culpa de los traidores dirigidos por Lon Nol. Camarada, más vale una Camboya poco poblada que un país lleno de incapaces».
El comunismo de Pol Pot era un comunismo peculiar, que recibía ese nombre sólo porque la guerra fría lo polarizaba todo y obligaba a describir la realidad con inadecuados reduccionismos. En el pot pourri que era la ideología de aquellos hombres, además del marxismo-leninismo, burbujeaban un agrarismo radical y un ultranacionalismo imbuido de nostalgias imperiales que no tardó en hacer chocar al nuevo régimen con el vecino y antes amigo Vietnam, cuyas provincias meridionales (la región de Saigón, ahora llamada Ciudad Ho Chi Minh, y el delta del Mekong) habían pertenecido a la Camboya medieval y Pol Pot aspiraba a reconquistar. Será precisamente para castigar esos apetitos imperialistas y no por filantropía que, a finales de 1978, el Ejército vietnamita penetre en Camboya y ponga fin, en menos de un mes, al régimen polpotiano. En Phnom Penh entrarán el 7 de enero de 1979; y se encontrarán una ciudad fantasma y como postapocalíptica; un Chernóbil detenido en el tiempo sin estarlo por causa de ningún desastre nuclear.

Pol Pot es también la excepción a la norma que dicta que en todas las revoluciones, pasado un momento inicial de ímpetu, la fogosidad se acabe relajando y se termine por dejar a medio cocer lo puesto en el cazo de volver de revés el mundo. Él sí logró llevar a sus últimos términos su revolución convirtiendo Camboya entera en una gigantesca cooperativa agrícola en la que la propiedad privada estaba abolida hasta en ramificaciones jamás consideradas por Joseph Proudhon, para quien toda propiedad era un robo. No está claro, aunque así se asegura que, si Pol Pot abolió la forma de propiedad privada consistente en tener nombre y apellidos, decretando que cada persona fuera designada con un número, así como la que permite que cada cual sea dueño de sus propias prendas de vestir construyendo en cada cooperativa una especie de silos llenos de ropa de propiedad comunal. Tampoco lo está, aunque también se asegura, si abolió la forma de propiedad privada consistente en disponer de la potestad de escoger con quién tener hijos, haciendo que en las colectividades campesinas repartidas por todo el país hubiera barracones alargados con mesas a cuyos lados largos se sentaran tantos hombres como mujeres a fin de que un funcionario decidiera por sorteo quién debía encamarse con quién. Pero sí es absolutamente seguro, y ello hace verosímil todo lo demás, que en algunos lugares se llegó a medir grano por grano las raciones de arroz establecidas para que ningún camboyano comiera un grano de arroz más que otro. Y también lo es, y también hace veraz todo lo demás por disparatado que pueda parecer, que en todo el territorio operó un decreto del Gobierno por el cual se obligaba a cada ciudadano a producir dos litros de orina diarios y entregárselos al jefe de su colectividad para que fueran utilizados como abono. También fueron abolido el dinero y los hospitales, y por supuesto también lo fue la religión. El poder omnímodo que decretaba estas cosas era el Angkar, cuya presencia opresiva se sustanciaba en carteles que decían: «¡Informa de todo al Angkar!», «El Angkar da órdenes, ¡ejecútalas!» o «El Angkar tiene tantos ojos como la piña».
Algo se ha escrito sobre la imposibilidad histórica del comunismo para llevar verdaderamente a cabo el programa internacionalista y ser un producto idéntico en cada uno de los distantes terruños en los que fue capaz de arraigar. Existen —dicen quienes sostienen tales teorías— un bolchevismo ruso y un bolchevismo caribeño con tan poco que ver entre sí como el clima de Siberia y el de Santiago de Cuba; y Max Stirner, uno de los principales ideólogos del egoísmo ultraliberal, no iba del todo desencaminado cuando aseguraba que toda revolución es una restauración. Decía Stirner que nunca se derriba un poder fuerte, sino que siempre derriba un poder débil y sólo para restituirle el vigor perdido, más allá de que se lo vista con novísimos ropajes. La revolución soviética derribó a un zar débil y acabó entronizando al zar más poderoso, al poder más zarista, de la historia de Rusia: Stalin. La francesa descabezó a un Borbón apocado e incapaz para terminar coronando a un Borbón que no lo era de familia pero sí de proyecto; a un Gran Centralizador que ni siquiera era francés, pero cuyas aspiraciones políticas eran las de Luis XIV: Napoleón Bonaparte. También Mao fue un emperador y Fidel Castro un caudillo de la Reconquista española.
