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Los primeros fríos

Una nueva página del diario de Avelino Fierro, que escribe sobre la luz polvorienta del último otoño y el primer invierno y sobre algunas visitas museísticas.

Querido diario

Los primeros fríos

/texto y dibujo de Avelino Fierro/

Ya se retuercen y toman en el suelo el color del barro las hojas muertas de los plátanos. No sé por qué no hay gorriones en esta hora de la mañana. Encuentro, a tramos, la sombra de estas hojas —más hacia el lado de las aceras— que no han recogido los barrenderos; y hacia el lado del río hay todo el color: amarillos, vinosos, rojizos, verdes sin marchitar; una confusa ornamentación sobre el césped brillante por la leve lluvia de la noche. Luz serena, casi insulsa, de esta mañana de sábado que ya se enmohece hacia el gris; el sol, que hasta ahora parecía filtrarse —sin demasiada obstinación, con incertidumbre— desde lo alto como una pequeña yesca, ha dejado de sentirse y queda un rastro de luz en polvo pasajera que morirá en unos minutos absorbida por los puntos ciegos.

Puede que algunas motas vuelvan al atardecer cuando la luz se vaya y, ayudadas por la de las farolas en las márgenes, hagan que las hilachas de niebla sobre el río tengan un blanco menos andrajoso.

Había mirado hoy la mañana con desesperanza, casi con miedo. Ya estaba palpitando desde hacía días el otoño, pero yo no percibía nada, ni la luz cárdena, ni desvaríos en la atmósfera, ni el suave rumor de los paseos. ¿En qué afanes uno estaba, que había dejado de sentir, de ver el paisaje de noviembre, y los frutos corrompidos, y la herrumbre en el aire, y los hilos de los fuegos tardíos?

Salí a pasear y llegué al museo de arte moderno. En la primera sala, al inicio, había cuatro obras de la colección permanente. Ninguna estaba dentro del formato convencional de la pintura: un vídeo, una gran fotografía, una escultura y una instalación. Cuadraban con la temática de ese primer grupo, obras sobre el exilio, y tenían una impronta artesanal que me tranquilizaba: aunque uno esté acostumbrado a ver y leer sobre arte requetemoderno, hoy solo quería objetos, evidencias, cuerpos en que posar la mirada. No tenía ganas de interpretar ni de juzgar intenciones, ocurrencias o esencialismos.

El mundo de Eva, de Teresa Gancedo.

Por eso quizá en otro de los bloques expositivos, el de Teresa Gancedo, un mundo abigarrado y obstinado en el sueño, preferí un grupo de cuadros de los años ochenta, casi monocromos, que giraban alrededor de la tenue silueta de un Cristo crucificado. Uno tiene días que anda, más si cabe, como vaca sin cencerro, por mor del vacío ontológico.

Al salir no hacía viento, pero al más leve redoblar del aire caían las hojas que ya empalidecían, algunas con extraños giros en el aire, y con gemidos que expresaban su adiós a la vida. Llegué hasta la oficina para recoger algunos libros que había dejado el viernes por ir más ligero de equipaje, uno de Berger, la Revista de Libros, el último de los diarios de José Jiménez Lozano y los artículos de Fernando Rey que había intercambiado por La vida a medias. Entré en La Barra, ese bar tan hermoso que han vuelto a abrir. Y que no sé si durará: estaba yo solo, con los periódicos, el silencio, el gran espejo en el que veía a alguien tan soñoliento y cansado como yo que hoy parecía acercarse más a la edad que en verdad tiene. Leí algunos de los pequeños poemas que están entre las páginas de esos diarios del escritor de Langa.

En uno de ellos el tiempo se desploma como las hojas que yo he visto morir en el paseo por las orillas del río: «¿Cómo caen las horas? ¿Furiosas?/ ¿Mansas y solitarias?/ Quizás caen simplemente / y, sin ruido, se estrellan».

Volví al centro de la ciudad, a la Galería Ármaga, donde se inauguraba otra exposición de Teresa Gancedo. Vi los cuadros y charlé con amigos y conocidos. Subí por la calle Ancha hacia la catedral. Era cerca de la una del mediodía; había un gentío —yo creo que foráneo— vibrátil, mirón y entusiasta. Recordé entonces que en el Museo de León se exponía parte de la colección de arte de una entidad bancaria. Había tan poca luz en el interior que parecía estar cerrado, no haber nadie.

La murga gaditana, de José Gutiérrez Solana.

Ya me ha ocurrido otras veces. Yo habría guiado a aquellas gentes bulliciosas hasta las salas en las que podía verse un cuadrito de Paul Klee y una Murga gaditana, de Gutiérrez Solana.

Al salir, la luz seguía yendo y viniendo como el respirar complicado de un trozo de mundo algo asmático. Solana, en su Madrid callejero, habla de un día de Carnaval en el barrio de Tetuán. Era una mañana como esta: «El cielo está encapotado y el día desabrido; de vez en cuando llovizna, pero el viento vuelve a barrer las nubes y aparece un poco de cielo azul y un sol vergonzoso».

En este cuadro y en la versión que está en el Museo Reina Sofía hay una luz similar, un cielo de barro y óxidos, como si los mundos de estas y otras escenas de feriantes, mascaradas, osarios, tabernas y putas, procesiones y corridas de toros, no pudieran destilar nunca tonalidades menos inclementes, menos ténebres. Sus palabras llevan ese mismo color, lo dice igual en sus escritos, llenos de ternura tremendista, harapos y despojos, quincallería de almas pobres.

Llegué hasta la librería. En los estantes cerca de la entrada están los libros de poesía. Y pensé en algunas miradas y su ausencia de hermosura, pero también en quienes anotan frases como pétalos u hojas caídas en los márgenes de un libro, quizá en la llegada de los primeros fríos que lamen estos días las fogatas de los campos, y en las nubes de mi propio aliento. Y en ti y en momentos de sosiego. Y en unos versos, que como retazos recuerdo, donde el poeta habla de unas hojas secas y de un ángel que no puede mantenerse contra un viento furioso, ni ése que lleva la verdad al sueño.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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