Cuentinos tristes
Bulo mortal
/por Juana Mari San Millán/
El historiador quedó a cuadros cuando recibió y leyó aquel correo electrónico inesperado.
«Usted no me conoce, ni falta que hace. Me enteré de que anda hurgando en los archivos del penal de Burgos con el propósito de esclarecer las causas del fusilamiento de un vecino de Las Rozas de Valdearroyo al poco de finalizar la guerra civil, acusado de la desaparición y muerte de otro avecindado. Le advierto de mano que por mucho que fisgue no averiguará nada que no sea la presunta verdad escrita por gendarmes y capellanes de la cacareada y ominosa era de la victoria. Su verdad. Tan falsa como casi todas las versiones de aquella contienda brutal. No me juzgue equidistante. No. Considéreme descreído, escéptico, escaldado. Un tipo con el culo pelado o hasta el culo, por decirlo mal y pronto. Pero no es de mí de quien quiero hablarle, sino de un par de víctimas de aquella guerra fratricida que a usted tanto le interesa y a mí tan poco. Ahorraré datos biográficos y geográficos relativos al fusilado y al desaparecido. A estas alturas de su investigación, quiero suponer que acopia usted una cartografía completa. Yo me sé la historia real y verdadera. Conocí bien al autor de la patraña que ocasionó la condena a muerte del fusilado y la desgracia vitalicia del desaparecido. El jornalero fusilado era un chiquilicuatre, un cantamañanas, un trapisondista, un bullanguero, un pleitista, un bravucón, un chinche picajoso. El desaparecido, jornalero también, un cobarde con todas las letras que provocaba al fusilado cada dos por tres. Cualquier pretexto le servía para ponerlo como una moto, para encenderlo, enrabietarlo, ya fueran asuntos de lindes, de coños o de banderías políticas. Sabía tenderle el capote de brega adecuado para conseguir su entrada al trapo, su embestida frontal. Sus frecuentes disputas, además de épicas, eran la comidilla de la comarca de Campoo entera, aunque nunca llegaron a las manos. Ambos fueron exactamente víctimas propiciatorias. Le proporciono dos claves que le ayudarán a entender el origen del crimen. El desaparecido estuvo desde muy niño enamorado de Esperanza, la bella mujer del fusilado. El segundo dato que debe conocer es que el desaparecido se escabulló, se escondió, huyó momentos antes de incorporarse al frente con los sublevados. Ya le dije que era un cobarde con todas las letras. Dicho sea de paso, el fusilado tampoco participó en trinchera bélica alguna, aunque no se recataba en vocear sus preferencias republicanas. Pues bien, aquella desaparición volcó los ojos de todas las sospechas en el fusilado. Ahora aparece en escena el malo de la película que no figurará seguramente en ninguno de los papeles que usted rebusca y maneja, un cacique falangista que también andaba prendado de la bella Esperanza. Él fue, amparado en su poder y en el caldo de cultivo de las porfías constantes entre los dos jornaleros vecinos, quien armó el engaño, quien acusó al fusilado de la muerte del desaparecido, quien propaló la mentira, el bulo mortal. De esa manera disponía de camino expedito para acometer el abordaje inclemente a la bella Esperanza desvalida y, a la par, se vengaba del cobarde que se había negado a tomar las armas en defensa de la causa de los nacionales. Ese preboste, convecino de ambas víctimas, tiró la piedra y escondió la mano. A José lo fusilaron en la cárcel de Burgos en septiembre de 1939. Isaías reapareció por el poblado diez años después, justo cuando la bella y viuda Esperanza emigró con sus cinco hijos a cuestas, anegados ya los labrantíos por el pantano del Ebro. Isaías vivió el resto de sus días y murió carcomido por no atreverse a mirarla nunca más a la cara. Al malvado Teodosio, al hijo de puta acusica lo nombraron jefe del Movimiento de la zona empantanada cuatro años después del 18 de julio de aquel año triunfal del 39. Y aquí paz y después gloria. No pesquise más. Sucedió como se lo acabo de contar a grandes rasgos, como me lo contó con pelos y señales Isaías, mi abuelo pusilánime. Con el ruego de que me crea y me olvide, reciba un cordial saludo».
El sorprendido historiador, nieto a su vez para mayor inri del fusilado José, imbuido por un rigorismo petulante, desechó el hilo sugerente de esta narración. Lo arrojó a la papelera electrónica. El muy fatuo arguyó con ufanía para justificar el descarte de esta versión de la historia que su deontología profesional desaconsejaba reconstruir otro novelesco y peliculero Crimen de Cuenca. Confundió el culo de un archivo mugriento con las témporas de un testimonio fervoroso.
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