Creación

Tótem-espantapájaros

Larga reseña de Clara Janés sobre 'Tótem-espentapájaros' (Abada, 2018), de Amalia Iglesias.

Sobre los Tótem-espantapájaros de Amalia Iglesias Serna

/ por Clara Janés /

Este libro no es un libro. Si lo abrimos veremos que, por de pronto, ofrece varios aspectos. En primer lugar una supuesta introducción que, de hecho, es casi un tratado, y que se titula Biografía, biblografía e historia. Esto solo ya es un libro. Seguimos y observamos que, en cuanto empieza el cuerpo del libro, tiene las páginas pares en blanco y las impares en negro, lo cual constituye otro libro. Pero hay más, las páginas pares aparecen escritas con tipos de imprenta, las impares en una minuciosa caligrafía blanca. Lo que significa, diríamos, el libro y su anverso: dos en uno. Y podemos seguir: el libro encierra en sí un carácter que escapa a sus páginas; un carácter simbólico.

Nos hallamos, pues, ante una Biblia, y la obra, aunque de apariencia modesta, es así de abarcadora. En ella cabe no solo todo el espacio del universo sino todo el tiempo de la historia.

Un libro dentro de un libro resulta algo tan clásico y tan significativo como lo que se da en la obra Hamlet, de Shakespeare, tantas veces estudiada bajo el punto de vista del Play within a play. Y es que, en efecto, el mundo es un teatro donde el ser humano representa su propia historia y se puede encontrar, dentro de esta representación, otra representación que la representa. Este es un fenómeno fractal, un fenómeno de autosimilaridad. Del mismo modo, el Universo (maravillosamente lo dijo Galileo) es un gran libro que contiene todas las figuras geométricas, unas por cierto caben dentro de otras, casi como sucede con las muñecas rusas.

El libro Tótem-espantapájaros se autocontiene y se desmenuza paso a paso, raya a raya, blanco sobre negro, negro sobre blanco, y solo abrirlo sabemos que se trata de un espacio que reclama el paraíso, el origen, aquel instante donde no había aún escritura, porque todavía no se había robado la ciencia al árbol. El motor de esta obra es, pues, la búsqueda de aquel instante de perfecta convivencia entre hombre, animal, vegetal y mineral.

Amalia explica que tuvo que hallarse cerca de la muerte, y luego lejos, para emprender esta creación (de resurrección se trata, en el fondo). Sus palabras son: «En 1995 mi vida sufrió un serio revés. Apenas con 35 años el destino puso en mi camino la enfermedad». Esa enfermedad la mantuvo «durante varios años cerca de la idea de la muerte». Pero la muerte se fue alejando, nos dice, y de la entraña de la sombra nació la aurora. Alguien le regaló un cuaderno negro y bolígrafos blancos. Empezó a utilizarlos, y explica: «Solo me salían garabatos, como si estuviera recuperando el balbuceo de aprender a trazar de nuevo el mundo, el impulso de mi mano contorneaba figuras humanas. Aquella raya de la escritura era como una lámpara imprevisible en la noche del sentido, caligrafía que quería ser fuego robado»…  Recuerda que de niña usaba el esgrafiado «pintaba con ceras de colores, lo recubría todo de negro y al rayarlo surgían las formas con nueva vitalidad en el papel. Escribir blanco sobre negro recuperaba aquel gesto de crear luz».

Pronto asoma, en cambio, en sus palabras su aspecto erudito: «En las tinieblas de lo negro duerme la memoria. En la oscuridad aguardan las semillas de la redención». Para Adorno «el color negro es el color de la utopía».

Sigue exponiendo el proceso de surgimiento de la obra, de estos Tótem-espantapájaros, y remite luego al garabato de la figura humana común a los niños, advirtiendo su sentido mágico, ancestral, que conecta con los dibujos de los hombres de las cavernas.

A través de lo que ella hace ahora —destaca— establece un cordón umbilical con los que hiciera en su infancia, no solo en papel, sino en piedras, palos, el pupitre o los márgenes de los periódicos. Y cita un dato muy interesante para quien tiene en las manos el libro. Cuenta que, mucho después, ya en 2000, esculpió sobre la piedra arenisca de Menaza (su lugar natal) —«tal vez era algo que estaba en mis genes (mi abuelo era cantero)»—,  y dice que en su subconsciente estaban las cabezas de Rapa Nui, de la isla de Pascua, y que cuando empezó a escribir los tótem citaba estas impresionantes esculturas, que primero cabezas, con los años, «fueron adquiriendo un cuerpo entero».

