La triple vida de Krzysztof y los puntos de vista del Décalogo
/ por H.G. Castaño /
Considerada de forma póstuma, la vida de Kieślowski parece la de varios cineastas unidos en torno a temas y figuras de estilo similares, pero no más distantes en el tiempo y en el espacio que los dos personajes de La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991). La película más etérea del cineasta polaco insiste en que la vida (o la muerte) de una Verónica la ata al destino de la otra, pero en el caso de los Krzysztofs, el verdadero misterio son las divergencias que exponen sus múltiples trayectorias.
Es un lugar común hablar de uno o varios giros en la obra del cineasta polaco. Una introspección creciente daría paso a la etapa del Decálogo (Dekalog, 1988). Un hecho puede explicar, en parte, el cambio de enfoque de Kieślowski: la censura de una película ambiciosa y con una explícita vocación política, El azar (Przypadek), realizada en 1981 y prohibida hasta 1987. Algo que hizo mella en un cineasta que, como muchos artistas e intelectuales polacos, se veía incapacitado para resistir de forma pública al régimen. La opresión y las limitaciones objetivas pueden explicar en parte el interés de Kieślowski por cuestiones de orden íntimo.
La etapa francesa trae consigo otro cambio decisivo, y resulta sorprendente la naturalidad con que la se aceptan las decisiones estilísticas y narrativas que la caracterizan, como si no fueran más que la confirmación del talento genial de Kieślowski en condiciones de producción diferentes. En la trilogía hay algo de un reconocimiento de tipo póstumo, sobre todo en Azul (Bleu, 1993). Viendo esta película a la luz del Amateur (Amator, 1979) o de algunos capítulos del Decálogo, se perfila un tercer Kieślowski, ni político ni introspectivo, sino entregado a una especie de lirismo institucional que hace de la épica del fragmento (la partitura, que vamos descubriendo por momentos) un último baluarte de la propiedad intelectual y del derecho de este autor a considerarse como tal. Como si el tercer Krzysztof no hubiese sido nunca un amateur.

Las perspectivas del Decálogo
En realidad, las ideas de intimismo o de introspección sólo definen un aspecto del Decálogo, donde aflora, sobre todo, una inquietud de tipo “moral”. (Y no sólo porque el texto en el que libremente se inspira –los Diez mandamientos– sea uno de los pilares de nuestra compresión del bien y el mal.) Pese a ello, Decálogo no es moralista, sino que propone una visión abierta del problema de las relaciones humanas (públicas y privadas) en un momento muy particular de la historia reciente de Polonia. Kieślowski no establece un punto de vista externo, el de un juez que pudiera dar su visto bueno a esa época confusa, o condenarla, pero tampoco concede un crédito absoluto a sus protagonistas. Ese es sin duda uno de los grandes méritos del Decálogo. Las diez películas que lo componen exploran el anclaje real de la conciencia de sus personajes y las dificultades tanto subjetivas como sociales que condicionan su relación con los demás.
La interrogación sobre el bien y el mal del Decálogo se traduce, a nivel escenográfico, en la tensión estructural entre los interiores y los exteriores. Los apartamentos y la esfera íntima se encuentra continuamente expuestos al amplio barrio que, con su arquitectura masiva y funcional, constituye un espacio familiar y a la vez inhóspito. Se trata del único paisaje sobre el que se abren las ventanas de las casas, y este exterior acompaña con sus luces y sus sombras toda realidad interior. Pasando constantemente de los interiores a los exteriores y viceversa, el Decálogo propone un cruce continuo de perspectivas, en las que no falta ni el humor ni la desesperación. Cuando no son la ventana o el portal, son los escaparates o la ventanilla de un mostrador los que se interponen entre los personajes. Pese al uso abundante del plano-contraplano (figura clásica de la continuidad), Kieślowski introduce una ruptura que condiciona todo paso de un espacio a otro y todo contacto.
El sexto capítulo del Decálogo, el del joven voyerista, es un buen ejemplo de la manera en que Kieślowski explora la colisión de las diferentes dimensiones: un interior invade otro interior a través de un espacio falsamente neutro. El telescopio, prótesis óptica de la que se sirve Tomek (Olaf Lubaszenko), atraviesa el espacio colectivo para sacar de su precaria intimidad la vida sexual de Magda (Grazyna Szapolowska).