Pol Pot fue un rey de Angkor, aquel imperio medieval extendido por toda Indochina por cuya emulación siguen suspirando los nacionalistas camboyanos. Su comunismo, si merecía tal nombre, tampoco era el comunismo que barbudos filósofos de piel blanca imaginaron en países con banderas crucíferas, consistente en traer el cielo cristiano al Más Acá, sino un comunismo de placenta budista que no cifraba sus esperanzas en acelerar la resurrección, sino en acelerar la reencarnación. Los jemeres rojos no levantaron y pusieron a andar a una Camboya muerta, sino que la parieron de nuevo, con otras facciones, otra alma y nada más que una vaga conexión palingenésica con la Camboya anterior, destruyéndola hasta en sus cimientos y edificándola seguidamente desde cero. No destruyeron los templos de Angkor Wat y Angkor Thom, sobrecogedores rastros de ese imperio que llegó a tener una capital de un millón de habitantes en el siglo XV, pero fue lo único que no destruyeron. Todo lo demás se topó con sus buldózeres, incluyendo otras venerables ruinas arqueológicas y pagodas budistas y el propio nombre del país, que dejó de ser Camboya para pasar a ser Kampuchea.

Lo decíamos en otro artículo sobre otras cuestiones: como el dinosaurio de Monterroso, la religión, cuando nos despertamos, siempre sigue ahí. Y el budismo siguió ahí en Camboya después de que los jemeres rojos entraran en Phnom Penh. La contradicción que pudiera parecer darse entre el pacifismo radical que la opinión común asocia al budismo y la violencia sin cuento perpetrada por el Angkar en aquella malhadada Kampuchea no es tal: del budismo, como todas las religiones padre de muchos hijos, también hay vertientes kármicas que admiten el castigo y la existencia de un infierno subterráneo: el Naraka, dividido en ocho narakas helados y otros tantos narakas ardientes que merece la pena detenerse a caracterizar.
Tal como los infiernos de Dante, los narakas, lo mismo los fríos que los ardientes, conforman una estructura jerárquica que ubica a los condenados en uno u otro nivel en función de la gravedad de los pecados cometidos. Cada nivel es más horrendo que el anterior y mantiene más tiempo al condenado en su seno. En el caso de los narakas helados, cada infierno castiga al condenado durante veinte veces más tiempo que el anterior; pero ya el primero, Arbuda, invita fuertemente a portarse muy, muy bien en la vida cisterrena. En él, una oscura y congelada llanura rodeada de montañas heladas y continuamente barrida por ventiscas, los condenados viven desnudos y el frío les produce quemaduras y ampollas por todo el cuerpo; y de la duración de una vida allí se dice que es la que se necesitaría para vaciar un barril de semillas de sésamo si sólo se tomara un grano cada cien años. En el siguiente nivel, Nirarbuda, el frío es más frío y las ampollas se abren, cubriendo a los seres que lo habitan de sangre y de pus. En Atata, a ello se añaden violentos escalofríos, y así sucesivamente en Hahava, Huhuvu, Uptala y Padma; hasta que en el último sótano de este infierno antártico, Mahapadma, el cuerpo entero termina por cuartearse violentamente, quedando los órganos internos expuestos también al frío y rompiéndose ellos también más tarde.
En cuanto a los narakas calientes, ya en el primero, Sanjiva, situado a mil ioyanas (trece mil kilómetros) bajo el Yambuduipa —esto es, el mundo terrenal—, el suelo está hecho de hierro al rojo vivo, calentado por un inmenso fuego; y los guardias atacan a los seres con toda una panoplia de armas terribles. La estancia dura allá 1,62 billones de años; y entre ese nivel y el último, Avichi, en el que los condenados se asan en enormes hornos con gigantescas llamaradas y el más terrible de los sufrimientos durante 3,39 trillones de años, la fértil imaginación de este budismo castigador fabuló otros infiernos llamados Kalasutra, Samghata, Raurava, Maharaurava, Tapana y Pratapana a cual más perturbador. Ya en Kalasutra, donde se permanece durante 12,96 billones de años, los guardianes dibujan líneas negras a lo largo del cuerpo del condenado y seguidamente lo descuartizan, siguiendo las líneas con sierras ardientes y hachas afiladas. En Samghata se habita entre grandes montañas de rocas que se estrellan unas contra otras y caen, aplastando a los seres y dejando una masa sanguinolenta debajo de los escombros, tras lo cual vuelven a su posición inicial y el ser se recupera de nuevo, repitiéndose el proceso una y otra vez. En Tapana se empala con lanzas ardientes hasta que las llamas salen por la boca y la nariz y en Pratapana se hace lo mismo pero con tridentes y durante 424.673,28 billones de años.