El libro se gesta, pues, desde finales de los noventa hasta su publicación en 2016. Es comprensible que tanto su concepto como su contenido se haya ido enriqueciendo poco a poco, y que la intuición inicial haya incorporado esa teoría del tótem que en torno a él se iba gestando.

Los poemas, advierte enseguida, «me pedían esta forma y no otra, tótem y espantapájaros». Esto otorga a la obra una riqueza especial y demuestra cómo la intuición no está reñida con la erudición, sino que, al contrario, esa erudición explica toda la carga que arrastra el gesto intuitivo que aparece como la punta del iceberg. Por otra parte, a medida que escribe y estudia, Amalia se va reconociendo y asombrando de sus nexos, viendo que su gesto tiene las raíces en lo más remoto de la historia.

Sí: Amalia parece seguir a pies juntillas la creencia de Einstein según lacual en muchos casos la intuición es la que impera, de modo que se sabe el resultado de un problema matemático antes que el desarrollo. Pero naturalmente, eso también comporta una investigación, y Amalia confiesa que entre las imágenes que más se quedaron en su retina al estudiar el tema figuran el Rosh ha-Shanah (caligrama persa del s. XIV, de la celebración del Año Nuevo Judío, el día de la Expiación); los caligramas de Rábano Mauro, monje benedictino del s. IX, vinculados con el símbolo de la cruz y el ojo que lo ve todo de Juan Pérez de Montalbán (1633).

Llegado el final de la introducción, encontramos este importante aserto: «Estaba en la necesidad de buscar un nuevo lugar para el ser en el universo».

Que quedaran en su mente los caligramas de Rábano Mauro y el ojo que todo lo ve resulta natural. Tanto el tótem como los espantapájaros requieren de un ojo y a su vez emiten una mirada. La mirada es inmediata. Desde tiempos remotos, el ojo es ensalzado como elemento de sabiduría ya se trate del tercer ojo hindú o del ojo de Horus. Y en cuanto a la cruz, no solo por su forma, remite directamente tanto al espantapájaros como al tótem ya que, al fin, la crucifixión de Cristo fue un banquete totémico.

Y lancemos ahora nuestro ojo al contenido de estos poemas, pues son poemas y de elevadísima calidad. En ellos el movimiento de las imágenes y las metáforas es tan continuo y variado como el de la vida misma, lo que es consecuente porque a la vida remiten, a un transcurrir y a un dejar de ser una cosa para transformarse en otra, a una suave metamorfosis. Y ya lo he dicho: se trata de la historia; una historia donde se dan puntos que son vórtices y remolinos.

Un tótem y un espantapájaros sirven para ahuyentar. Ahuyentan un mal en protección de la vida, sea el pájaro que va a comer una semilla en el caso del espantapájaros, sea un mal mayor, una calamidad, una catástrofe, incluida la más aterradora pues es aquella de la que no sabemos nada: la muerte. Amalia revela las dos vías fulminantes para ahuyentar el mal: el amor y el conocimiento, este último partiendo de un re-conocimiento de cuanto acontece, incluido el socrático conocerse uno mismo.

Nombrar es un modo de crear o al menos de reconocer la existencia de algo. Por este motivo lo que hace fundamentalmente la poeta es esto, es decir, poner en marcha el poder de la palabra, y con ella de la idea. Precisamente en Tótem y tabú (Alianza, 1999), Freud afirma que

El arte es el único dominio en el que la omnipotencia de las ideas se ha mantenido hasta nuestros días. […] con razón se habla de la magia del arte y se compara al artista a un hechicero. Pero esta comparación es, quizá aún más significativa de lo que parece. El arte, que no comenzó en modo alguno siendo arte por el arte, se hallaba al principio al servicio de tendencias hoy extinguidas y podemos suponer que entre dichas tendencias existía un cierto número de intenciones mágicas.

