Las dictaduras de los años

A la par que la lucha directa que los individuos dirigen a dominar a los otros, cada edad también tiene sus connotaciones poderosas, sus peculiares formas de controlar nuestra vida, considerando la etapa vital en sí misma. Francisco Abad, psiquiatra además de gastrónomo, desentraña los poderes y carismas de cada una de las etapas de la vida.

Las dictaduras de los años

/por Francisco Abad/

El Diccionario de la RAE define la dictadura, en su sexta acepción, como «predominio, fuerza dominante (la dictadura de la moda)». La edad es, en la opción tercera del mismo Diccionario, como «cada uno de los periodos en que se considera dividida la vida humana». Y la definición de poder, en el mismo Diccionario, es en la opción cuarta «ser más fuerte que alguien, ser capaz de vencerlo». En la misma línea bélica, el Diccionario de Covarrubias, germen de los diccionarios españoles, dice en sus opciones segunda y tercera que «es lo mismo que poderío» y que «de dos ejércitos, cuando uno envite con otro, peleando todos, decimos darse la batalla de poder a poder». Y esa es la cuestión: a la par que la lucha directa que los individuos dirigen a dominar a los otros, cada edad también tiene sus connotaciones poderosas, sus peculiares formas de controlar nuestra vida, considerando la etapa vital en sí misma. Y como las etapas vitales son un fenómeno biológico patente, con atribución de conductas que se consideran propias de tales etapas, pueden quedar enmascaradas actitudes o actividades de poderío que se filtran sutil e imperceptiblemente en la interacción social.

Un idilio de la infancia, de William-Adolphe Bouguereau (1900).

Infancia

El niño es un ser indefenso, necesitado de cuidados ininterrumpidos, nutrición, abrigo y preservación de los peligros externos, y se abre camino trabajosamente hacia niveles de progresiva emancipación, que acaban evolutivamente en la pesadilla de la adolescencia; no así la dependencia psicológica y de apoyo total para la alimentación, el vestido, la instrucción y las relaciones con la sociedad general. No se desvela nada misterioso con lo dicho.  Las necesidades básicas del desvalido neonato se van abriendo paso a través de una vida de dedicación de los padres, fundamentalmente de la madre, imponiendo horarios de alimentación, higiene y sueño, que no son actos de control voluntario sobre los demás sino requerimientos biológicos ineludibles para el cuidado del bebé. Con el paso del tiempo la dedicación tiende a hacerse menos agobiante, a la par que aumenta la autonomía del niño. Pero también con el paso del tiempo las exigencias del estado de indefensión biológica van dando paso a una progresiva integración en el mundo de la relación con los demás. Los iniciales besos, abrazos, caricias, palabras afectuosas, van teniendo correspondencia por parte del niño que se desarrolla. Y en la misma medida, la capacidad del niño de controlar las reacciones de sus protectores aumenta, porque por puro reflejo va aprendiendo que sus exigencias, ya menos biológicas e ineludibles, se pueden ver satisfechas mediante la ejecución de acciones como el llanto enervante y desgarrado, la regurgitación de alimentos no deseados o el pataleo y otros movimientos desagradables que indican desaprobación. En síntesis, siendo que aprendizaje y desarrollo están inevitablemente unidos, la repetición de actos infantiles de efecto poderoso sobre los progenitores, inicialmente, o el resto de personas que le rodean, puede abocar a una conducta manipuladora que va a quedar integrada en la urdimbre del psiquismo de la persona que se desarrolla (I. Pérez Pérez, I. Navarro Soria, I. [coords.]: Psicología del desarrollo humano: del nacimiento a la vejez, San Vicente (Alicante): Club Universitario, 2011, pp. 54-56).

Así comienza la que ya va siendo una gran tragedia en demasiadas familias. La inicial costumbre de responder sin rechistar a las demandas fisiológicas del niño pequeño hace que muchos progenitores no adviertan claramente en qué momento el niño tiene la suficiente autonomía —o en términos de vida adulta, astucia— como para intentar satisfacer tendencias o gustos que ya no están condicionados por un imperativo biológico ineludible. A partir de ese momento, el niño se transforma en ese monstruo que se conoce coloquialmente como el rey de la casa. En el doble condicionamiento rechazo-satisfacción del deseo, la complaciente familia sigue respondiendo a demandas crecientes e injustificables con los mismos mecanismos con que atendía a las demandas ineludibles del bebé; y el proceso va creciendo con el niño, con pasos rapidísimos.

