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Chaplin y los límites de la moral cínica

Indignado por que las bombas den de comer a los gaditanos a costa de asesinar a los yemeníes, Michel Suárez dedica una de sus 'Noticias de ningún lugar' a la encrucijada moral planteada en 'Monsieur Verdoux', una de las grandes películas de Chaplin.

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Chaplin y los límites de la moral cínica: Monsieur Verdoux

/por Michel Suárez/

La sentencia de Hegel de que «los períodos felices de la humanidad carecen de historia» estuvo lejos de ser desmentida por el siglo XX, una centuria que asistió a la ruina de los pilares fundamentales sobre los que trescientos años antes se había asentado el majestuoso edificio de la modernidad. Entendida como culminación del reinado de la razón productivista, del cientificismo, del progreso tecnológico y del derecho como vectores articuladores de la vida social pilotada por el Estado, la modernidad atravesó en el siglo pasado momentos de turbulencia máxima. Las utopías burguesas de fusión y síntesis de los postulados de libre cambio y gobierno representativo, de Estado de derecho e imperio de la ley, resultaron impotentes para impedir que se colasen por la puerta trasera el dogmatismo, el militarismo, el imperialismo y el fundamentalismo, furias que los partidarios más ingenuos del progreso pensaban haber barrido de una vez por todas del escenario de la historia.

Por el contrario, las pulsiones de muerte ejercieron un perverso magnetismo sobre un siglo que asistió a la eclosión de la sociedad de masas al tiempo que exaltaba, paradójicamente, el individualismo como principio elemental. Prolijo en odios étnicos, asesinatos en masa y tentaciones totalitarias, el siglo XX liquidó las arraigadas ilusiones iluministas sobre la perfectibilidad humana y el desarrollo material ilimitado, flirteando con los límites de la moral como un suicida paseando al borde del abismo. En los recurrentes atolladeros de los últimos cien años nos deparamos con una constante: la irresistible fascinación por la violencia y una truculenta inclinación a no desperdiciar la menor oportunidad para abolir las garantías jurídicas y los derechos elementales de individuos y pueblos. Obviamente, estas tentaciones no fueron el triste privilegio del siglo XX; remiten, antes, a la gran comedia humana que representan los hombres y las mujeres desde la noche de los tiempos.

Las presiones que el nacionalismo, la jerarquía social y la sumisión al Estado ejercieron sobre la libertad individual y la autonomía intelectual fueron materia de reflexión en el cine, un medio que ejerció tanto de instrumento de glorificación del totalitarismo (Rienfenstahl, Vertov, Eisenstein), como de espejo crítico de las miserias humanas.

Cuando apenas había transcurrido una década y media del siglo, en 1914, el trance colectivo de la primera guerra mundial allanó el camino para que los Estados implicados festejasen las monstruosas carnicerías que sembraron Europa de cicatrices durante cuatro interminables años. A lo largo de ese período, la solidaridad y la decencia fueron aplastadas en nombre de un furor chauvinista que explotó minuciosamente el poder apocalíptico de la tecnología bélica disponible.

Treinta años después, basándose en Paths of glory, de Humphrey Cobb, Stanley Kubrick filmó su magnífica Senderos de gloria. Ambientada en las trincheras francesas durante la Gran Guerra y protagonizada por un rutilante Kirk Douglas, la cinta denunciaba mediante un crudo realismo la frivolidad con la que los mandos militares (franceses o alemanes, poco importa) sacrificaron rebaños de seres humanos en nombre del orgullo nacional, del destino eterno de la patria y de sus ridículas vanidades personales.

Kubrick no era un cineasta vulgar: quien todavía se preocupe por cosas como la caprichosa naturaleza humana, por sus debilidades y sus grandezas, no quedará indiferente ante los conmovedores cinco minutos finales, cuando una desvalida Christiane Harlan entona entre sollozos una canción popular alemana con la que consigue, por un instante, silenciar el redoble de los tambores de guerra y colocar a los soldados franceses frente a su trágica condición de víctimas y verdugos.

Censurada en Francia (y en España), donde sólo pudo ser vista en 1975, la obra de Kubrick desató la cólera de las autoridades de aquel país e indignó al sector más sensible a la resistente lacra del nacionalismo. No obstante, Senderos de gloria fue saludada de inmediato como un clásico por crítica y público. Sin embargo, diez años antes, una película inclasificable había llevado la crítica mucho más allá de la denuncia de la pompa asesina de los militares, apuntando con un morbo provocador a la misma esencia de la opresión en la civilización contemporánea: la relación entre el Estado y el individuo.

