Antonio Cabrera: Gracias, distancia
/una reseña de Carlos Alcorta/
Aunque Gracias, distancia puede considerarse el primer libro de aforismos de Antonio Cabrera propiamente dicho, no lo es tanto si nos atenemos a los muchos que encontramos dispersos en libros como El minuto o el año, del que extraigo frases sentenciosas como: «Qué difícil —por no decir imposible— es saber cómo ve el mundo una mirada que no piensa en el mundo» o «[el sol] En el asfalto alarga las sombras de los coches al tiempo que las rellena de un betún sin réplica y las delinea con pulso firme», ambas, como veremos, muy relacionadas con aforismos de Gracias, distancia (un título que, por lo demás, nos remite al Gracias, niebla de Auden, sobre todo en lo que concierne a la forma de ver). También en El desapercibido encontramos afirmaciones que podemos, sin temor a exagerar, calificar de aforismos: «Afirmo que quien mira lo abierto no piensa en nada» o «La muerte tiene su lugar constante en el transcurso constante de los días. Al pregonarla se la hace pertenecer aun más, pero sin drama, al flujo vital común, a la vida». Encontramos, incluso, una definición de aforismo: «Los aforismos, como es sabido, no expresan ninguna verdad, sino una sensación de verdad intensa, armoniosa, redonda, pero, a la postre, sensación». Podemos además entresacar muchos aforismos de sus versos, pero no vamos a extendernos en recopilarlos. Invitamos al lector interesado a hacer sus propias pesquisas. En cualquier caso, lo que tratamos de argumentar es que la vocación reflexiva y contemplativa de Antonio Cabrera no responde a una moda, sino a un proceder enraizado en los orígenes de su poética.
Seis son las secciones en las que está dividido Gracias, distancia, aunque, como suele ocurrir en este tipo de libros, dichas secciones no forman compartimentos estancos. No queremos decir que los aforismos sean intercambiables, pero sí que, con frecuencia, pueden encuadrarse en más de una sección. La más extensa, «Parecido al viento», abre el volumen. La distancia entre lo pensado y la realidad, entre el yo y el mundo, articula gran parte de estas reflexiones. Antonio Cabrera no se deja engatusar por las apariencias y, además, sabe que la verdadera esencia de la materia se muestra renuente a taxonomías y especulaciones más o menos imaginativas. La materia, el mundo, lo real es, y las ideas que suscita son meras aproximaciones que tratan de aprehender, más que desmenuzar las partes que la componen. «Acudir al mundo es mucho más que estar en el mundo». Y es que la pasividad no propicia la reflexión crítica, sino acomodarse sin ofrecer resistencia a la realidad. «Nuestro pensamiento —escribe Cabrera— puede llegar hasta las cosas, incluso doblegarlas; sin embargo no las impregna ni las cambia, y pasa y todo se rehace. El pensamiento es parecido al viento», por tanto, las ideas poseen vida propia, son volubles, mudables, brotan, más que de una reflexión forzada, generalmente inútil, de la intuición, de lo espontáneo: «Cuando las ideas parece que no quieren engendrase en la cabeza, un gusto a intelecto empieza a margar en la boca. Es el sabor de la esterilidad», algo que, por otra parte, parece llevar la contraria al Alberto Caeiro que escribe este aforismo: «Hay suficiente metafísica en no pensar en nada», porque es sabido que, a veces, las ideas poseen más solidez que la propia realidad.
Antonio Cabrera nos propone, como ha hecho en su poesía, otra forma de mirar el mundo. Debemos abrir bien los ojos para no anclar la mirada en lo habitual. Debemos mirar como si acabáramos de ver, como si todo fuera nuevo, porque «Para el ojo nada es obvio». Esto significa estar alerta sin descanso, lo que no siempre es factible. Concentrar la atención en lo mil veces repetido precisa de un esfuerzo de la voluntad que pone el énfasis en la capacidad del pensamiento para reconstruir la realidad. Sin embargo, Cabrera nos previene contra un exceso de atención: «Lo que no es concentración —escribe— es tiempo verdadero, perdido, ido, tiempo lleno de sí». En la distancia que media entre una actitud u otra encontramos el equilibrio, pero ¿basta la distancia para cambiar el punto de vista? Sí y no. Dependerá de lo cerca que nos encontremos, de si la realidad que queremos aprehender está en un primer en un segundo plano. A debida distancia las cosas se ven mejor.