El tótem está directamente vinculado a la magia; proporciona protección y respeto. En el libro de Amalia, cada figura tiene una voz y esta voz es, en muchos casos, mágica. A través de ella puede hablar el mismo tótem o espantapájaros, puede hablar la autora, puede hablar la historia, un acontecimiento, un libro. El primer poema es claramente un ritual para ahuyentar la muerte. Pero a lo largo de todas estas páginas blanco sobre negro, negro sobre blanco, las palabras se independizan: escondite, madriguera, sanación, vida, amuleto, trébol de cuatro hojas, felicidad, sosiego, noche oscura, demolición, termitas, sangre, máscaras, laberinto, astillas en los ojos, caníbal, Babel, negro, negro…

En este panorama de desmoronamiento del que tiene que salvarnos el tótem, en este panorama de asalto de las rapaces a las que tiene que ahuyentar el espantapájaros, destaca el papel del amor como elemento positivo por encima de todos los demás; un amor que hay que custodiar y compartir (poema 41), un amor que reiteradamente proporciona la felicidad, un amor que hace del cuerpo amado «manantial/ en el bullicio del orbe» (poema 46) y que es tan abarcador que enlaza con el mundo entero, sus sucesos y elementos, geografías y distintas leguas; un amor que es el que en verdad puede devolvernos al estadio previo a toda corrupción, pues donde esté «siempre comienza el mundo» (poema 52), por tanto devuelve al lugar de la bienaventuranza, salva, salva al que ama, es curativo, impide que los hombres sean «solo testigos de la demolición fuera de juego» (poema 60).

Pero todo lo demás es incertidumbre, imposibilidad, inutilidad, deconstrucción; y eso afecta al lenguaje, la palabra y el verso, que tienen un papel casi tan importante como el amor en el libro, pues establecen el mundo. De ahí que la obra incluya también una poética (poema 44). Sucede, con todo, que esas imprecaciones al lenguaje que emiten las voces a través de estos tótem o espantapájaros son a la vez una suerte de exorcismos, pues nos hablan también de su capacidad para reestructurar, para poner un orden, para fecundar la tierra tan mal parada ya. Por ello se pide «un verso al día para que broten/ las semillas hundidas en nosotros» (poema 44). Acaso aunque predomina la duda pueda ayudar a salir del laberinto.

Ahora bien, la historia es transitoriedad, y el hombre un depredador: de ahí que el penúltimo e importantísimo poema, el 59, se inicie con la palabra paralizante «Antropoceno», que de por sí lo dice todo, pues es aquella con la que algunos científicos sustituyen holoceno, la época actual del Cuaternario, destacando así las pésimas repercusiones ecológicas y de todo tipo debidas a la intervención del ser humano en la naturaleza. Este poema es clave y es el trampolín desde el que se saltará a esa última línea salvadora, pero salvadora a título personal: «un verso/ que escriba apenas el calor de tu mano/ es suficiente para salvar mi universo».

Esto y mucho más es Tótem-Espantapájaros con todos sus libros, pero he dicho al principio que encierra también un carácter que rebasa sus páginas. Me refería a lo que representa su aparición precisamente en el momento actual.

Hace unos meses encontré por Internet una conferencia del profesor Villacañas donde, apoyándose en la teoría de Max Weber, llegaba al final a la cuestión del tótem. Al hablar del banquete totémico concretaba: «es la representación de sí mismo de un grupo como procedente del animal totémico, cuyo espíritu, cuya carne se come realmente ofrecida por el propio animal totémico para la supervivencia del grupo elegido, privilegiado», pues el tótem —explica— es un refuerzo mágico, un refuerzo del sentido debido de la felicidad. «Podemos decir —insiste— que es la forma más antigua de teodicea de la felicidad que se conoce. Explica al grupo porque es feliz, explica al grupo por qué sobrevive, explica al grupo por qué está vivo, explica al grupo porque está fuerte y que le sucede todo eso porque todos ellos son en el fondo uno, alguien que está íntimamente animado por el tótem». Más adelante (y espero no equivocarme, pues son palabras cogidas al vuelo) añade: «Podemos derivar el banquete totémico como la prehistoria misma de la soberanía, de la organización comunitaria homogénea, disciplinaria, reguladora, todo aquello que tiene que ver con la vertebración ordenada del grupo». Así el animal totémico se convierte en símbolo de los hermanos, pero (y esto fue lo que me llamó especialmente la atención) Villacañas dice también que existen por otra parte aquellos que no entran en el grupo; aquellos que se quedan fuera de la comunidad porque están manchados por un dolor. Cuando uno de ellos sobrevive es el mago, el «homo sacer. Si sobrevive fuera del grupo, entonces  habrá acreditado potencia carismática […] y estará en condiciones de iluminar a aquellos que por poseer también una mancha, por poseer un dolor, no caben en el grupo». Este, el que sobrevive fuera del grupo, debido a la experiencia carismática, «está en condiciones de curar un dolor específico y personal; de dar una interpretación específica, de generar tabúes específicos en relación con estos dolores específicos».  Este dolor del que Villacañas habla no es azaroso, sino que llega —dice— «como una posibilidad de configuración de otra comunidad, en la que ya no interviene el banquete totémico, la dependencia indirecta de la sangre, sino de una comunidad de los sufrientes, de los que se interpretan su propio dolor, como un rasgo específico de providencia personal que ha sido entregada a ti justo como un combate en el que tienes que vencer» Como consecuencia, «el que no está en el grupo totémico cuida de sí, no mira la sangre, y desde luego está en condiciones de emprender un combate de por vida contra aquello que es la fuente del dolor».