De todo este imaginario bebió el Angkar, de muchos de cuyos líderes se daba la circunstancia de que habían tenido estancias en pagodas budistas: era el caso de Pol Pot y el de Nuon Chea, número dos del régimen. El vocabulario organizativo del régimen echaba también mano del repertorio budista: a las jornadas de adoctrinamiento se las llamaba rien sot, «educación religiosa»; se manejaban nociones budistas como la vinaya («disciplina») y se adaptaban las sila («diez abstenciones») que los monjes budistas deben cumplimentar para convertirlas en los diez mandamientos del buen jemer rojo. Y cuando, en un documental sobre Tuol Sleng dirigido por Rithy Pahn, S-21, se pregunte a quienes fueran guardianes y verdugos del campo de concentración cuáles eran sus preocupaciones, muchos responderán que la principal era que los asesinados no estropearan su karma con el rencor.
Volvamos a Chum Mey.
Chum Mey debería haber sido uno de esos entre millón y medio y dos millones de camboyanos devorados bien por el hambre o el agotamiento en aquellos killing fields, bien por la tortura en Tuol Sleng o en cualquier otro de los ciento cincuenta centros de tortura repartidos por el país. No lo fue. Sólo hay doce personas, entre trece mil, que puedan decir que conocieron por dentro Tuol Sleng en sus dos usos, el de cárcel y el de museo, sin haber sido carceleros, y uno de ellos es Chum Mey. Su libro se llama Survivor, «superviviente», y es un nombre muy adecuado: sería casi un acto de negacionismo añadirle un sufijo de plural a ese survivor.
Chum Mey, nacido en 1930, tenía, pues, cuarenta y ocho años cuando lo encadenaron a una barra de hierro en una de las celdas de dos metros por un metro de Tuol Sleng, sin que nunca haya sabido por qué. No era médico ni maestro, no tenía las manos demasiado blancas, no llevaba gafas y no conocía otro idioma que el jemer, cinco de las condiciones que garantizaban recibir una condena a muerte en aquel régimen cuyo boh somat —«barrido y limpieza»— de la burguesía fue de una voracidad dinosáurica y no se limitó a trasladar a los habitantes de las ciudades al agro. Había todo un decálogo de indicios de condición burguesa que miles de comisarios voluntarios se afanaban en detectar entre la población para enviar a sus infaustos poseedores a los potros de tortura de la Nueva Camboya, aunque, como suele suceder, el puritanismo represivo se volatilizaba en cuanto se topaba con los altos cargos del régimen. Del mismo modo que Hitler no pertenecía a la raza aria y Enver Hoxha poseía en su mansión presidencial de Tirana una nutrida biblioteca de libros prohibidos para el resto de los albaneses, Pol Pot reunía en su biografía numerosos elementos que para cualquier otro camboyano suponían una muerte segura bajo su dictadura: era hijo de un acomodado propietario rural bien relacionado con la corte real de los Norodom y hablaba y era maestro de francés, idioma que había aprendido nada menos que en la Sorbona de París. Gafas, no las llevaba de continuo, pero aparece con ellas en algunas fotografías. Su auténtico nombre de pila, Sar, se lo habían dado sus padres por la blancura de su piel: sar significa «blanco» en jemer.
Chum Mey no cumplía, no, ninguno de aquellos requisitos para ser asesinado. Tampoco era agente de la CIA («¡Si yo entonces ni siquiera sabía lo que era la CIA!», explicará años más tarde), por más que eso confesara a sus carceleros junto con una lista improvisada de supuestos compinches, en realidad inocentes, después de diez días de metódicas torturas en Tuol Sleng, consistentes básicamente en largas palizas con palos de madera envueltos en alambre de espino, arrancamiento de las uñas de los pies con alicates y sesiones de electroshocks. Según recuerda el propio Chum Mey cuatro decenios después (y en ello coincide con la mayor parte de los torturados por las dictaduras sudamericanas de la misma época), era esta última, y no las dos anteriores, la forma de tortura que más lo aterrorizaba. «Sentía como si mis ojos ardieran y mi cabeza fuera una máquina, y después de aquello contaba a mis torturadores cualquier cosa que quisieran oír», recuerda. Los electrodos para aplicar la corriente de 220 voltios eran colocados tras las orejas de los reos y los acababan dejando permanentemente sordos con frecuencia. Ése fue su caso: Chum Mey no oye por una oreja y escucha ruido como de agua fluyendo cada vez que mueve la cabeza.
