Entrevistas

Entrevista a Melchor López

El también poeta tinerfeño Francisco León entrevista al autor de 'Según la luz' y 'De vuelo, para quien «lo irrenunciable en poesía es el trato casi amoroso con la materia, con la harina de las palabras. Hasta alcanzar una forma: la del pan negro o la de la hostia consagrada; cada cual que elija su camino y sus respuestas».

Melchor López: «Lo irrenunciable en poesía es el trato casi amoroso con la materia, con la harina de las palabras. Hasta alcanzar una forma: la del pan negro o la de la hostia consagrada; cada cual que elija su camino y sus respuestas»

/una entrevista de Francisco León/

Melchor López

Hoy, tras la reciente publicación de los libros Según la luz y De vuelo, sólo una miopía crítica galopante negaría la condición central (y al mismo tiempo excepcional, excéntrica) de la poesía de Melchor López en el espacio nacional de las letras. Nacido en Tenerife, en 1965, López ha ido forjando una obra concebida desde una radical posición creativa en la que el pensamiento, la ley de constructividad, la medularidad de su decir y su anclaje en lo misterioso parecen amalgamarse para confirmar la existencia y continuación de una voz lírica intensa y original. El próximo día 27 de diciembre por la tarde, el poeta presentará ambos libros en Tenerife Espacio de las Artes (TEA).

Acaba de publicar usted dos libros: Según la luz en la firma asturiana Ediciones Trea y De vuelo en una pequeña editorial canaria, Mercurio. ¿Cuáles son los signos interiores a los que apunta en cada uno de estos nuevos trabajos?

Según la luz nace inevitablemente bajo el signo del viaje. Es, de hecho, una compilación de los cuadernos que he escrito a lo largo de más de veinte años de práctica viajera y poética. En la cita de Sophia de Mello que abre el libro —«E outro nasceu de tudo quanto viu»— aparece la idea del otro que nace en el viaje, del otro que se revela en todo viaje. Con palabras más conocidas, otro poeta portugués, Pessoa (ele-mesmo), escribió: «Viajar! Perder países!,/ ser outro constantemente». Lo que me interesa, en primer lugar, de esa experiencia del viaje es la conversión del yo en otro; ésa es la dádiva que nos espera cuando «vivimos de ver» espacios desconocidos.

En De vuelo aún está más claro ese signo interior del que usted habla: uno de los deseos más persistentes y antiguos del ser humano (un deseo que tiene la forma del sueño) es el del vuelo. El hombre de cabeza aviforme de Lascaux, Ícaro, los chamanes amerindios, los místicos cristianos y los sufíes, Leonardo, Brancusi, los artistas psicodélicos… Un deseo que es un sueño: una aspiración. Hay un aforismo de Lichtenberg que dice: «El mundo aún no ha de ser muy viejo, porque los hombres todavía no saben volar». El escritor alemán deja entrever en esas palabras que en los humanos está contenida la posibilidad de volar y que, tarde o temprano, esa posibilidad se cumplirá. Un día, parece anunciar Lichtenberg, después de largo aprendizaje, emprenderemos el vuelo, la mayor aventura. Hasta entonces, hasta que llegue ese día, en el poema podemos alcanzar de alguna forma esa experiencia iluminadora del vuelo. Ese vuelo es, sobre todo (aclaremos), una aventura de raíz espiritual, un vuelo simbólico en que se entrega la posibilidad de un nuevo conocimiento a través de una transformación y de una transfiguración de un yo liberado ya de las cadenas terrestres.

‘La caída de Ícaro’, de Jacob Peter Gowy.

Según la luz es el más largo de cuantos libros ha hecho públicos hasta hoy, un periplo que cubre desde 1993 a 2015 y transita por ciudades e islas. ¿Cómo (si llegó a hacerlo) ideó este libro; por qué esos lugares, qué deseaba plasmar de esos espacios en sus poemas?

Según la luz es un poemario creado por acumulación. Su naturaleza (una serie de sucesivos cuadernos de viaje) me ha impedido articularlo cuidadosamente como suelo hacer con otros libros. Y quizá (pienso ahora) haya sido mejor así: el libro respondería de esta manera a la misma naturaleza imprevista del viaje sin pasar por el control de la aduana literaria del autor. Espero que el lector pueda internarse naturalmente en el libro como un viajero en terra incognita: territorio incógnito de la geografía y de la palabra.