En 1947, mientras el público aguardaba la última genialidad del autor de Tiempos modernos y El gran dictador, Charles Chaplin se descolgaba con Monsieur Verdoux, una sonora bofetada que chocó e irritó a una sociedad americana ávida de distracciones yentertainment, expuesta sin previo aviso ante un cuento escabroso que superaba los limites tácitos de lo políticamente aceptable. En un contexto social de trauma posbélico, con una población ansiosa por mirar el futuro con esperanza, nadie conseguía explicarse por qué uno de los grandes favoritos del público, el dulce e ingenuo Carlitos, el fustigador de los totalitarismos, el implacable denunciador de la megalomanía de grotescos tiranos, propinaba aquél martillazo a la conciencia de América. Nadie atinaba con el motivo de aquella escatológica y fulminante acusación del mundo de los negocios y del dinero que desnudaba la hipocresía y la doble moral del Estado, ese Leviatán que punía con la máxima pena actos de violencia individual mientras trabajaba incesantemente en el perfeccionamiento de recursos tecnológicos capaces de cometer masacres cada vez más deletéreas. Lo cierto es que la perplejidad del público y de la crítica estaba plenamente justificada: Monsieur Verdoux era una provocación en toda regla, demasiado sórdida para la sensibilidad americana de la época; de cualquier época.

Unos años antes, Chaplin había sabido por Orson Welles de la historia real de Henri Desiré Landru, un amoroso padre de familia francés que llevaba una doble vida: además de marido y padre, Henri se dedicaba a seducir viudas acaudaladas a quienes desposaba para posteriormente asesinarlas y apoderase de su fortuna. Capturado por la policía, el verdadero Monsieur Verdoux fue juzgado por la muerte de diez mujeres y sus andanzas criminales acabaron en 1922 con su cuello en la guillotina. Ernst Jünger recogió en sus diarios de guerra una charla con el matrimonio Morand sobre este escalofriante personaje. El 7 de julio de 1942 anotó:

Almuerzo en Maxim’s, invitado por los Morand […] conversación […] sobre Barba Azul y sobre Landru; aquí, en un barrio de la periferia de París, degolló Landru a diecisiete mujeres. Por fin a un empelado del ferrocarril le llamó la atención el hecho de que aquel hombre sacase siempre tan sólo un billete de vuelta. La señora Morand ha contado que ella vivía cerca de la casa de Landru. Después del proceso un pequeño hostelero compró la casa de los crímenes y le puso el nombre de Au grillon du foyer.

Cuando Welles desistió de llevar a cabo el proyecto, Chaplin decidió emprenderlo en solitario, una circunstancia que siempre nos dejará la duda de la película que habría surgido de la fantasía del enfant terrible de Hollywood. En todo caso, la genialidad del actor y director británico supo dar a la historia el tono preciso entre drama, denuncia y humor negro: un delicado equilibrio a la altura de poquísimos. La prueba de que ese riesgo no lo amedrentaba es que incluso se permitió la osadía de incluir un subtítulo desconcertante: «Comedia de asesinato».

Honrado padre de familia y empleado ejemplar, Henri Verdoux pierde su empleo en el banco donde había trabajado durante treinta y cinco años debido a una recesión económica. Con un hijo pequeño y una esposa paralítica que despenden enteramente de él, Verdoux se encuentra en una situación económica desesperada, por lo que trama un plan: fingiendo haber encontrado un puesto como agente de ventas, pasa largas temporadas fuera de casa con la excusa de visitar clientes, aunque en realidad se dedica a seducir viudas a las que envenena para apoderarse de su dinero.

A partir de la traumática experiencia del desempleo y de flirtear con la miseria, Verdoux desdobla sus códigos de conducta, deslindando entre el campo estrechamente personal, donde se muestra como un ser afable, cariñoso y educado, y el territorio de los negocios, donde adopta las reglas del juego de una sociedad que premia la meritocracia de la mediocridad, la osadía irresponsable, el éxito inescrupuloso, la codicia ciega, etcétera, y prescinde de consideraciones morales sobre los medios siempre que se alcancen los fines.