Por supuesto, Chum Mey no participaba de militancia política alguna: tampoco eso pudo ser lo que lo llevó a Tuol Sleng. Era, simplemente, mecánico, pero eso, lejos de aproximarle a la muerte, fue lo que le salvó la vida. En Tuol Sleng necesitaban precisamente mecánicos, y una noche lo vocearon en la celda común en la que los prisioneros eran arrojados cada tarde para pasar la noche y en la que —recuerda Chum Mey— se les daba de beber con una manguera y no se les permitía hacer ruido alguno, obligándolos a un esfuerzo sobrehumano para que sus llantos, incontenibles como eran, fueran silentes. Cuando Chum levantó una mano dubitativa y temblorosa para presentarse como mecánico, sus captores lo sacaron de allí y lo colocaron delante una máquina de escribir averiada, que, acostumbrado como estaba a ingenios de otros tipos y calibres, no supo arreglar. Quiso la Fortuna o esa acuciante necesidad de mecánicos de los jemeres rojos que no lo mataran, sino que sólo lo torturaran, tras lo cual volvieron a ponerle frente a la máquina reconviniéndole que, si tampoco esta vez era capaz de repararla, ya no viviría para contarlo. Chum no tiene ni idea de cómo logró hacerlo; quizás la desesperación abrió espitas desconocidas u olvidadas en su memoria profesional. El caso es que esta vez sí dio con la solución. La máquina volvió a funcionar como por ensalmo y la vida de Chum Mey fue inopinadamente prolongada.
Sobrevivir a lo insobrevivible tiene, como el fuego en uno de los poemas más famosos de Pablo Neruda, una mitad de frío; una desoladora contrapartida. Digan lo que digan apologetas del individualismo extremo como el ya citado Max Stirner, uno nunca camina solo por la vida, sino que lo hace asistido por una red de sociabilidad que, formada por familiares, amigos y demás integrantes de eso que conocemos genéricamente como seres queridos, nos protege del descalabro deteniendo cada una de nuestras caídas y haciéndonos rebotar hacia arriba de nuevo. Sin esa red de funambulista, sin esos contrafuertes del alma, estamos perdidos, y lo que sucede en eras de industrialización de la muerte como aquel cuatrienio demencial es que se puede sobrevivir como individuo, pero jamás como colectivo. Por ningún conjunto de seres humanos pasa una pandemia sanitaria o política sin diezmarlo en mayor o menor grado. Ningún superviviente lo es con una vida anterior intacta. Chum Mey tenía mujer y tres hijos pequeños, a todos los cuales adoraba. Ninguno de ellos sobrevivió a los jemeres rojos.
El primer bebé murió de enfermedad y hambre durante la larga marcha emprendida desde Phnom Penh hasta la cooperativa agrícola asignada a los Chum en 1975. Fue enterrado en una tumba cavada a toda prisa al lado del camino. El segundo y el tercer hijos de Chum Mey fallecen en algún momento entre 1976 y 1979, que Mey no puede precisar porque durante esos tres años estuvo separado de su familia. En efecto, en 1976 fue sacado de la cooperativa agrícola y enviado a Phnom Penh para trabajar en una fábrica de uniformes revolucionarios recién abierta por el Gobierno en la fantasmal capital. En octubre de 1978 lo introdujeron, junto con varios otros hombres, en camiones que se suponía que los enviaban a una factoría de reparación de coches en la que habían sido reasignados, en vez de lo cual fueron llevados a Tuol Sleng. En enero de 1979, Tuol Sleng fue evacuada a causa de la inminente entrada de los vietnamitas en Phnom Penh y los presos fueron enviados al campo. Allí, Chum Mey se reencontró con su mujer y con un cuarto hijo de dos meses concebido poco antes de la separación y nacido después; pero sólo para ver cómo, al contrario que él, no sobrevivieron a un rápido fusilamiento colectivo tras dos días de marcha penosa. «Lloro cada noche. Cada vez que escucho a alguien hablar de los jemeres rojos me acuerdo de mi mujer y de mis hijos», balbuceará Chum Mey años después en sede judicial.
Mey sobrevivió a aquellas horas finales de un régimen dispuesto a morir matando haciéndose el muerto y corriendo después, cuando los jemeres rojos abandonaron el lugar, a esconderse en un bosque. Cuando la breve guerra con Vietnam concluye con la derrota de los jemeres rojos y la instauración de un nuevo régimen comunista auspiciado por Hanói, la República Popular de Kampuchea, regresa a Phnom Penh.