A ello se añaden dos factores: la aversión natural de los adultos por las escenas que puede montar un niño contrariado en sus apetencias (un niño colérico indica siempre que lucha por hacerse valer y que las resistencias que encuentra le parecen si no invencibles, por lo menos bastante grandes; A. Adler: Conocimiento del hombre, Madrid: Espasa-Calpe, 1975 [6.ª ed.], p. 214) y un concepto pervertido de la autoridad, que se ha identificado injustificadamente desde potentes estructuras docentes y mediáticas como autoritarismo. Y, claro, nadie quiere ser autoritario, es decir, tirano, cavernario, retrógrado. A la postre, lo importante es saber que, sin autoridad, es decir, dirección de la nueva criatura que se tiene que desarrollar, no es posible la madurez de la personita en formación. Permitir que el niño, a través de demandas crecientes y caprichosas, condicione la vida no solo de los padres sino de toda la familia, es además de una irresponsabilidad educativa una auténtica barbaridad.

Mujer joven en una barca, de James Jacques Tissot (1870).

Adolescencia y juventud

La juventud es una etapa tan heterogénea como la niñez. Mientras que en aquélla las etapas de neonato, lactante, primera infancia, segunda infancia y preadolescencia están perfectamente delineadas y corresponden a formas de conducta características, ligadas a etapas madurativas cerebrales, en la juventud las etapas de la adolescencia y juventud propiamente dicha se dibujan con límites mal definidos, ente otras cosas porque las exigencias sociales que condicionaban el grado de responsabilidad en las relaciones con los demás se han difuminado. Así, la adolescencia tiende con demasiada frecuencia a prolongarse hasta límites cronológicos intolerables.

La adolescencia es la tumultuosa última oportunidad de sacar fuera el niño exigente y obtener todas las ventajas (aparentes, puesto que a la larga son autodestructivas) de la imposición por argucias y violencias de diverso tipo que se han ensayado en la infancia. Si éstas han sido adecuadamente encauzadas y dominadas, además de preparar el desarrollo armónico de la persona, la reorganización de la personalidad enfrentada con el más serio problema del ser humano, el descubrimiento de la yoidad, la radical soledad de la persona, será razonablemente soportable. En esta situación, las demandas que el adolescente hace responden con frecuencia a impulsos no duraderos y ocasionalmente intentos de imponer los propios criterios como forma de autoafirmación en el piélago de inseguridades de la situación. La etapa vital adolescencia-juventud es descrita por Aristóteles con palabras plenamente vigentes: «Los jóvenes son por carácter concupiscentes y decididos a hacer cuanto pueden apetecer [ …] También son apasionados y de genio vivo, capaces de dejarse llevar por sus impulsos […] Y no son malintencionados sino ingenuos, porque todavía no han sido engañados en muchas cosas. Y están llenos de esperanza […] porque aún no han sufrido desengaños en muchas cosas» (S. A. Sandoval Mora [comp.]: Psicología del desarrollo humano, II, Culiacán [México]: Universidad Autónoma de Sinaloa, 2012, p. 18). Los rasgos normales en estas etapas vitales pueden ser forzados en sentido poderoso: después del rey de la casa, el adolescente indomable es el segundo personaje que se enseñorea de la libertad ajena, fundamentalmente de su familia, y la dureza del combate, atemperada por la sensata flexibilidad, no debe desembocar en una rendición incondicional. El naufragio de la persona en desarrollo sin guía será inevitable, en ocasiones recuperable y en otras irreversible, y la dominación por el poder de la adolescencia una consecuencia destructiva también para su familia. Defenderse de tal poder es imperativo, con una sola receta terapéutica para el sujeto y la sociedad: tener claro el objetivo y no dejarse anular por el oleaje del momento; no hay fórmulas claras y de éxito garantizado.

