José Menéndez: un Júpiter asturiano en la Patagonia
/por Pablo Batalla Cueto/
Sus hagiógrafos dicen de José Menéndez Menéndez que «en su apariencia física y en sus modales mostraba hechuras de conquistador, un aire propio de viejos hidalgos españoles y la competencia, la capacidad, la laboriosidad, la tenacidad y la pujanza propios de su raza astur». Murió como «Rey de la Patagonia» en Buenos Aires, en 1918. Había nacido en Santo Domingo de Miranda, en el concejo de Avilés, en 1846, como segundo de los siete vástagos del matrimonio de condición modesta formado por José Manuel Menéndez-Cañedo Álvarez y María Menéndez de la Granda. Su rutilante trayectoria había comenzado en 1860, cuando, a los catorce años, embarcó en el puerto de Avilés en el vapor La Francisca rumbo a La Habana, con un pasaje de tercera clase y un pequeño baúl en que cupieron un traje de dril, cuatro camisas, cuatro calzoncillos, cuatro pares de calcetines, una gorra, un par de zapatos, algunos pañuelos, un jergón relleno de hojas de maíz secas y una manta para hacer su cama en la bodega del barco. Medio siglo más tarde paseará su bigote «de una discreta forma luisnapoleónica» por la rada de Punta Arenas, el confín austral de Chile, sobre el cual asentará un vastísimo imperio empresarial, con impecable chaqué, camisa de cuello palomita, corbatín blanco o negro, sombrero hongo y la mano enguantada apoyada en un bastón con regatón de plata. Ya para entonces se habrá convertido en uno de los genocidas de los indios sélknam de Tierra del Fuego.
La historia de don José Menéndez Menéndez es una de tantas de hombres emprendedores tan tozudos e inteligentes como faltos de escrúpulos, encumbrados a la gloria desde las más bajas cotas de la pobreza en el siglo de las últimas exploraciones del globo y de la aplicación torticera del darwinismo a la relación entre grupos humanos; reyes esclavistas de selvas tropicales, sabanas africanas, desiertos australianos y círculos polares. Menéndez fue contemporáneo de Julio César Arana del Águila, el hijo analfabeto de un sombrerero que se hiciera millonario merced a la explotación del caucho y de los indios del Alto Putumayo en la Amazonia Peruana, del cual habla magníficamente Mario Vargas Llosa en su novela El sueño del celta. También de Cecil Rhodes, de Henry Morton Stanley, de Leopoldo II de Bélgica, de los masacradores estadounidenses de medio millón de filipinos o de George Stokell, el miembro de la Royal Society of Tasmania que en 1860 mandara abrir la tumba del último indígena tasmano para hacerse una petaca con su piel. Como muchos de ellos, Menéndez es un hombre, dígase contradictorio, dígase hipócrita, que une a su condición de genocida la de mecenas de las artes y activo donador de cuantiosas sumas de dinero a diversas causas benéficas, en un equilibrismo que también es muy del siglo.
El punto de partida de la historia de Menéndez, en La Habana, es también el de centenares de miles de jóvenes europeos emigrados a las Américas, con desigual fortuna, en el que tal vez sea el mayor movimiento de población jamás producido en la historia del género humano. Llega con una recomendación para un pariente lejano acomodado, que lo emplea como aprendiz en una joyería. Allí adquiere nociones de contabilidad y comercio, un inglés y francés elementales y unos ahorros que le permiten establecer un primer negocio a medias con otro emigrante. El negocio fracasa: este emigrante estafa a Menéndez, fugándose con todo el pequeño capital de la empresa común, pero Menéndez, lejos de dejarse desanimar por este tropiezo, ahorra de nuevo y con lo reunido emigra unos años más tarde a Buenos Aires, atraído por la espléndida bonanza del lugar, que conoce por paisanos y amigos vascofranceses.
