Nuestro Mayo favorito
/por Xandru Fernández/
Se llega a Mayo del 68 por muchos caminos, pero ninguno conduce a la claridad de ideas. Cincuenta años cayendo a plomo sobre un símbolo son demasiados años, especialmente si ese símbolo cobija a toda una generación, da lo mismo el lugar del espectro político al que se mire. Incluso vemos que su sombra se proyecta sobre la generación siguiente como si produjera efectos benéficos, y sin duda los produce, pero está por ver qué efectos y a quién benefician. De Mayo del 68 se dicen hijos los nuevos movimientos sociales, ya no tan nuevos: feminismos, ecologismos, anticolonialismos varios y banderas LGTB, los paradigmas de la diversidad contemporánea, las luchas por el reconocimiento tan denostadas por el falangismo y el hedillismo posmodernos. De Mayo del 68 se sienten herederas las izquierdas patrióticas a la antigua usanza, también las derechas thatcherianas, albaceas sistémicos de una impugnación masiva de la sociedad de masas: apóstoles del individualismo líquido, ya sea en su versión cannabinoide-libertaria o en su más adusta vertiente tecnocrático-hayekiana, el invisible lazo que une a mi vecino el okupa con Emmanuel Macron. Con Mayo del 68 se sienten identificados todos los revolucionarios de café o de Facebook, incapaces de entender el concepto de revolución triunfante, pagafantas de la restauración de izquierdas y recalcitrantes estetas del fracaso político y sentimental. Todo lo que nos rodea conduce a Mayo del 68 y lo deforma inevitablemente.
A Mayo del 68 llegamos desde la Primavera de Praga, y contemplamos Europa Central con unos ojos efímeros, que en seguida llegarán los tanques rusos a poner Praga otra vez donde no le corresponde, en el extremo oriental del continente, con todos sus experimentos cruciales siempre fallidos y casi siempre silenciados. A Mayo del 68 llegamos desde las protestas en Estados Unidos contra la Guerra de Vietnam, llegamos desde el bombardeo de Hanói, desde la matanza de My Lai, llega el Mayo que duró diez años y puso contra las cuerdas a la Casa Blanca y llegamos a la Casa Blanca desde Detroit y Newark, desde Alabama y Georgia, desde Nashville y Berkeley, donde empezaba un mundo nuevo con colores nuevos y sonidos nuevos. Incluso, si se quiere, se llega a Mayo del 68 desde el abril berlinés en que Rudi Dutschke fue tiroteado, el mismo Rudi Dutschke que acababa de llegar de Praga y se disponía a partir hacia París, y se llega retrospectivamente a Mayo del 68 desde la Matanza de Tlatelolco, en México DF, un 2 de octubre que parece ya fuera del siglo si no fuera porque el siglo, el decenio, el de las revueltas y las revoluciones, comienza justo entonces y se arrastra con sevicia de guerra mundial por las calles de Chile, Atenas, Buenos Aires, Varsovia, Medellín, Teherán y Kinsasa.
Un inciso: qué actual, qué revelador el estilo de Rudi Dutschke en sus escritos de 1966, 1967, 1968. Nada que ver con la ensalada conceptual que cocinarían en las postrimerías del Mayo parisino los situacionistas y los entonces maoístas de churrería fina, en seguida convertidos a la jerigonza avasalladora de los heideggerianos de izquierdas. Qué lástima que la única enseñanza que los jóvenes revolucionarios franceses sacasen del atentado contra Dutschke fuese que también ellos tenían que convertirse en propietarios de periódicos y grandes grupos de comunicación. Qué desolación ese paisaje intelectual en el que todos los gatos son pardos y maúllan con acento derridiano. Fin del inciso y de las lamentaciones.
Que Mayo del 68 no fue una revolución pero que entonces empezó una revolución, la revolución de las derechas, la fascistización de la sociedad de consumo, es la tesis que formuló Pasolini y que probablemente habría matizado si no lo hubieran asesinado; aunque me inclino a pensar que hubiera profundizado en ella, que la habría radicalizado: no en vano frente a los estudiantes en huelga se puso del lado de los policías hijos del proletariado que les aporreaban y que permanecerían, diez años más tarde, en la misma clase social en que habían nacido, del mismo modo que los jóvenes cachorros de la burguesía volverían al redil burgués después de aquellas jornadas revoltosas en que aprendieron todas las tácticas que sus enemigos de clase ya no podrían volver a emplear contra ellos. Pero no a tontas y a locas, hablamos de Pasolini, no de cualquier vendedor de ideologías domésticas de esos que apestan a tradicionalismo de las JONS: «Los policías (que estaban en la parte equivocada) eran los pobres». En la parte equivocada. Son los nuestros, parece decir, dice Pasolini, pero no están con nosotros. O mejor: somos nosotros, son parte de nosotros, pero no están donde nosotros hemos decidido, tal vez equivocadamente, estar y resistir.