En la sociedad actual todo se ha derrumbado; ya nada, ni el absurdo —como requería Kierkegaard— nos empuja a hacer el movimiento de la fe. Todo es incertidumbre, duda, desconfianza. La inmensa mayoría somos outsiders; pertenecemos a esa humanidad manchada por el dolor. El gesto simbólico de Amalia Iglesias con este libro es exactamente el del mago que ofrece una nueva posibilidad y lo hace por la vía más antigua: la misma que reunía al grupo primitivo en una unión fraternal, diseñando con infinita paciencia unos trazos de luz perfectamente perfilados, unas letras en lo negro, insistiendo con invocaciones e imprecaciones en que todavía puede llegarnos una identidad sino común, al menos personal, y, con ella, podemos alcanzar todos y cada uno la bienaventuranza original.


Biografía, bibliografía e historia

[Extracto]

/por Amalia Iglesias /

Antes de nada diré que no pretendo trazar una tesis sobre el libro en esta introducción, el análisis lo dejo para otros. Siempre he pensado, además, que un libro de poemas debe explicarse por sí mismo. Pero dadas las características peculiares de su formato y los años transcurridos desde su gestación, tanto el editor, Fernando Guerrero, como yo consideramos necesario, y tal vez oportuno, explicar mínimamente cómo surgió y por qué, intentar contextualizarlo, no interpretarlo. Sólo aportar algunas pautas, obsesiones, señales, pistas para quien se atreva a transitarlo. En 1995 mi vida sufrió un serio revés, apenas con 35 años el destino puso en mi camino la enfermedad. Un linfoma Hodgkin y sus complicaciones adyacentes me mantuvieron durante varios años cerca de la idea de la muerte. La sensación, a medida que el tiempo transcurría, era la de que me iba alejando de ella, como si estuviera saliendo de una zona de sombra, como si se me ofreciera otra oportunidad. Fruto de aquella experiencia fue mi último libro publicado en esta misma editorial Lázaro se sacude las ortigas(2005). Un Lázaro que venía desde esa zona oscura a decirse de nuevo como superviviente privilegiado no sólo por sobrevivir sino también por hacerlo con una vida plena y con una mayor conciencia y aceptación de que la sombra volvería a estar algún día en el horizonte, hasta hacerse circular y definitiva. Como diría María Zambrano: «Tras la ocultación reaparece la Aurora mediadora entre la presencia y el abandono, la soledad del hombre, sólo ya hombre, sólo con su sombra», … «Esta Aurora lleva a la luz que redime las tinieblas, inimaginable luz, pero lo único que apacigua y apetece el inquieto corazón de toda criatura». Para María Zambrano, a la que tuve el privilegio de tratar en los últimos años de su vida, la luz anida en el centro de la oscuridad, nace en sus entrañas. La Aurora viene de la profundidad de la noche.

Una curiosa coincidencia: por esa misma época, a finales de los años noventa, alguien me regaló un cuaderno negro y unos bolígrafos blancos. Cuando empecé a escribir en aquella superficie de papel negro sólo me salían garabatos, como si estuviera recuperando el balbuceo de aprender a trazar de nuevo el mundo, el impulso de mi mano contorneaba al trazo figuras humanas. Aquella raya de la escritura era como una lámpara imprevisible en la noche del sentido, caligrafía que quería ser fuego robadoy dibujaba el verso, luz que araba surcos en la oscuridad del papel, que lo arañaba en busca de la palabra perdida y reconstruía el cuerpo roto en cada trazo. De niña había utilizado la técnica del esgrafiado con frecuencia: pintaba con ceras de colores, lo recubría todo de negro y al rayarlo surgían las formas con nueva vitalidad sobre el papel. Escribir blanco sobre negro recuperaba aquel gesto de crear luz; en su lecho negro habitaba lo misterioso y lo intangible, el territorio natural de lo poético; pero ahora, además, las palabras extraídas de esa sombra arrastraban consigo nuevos significados. Al escribir blanco sobre negro estaba también recuperando las palabras que una vez mi mano trazó y borró sobre la lejana pizarra de una escuela rural. Luego vendrían a sumarse otras pizarras y también otras tizas.