«Desde César Simón» se titula la segunda sección. Simón, poeta fallecido hace poco más de veinte años, ha sido un referente para los mejores poetas levantinos y la vinculación estética de Antonio Cabrera con él resulta más que evidente, por eso no sorprende este homenaje en el que advertimos el duelo por el ausente y, a la vez, esa presencia inmaterial que evoca un pensamiento compartido, el de que la cosas no poseen vida propia, «sólo absorben luz», (acaso porque , como decía Caeiro —regresamos de nuevo a él— «… el único sentido oculto de las cosas / es que no tiene sentido oculto»), y es que es la mente del que observa donde se desarrolla la acción, lo inanimado está a la espera de recibir fuerza, impulso vital.
No podían faltar en este libro las reflexiones poéticas que, en el caso de Antonio Cabrera, se concilian a la perfección con sus poemas, algo no demasiado frecuente en los autores actuales. En una plaquette titulada Líneas de fuga, publicada en 2001, nos dejaba ya algunas reflexiones que se compendian en los aforismos de esta sección. Escribía entonces: «Yo creo que el poema lanza sobre la realidad una red tejida con los significados y la música de las palabras cuyo objetivo es capturar trozos inteligibles de esa realidad, que de este modo adquieren o ganan sentido». Ahora lo dice de otra forma, pero el resultado no difiere gran cosa: «La poesía aparece en la frontera entre las palabras y lo que existe en contacto con ellas, sin ser ellas». Hay un aspecto apenas vislumbrado anteriormente y que tiene que ver con la comprensión del poema. Cabrera nos ofrece en Gracias, distancia algunas referencias que ahondan en las diferencias entre la poesía entendible y la poesía emocionante. En seguida se aprecia el contraste: «Hay una clave de la emoción poética que consiste en querer comprender y no conseguirlo del todo», afirma, y lo rubrica de este modo: «El poema no explica ni cuando explica». Más claro, ni el agua. Pero la palabra, el poema escrito necesita tomar cuerpo en la página; las palabras necesitan un armazón físico, del que las provee la tinta. La cuarta sección, «La letra celebrada» se dedica a rendir homenaje a la tinta y al papel, a las letras y las posibilidades de composición que ofrecen. En ese «paraíso para el papel en blanco» las letras son moradores privilegiados que acceden a cualquier fruto sin temor al pecado, pues nada les está vedado. Las letras son lo que quieran ser: «Las letras son pequeñas estatuas negras, y son flores curvas, y son alfiles de la inteligencia, y son lluvia minuciosa en nuestro interior».
Las dos secciones finales, tituladas respectivamente «Luz» y «Sobre pintura», están íntimamente ligadas. No se puede observar sin su beneplácito. El pintor crea gracias a ella o a su ausencia, gracias a la penumbra: «El que ve sombras ve más». Antonio Cabrera escribe «Que un poco de sombra conviva con la luz. Que algo de luz manche o toque la sombra. Estos son, además, de mínimos morales, mínimos estéticos necesarios que inconscientemente deseamos cada vez». Con toda seguridad, John Berger aplaudiría estas conclusiones., tan cercanas a las ideas que defiende en Modos de ver.
Gracias, distancia representa una cota más alta aún, si cabe, en el corpus del pensamiento poético de Antonio Cabrera, un pensamiento que goza de una solidez inusual y que está asentada no solo en los cimientos de la intuición, sino en los más consistentes de la razón. Poesía y filosofía, conocimiento sistemático e intuitivo —que no anula el razonamiento, sino que lo expande—, de ambos surgen estas meditaciones: «Solo desde la razón pueden reconocerse y analizarse y neutralizarse los monstruos nacidos por la culpa de la razón no vigilante, dormida. Y también los que produce la razón que sueña».
Gracias, distancia
Antonio Cabrera
Cuadernos del Vigía, 2018
100 páginas
15€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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