Algo parecido ocurre en el capítulo noveno, aunque de forma menos explícita. A pesar de haber incitado a su mujer (Ewa Blaszczyk) a la infidelidad, y de que ella no lo oculta, el protagonista (Piotr Machalica) se otorga el rol de marido celoso e investiga con esmero algo que ya sabe. Kieślowski no aborda esta historia como un simple asunto privado. ¿Quién mira al matrimonio cuando la puerta se cierra tras ellos, en el momento de una reconciliación que es también una ruptura? ¿Quién observa al marido tras la ventana, mientras tira el cuaderno del amante de su mujer, prueba de una infidelidad que no necesita demostrar? El punto de vista se acerca de los personajes para al mismo tiempo instaurar una distancia que se materializa en la imagen enmarcada por la puerta o la ventana.

La tensión entre el afuera y el adentro atraviesa todo el Decálogo. Uno de los episodios más arriesgados de la serie, el octavo, presenta a una profesora de ética (Maria Koscialkowska) que vive bajo el peso de una decisión tomada durante la ocupación nazi. Ante una situación de mala conciencia y de remordimiento, Kieślowski evita fijar un punto de vista objetivo o subjetivo que dé un sentido último a la historia. Del mismo modo que la decisión responsable puede ser cuestionable desde el punto de vista ético, ni la conciencia de los personajes ni los hechos que han vivido sirven de base para una versión correcta de la historia. Al final del episodio la joven superviviente (Teresa Marczewska) a la que la profesora temía muerta, encuentra al sastre (Tadeusz Łomnicki) que le evitó acabar en un campo de concentración. Este héroe silencioso se niega sin embargo a reconocer su papel o a recordar el pasado. Tras el escaparate de la sastrería, el hombre lanza una última mirada a la joven, reconciliada con la mujer que la había traicionado. Kieślowski muestra, invocando dos espacios separados por un cristal transparente –pero de una dureza impenetrable–, que toda intimidad contiene siempre una mirada externa.
Nihilismo y claustrofobia
En el Decálogo existen otros espacios que permiten a Kieślowski profundizar en las relaciones complejas entre lo privado y lo público o lo individual y lo colectivo. El hospital, la estación de tren o el parque son algunos de los ejemplos. Pero el espacio que expone de la forma más violenta la necesidad de su interrogación moral es la sala de ejecución del capítulo quinto (que corresponde con el quinto mandamiento, “No matarás”). Al abordar la pena de muerte, Kieślowski introduce una dimensión institucional ausente en los otros capítulos. Esto le permite meditar acerca de la disolución de lo moral en un nihilismo consumado. El cineasta presenta una Polonia en la que la ley está desligada de la justicia y el vínculo social disuelto. Tanto a nivel individual, en la violencia y el nihilismo encarnados por el taxista (Jan Tesarz) y el joven (Mirosław Baka) que lo asesina sin motivo aparente, como a nivel de un Estado al que el abogado defensor (Krzysztof Globisz) del joven califica como una máquina de destrucción y castigo.
Se trata del episodio más explícito del Decálogo, temática y narrativamente, y uno de los más audaces en el terreno formal (cabe recordar que en cada capítulo del Decálogo participó un director de fotografía diferente, en este caso Slawomir Idziak). Kieślowski narra de forma fría y detallada la sucesión de una serie de acontecimientos crueles, que conducen primero a un asesinato y después a una ejecución pública en el espacio más claustrofóbico y cerrado de la serie.
La sala de ejecución se esconde tras una inmensidad de puertas blindadas, que ponen término a la permeabilidad de los espacios por la que se caracteriza el resto de la serie. Encerrado junto a su cliente, testigo de la aplicación rigurosa de un procedimiento que escapa a todo control individual, el abogado se da cuenta de que ha caído en la encerrona del sistema y que ha agotado todo el margen que le quedaba para obrar de forma de responsable. Ya no se siente capaz de parar la máquina de la muerte.

El cineasta recurre de nuevo al plano-contraplano pero esta vez, en lugar de dar lugar a una nueva perspectiva, la escena se vuelve sobre sí misma, poniendo un término a la representación. De modo análogo, en un gesto que perfilaba el tono de las películas posteriores, el protagonista de Amateur (Jerzy Stuhr) acaba filmándose a sí mismo como respuesta a las dificultades familiares, laborales y políticas a las que le ha llevado su carrera de cineasta por accidente.
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