Los primeros poemas de este libro (los que componen Cuaderno marroquí) surgen como consecuencia de la lectura de unos poemas de Eugénio de Andrade pertenecientes a su libro Escritura de la tierra. Según la luz reacciona a ese impulso: mis poemas son la respuesta (que espero haya sido algo más que meramente imitativa) a un poeta fundamental en mi formación. Creo que la mayor parte de las composiciones de este libro, integradas dentro de esa vertiente de mi poesía que podíamos llamar (hasta que a Rodríguez-Refojo, finísimo ensayista, se le ocurra otra fórmula mejor) poesía del yo y del lugar, responden a una lectura del mundo en el esplendor de sus epifanías cotidianas. Hay una celebración de ese instante en que el yo descubre el mundo, el «pájaro de lo real», con la impresión de lo recién creado, el mundo lavado por la lluvia del comienzo. Y al mismo tiempo, hay también un aire elegíaco (un aria) que suena a lo largo de todo el desarrollo de la composición. Porque no puedo dejar de sentir, como ya sintieron los románticos alemanes, que somos los últimos en poder nombrar algunas de estas cosas. Celebración y elegía. Última celebración. Un último canto. Mientras un barranco de piedras y desechos arrastra nuestra cantora cabeza cortada al abismo atlántico.

En De vuelo, ese aparente simple deseo de volar del que usted habla, alcanza en el libro, si no me engaño, un desarrollo que va desde el viaje ascensional mágico hasta el vuelo místico, en poemas como «El ojo todo lo ve ahora» o «Ni las horas futuras ni la hora ida», en que acontece la videncia suma y la abolición del tiempo respectivamente. No sé qué opina usted, pero creo ver en ese libro una estructura de ordenado y creciente áskesis religioso.

No sé mucho de ese libro que compuse durmiendo a lomos de un caballo. No recuerdo en qué circunstancias lo escribí. Es mi libro más inspirado. El vuelo simbólico se manifiesta en ese poema (creo) como trascendente ascensión hacia el conocimiento absoluto; en esa aventura extrema se produce un cambio ontológico del ser: magia y mística, sí. En su ensayo titulado El vuelo mágico, Mircea Eliade cita una frase del Pañacavimca Brahmana que dice: «Aquél que comprende tiene alas». Si la hubiera conocido cuando escribí este librito, muy posiblemente hubiera acompañado a la cita de W. Butler Yeats («A lonely impulse of delight/ Drove to this tumult in the clouds») con que se abre mi poemario. Esos versos del poeta irlandés (que me han acompañado desde mi primera adolescencia) añaden también un componente de deleite al vuelo, de pura alegría, física y metafísica. No sé de mayor alegría que aquélla que he experimentado (pocas veces) en el vuelo del sueño, que es también («¡Apártalos, Amado…!»), el vuelo de la poesía.

En mayo del año pasado publiqué un artículo («Cero de doscientos cincuenta», se titulaba) en que analizaba la nula atención que varias antologías de poesía contemporánea, todas publicadas casi al mismo tiempo, dispensaban a los poetas actuales radicados en Canarias. Como no se puede aceptar un inadmisible desconocimiento de los antólogos, ¿qué motivos pueden explicar que no hubiera en estas siete u ocho antologías nacionales ni un solo autor canario?