A la Argentina llega Menéndez en 1866. No tarda en encontrar empleo como tenedor de libros en una ferretería naval propiedad de la firma Corti Riva y Cía. Más tarde ficha por la competencia, la compañía Etchart. Es trabajando para ésta que, en 1873, contrae matrimonio con una joven uruguaya de ascendencia vascofrancesa, una mujer menuda, culta y educada, llamada María Behety. Sobre el particular explican los panegiristas que «aquella unión fue y sería, como en los cuentos, larga y feliz. Él, recio, seguro de sí mismo, tenaz, ambicioso y laborioso. Ella, dulce, espiritual, frágil y tierna, pero nada de débil como lo demostrará en hora aciaga, enérgica e igualmente laboriosa», y que «se complementaban admirablemente». Es también por esos tiempos que el «ambicioso y tenaz» Menéndez ingresa en la masonería, como dictaba la costumbre entre los sectores medio y alto de la sociedad porteña en tanto era recomendado como medio de amarrar provechosas relaciones sociales y políticas. Y es también con Etchart y Cía. que sus jefes lo envían a la distante ciudad chilena de Punta Arenas, aprovechando un viaje a Valparaíso para concertar un lote de trigo, a cobrar la deuda que un Luis Piedra Buena, patrón de goleta y traficante en la zona de Magallanes, mantiene con la firma. Menéndez no consigue cobrar la deuda, pero encuentra en aquel remoto paraje, antiguo presidio al cual el muy activo gobernador Óscar Viel trata de atraer colonos ofertando para ellos ventajosas condiciones de establecimiento, posibilidades que lo incitan a emigrar una vez más. José Menéndez ofrece a Luis Piedra Buena hacerse cargo del pago de la deuda a cambio de convertirse en su asociado en condición mayoritaria y en 1875 nace en Punta Arenas la sociedad José Menéndez y Cía., destinada a atender el negocio de ramos generales y ferretería naval. A principios de 1876, el matrimonio Menéndez Behety se establece de forma definitiva en la ciudad.

Los inicios allí no son fáciles; y no sólo por lo económico o lo climático. Sólo un año después de la llegada de los Menéndez, una pequeña revolución sacude los cimientos de Punta Arenas. La causan varios factores: en primer lugar, el descontento popular derivado de la mayor severidad del nuevo gobernador Diego Dublé en comparación con la laxitud y permisividad que caracterizara a su predecesor; por otro lado, las quejas corporativas formuladas por los militares acantonados en la zona, con los cuales una oficialidad arbitraria y despótica incumple —pero no la incumple consigo misma— la promesa de relevarlos a los dos años de su llegada al lugar; y finalmente, la hostilidad del gobernador hacia un muy popular capellán Matulski. La revuelta prende también entre los presos, que malviven en paupérrimas condiciones, y abre las puertas a una extensión de la criminalidad en forma de asesinatos y saqueos. Los Menéndez Behety —aunque no el patriarca, que está de viaje de negocios en Buenos Aires— sufren directamente las consecuencias de estos hechos. María Behety es gravemente herida en los combates: una bala perdida le impacta en una pierna, que debe después ser amputada por debajo de la rodilla. Su pequeña hija Mariquita enferma también, agarrando en los montes cercanos, donde la familia decide refugiarse después ser asaltados en casa del panadero Aubry, donde deciden ir primero, una pulmonía que finalmente resulta fatal. Por lo demás, el almacén de la incipiente compañía de Menéndez es saqueado por la turba.
Desolado por el panorama que encuentra a su vuelta, por la cabeza de Menéndez pasa entonces la idea de regresar con la familia a Buenos Aires, pero es, parece, la mutilada doña María quien lo incita a quedarse allí. Por los ya mencionados hagiógrafos del Rey de la Patagonia conocemos las palabras que, al decir de la familia Menéndez, utilizó la uruguaya para convencer a su esposo: «José, en esta tierra duerme nuestra hija, en ella derramé mi sangre y en ella sembraste tus ilusiones. No nos vamos, José, cumplirás tus sueños».