Al tiempo que se van disipando los convulsos movimientos anímicos de la adolescencia, surge la etapa de plenitud de vigor físico y encanto social (los antiguos romanos indicaban este estado con el paso de vestir la toga praetexta a la viril). El joven es fuerte, decidido, tiene la belleza de los rasgos incorruptos por el gesto que deja el paso por la vida, de un niño crecido. Estos rasgos encantadores hacen del joven objeto de deseo, no en sentido sexual, de la sociedad entera, de modo que ese joven puede aprovechar tal ocasión para imponer su poder a los demás. La sociedad y especialmente la de situación más avanzada en edad y establecida en los circuitos del poder adula a los jóvenes, generalmente con objeto de ejercer un contrapoder, asimilándolos a un objetivo o norma de conducta (las grandes concentraciones de las dictaduras del mundo entero, de todas las épocas, las controladas Jornadas de la Juventud convocadas por el papa, son ejemplos paradigmáticos). Incluso tolera y a menudo imita un peculiar modo de hablar de los jóvenes: el cheli, o variantes de jerga. El cheli es la plasmación de la autoadscripción de los jóvenes a una clase, a una subespecie distinta del humano común, velando mediante un lenguaje peculiar la comunicación verbal y al tiempo estableciendo un vínculo de relación y reconocimiento (F. Lázaro Carreter: El dardo en la palabra, Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1998, pp. 151-154) es la esencia del autoconcepto de un ser sin pasado ni futuro, que es como es: joven. La génesis de tal jerga está en el reconocimiento implícito por el resto de la sociedad de un estatus peculiar y existente por sí mismo, no una etapa del crecimiento; aceptar y hasta mimetizarse con las expresiones cheli es someterse innecesariamente a la dictadura de una ficción.

A la juventud se le atribuyen indebidamente virtudes que tienen su explicación por la mera situación biológica y social. Los jóvenes son alegres; tienen la alegría de quien aún no ha descubierto la dureza de la vida real, que no está reñida con una visión positiva y hasta gozosa de la propia existencia, que sale de profundas convicciones. Los jóvenes son generosos; en muchos casos (demasiados trabajan por sueldos miserables o se debaten en el paro) dependen económicamente de sus padres o si no es así, pagan pocos impuestos; muchas reivindicaciones altruistas son defendidas mayoritariamente por quienes no tienen un sueldo del que detraer el costo de tan loables iniciativas. Los jóvenes son espontáneos, sin doblez; normalmente la inexperiencia impide calcular las consecuencias de las propias acciones o palabras y la vivencia de la propia fortaleza nubla la percepción de la medida en que los propios actos pueden afectar a los demás o al propio futuro. Los jóvenes son informales, sin rigideces; de sobra es conocido que, si bien el hábito no hace al monje, cada monje tiene su hábito; es fácil ser informal cuando no ha quedado definido el papel social de la persona. Y así podríamos seguir haciendo algunas consideraciones más.

Los rasgos encantadores de la juventud, ya se ha dicho, atraen a la sociedad, unas veces con el afán de conquista, pero otras como sutil método de imposición de poderes. La fuerza de la juventud puede imponer por la vía directa, derivada de la plenitud física, normas de conducta en un determinado momento, como ha sucedido en tantas dictaduras utilizando a jóvenes fanatizados. Modos de comportamiento, de atuendo y de lenguaje propios de la juventud, se acaban imponiendo en la sociedad general por el afán de encuadrarse (vano afán cuando la edad avanza, inexorable) en un estado de gracia social y biológico. Lo más peligroso del poder de la juventud, imponiéndose en la vida cotidiana, es justamente su fuerza aunada con su vulnerabilidad. Detrás de los movimientos juveniles, de pensamiento, atuendo y formas de relación social suele ocultarse una dirección perfectamente establecida, que utiliza a la juventud para imponer normas políticas y sociales de comportamiento o modas que harán poderosos a sus creadores.

Hay que añadir que la juventud tiene una indudable capacidad de dominación sobre sus mayores, debida a la natural impulsividad y especialmente al vigor de la plenitud física. La fuerza física siempre ha sido un condicionante de primer orden en la capacidad de sometimiento o aceptación de los demás. La combinación de decisión-impulsividad y fuerza física pueden condicionar de forma decisiva las actitudes de padres, profesores o superiores en general del individuo joven, que ve allanado por pura biología el camino para imponer sus criterios a los demás, ejerciendo un poder que además tiene la virtud de ser sutil porque implica una actitud vergonzante en quienes lo admiten o sufren. Si además la presión se ejerce en grupo, la sutileza deja paso a la franca amenaza.