No hace mucho le decía al poeta azoriano Urbano Bettencourt, posiblemente el mayor conocedor de la literatura macaronésica, que sus continentales (que es como los azorianos designan a los portugueses de tierra firme) habían mostrado más atención por la literatura azoriana que nuestros peninsulares por la canaria: Urbano no pudo sino confirmar esa apreciación. ¿A qué se debe esta falta de atención, ese olvido, ese menosprecio? Esa desatención no es sólo coetánea sino que se remonta a los escritores canarios que escribieron décadas atrás: piénsese en el caso, en verdad escandaloso, de nuestros vanguardistas, aún muy lejos de alcanzar un justo reconocimiento crítico en la desdeñosa metrópoli. A veces pienso, para explicar ese fenómeno y ciñéndome sólo al campo de la poesía, que en Canarias se ha producido desde hace décadas un desvío de la tradición de la poesía española. La poesía canaria, en buena parte, no se ha encontrado cómoda dentro de las poéticas dominantes en España y ha buscado otras consanguinidades, otras voces y otros ecos: la literatura hispanoamericana o la de lengua portuguesa, Lezama y Paz, Cabral de Melo y Haroldo de Campos o, también, la europea o la oriental que tampoco hallaban resonancia en la española: Ungaretti o Bonnefoy, Brossa o Jabès. Ese desvío del que he hablado se acentúa (definitiva vuelta de tuerca) con la aventura de la revista Syntaxis, que representa una anomalía en el panorama literario de aquel entonces, sumido en una profunda desustanciación, en satisfecho aislacionismo. El calidoscópico listado de poetas fundamentales que he dado anteriormente (¡y cuántos más!) encontró un espacio de acogida, aprecio y eco en esa revista, verdadero ejemplo de resistencia de las poéticas más sustanciales. No deja de ser muy significativo que los dos escritores españoles más representados en sus páginas fueran los dos más relevantes disidentes de la literatura española de la época: José Ángel Valente y Juan Goytisolo. ¿Hay (me pregunto, para rematar este tema, que merecería mayor espacio de elucidación) en la España peninsular de hoy algún poeta de la talla de Sánchez Robayna? ¿Hay allá arriba alguna escritura diarística que alcance las iluminaciones poéticas de los minutarios de Eugenio Padorno? ¿Hay algún poeta español reciente que haya dado a luz a un heterónimo de voz tan personalísima como su Manuel Martins? ¿Hay, poetas españoles, alguna escritora (ahora que se las rebusca bajo los rumorosos callaos) que haya hablado del misterio de lo femenino con la turbación sanguínea que lo ha hecho nuestra Goretti Ramírez? Nuestra poesía, al menos la que a mí más me interesa, a ojos de la mayoría de los críticos y poetas peninsulares, es irreconocible.

¿Cómo se sitúa usted mismo y su poesía en el mapa contemporáneo de la lírica de este país?

Pues, siguiendo el hilo de la pregunta anterior, no puedo sino sentirme, ay, un desviado, un heredero de ese (deje que me ponga rimbombante) Gran Desvío de la Poesía Canaria. Y un desviado que quiere prolongar esa poderosa herencia hasta encontrar un cauce propio. Cuando el poeta Jordi Doce (nuestro hombre astur en Madrid) leyó mi libro De la tiniebla, dijo que parecía escrito por un africano.

Si tuviera que nombrar uno solo, ¿cuál es el signo o componente irrenunciable a la hora de encarar la práctica de la poesía?

Lo irrenunciable es el trato casi amoroso con la materia, con la harina de las palabras. Hasta alcanzar una forma: la del pan negro o la de la hostia consagrada; cada cual que elija su camino y sus respuestas. Comparto la fascinación que sentía el pintor Stipo Pranyko (¡cuánto lo echo de menos!) por los trabajos artesanos, las labores manuales, las que hunden sus manos en la materia, en lo informe. Y en ese trabajo humilde y respetuoso, casi ceremonial, con la materia sonora de las palabras, que es la primera regla del oficio que practico, creo ver los signos de una religión primitiva, original. En ese trato del artista artesano con la materia opera una suerte de transubstanciación, transubstanciación a la que el mismo Stipo Pranyko dedicó una de sus piezas más emblemáticas. Murilo Mendes, para seguir citando, a manera de homenaje, a los poetas de lengua portuguesa, decía que «el burgués es aquel que no cree en la transubstanciación», y ya sabemos cuánto desprecian  la poesía el burgués y el filisteo.

¿Qué sentido tiene hoy escribir poesía, para qué puede servir, cómo justificar, en el presente, la presencia de la poesía?

Sólo puedo y quiero responder por mí a esa pregunta: la poesía es mi manera de intensificar mi relación con el mundo. Cuando a la poesía se suma el viaje, como ocurre en la experiencia de creación de los cuadernos a los que nos referíamos más arriba, se produce un fenómeno poderosísimo, una doble intensificación: el viajero que descubre un nuevo mundo escribe o reescribe ese mundo con novedosas palabras.