Pero Verdoux no es una fiera sanguinaria: su oficio es envenenar, sin dramatismos, sin remordimientos, para garantizar la existencia de sus seres queridos, del mismo modo que los fabricantes de armas suministran los medios para que el Estado riegue los campos de cadáveres en virtud de sus propias necesidades y las del capital. Verdoux administra su negocio de muerte de la misma forma que el propietario de una funeraria. No hay nada truculento en la ejecución de los asesinatos: Chaplin elude cualquier forma de violencia explícita mediante elipsis. Todo es aséptico, higiénico, mecánico, rutinario como el trabajo de oficina. Además, hay algo de patético en este homicida, una veta cómica que Chaplin explota con maestría. Con el objetivo de conquistar a sus víctimas, sus naturales modos de lord se ven obligados a coexistir con los de un patoso Don Juan entrado en años. Es de esos desdoblamientos de personalidad de los que Chaplin se vale para destilar un humor negrísimo que coloca al protagonista en situaciones de una hilaridad a la altura de sus películas más reconocibles.

Espíritu delicado, devoto y abnegado servidor de su familia, padre modelo, amante de la jardinería, Verdoux cuenta los botines arrancados a sus víctimas a golpe de veneno con la impasibilidad de un banquero. Sus crímenes imitan las formas de la guerra moderna, que gracias a una tecnología cada vez más compleja abandonaba las bayonetas y los combates cuerpo a cuerpo y suprimía los viejos códigos militares aristocratizantes que tan certeramente había retratado Renoir en La gran ilusión. Verdoux no compromete su dignidad ni ignora los códigos de la amistad, el desinterés, la piedad y la filantropía. Simplemente es absorbido por una espiral de acontecimientos que no controla y que impone unas reglas de juego que no cuestiona.

Henri Verdoux asume su rol de ejecutor como una necesidad; como una actividad económica que reproduce a escala los valores sociales imperantes. Si el banco al que sirvió durante toda su vida arrastraba a su familia hacia los límites de la supervivencia, si los Estados dirimían sus pleitos sacrificando a millones de hombres, si todo esto acontecía con el beneplácito de la opinión pública, ¿por qué no podía él abrir su pequeño negocio?:  «Durante treinta y cinco años —declara—, usé el cerebro de una forma honesta; después, nadie lo quería más; me vi obligado a abrir mi propio negocio. En lo referente al asesinato, ¿no es algo que todo el mundo alienta? ¿No se construyen armas con el único objetivo de asesinar a millones de personas? Comparado con eso, soy un aficionado».

Sin embargo, actuando de este modo Verdoux apela a un cinismo criminal y abdica de las fuentes de la moral, suspende todo juicio de valor y no relativiza sus actos. Ejemplificando la banalidad del mal, se abandona a los códigos de conducta de los círculos del gran dinero, un terreno en el que «el hombre de negocios sólo conoce el éxito o el fracaso, y su única deshonra es la pobreza» (Arendt); adopta el distanciamiento y el rigor racionalista de un mundo que tritura la compasión entre los engranajes del beneficio. Es un pragmático que asume el giro utilitarista de un mundo que se había convertido ya en el reino de la cantidad, como denunciaba en los años veinte del siglo pasado el teósofo René Guénon; sabe perfectamente que el crimen no compensa, pero únicamente si se destapa o se comete en pequeña escala. Dando por sentado que en un mundo administrado un minimum de frialdad es imprescindible para poder sobrevivir, Verdoux lleva esa máxima hasta las últimas consecuencias.

Curiosamente, los tres largometrajes de Chaplin de mayor profundidad crítica se gestaron de forma sucesiva en el tiempo: Tiempos modernos, en 1936; El gran dictador en 1940, y Monsieur Verdoux en 1947. En el primero, basándose en À nous la liberté, la espléndida aunque ambigua e ingenua película de René Clair sobre la redención por las máquinas, el director británico creó una maravillosa parodia de la subordinación humana a los métodos científicos del trabajo industrial sin las concesiones finales del francés. En el segundo, como haría después Lubitsch con la insuperable Ser o no ser, apelaba a la ironía y al humor como instrumentos radicales para denunciar el horror. Las refinadas sátiras del alemán habían ridiculizado tanto el sistema soviético (Ninotchka) como, de forma más sutil, el modelo social y las convenciones sexuales americanas en títulos como Una mujer para dos o Un ladrón en la alcoba.

