Escenario

Andrei Tarkowski: el arte de retar el tiempo

El arte de retar al tiempo

/ por Eduardo Momeñe /

Es una manera de evitar el título Esculpir en el tiempo ese pequeño gran libro libro en el que Andrei Tarkovski plasmó su idea del cine, del arte, del artista, y en definitiva, de la vida. En realidad de la existencia, del hecho de existir, del ser humano arrojado al mundo, de unos personajes que encarnan a la humanidad. Habla de ellos: Stalker, Rublev, Gorchakov, Domenico… Son seres que llevan sobre sus espaldas la realidad del hombre, como los que identificó Shakespeare, como los de su siempre mencionado Dostoyeski, como los del siempre alabado e irrenunciable Bergman. Insistirá en que él no es esos personajes, de la misma manera que Dostoyevski tampoco es los hermanos Karamazov, ha ocurrido que los ha visto, los conoce, los ha percibido vagando por la existencia, los ha recreado.  En Tarkovski no hay redención para el ser humano, es una idea equivocada que esté en el mundo para ser feliz. Una gran parte de su cine habla de ello, de todo ello, una obra homérica (tan solo ocho películas), siempre hay un viaje, la disculpa es que se intenta llegar a algún lugar, son miles de preguntas en cada metro de película, un cine moral –“observar la vida sin dañarla”, un cine “existencial”, tan ruso, tan nórdico finalmente; sus dos últimas películas fueron rodadas en un exilio obligado; Sacrificio en Suecia, ayudado por la cámara prodigiosa de Sven Niykvist, la mano derecha de Bergman.

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Andrei Tarkovski (Rusia, 1932 – Francia, 1986)

Es un título ciertamente atractivo, Esculpir en el tiempo, porque el Andrei Tarkovski al que muchos admiramos, los que pensamos que se puede hablar de cualquier cosa siempre que antes se hable de cine. –sin duda también ahí Béla Tarr, Theo Angelopoulos, Antonioni, y otros- es el mago que modela el tiempo, su tiempo, un tiempo exclusivamente cinematográfico, que no es el de la literatura, ese punto de partida que un cine-lenguaje debería evitar. Quizá se esculpe el tiempo –en el tiempo- tal como lo hizo Miguel Angel –tal como así lo comentó- cuando se enfrentó a un bloque de mármol y lo martilleó hasta que en su interior apareció David, allí escondido desde el principio de los tiempos. Así se esculpe en el tiempo para penetrar en otro tiempo, el que estaba oculto antes de que tuviésemos acceso a esa herramienta llamada cámara, el que hace su cine posible, el que marca esa cámara, su movimiento, su visión. Se trataría de construir ese otro tiempo –esas otras imágenes- que un día entendió en la obra de los grandes japoneses,Ozu, Kurosawa, sin duda Mizoguchi, también en el del francés Bresson, pudiera ser el de Lancelot du Lac. También hay alemanes, quizá Aguirre o la cólera de Dios o Fata Morgana del joven Werner Herzog.

Es un cierto tiempo, una idea clave entre todas las palabras previas que permiten la construcción de imágenes, es el cimiento, el mármol con el que se generan. Las imágenes cinematográficas se moldean, se fabrican con –en- el tiempo; Tarkovski les llama “planos”. En ellos -en ellas- transcurre ese espacio que esculpe el tiempo, y la aparente paradoja: como se construye el espacio, se obtiene el tiempo; lo sabían los grandes renacentistas. No es el montaje el que va a definir la narración, no es un cuento que se cuenta, y de ahí alguna de las críticas a su obra: cada plano está lleno de belleza, pero ¿cómo fundirlos en una unidad? Pero a Tarkovski no le interesa ese espectador que acude a una crítica explicativa plagada de grandes razonamientos –justificaciones-, sino aquel que se deja impresionar por la potencia de las imágenes, el que se fascina por un texto –visual-, la belleza del lenguaje (bien utilizado), esa impresión inmediata sobre la que apenas es posible hablar. Las interconexiones se basan en la lógica poética, lejana a la de “ese” montaje, de reglas y normas, tan cuidadosamente exacto. Es otra coherencia, la de la poesía, está más cerca de nuestro pensamiento que aquella de la dramaturgia clásica. Es el placer de la relación poética, el sentido profundo de las imágenes representadas -reconstruidas- porque la poesía es una forma especial de ver el mundo, una manera privilegiada de relación con la realidad, “el cine es la más verídica y poética de todas las artes”; intentar reproducir la vida es un mal comienzo, vulgar, es el fracaso que llega cuando, sin expresión poética alguna, hay una obsesiva búsqueda de significado. Estamos ante un nuevo mundo de imágenes, de imágenes por definir, cada vez que se abre la lente, es como si hubiese escuchado al gran Artaud hablar de imágenes henchidas de misterio, desde el secreto, mágicamente, sin otorgar un margen al entendimiento, entre la realidad y el sueño…