En las tinieblas de lo negro duerme la memoria. En la oscuridad aguardan las semillas de la redención. En esa masa oscura reposan signos de luz para invocar los cuerpos. Adorno sostiene en su Teoría estética que el color negro es el color de la utopía y la utopía la conciencia de la verdad. «El negro es la verdad de nuestro tiempo», afirma el filósofo, que quiere «convencer conscientemente al mundo, en apariencia tan luminoso, de sus propias tinieblas», como harían Kafka o Beckett, o como en los versos de Hölderlin: «Junto al peligro crece lo que salva». Poner en evidencia la oscuridad del mundo es el comienzo de la fundación de la utopía. Memoria y utopía me salían al paso en cada verso.

Los monigotes se deslizaban casi inconscientes en esa mi segunda infancia. Surgía de un impulso de pre-escritura, el mismo impulso de dejar señales que en aquella lejana etapa pre-escolar. Un círculo y varias líneas rectas eran suficientes para perfilar un ser humano. Ese garabato de la figura humana es común a todos los niños en sus primeros años. Se podría hablar de un lenguaje universal, se encuentra en todas las culturas y en todos los rincones del planeta. Ese garabato o monigote tiene un sentido mágico y conecta de alguna forma misteriosa con algo ancestral y primitivo. Los hombres de las cavernas ya dibujaban monigotes con arcilla sobre las paredes de la cueva. El arte contemporáneo no podría entenderse sin esa influencia inaugural y su fructífero diálogo con las artes primitivas y tribales (Ernst, Paul Klee, Brancusi, Giacometti, Pollock, Picasso…, la lista sería interminable).

Yo había dibujado muchos monigotes en mi primera infancia. Los había perfilado sobre todo tipo de superficies: con tizas en la pizarra de una escuela rural, con tizas sobre el suelo, con lapicero sobre mi primer cuaderno, en los márgenes del periódico de mi abuelo, en las piedras del río, con un palo en la tierra mojada, con un palo mojado de barro sobre las rocas; los había grabado con una punta en las cortezas de los árboles y en la mesa del pupitre de la escuela.

Hacer poemas en forma de monigotes en aquella segunda infancia me hizo recordar también algunos detalles de la primera que estaban agazapados en el fondo. La reconstrucción de la escritura a partir de esos garabatos era como un cordón umbilical que simbólicamente me remontaba hacia lo mágico y me conectaba también con mis antepasados, con quienes habían habitado antes esa geografía. Aquellos monigotes no sólo remitían a los garabatos de la infancia, a veces veía en ellos estelas mortuorias, tumbas antropomórficas, cruces y espantapájaros como garabatos en el paisaje, y tótems de aura protectora, una oración por si alguien escuchara. Cercano el cambio de siglo, en aquel 2000 de apocalipsis milenaristas, comencé también a esculpir sobre piedra arenisca en Menaza. Tal vez era algo que estaba en mis genes (mi abuelo era cantero), y la escritura de los tótems coincidía con el mismo impulso de arrancar de la piedra sus formas antropomórficas, como si allí estuvieran encerradas personas y expresiones que llevaran mucho tiempo reposando en su interior. En mi subconsciente estaban presentes también las impresionantes cabezas de Rapa Nui. Una curiosidad: cuando comencé a escribir los tótems, en el primero de ellos se citaban estas impresionantes esculturas de la Isla de Pascua.Para mí, entonces, eran sólo esculturas de cabezas, enormes bustos enigmáticos recortados contra el paisaje. Durante todos estos años y fruto de descubrimientos arqueológicos, esas esculturas fueron adquiriendo un cuerpo entero, como si hubieran crecido hacia lo profundo de la tierra, como si hubieran ido a la vez creciendo en mis poemas, de tal forma que en el último tótem se hace referencia a ese cuerpo entero. También podría establecer un paralelismo con la concepción misma de los tótems como caligramas que recogían mi obsesión de escritura sobre el cuerpo. Conservo uno realizado en 1982 que es sólo un rostro de perfil. Por esos años me obsesionaban también las gárgolas y la Victoria de Samotracia decapitada. Pasado el tiempo, ese perfil desembocaría de forma absolutamente inconsciente en estos tótems caligramas de cuerpo entero.


Tótem-espantapájaros

Amalia Iglesias Serna
Abada Ediciones, 2018
152 páginas
16.00 €

Acerca de El Cuaderno

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