La gran huelga general francesa que los jóvenes filósofos vendieron como el Gran Rechazo (un término copiado de un filósofo alemán exiliado en los Estados Unidos, Herbert Marcuse, el cual por su parte lo había tomado de un francés, Maurice Blanchot) se saldó con notables conquistas para los trabajadores franceses y con la dimisión del primer ministro Pompidou, que se llevará consigo, al cabo de unos meses, al presidente de la república Charles de Gaulle, pero, lo que son las cosas, será Pompidou quien releve a De Gaulle en el puesto de jefe del Estado, asumiendo algo así como la misión histórica de modernizar la sociedad francesa; de ponerla a la altura de su clase intelectual, emprendiendo una feroz ofensiva contra la descentralización industrial gaullista y, de paso, contra la taylorización de las empresas, sustituida poco a poco por la gestión a base de incentivos, consenso e iniciativa emprendedora, las mejores armas contra un proletariado hasta entonces relativamente bien organizado y con una fuerte consciencia de clase.
Sucede que el triunfo de Mayo del 68 fue pírrico, o, si se quiere, agridulce (pero pírrico igual): permitió la instauración de un individualismo epistemológico que contribuirá a reforzar las luchas identitarias y a reforzar y reorganizar movimientos sociales como el feminismo, pero también dará alas al egoísmo sistémico de las nuevas clases medias, proveyéndolas de un imaginario político al que aferrarse. Pero se equivocan quienes culpan a los estudiantes parisinos de ese nuevo individualismo en cualquiera de sus vertientes: hasta Houellebecq lleva razón cuando señala que la gran revolución de las costumbres, el hedonismo ambiente que propició el Mayo francés y sus consecuencias, es más causa que efecto de las jornadas parisinas de aquella famosa primavera. Y se equivocan también quienes señalan a los feminismos, los ecologismos y los movimientos LGTB y contra el racismo como los responsables del debilitamiento de la conciencia de clase del proletariado industrial: fue el paradigma neoliberal, con su ideología del emprendedor y su reestructuración sistémica en términos de incentivos más deslocalización, el que hizo de la clase obrera un símbolo de un pasado que ya en 1968 era parte de la historia y que desde entonces se ha ido arrastrando como alma en pena allí donde hubiera un brote de nostalgia por la gran revolución fracasada.
Lo que escribió Maurice Blanchot fue lo siguiente: «Lo que nosotros negamos no carece de valor ni de importancia. Más bien a eso se debe que la negación sea necesaria. Hay una razón que no aceptaremos, hay una apariencia de sabiduría que nos horroriza, hay una petición de acuerdo y conciliación que no escucharemos. Se ha producido una ruptura. Hemos sido reducidos a esa franqueza que no tolera la complicidad». La escenificación de esa franqueza, ese rechazo masivo, era un signo generacional, un emblema de la época, y lo habríamos tenido igualmente aun sin barricadas en el Quartier Latin. Sin adoquines volando por las calles de París, el turbocapitalismo habría llegado igualmente, se habría resquebrajado de todos modos la familia burguesa, patriarcal y victoriana, y habríamos visto a la mitad femenina de la especie humana disputar su lugar en el mundo por encima y al lado de solidaridades de clase que, a lo sumo, representaban a una fracción numerosa de la otra mitad. La gran aspirante a clase universal, el proletariado, demostró que clase sí, pero universal no, y que a duras penas pasaría de aspirante en el combate final de la historia con mayúsculas. Es posible que sin Mayo del 68 nos hubiéramos sentido huérfanos de alguna que otra proclama resultona; pero nos habríamos ahorrado, en compensación, la fatal entronización en el santoral filosófico de Guy Debord, cuya demolición nos tomará unos cuantos decenios todavía, y el enojoso trámite de celebrar cada diez años un Mayo del 68 diferente dependiendo de cuánto haya envejecido la generación que lo usó como ariete, distintivo y excusa para alcanzar, ejercer y disfrutar el poder al que estaba predestinada por linaje.
[Artículo publicado originalmente en A Quemarropa, periódico de la Semana Negra de Gijón, en julio de 2018]
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