La decisión se revela acertada. Como si se tratase de una dura novatada que hubiese que afrontar para ser admitido a un cierto club de privilegiados, para Menéndez superar aquélla supone el espaldarazo definitivo a su carrera. Una vez la calma se restablece en Magallanes, el asturiano amplía el negocio añadiendo a sus ramos el de aprovisionamiento de naves y el de caza de lobos marinos. Poco después también incursiona por vez primera en el de la crianza pecuaria. De 1878 data una petición dirigida por el empresario a la gobernación de Magallanes, en la cual solicita —con éxito— al gobernador Wood la concesión de una fracción de campo de unas trescientas hectáreas en la zona rural de Chabunco, al norte de Punta Arenas. También de aquel año es el contrato firmado con Jorge Premáticos, capitán del cúter Rayo, mediante el cual se acuerda que Premáticos ponga el cúter y Menéndez las provisiones de una primera expedición de caza de lobos finos. El éxito de ésa y otras expediciones permite que dos años más tarde Menéndez se haga con la propiedad del barco pagando la nada despreciable suma de 353 libras esterlinas, 9 chelines y 7 peniques.
Así diversificadas las actividades del asturiano, y así acumulada una ya enjundiosa fortuna, José Menéndez debe, y puede permitirse, edificar una primera sede de su naciente holding empresarial. Un arquitecto francés, Eduardo Petre, y un carpintero suizo, Antonio Dey, son los responsables de facturar un sobrio edificio de madera y dos plantas que pronto se convertiría en referencia urbanística de Punta Arenas y pasaría a conocerse popularmente como la esquina de Menéndez.
Menéndez no descansa. En 1879 amplía aún más su radio de acción pasando a dedicarse también al tráfico de plumas y pieles silvestres con los indios tehuelches, asociado con otro asturiano de nombre José Montes mediante el acuerdo de que cada uno de ellos aporte a la empresa ocho caballos y de que tanto gastos como ganancias y pérdidas se dividan a partes iguales entre los dos. Con otro colono puntarenense, Carlos Carminatti, firma poco después un contrato similar. Con el propio José Montes funda en 1880 un establecimiento bautizado Hotel del Puerto, dedicado no sólo al hospedaje y a la hostelería sino también a la venta de artículos comestibles, loza y cristales. Y sigue ampliando: por esos años incursiona en la industria maderera, prometedora a causa del aumento vertiginoso de la demanda de madera de construcción de resultas de la extensión de la colonización pastoril en la Patagonia, y en la minería aurífera. Por otro lado, el éxito de la ganadería ovejera en las cercanas islas Malvinas lo incita a emprender él mismo la crianza a gran escala. Lo hace, empero, con cautela: no invierte rápidamente en el ramo, sino que empieza por abastecer a quienes lo hacen, a observar con atención sus procederes y a aguardar el momento propicio para entrar de lleno en el negocio. Ese momento llega cuando un conocido suyo, un tal Marius Andrieu, se ve en dificultades para llevar adelante su propia explotación, que había iniciado en los campos llamados de San Gregorio. Andrieu vende a Menéndez la parcela y las instalaciones y éste, en un par de años, eleva el rendimiento de la estancia a unos niveles tecnológico y económico que fueron juzgados modélicos en la época. Esto sucede entre 1882 y 1884.
Como consecuencia de todo esto, Menéndez es ya una de las figuras más prominentes de la pequeña sociedad puntarenense, y los vecinos acuden a él para solicitarle ayuda en distintas reivindicaciones ante las altas esferas. Tal es el caso de la campaña que emprenden los colonos por esos años a fin de lograr del gobernador que modifique su estatus de arrendatarios a propietarios de los campos que trabajan. Menéndez lidera la delegación que los colonos envían a Santiago de Chile a tramitar el asunto. Allí consigue atraer el interés de prohombres como el senador Benjamín Vicuña Mackenna, que accede a defender la propuesta en el parlamento, si bien finalmente las gestiones acaban en saco roto cuando el Senado decide perpetuar la política estatista de la administración del presidente Domingo Santa María en lo tocante a las tierras.
Menéndez también colabora en otros asuntos del interés vecinal, integrado en organismos como la Comisión Examinadora de la Escuela de Mujeres o la Junta de Beneficencia. Su esposa, María Behety, colabora asimismo con diversas organizaciones de beneficencia católica. En 1886, por lo demás, ambos realizan su primer viaje a España a fin de presentar a la familia a los parientes y de que José vea a su padre, toda vez que su madre había fallecido algunos meses antes.