Bolcheviques y nazis eran blancos celebrados por el gran público norteamericano; objetivos sin riesgo que aseguraban la anuencia de la crítica y el favor de los espectadores. Sin embargo, con Monsieur Verdoux Chaplin fue demasiado lejos en la brutalidad con la que expuso una cuestión central en la civilización moderna: el papel del Estado como movilizador de pasiones homicidas y patrocinador de matanzas colectivas en gran escala. En cierta medida, tradujo en imágenes las reflexiones de Freud en su El malestar en la cultura, esto es, que el «Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos».

En 1947, tras décadas de zozobra económica y angustia vital, la sociedad americana cifraba su optimismo en un horizonte de prosperidad material. Era el momento idóneo para los mensajes amables y las promesas de abundancia, no para impertinencias macabras. Esta predisposición popular e institucional queda patente en el hecho de que ese mismo año William Wyler, un excelente director de origen alemán incomprensiblemente subestimado, vencía en los Oscar con una película extraordinaria, Los mejores años de nuestra vida, una conmovedora historia que narraba las vicisitudes de tres excombatientes de vuelta a su país.  En la selección final, compitió con otras candidatas de peso: la shakespeariana Henry V, de Laurence Olivier;  la almibarada ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra; el drama con toques místicos El filo de la navaja, de Edmund Goulding, basado en una novela de Somerset Maugham donde se narraban las peripecias de un Tyrone Power obcecado por encontrar la paz interior tras las convulsiones de la guerra; y El despertar, de Clarence Brown.

Los años cuarenta fueron un tiempo de cambios en los Estados Unidos, propiciados por la consolidación de un público de masas regimentado en torno al automóvil y al creciente imperio de la televisión; pero también de una reorientación de las coordenadas de la política exterior americana. La configuración de un panorama internacional de bloques marcado por la guerra fría tuvo su corolario interno en la difusión de una paranoia colectiva espoleada por el fantasma del comunismo y un sentimiento difuso de amenaza antiamericana que tendría enormes consecuencias para la sociedad en general y para la industria de Hollywood en particular. Fueron años en los que se vislumbraban ya las garras ideológicas del macartismo, un delirio de proporciones nacionales que generó un clima generalizado de infamia en el que las delaciones, las listas negras y las persecuciones estuvieron a la orden del día.

Con el pánico social creado por los bulos sobre una hipotética invasión soviética y la proliferación de saboteadores y quintacolumnistas, la disposición anímica del público americano facilitó un repliegue represivo sobre los valores más ultramontanos del espectro político cuyas consecuencias alcanzaron de lleno a figuras relevantes del campo de la cultura y las artes. Algunos, como Brecht o el propio Chaplin, debieron abandonar sin demora el país; otros, como Dalton Trumbo, que posteriormente firmaría el guion de la brutal Johnny cogió su fusil, una terrible requisitoria antibelicista, tuvieron menos suerte y dieron con sus huesos en presidio.

Era previsible que en ese contexto la amarga lucidez de la película de Chaplin no encontrase otra cosa que la incomprensión de un público poco dispuesto a ejercicios de reflexión o de autocuestionamiento, ni preparado para escuchar de labios de su antiguo ídolo Hinkler que «un asesinato te convierte en criminal, millones en héroe». En consecuencia, Charlot fue jubilado definitivamente por un Chaplin que creó una obra maldita, luminosa, inconcebiblemente crítica y mordaz, que le valió la animadversión general y una tácita invitación para no volver a poner los pies en suelo estadounidense. De hecho, sólo regresó cinco años después con Candilejas, un bello homenaje al fracaso, la amistad y el arte.

Chaplin nunca desdeñó el poder ni a los poderosos; tampoco tuvo la menor intención de combatir frontalmente un star system en el que se hallaba cómodamente instalado. Sin embargo, con mucha más fuerza y malicia que en sus películas más celebradas, fue en Monsieur Verdoux donde dejó constancia de que su genio iba mucho más allá de la comedia inofensiva y sentimental, legándonos una insólita apología del antimilitarismo y el antibelicismo, una blasfemia superlativa contra el Estado y el mundo de los negocios tan sorprendente como perturbadora, que integra por derecho propio el panteón de las obras maestras absolutas. En estos tiempos de bombas inteligentes, daños colaterales y discursos que justifican la industria de la muerte mientras se blanden las estadísticas de desempleo no estaría de más reflexionar sobre la encrucijada moral planteada por Chaplin. Tal vez nos ayudase a entender, como escribió Simone Weil, que la impiedad suprema es hacer mal uso de la muerte: morir mal, matar mal.

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