Hay obras que pretenden expresión artística tan solo con ideas, con presentar ideas acerca del mundo, Tarkovski las rechaza, al igual que los grandes fotógrafos, fuera de ellas tan solo hay vacío, conceptos, mentiras, dirá. Tan solo recordar esa imagen de seis minutos- a diferencia de las fotográficas, que no duran, en todo caso, de otra manera- ya en los minutos finales de Sacrificio, cuando unos personajes transcurren entre el fuego que Alexander ha provocado y el agua que todo lo encharca y dificulta correr.  Seres que transcurren como figuras lejanas, insignificantes para la Naturaleza, como en el gran paisaje holandés, también en el de Flandes, en el de la Toscana. Esa tensión interior en un personaje, en un paisaje, la tensión de lo estático –esa forma de movimiento-, del plano finalmente. Es la cámara en esa suspensión, su indiferencia, siempre esa tensión, anticipa la de la “webcam”, una registradora que parecería robótica, en su distancia –ese ojo que vigila sin emoción- que tan solo ve, es una manera de mirar, es así como habla. También su querido amigo Sergei Parajanov, sus imágenes mágicas -siempre agradecido a Pasolini– esa potencia, es un mundo de imágenes, y en las imágenes siempre hay sitio y tiempo para que ocurran cosas; imágenes que flotan, que se elevan sobre el suelo, suspendidas, en palabras de Tarkovski. Es también el gran fotógrafo, el que nos recuerda a Henry Fox-Talbot allí en Lecco, en una de las aristas del lago de Como, el que mira a través de su camera obscura y siente la melancolía de no poder retener esa imagen, porque ve como el cine pasa, indefinidamente, eternamente, una experiencia paradójica en un inventor de la fotografía y no del cine. El cine de Tarkovski quizá lo inventó la historia del cine, pero también pudo ser aquella cámara allí fija sobre un trípode,  y sin duda aquel cine mudo heredero de ella, el que aún no tenía prisa en contar historias, el que quedaba fascinado por las imágenes –mágicas- que el nuevo medio era capaz de crear, imágenes –planos- que no unificaban una story. Parecería una vuelta al principio, de la misma manera que nuestras imágenes estáticas adoran aquellas que producía Andrei Rublev.

Las imágenes son posibles gracias a las palabras, pero las cinematográficas se construyen también con el lenguaje corporal, con los sonidos, esa música que tan solo existe gracias a que existe el silencio, -nunca una melodía decorativa, sino el sonido y sus silencios como parte esencial de la imagen-, esa música misteriosa, siempre en tensión, la palabra clave es “tensión”. Es la profundidad de la imagen, imágenes profundas, siempre Artaud. La puesta en escena que transmite verdad, no artificio, sino convicción, esas palabras visuales. Tarkovski lo hace desde esa memoria en la que quedan los objetos, momentos, experiencias, circunstancias sin perfiles nítidos, tal como actúa el recuerdo, la supuesta realidad del pasado queda en segundo plano frente a cómo se siente ese pasado, cómo se ve desde el presente, esa es la auténtica realidad; “el cine es el arte más realista” porque quizá la vida real, la que te recuerda que estás vivo, se de en ese espacio, en ese tiempo, en esas palabras, en esa pantalla, una pantalla que se amplia, que se abre ante nosotros tras un mundo cerrado, y se convierte en una nueva realidad, la que nos recuerda que existe el mundo. El ruido de las llamas, del chapotear en el agua, palabras y sonidos lejanos, siempre lejanos, parecerían murmullos, prácticamente inaudibles como un eco, se pide silencio para escuchar que el tiempo pasa, como en aquel bosque lácteo por el que paseó Dylan Thomas.


 

 

 

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