Los años noventa del siglo XIX son los del máximo esplendor de José Menéndez. Del total del comercio realizado consignado en un informe estadístico enviado al Supremo Gobierno por el gobernador Manuel Señoret en 1893, que asciende a 2.713.185 pesos chilenos, Menéndez asume un 19,6% como principal importador y exportador de oro y lana y segundo en cueros y pieles. Como ganadero era el segundo de Magallanes, con una dotación de 70.000 ovejas en su estancia de San Gregorio. Esta fortuna le permite hacer inversiones inéditas en Punta Arenas, como la de adquirir en Inglaterra un vapor al que rebautizó Amadeo y con el cual regresó al negocio marítimo, que ya no abandonaría. También construirse una suntuosa y vanguardista mansión al lado de la sede de su holding e instalar en ella la oficina de vicecónsul del Reino de España en Punta Arenas, cargo que asume él mismo y que se une a uno muy similar ante el Gobierno de la República Argentina. El propio presidente argentino, Julio A. Roca, se alojará en 1899 en la casa de Menéndez cuando deba allegarse a Punta Arenas para mantener un encuentro con su homólogo chileno Federico Errázuriz. En 1893, José y María hacen un segundo viaje a Asturias.
La dimensión pública de Menéndez crece de igual manera que sus propiedades, que se extienden por la Tierra de Fuego argentina hasta convertirlo en el mayor propietario individual de la zona. En 1897, asume íntegramente el costo de la construcción de un teatro municipal que decide bautizar Teatro Colón, y que se estrena al año siguiente con la representación de la ópera Lucia di Lammermoor, protagonizada por la famosísima soprano Frida Ricci. Popularmente, como no podía ser de otro modo, el teatro será conocido como Teatro Menéndez. El asturiano financia asimismo sus seis primeros años de funcionamiento. También impulsa la creación de la Sociedad de Socorros Mutuos y del Centro Español de Punta Arenas y la instalación de la luz eléctrica en la ciudad. La Sociedad de Luz Eléctrica de Punta Arenas, creada en 1898 de resultas de su iniciativa, es presidida por él.
Por esos años tiene lugar un suceso muy significativo de la personalidad de José Menéndez. Tiene por protagonistas a la logia masónica a la cual pertenece Menéndez en calidad de Vigilante y a un monseñor José Fagnano de gran influencia en Punta Arenas. El segundo adeuda un dinero a la compañía de Menéndez, pero cuando se entera de la afiliación masónica del empresario, amenaza a éste con no pagar lo adeudado si el asturiano no abandona la masonería. Menéndez no duda en acceder a la petición. Groucho Marx todavía no había dicho: «Éstos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros».
Menéndez, entretanto, sigue extendiendo sus negocios por la Tierra del Fuego argentina. Y entonces su camino se cruza con el de los infortunados indios sélknam.
La mecha que prende la guerra de exterminio es la caza que los sélknam emprenden de algunas de las ovejas de los estancieros radicados en la zona, entendiendo que, al estar los animales en sus tierras, les pertenecen. En respuesta los estancieros, liderados por el asturiano, organizan, por medio de brutales capataces a los que pagaban a comisión, batidas y cacerías que a no mucho tardar extinguen virtualmente a la etnia sélknam. Se cuenta que los patronos pagaban una libra esterlina por cada par de orejas o seno arrancados a cadáveres de indios y media libra por cada oreja de niño, y que tras encontrarse algunos indios desorejados supervivientes se optó por premiar cabezas, testículos y órganos vitales. Un capataz escocés de Menéndez, Alexander Mac Lennan, apodado Chancho Colorado por su gordura y aspecto rubicundo, alcanzó especial fama como asesino de indios. De él se relatan, aparte de matanzas convencionales, creativas truculencias como la de que, en una ocasión en que se topó con una ballena varada antes que lo hicieran los indios, la roció con estricnina a fin de que los aborígenes muriesen envenenados al comerla. Fallecieron unos quinientos. Para 1900, en toda la Tierra del Fuego ya no quedaban más de cien.