Aquellos años, cuya suavidad comparativa con respecto al período anterior hace que suelan ser comparados con la reacción termidoriana que, en la Francia revolucionaria de los 1790, sucedió a los años expresivamente conocidos como del Terror, Mey los vive discretamente, atravesado por el dolor de lo vivido y sumido en sus recuerdos. Merece la pena, pues, que cambiemos de nuevo, y hasta que la historia de Chum Mey vuelva a reclamar nuestra atención, el teleobjetivo de biografiar hombres por el gran angular de historiar pueblos, saltando otra vez a la macrohistoria de Indochina a fin de comprobar hasta qué punto se puede decir de esa región del mundo aquello que Churchill decía de los Balcanes: también allí se tiende a producir más historia que la que se puede consumir.
Las huestes polpotianas se refugian, siempre lideradas por Pol Pot, en las remotas selvas del noroeste del país, donde recuperan la condición de guerrilla y reciben el apoyo de los contrarios, nacional e internacionalmente, a la invasión vietnamita. Entre esos apoyos se encuentran los de Tailandia —país contra cuya frontera se arraciman—, China y Estados Unidos, países que, en la más desapasionada de las Realpolitiks, ven en la vuelta del defenestrado tirano camboyano un contrapeso a la hegemonía vietnamita en la región. Quizá más sorprendentemente, con Pol Pot también se alían el FLNPC y el FUNCINPEC, los partidos de kilométrico nombre que presiden, respectivamente, el devoto budista y anticomunista Son San, que había sido presidente del país entre 1967 y 1968, y el exmonarca Norodom Sihanuk. La oposición a Vietnam es nuevamente más fuerte que cualquier desencuentro entre actores normalmente enfrentados y se forma esa coalición cuyo presidente es Sihanuk, siendo número dos y número tres los jemeres rojos Khieu Sampan y Son Sen. El primero había sido, en la etapa polpotiana, presidente del Presídium Central y su rendida lealtad al líder lo había salvado de las purgas que el pequeño Stalin camboyano había emprendido contra sus allegados en sucesivas oleadas. Son Sen, por su parte, había estado, en su calidad de responsable de seguridad interna, a cargo del Santebal («Mantenedor de la Paz»), la policía secreta del régimen, y había sido también el principal diseñador de los procedimientos de tortura utilizados en Tuol Sleng y otras prisiones.
La nueva guerra dura algo más de una década, la comprendida entre la invasión vietnamita de 1979 y el 23 de octubre de 1991, cuando Vietnam accede a firmar un tratado de paz supervisado por la ONU que decreta la reinstauración de la Monarquía en la persona de Sihanuk y el establecimiento de un gobierno de transición. Dicho acuerdo es boicoteado por los jemeres rojos, que tampoco participan en las elecciones celebradas en 1993, de las que sale vencedor el monárquico FUNCINPEC. A partir de entonces, la guerrilla comunista, refugiada todavía en las junglas de los montes Dangrek, comienza a sufrir escisiones y deserciones que la debilitan considerablemente, y que en parte se deben a la cada vez mayor sensibilidad nacional e internacional hacia los crímenes cometidos por el régimen polpotiano entre 1975 y 1979, que van saliendo poco a poco a la luz. Los líderes se acusan entre sí y sobre todo a Pol Pot, a quien Ieng Sary, uno de los hombres fuertes del sangriento régimen en calidad de ministro de Asuntos Exteriores, señala como responsable único de lo sucedido. Todo otro participante en ello, dice Ieng y dicen todos, lo fue por una mezcla de miedo y obediencia debida.
El liderazgo de Pol Pot en el seno de la guerrilla acaba por venirse abajo cuando, en 1997, el viejo líder —que para entonces ya tiene setenta y dos años— acusa al ya citado Son Sen de colaborar con el Gobierno camboyano y manda asesinarlo junto con su esposa e hijos. Ese último crimen determina al comandante militar de los jemeres rojos, Ta Mok, a colocarse al mando y decretar, tras un juicio sumarísimo, prisión vitalicia para Pol Pot. Éste, enfermo, muere poco después, no sin antes conceder una entrevista al periodista estadounidense Nate Thayer. En ella reconoce «errores», pero adscribe los crímenes de su dictadura a la falta de experiencia del Gobierno, a la obsesión por evitar que Camboya fuera «devorada» por Vietnam y a la maldad individual, no consentida por él, de algunos miembros de su Gobierno. «Yo —dice— no soy un hombre violento». También niega la existencia de Tuol Sleng asegurando que la supuesta prisión no es otra cosa que una hábil mentira orquestada por la propaganda vietnamita.