Autorretrato con el Coliseo, de Maerten van Heemskerck (1553).

Vida adulta

La madurez (los clásicos cifraban el paso a esta dura realidad en los cuarenta años) es el momento de las grandes desigualdades. El del poder real dentro de la sociedad y de la familia. Se trata del poder que deriva de la clase o la propia actividad, pero como vamos viendo puede derivar, y lo hace con inusitada frecuencia, en poder indebido. La madurez presume de estatus laboral o social y de este modo puede conseguir un extra de poder en el reconocimiento social de su papel. Esto no se limita al ejercicio de profesiones de alto aprecio social, sino que se dará en todos los estamentos y niveles profesionales de la sociedad. Es tiempo de hacer y a veces hasta de pensar. Resulta difícil de deslindar el poder debido a la actividad, laboral, representativa o autoritaria, del añadido por las cualidades del individuo.

Los rasgos fundamentales de la edad madura (en sentido meramente cronológico, puesto que el proceso de madurez se ve frustrado abundantemente en la realidad cotidiana) son los siguientes (Sandoval Mora: o. cit.):

  • Consciencia de evolución vital, de abandono irreversible de la juventud y avance hacia la senectud,
  • Estabilización (aunque los tiempos cambian…) socioprofesional,
  • Estructuración de un estatus familiar, con emancipación parental total y dependencia activa de los propios descendientes,
  • Conciencia de evolución vital y la llamada crisis de la mitad de la vida (cuando miro atrás, advierto cuánto tiempo llevo haciendo el ridículo, es la expresión confesa o implícita en lenguaje vulgar).

Lo realmente interesante en tales hechos es que a cada situación corresponde una posibilidad de adaptación o superación o una desmesura poderosa. Así, se pueden encontrar rasgos de hiperafirmación que corresponden a autoritarismo con capacidad de imponerse por la relativa plenitud física y mental, el exceso en los papeles de control y autoridad según la situación en el escalafón social y laboral, el control desmesurado de la unidad familiar en detrimento de la complementariedad, habitualmente hombre-mujer, la dominación de la descendencia o la expulsión de la vida afectiva y física de los propios progenitores y, por fin, la rebelión progresiva contra el inexorable decurso de la vida, que se traduce en agresividad y dominación, equivalente de apropiación de cualidades energéticas que se perciben como menguantes en la propia situación.

En la actualidad el poder en abstracto de la madurez se ha estrechado considerablemente por la presión avasalladora que sufre desde la juventud y una normativa cada vez más invasora de las libertades individuales (disfrazada de diversos modos), pero aún persiste en su forma más descarnada en forma de porque lo digo yo. Saberse activo o protagonista de la marcha de la sociedad confiere un cierto carácter autoritario a la madurez, lo que la hace socialmente poco apreciada. No es el esplendor de la juventud ni la plenitud (es un decir) de la senectud, sino la acción, y por eso resulta en una larga época vital poco relevante desde el punto de vista de la estética social. Los modos de ejercer el poder indebido acaban de ser esbozados.

Retrato de una anciana, de Rubens.

Involución, senectud

Por fin, la senectud. Muchos han quedado por el camino a todas las edades, pero la senectud es la antesala de la muerte cuando una vida sigue su curso natural y por eso implica dos hechos importantes: la acumulación de experiencias vitales y la tendencia a la irrelevancia social en la medida en que el futuro, aunque de forma indeterminada, está limitado, abocado a un no mañana. La jubilación, diversamente jubilosa según las normas legales y la capacidad de preparar el futuro económico (también limitada por normas legales) se acompaña de irrelevancia laboral; y el inútil, en amplio sentido, pierde inmediatamente valor social. Incluso en el caso de personajes importantes para la sociedad en la que laboraron, verán reducido su valor social al papel que las instituciones o las personas les quieran asignar, frecuentemente con criterios absolutamente injustos o manifiestamente estúpidos. Es decir: en general, se pierde relevancia social, desarrollo laboral y capacidad adquisitiva. Y al tiempo se van acumulando fallos de salud, como ocurre con toda maquinaria que se va desgastando (Sandoval Mora: o. cit., pp. 187-189). La ruina, vamos. Y ante tan desolador panorama, salvo que se enfoque con la perspectiva de un destino trascendente que daría sentido a todo el decurso vital, las tentaciones poderosas de la vejez de controlar a los demás son dos: apelar a la propia experiencia y sabiduría vital y recurrir a estratagemas de dominio, generalmente asociadas al ámbito familiar, aunque pueden ampliarse al resto de la sociedad.