Por supuesto, Menéndez no tuvo que rendir cuentas a nadie por aquellos hechos. Juicios posteriores centraron su atención en capataces y operarios: para los autores intelectuales del genocidio —el propio Menéndez y otros estancieros como su yerno Mauricio Braun— no hubo un Núremberg. Antes bien, Menéndez siguió creciendo. En el albor de siglo XX lo encontramos liderando una vez más a los colonos en pugna difícil con el Gobierno chileno para conseguir la propiedad de sus terrenos en lugar de mantener el colonato, próximo a vencer, o, al menos, la preferencia en una eventual subasta de las tierras. Sin embargo, cuando ésta finalmente se produce, Menéndez se mueve rápido y acaba por ser el mayor beneficiado de la misma, a costa de otros pequeños estancieros a los que no tiene piedad en despojar de sus tierras. Menéndez reúne alrededor de 170.000 hectáreas en medio de la enemistad de sus camaradas. Sucesivas adquisiciones acaban por convertirlo en el mayor propietario individual de la Patagonia argentina. En territorio argentino establece asimismo, en 1902, una factoría de grasería y preparación de carne envasada, que habrá de servirle de base para, en 1917, levantar la Compañía Frigorífica de Tierra del Fuego, tomando como modelo una planta faenadora y frigorífica similar que funda en Punta Arenas en 1907.
Y más. Por esos años se consolida como armador adquiriendo varios barcos a fin de satisfacer la creciente demanda de abastecimientos y pasajes para las localidades portuarias de Magallanes. Al Alejandro le sigue el Alfonso; a éste, el Antártico; al Antártico el Austral; y a éste el Avilés. Y aun más. En 1905 constituye junto con otros inversionistas la Sociedad Anónima de Lavaderos de Oro de Tierra del Fuego en Buenos Aires. También suscribe acciones de la Sociedad Minas de Cobre de Cutter Cove una vez se descubre un importante yacimiento de cobre en ese lugar de la península patagónica de Brunswick y se lanza a la caza de cetáceos con el cañón arponero recién inventado en Noruega por Svend Foyn y adaptado para la caza por un aventurero de aquel país radicado en Punta Arenas. Menéndez pasa a ser el principal accionista de la inevitable Sociedad Ballenera de Magallanes, con 10.825 acciones.
Menéndez vivía obsesionado con la posteridad. Se cuenta, además de su desmedido afán por retratarse, que grababa obsesivamente sus iniciales en prácticamente todo cuanto tocaba: las puertas de sus casas, servilletas y manteles, la vajilla, las chimeneas de sus barcos e incluso la bandera española, sobre cuya franja gualda grababa la «J» y la «M» en color negro. También era despótico y distante. Sus descendientes dirán de él, años después de su muerte, que don José parecía «un Júpiter, allá arriba en un Olimpo». Por otro lado, hacía frecuentes donativos a la beneficencia: a la Cruz Roja, a las escuelas públicas, al Cuerpo de Bomberos y al Hospital de Caridad.
En 1908 fallece doña María Behety de resultas de un cáncer que comenzó a manifestársele durante un cuarto viaje a Europa de la familia que tuvo por paradas la tierrina asturiana y también Escocia, adonde Menéndez quiso allegarse para comprobar el avance de la construcción de dos nuevos vapores para su flota. Para mitigar su dolor, Menéndez realiza en 1910 un quinto viaje a Europa, durante el cual efectúa cuantiosas donaciones a entidades benéficas y educativas de su aldea natal y de Avilés. Con los años hará un sexto, un séptimo y hasta un octavo. En este último, que incluye una breve tournée por el Marruecos español, regala al Gobierno de España un vapor, que ordena adquirir en Inglaterra, para favorecer la movilidad y el servicio de comunicaciones de la guarnición acantonada allí. También adquiere tierras aptas para la colonización que regala a Alfonso XIII a fin de que el monarca disponga de ellos según le parezca, lo cual le vale, en una entrevista con el Rey en el palacio santanderino de Miramar, el grado de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, la oferta de un título nobiliario —que Menéndez rechaza— y la siguiente loa: «Don José, es usted de raza de conquistadores y digno representante de ellos».