La muerte de Pol Pot se produce el 15 de abril de 1998, oficialmente de un ataque cardíaco, quizás en realidad por suicidio o envenenamiento. Unos días después, los necesarios para que lugareños y periodistas acudan al lugar a asegurarse con sus propios ojos de la desaparición del tirano, su cuerpo es incinerado en un desguace de coches viejos. «Burned like old rubbish», esto es, «Quemado como basura vieja», titula al día siguiente la noticia un semanario en inglés de la capital, el Phnom Penh Post, con sendas fotos del cadáver semidesnudo y de la pila de neumáticos sobre la cual ardió durante horas. Así reportaban seguidamente la cosa:
No hubo la pena del fallecimiento de una persona amada: su mujer y su hija estaban lejos. No hubo la euforia del fallecimiento de un déspota. Aparte de los testigos (su carcelero, Non Nou, y un oficial del Ejército tailandés), sólo estuvo allí el número de personas estrictamente necesario para construir una simple caja y quemarla […] Ni siquiera las cenizas de su cuerpo arruinado por la enfermedad, remojado en formol como estuvo, podrán proveer mucho alimento a la tierra; la tierra en la que una vez vio el futuro del proletariado camboyano.
Cambiemos, ahora, de nuevo de objetivo.
En 2003, Rithy Panh, un aclamado director camboyano de documentales, rueda uno que ya hemos mencionado y cuyo título completo es el siguiente: S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos. Su idea es sencilla: reunir en Tuol Sleng a personas vivas que hubieran trabajado en la prisión (guardias, interrogadores, un médico y un fotógrafo, todos ellos adolescentes en el momento de los hechos) con dos presos supervivientes. Uno de esos dos presos es el pintor Vann Nath, a quien el director de la prisión en persona (Kaing Guek Eav, Duch, a quien también hemos mencionado ya) había salvado de morir por su especial habilidad como retratista, demostrada con sucesivas efigies del propio Duch y de otros líderes, como Pol Pot o Ieng Sary. El otro superviviente es Chum Mey.
El documental de Rithy alcanza un enorme éxito nacional e internacional, sensibiliza aún más a Camboya y al mundo con respecto al genocidio camboyano y contribuye así a hacer posible algo que hasta entonces había sido quimérico: juzgar los crímenes y condenar a los criminales de la dictadura. Aunque ya no sea posible someter a juicio a Pol Pot, sí lo es sentar en el banquillo a otros dirigentes vivos, como Ieng Sary o Duch. Hay, con todo, poderosos escollos para ello, en realidad resumibles en uno: nadie en la élite camboyana, jemer rojo, jemer blanco o jemer azul, puede decir que no tenga nada que temer de un juicio de estas características. Nadie, ni siquiera en la Familia Real, puede presumir de ser del todo inocente después de cincuenta años de guerras sucesivas y cambiantes coyunturas que hicieron posibles todas las alianzas. Quien no fue cómplice directo de los crímenes a juzgar miró para otro lado cuando se cometían, y, por otro lado, el mismo Gobierno y la Administración están llenos de exjemeres rojos que, cuando se produjo la invasión vietnamita en 1979, corrieron a ponerse de rodillas delante de los nuevos amos. Éstos se limitaron a descabezar el régimen depuesto manteniendo en sus puestos a los dirigentes intermedios. Es un procedimiento común. Sucedió en la Unión Soviética, cuyos servicios secretos no tuvieron inconveniente en admitir en su seno, ya en los años veinte, a antiguos agentes de la Ojrana, la temible policía zarista. Sucedió en las dos Alemanias de 1949, cuyas élites posnazis eran exnazis en gran medida. Sucedió también en España, donde, caliente todavía el cadáver de Francisco Franco, un presidente socialista cargó de medallas a torturadores del franquismo reconvertidos en héroes del antiterrorismo vasco. No suele pasar, tal vez no ha pasado nunca, que todo cambie para que nada siga igual. Desde luego, no pasó en Camboya.