Ahora que se publican juntas las entrevistas de José Ángel Valente, me gustaría cerrar con una pregunta que le hicieron a él en 1980: ¿qué piensa de los autores más jóvenes que usted que escriben poesía en este país?

Hay pocas alegrías para mí comparables a la de encontrar una nueva voz poética. En el fondo lo que uno quisiera encontrar es a otro creyente que apostara su vida por esta vieja fe en las palabras, a otro conjurado. Pero por más que indago aquí y allá no encuentro voces de verdadero valor. Tengo cincuenta y tres años: espero no haberme vuelto sordo a las inoídas melodías. Hay una excepción, y sé que parecerá chovinista, y es la voz de un poeta canario: Sergio Barreto, poseedor de una capacidad de videncia insólita, animado por el Verbo de los taumaturgos, con la energía y el espíritu de un joven poeta simbolista que cantara en la cubierta de un barco ebrio; sospecho que ni él mismo sabe de dónde le viene esa voz, y eso es señal propia de la poesía más profunda, la que se forja en secretas herrerías.


Selección de poemas de ‘Según la luz’

Hacia Essaouira

Arganes, arganes, arganes a ambos lados de la carretera. Y las cabras rumiando las hojas, trepando con gracia de coristas a sus copas bajas. Arganes, arganes, millares de arganes en estos campos que el mayor sol humilla. Y la guagua que frena estremecida para que suba a bordo un requemado viajero. Y arganes y arganes inmóviles pasando. Y el traqueteo renqueante de caravana de la guagua. Y arganes a lo largo de toda la carretera. Arganes ardiendo sobre la yesca de los campos. Arganes que arden con desgana su ramaje.

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EL ALMIZCLE, el ámbar de ballena,
el aroma tan dulce del jazmín,
la mirada petrificada
del pequeño camaleón,
la menta, la cerámica de Safi,
el sándalo de sueño,
los frascos de cristal que se amontonan
en las estanterías polvorientas,
los frascos que contienen
todos los aromas y todos
los sabores, aquí,
en este pequeño establecimiento
que regenta un Ahmed cualquiera,
te fragmentan te multiplican
te desunen en tus cinco sentidos,
te escinden en tus cinco mil sentidos,
te disipan al cabo para ser
puro roce de pétalo en el aire.

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To Mogador

Aquel lugareño flaco, magro, sarmentoso, faquir en declive, que con ojos de poseso nos hablaba y hablaba de hippies extranjeros y de Hendrix, y que insistía e insistía sin cejar en llevarnos en su barca a la mañana siguiente hasta la isla de Mogador, sobándonos con sus manos aceitosas, hablándonos y hablándonos en aquella jerga expoliada, imposible: domani hasta the island sure eh sure monsieur domani in my petit boat to Mogador no much money domani eh my amigos friends, cómo no vio de inmediato nuestra actitud reticente, nuestra desconfianza de turistas esquilmados, nuestro miedo a la zozobra de su barca, a los vientos llameantes de su fiebre alucinada, a los imposibles aparejos izados por los fantasmas turbios de su delirio.

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Regreso

Regresábamos, tras los días,
a la isla. Esta isla que es como un pájaro.
En cada curva entero se ofrecía
el paisaje en su ramo
aéreo de luz.
Como un pájaro, dijo, es esta isla.
Como un pájaro es, como su ala en vuelo
sobrevolando valles y arenales
de apaciguada lava
esta luz del regreso.
La luz que entreabrió la antigua sombra
tan blanca del almendro.

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Alba primera

Amanece aquí, en Green Lanes. Amanece en los parques helados de esta tierra. Y más allá, al mismo tiempo, en las arenas negras de las islas amanece.

La mañana abre ya su cola como un ave en un claro sorprendida. Cantan ahora los coros tempranos de los ángeles por las liras pulsadas del aire. Huyen lejos, escapan en su vuelo, todos los pájaros perdidos en las frondas de nuestro mismo sueño. Una mano invisible aparta las sombras y con su palma abierta del primer rayo nos protege.