A su vuelta a Sudamérica, Menéndez establece un servicio de pasajeros y carga bajo el nombre de Línea Argentina de Navegación a Vapor con dos nuevos barcos que adquiere en Escocia: el Argentino y el Asturiano; compra al industrial Agustín Ross una mina de carbón denominada Loreto, sita en el valle del río de las Minas, cerca de Punta Arenas; e ingresa en el negocio de los seguros como presidente fundador de la Compañía de Seguros La Austral.
Por esos años, el Rey de la Patagonia vive ya a caballo entre Punta Arenas y Buenos Aires, en cuya avenida de Santa Fe había establecido un segundo domicilio. Allí morirá en 1918: apenas vivirá para ver la crisis en que se sumirá el territorio de Magallanes de resultas de la apertura del canal de Panamá y de las crecientes regulaciones aduaneras que imponen los países que comparten la Patagonia. La muerte le sorprende en forma de cáncer hepático el 24 de abril de 1918, recién regresado del centro de Chile adonde se había allegado para tomar baños termales en el balneario de Colina, cercano a Santiago. Tenía setenta y un años recién cumplidos.
Un año más tarde, sus restos son llevados a Punta Arenas, donde el 6 de mayo de 1919 se celebra un funeral del que el periódico La Razón dio cuenta en estos términos:
Mucho antes de las diez de la mañana del pasado martes, hora señalada para realizar el desembarco de los restos mortales de don José Menéndez, eminente organizador de los territorios del sur, una inmensa muchedumbre perteneciente a diversas clases de la sociedad invadía los alrededores del muelle de pasajeros para asistir a las honras fúnebres e inhumación del cadáver que con sobrada razón fue llamado el más grande pionero de la Patagonia. Pues como sabemos, solo, sin apoyos, empezó lentamente una obra cuyos primeros frutos nos causan hoy singular asombro. Justo, muy justo es pues, que en ese día ante los restos de un hombre que venció los más grandes obstáculos para infundir un soplo de vida a estas soledades, se hiciese la más sincera manifestación de sentimiento que ha conocido Punta Arenas.
El testamento del empresario se divide de la siguiente manera: 1.000.000 de pesetas para Alfonso XIII a fin de mejorar la instrucción pública en el reino; 150.000 pesetas para el alcalde de Avilés, con idéntico fin y los de abrir cocinas económicas y erigir en Miranda una escuela que lleve su nombre; 250.000 pesos argentinos para diversas instituciones benéficas de Argentina; 95.000 pesos chilenos para la Sociedad Española de Punta Arenas, la Sociedad de Beneficencia, el Hospital de Caridad, la Sociedad de Dolores, el Cuerpo de Bomberos, la Cruz Roja y la Sociedad de Instrucción Popular de Magallanes; 100.000 pesos chilenos para costear anualmente los estudios universitarios de un alumno del Liceo de Hombres de Punta Arenas, que fuera hijo de obreros y distinguido en los estudios; y 180.000 pesos chilenos para erigir un monumento al navegante Fernando de Magallanes en Punta Arenas con motivo del segundo centenario del descubrimiento del estrecho de Magallanes.

En 1924 se publica una laudatoria biografía de Menéndez con motivo del quincuagésimo aniversario de su llegada a la Patagonia y se acuña una medalla conmemorativa del acontecimiento que es entregada a antiguos trabajadores de sus empresas: se da inicio así a la leyenda blanca en torno al empresario. A la negra le da comienzo, en 1928, un libro titulado La Patagonia trágica, firmada por un tal José María Borrero, antiguo empleado de Menéndez, que se desquita enumerando una larga serie de maltratos y vejaciones sufridas por los empleados del asturiano y los más truculentos episodios del genocidio sélknam. Es de ese mismo libro la procedencia del siguiente pasaje:
[Menéndez fue] un verdadero zar patagónico hasta su muerte; una figura a quien todavía le falta el verdadero biógrafo que descubra o un ser hecho de egoísmo, brutalidad, inescrupulosidad e insaciables ansias de riquezas, o la figura de un hombre que apostaba al progreso sin importarle lo que iba aplastando a su paso.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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