El caso de Hun Sen, primer ministro del país (desde 1998) cuando Rithy Panh rodó su documental, y qu continúa siéndolo hoy, es ilustrativo al respecto. Jemer rojo desde 1970, Hun sólo dejó de serlo cuando se vio amenazado por una de las sucesivas purgas de Pol Pot. Era 1977 y Tuol Sleng llevaba ya dos años funcionando a pleno rendimiento, difícilmente sin el conocimiento de Hun. Aquella caída en desgracia llevó a Hun Sen a buscar refugio en Vietnam, donde no tardí en ser nombrado comandante de las tropas nativas con las que Hanói proyectaba invadir, y finalmente invadió, Camboya. Después de la conquista de Phnom Penh y de la proclamación de la nueva república popular, Hun fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. En 1985 se convirtió en primer ministro, puesto que desempeñó hasta 1993. Para entonces, Amnistía Internacional ya lleva años señalándolo como responsable último de torturas a prisioneros políticos no muy diferentes de las perpetradas años antes por los muchachos de Pol Pot: electroshocks, quemaduras con planchas calientes y ahogamiento con bolsas de plástico.
En las elecciones de 1993, Hun Sen perdió el cargo de primer ministro, que, como ya se ha dicho, fue a parar al FUNCINPEC del rey Sihanuk. Pero sólo lo perdió de iure, toda vez que fue nombrado coprimer ministro como parte de una Gran Coalición del FUNCINPEC con el Partido Popular de Camboya, resultante de una refundación del partido único de la etapa vietnamita y presidido por el propio Hun Sen. Su poder real, pues, permaneció incólume. Además, esa situación sólo duró cinco años. En 1998, tras unas nuevas elecciones, Hun recupera el puesto de primer ministro, que ya no abandona. Veinte años después, ahí sigue, reconocido ya por el Libro Guinness de los récords como mienbro del selecto top-10 de líderes democráticos con mandatos más largos de la historia contemporánea del mundo y señalado de nuevo por Amnistía Internacional como responsable de toda clase de acosos a sus rivales políticos.
Difícilmente alguien con el perfil de Hun Sen, un Fouché moderno aclimatable a todos los temporales políticos, puede ver con demasiado agrado que se levanten las alfombras de la etapa de los jemeres rojos, o aun de la república popular provietnamita. Sabido es que es por esta clase de personajes, que existen en mayor o menor medida en todas las naciones de la Tierra, y nunca por los Chum Mey de que también está el mundo lleno, que suelen ser emitidas opiniones como la siguiente, que Hun acostumbra a pronunciar para mostrar su oposición a que se abra cualquier juicio contra los responsables del genocidio: «Camboya debería cavar un hoyo y enterrar en él el pasado».
Juicios, de todas formas, los ha habido. Tras ser reclamados incansablemente durante años por diversas asociaciones internacionales de derechos humanos, su procelosa materialización comenzó en 1997, cuando las presiones recibidas obligaron al Gobierno camboyano a solicitar a la ONU el establecimiento de un tribunal híbrido —mitad nacional, mitad internacional—para juzgar por crímenes contra la humanidad y de guerra a los responsables vivos más notorios del autogenocidio. Naciones Unidas acogió entusiásticamente la propuesta, pero ésta sólo comenzó a echar verdaderamente a andar seis años después y tras unas negociaciones lentas y arduas, lo cual da una idea de la escasa voluntad real de PPC y FUNCINPEC de poner en marcha lo que oficialmente reclaman. Efectivamente, en 2003 se firmó el acuerdo correspondiente, pero aún hubo que esperar tres años de negociaciones más, hasta julio de 2006, para que el ministro de Justicia camboyano anunciara, de común acuerdo con la ONU, la lista de los treinta jueces —diecisiete camboyanos y trece nombrados por Naciones Unidas— que se encargarían del proceso.
En 2007 y 2008 se hacen las indagaciones y arrestos preceptivos y en 2009 comienza finalmente el juicio. Tras constatarse que cuatro de los posibles acusados (Son Sen, Pol Pot, su primera esposa Khieu Ponnary y Ta Mok) no pueden serlo por haber muerto antes de iniciarse los juicios (pero todos ellos después de 1997), cinco son las personas de entre 76 y 83 años llevadas al banquillo. Son cuatro hombres y una mujer, a saber: el comandante Duch; Ieng Sary; la esposa de éste, Ieng Tirit, exministra de Acción Social y hermana de Khieu Ponnary; Nuon Chea, número dos del régimen, y Khieu Sampan, jefe de Estado de la Kampuchea Democrática, conocido como el Cerebro por su condición de ideólogo principal de los jemeres rojos. Duch, en cuyo juicio participa Chum Mey como testigo, es el único que admite los hechos: «He hecho cosas feas en mi vida», había dicho al ser localizado en 1999 por un periodista gráfico británico en el noroeste del país, convertido ahora al cristianismo y trabajando para asociaciones humanitarias de esa religión.