Amanece, amiga, en las nieves perpetuas del sur, en las lavas imposibles del norte, en la mano que también aparta de tu frente tu pelo. Amanece, aquí, en Green Lanes, amanece de luces desveladas el alba entera. Despierta entonces, amiga, despierta que amanece. Abre ya tus ojos, ábrelos verdes en mi mirada, ábrelos pronto dentro de los míos, en mis ojos rasgados por los pájaros deslumbrados y deslumbrantes del deseo.

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Alba segunda

With the death upon her eyes,
And the life upon her hair.

E. A. POE

No despiertes, no, aunque llegue el día anunciándose despacio en la mañana de sus rayos. Espera, Laura, quédate aún en la urna de tu sueño. Sigue en tu noche como si estuvieras muerta, como una aparecida que deslizándose regresara de las tinieblas. No despiertes, espera. Que el espacio entre un latido y otro crezca en su intervalo. Que la sangre abandone las raicillas azulinas de tus sienes y el color se mude de tu cara como una corola que el viento arrastrara en sus potros broncos. Que tus pies y tus pechos se enfríen en mis manos como si hubieses estado vagando sonámbula y desnuda toda la vida, tú, tu fantasma o tu ángel, por interminables caminos de nieve. Sigue descendiendo en tu noche, vuelve tu costado hacia una noche más profunda, inacabable. No despiertes ya más. Sé para mí ahora la más bella muerta que haya muerto tan joven, con la muerte en los ojos, con la vida en tu pelo, en victoria contra el tiempo. No, no despiertes ya nunca, Laura, aunque sin fin se sucedan las albas, amiga, si no es en la muerte, amor, si no es en la tumba, amada, bajo las estatuas conmovidas de los ángeles iguales.

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Cristo yacente de Agulo

Hoy, en silencio, en la iglesia casi vacía de Agulo, donde sólo una joven, o el perfil de un ángel, rezaba bajo los cirios de una luz trasmundana, he puesto mi mano sobre la mano crispada del Cristo, he puesto mi llaga sobre su llaga sangrante, mi sangre sobre su sangre llagada, sin reverencia ni desprecio, ambos desvalidos en nuestras mutuas orfandades, para reconciliarme así en nuestro común dolor, en el dolor que por igual constituye a mortales y a eternos.

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Océano

El ferry abre
los caminos del mar.
Delfines lo acompañan.
Los humanos delfines
que, para su alegría,
acompañaron a otras naves
por otro mar, en otro tiempo,
entre otras islas.
Delfines de este mar
en cuyo fondo no se encuentran
ruinas ni ánforas,
ni sumergidas cúpulas de templos,
ni bustos esculpidos
de magníficos dioses rubios.
Pero ahora, y aquí,
acodado en la borda, contemplando
el centelleo de las olas
bajo el diamante joven
de este sol insular, sintiendo
el ritmo acompasado,
los fuelles de la única
y gran ola azul del Atlántico,
sueño con que un solo mar, el Océano,

como en un mapa antiguo,
rodea toda la tierra, el Orbe,
y que en cualquier instante,
en la orilla cercana,
podrían empezar su cántico
las sirenas de todo y todo
conocimiento.


Francisco León (Tenerife, 1970) es poeta. Licenciado en filología hispánica por la Universidad de la Laguna, ha sido lector de español en la Universidad de la Bretaña Francesa Occidental. Fue fundador y codirector entre 1993 y 1994 de la revista Paradiso. Dirigió las revistas literarias Can Mayor (Tenerife, 20 números) y Vulcane (Tenerife, 13 números), y fundó en el año 2004, junto a otros amigos, Piedra y Cielo (Tenerife, 4 números), de la cual es secretario de redacción. Ha publicado seis libros de poesía hasta la fecha: Cartografía, 8 Pajazzadas para Salomé (libro infantil en colaboración con el músico Nino Díaz y el pintor Pedro Tayó), Tiempo entero, Ábaco, una recopilación de sus diarios, Terraria (libro con el que obtuvo el I Premio Internacional Màrius Sampere) y Dos mundos. Fue editor literario de las antologías de poesía La otra joven poesía española (2003) y El sueño de las islas (2003).

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