Los cinco acusados son juzgados sucesivamente entre 2009 y 2014, tiempo durante el cual las trabas impuestas a la labor de los jueces son constantes. Hun Sen y su Gobierno bloquean intermitentemente la financiación de los juicios y presionan a los jueces camboyanos para que entren en discusión con los internacionales por detalles menores y ralenticen así el proceso. En cualquier caso, tres de los acusados (Duch, Nuon Chea y Khieu Sampan) son finalmente condenados a cadena perpetua. Ieng Sary muere en 2014 antes de conocer su sentencia, y el proceso de Ieng Tirit es suspendido en 2011 debido al alzhéimer que padece, que de hecho acaba con su vida en agosto de 2015.
En teoría los juicios deben continuar, descendiendo ahora en el escalafón para llevar ante el tribunal a otros altos cargos de la dictadura, de menor entidad pero también responsables directos de lo sucedido. Si el llamado Caso 001 fue el que tuvo como protagonista a Duch y el Caso 002 el que permitió juzgar a Nuon Chea, Khieu Sampan, Ieng Sary y Ieng Tirit, seguidamente deberían haberse abierto los casos 003 y 004. El primero involucraba a Meas Mut y Sou Met, sendos comandantes del Ejército polpotiano relacionados con el arresto y transporte de presos a Tuol Sleng que han vivido durante años tranquilamente en la provincia de Battambang sin que nadie se haya tomado la molestia de hacer efectiva la orden de busca y captura internacional que pesa sobre ellos. Pesaba, en realidad: Sou Met falleció en 2013.
En cuanto al Caso 004, congelado de igual modo, sus protagonistas son o deberían ser Im Chaem, Ta An y Ta Tit, responsables directos de una masacre perpetrada en el campo de trabajo de Preah Net Preah. Tampoco a ellos sería en absoluto difícil arrestarles: Ta Tit es hoy un rico hombre de negocios e Im Chaem ejerce como alcaldesa de una comuna del distrito de Anlong Veng; pero tampoco su orden de busca y captura y la de Ta An han sido hechas efectivas. Tal inacción emana de directrices explícitas de Hun Sen y su gobierno, que alegan que dichas detenciones serían humillantes y afectarían «sustancial e irremediablemente al honor, la dignidad y los derechos» de los acusados y que proseguir con los juicios a los criminales de la dictadura desestabilizaría peligrosamente el país.
«La justicia es para el pueblo lo que el pan: siempre está hambriento de ella», decía Chateaubriand. Lo suscribiría, sin duda alguna, Chum Mey. Chum, lejos de sentir el alma en paz después de ver al jemer rojo concreto cuyos crimenes le atañían más directamente dar con sus huesos en la cárcel, continúa clamando justicia, una justicia consistente en que todos y cada uno de los perpetradores del genocidio camboyano sigan los pasos de Duch, con cada micrófono que le ponen delante y toda la fuerza que le permiten —y le permiten mucha— sus espléndidos ochenta y ocho años. Entretanto, y pese a que acabó casándose de nuevo, alumbrando nuevos hijos e incluso teniendo nietos, sigue recordando cada día y sobre todo cada noche a aquella otra familia ardida y consumida en las calderas del siglo XX.
Allí, en Tuol Sleng, en su sencilla silla plegable tras su sencilla mesa plegable cubierta de libros titulados Survivor, Chum relata todo esto a quienes, nacionales o extranjeros, tienen la perspicacia de no confundirle con un vendedor ambulante más cuando les grita: «¡Madam!», o «¡Sir!», y les invita a sentarse con él y escuchar su historia. Chum no lo hace por afán de protagonismo, sino con el fin de que, cuando esos turistas regresen a sus hogares, hablen ellos mismos al mundo de las venas abiertas de Camboya, y contribuyan a generar una opinión pública internacional que ejerza presión a favor de reactivar los juicios.

A unos quince kilómetros de Phnom Penh se encuentra Choeung Ek, el antiguo viñedo en el que se fusilaba a los condenados en Tuol Sleng, hoy convertido, como la propia cárcel, en un centro de memoria. En su centro se yergue una sencilla estupa, un tipo de construcción budista pensado para contener reliquias, y en el interior de la estupa se apretujan cinco mil cráneos: los de algunos de los en torno a nueve mil cuerpos que fueron enterrados en el lugar por los jemeres rojos y encontrados allí años después.
Ellos ya no pueden pedir justicia alguna.
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