Respecto a la primera, bastará con examinar la experiencia de cada uno de nosotros para llegar a una conclusión irrefutable: hay muchas más personas ancianas necias e ignorantes que sabias (como en todas las edades). La edad da oportunidades para aprender y para reflexionar, que no siempre son aprovechadas: los años no dan sabiduría como norma. Si alguien invoca su avanzada edad para aconsejar o dar instrucciones u órdenes, es mejor valorar cómo es la persona y no cuántos años tiene. El viejo dicho tribal que reza «cuando un anciano muere es como cuando se quema una biblioteca» sólo es verdad en el reducido ámbito de saberes de pueblos muy primitivos, de pocos conocimientos y transmisión oral de tan exiguo tesoro de saber. Y llamar sabiduría a la gramática parda, recopilación de pillerías y fraudes aprendidos a lo largo de los años, es un intolerable abuso. En el mismo ámbito de los saberes está la prudencia del anciano. El anciano no es de suyo prudente, sino timorato: puede perder lo poco que le queda en un falso movimiento. Y ese pausado y cauto movimiento vital se confunde casi siempre con la prudencia. La historia demuestra que la mayoría de los grandes acontecimientos históricos e intelectuales de la humanidad no son fruto de la sabiduría y prudencia de ancianos, aunque las excepciones son tan destacadas que bien pueden mencionarse como hitos de la historia.

Otro modo de dominio poderoso de la ancianidad es la caprichosa autoridad ejercida sobre los allegados. Todos hemos visto a personas mayores, familiares o extraños, que consiguen imponer su arbitraria voluntad a los demás. Habitualmente, en el ámbito, ello es fruto de un pertinaz y despiadado troquelado de la descendencia y allegados, que a veces cala fuera de la familia por el mero gesto autoritario o poderoso. Los hijos respetan a los padres en su vida adulta, porque son los jefes naturales de la familia, pero con el paso del tiempo, la vivencia de finitud, de que esto se acaba del anciano, produce la desinhibición que hace que no se teman consecuencias futuras de una determinada conducta y se produce la tendencia a abusar de la autoridad natural; a prolongar indebidamente la patria potestad. La edad no da derecho a la dictadura; la respetabilidad de los años depende de lo respetable que sea la persona, no de su cronología. Cicerón lo expresaba hace casi veintidós siglos de un modo suave, vinculando el autoritarismo senil con la inmadurez allegada a lo largo de una vida defectuosamente cimentada y sus palabras siguen siendo vigentes: «Yo alabo a la vejez que está bien asentada sobre los cimientos de la juventud: pobre de la vejez que tiene que defenderse con palabras. Ni las canas ni las arengas pueden proporcionar autoridad de repente, sino que es la vida anterior vivida honestamente la que recoge los últimos frutos de la autoridad» (Cicerón: De senectute, Madrid: Triacastela, 2006, p. 191).

En conclusión

Si bien es cierto que en la complejidad social se da una diferente influencia poderosa en función de la edad, obviamente ligada a los papeles que cada grupo cronológico desempeña en ella (M. Harris: Introducción a la antropología general, Madrid: Alianza, Madrid, 1998 [6.ª ed. rev.], p. 508), la tendencia general parece evidentemente la aspiración al poder en sí mismo, en una trama global que favorece descaradamente la pulsión de imponer los propios criterios a los demás, en detrimento de un criterio vital cooperador o tendente a la constructiva fraternidad humana (E. Fromm: El arte de amar, Buenos Aires: Paidós, 1970, p. 101). Son múltiples las interacciones que se dan en la sociedad: el individuo modela a la familia y la sociedad; la familia modela al individuo y la sociedad; la sociedad modela al individuo y la familia (K. Hauss, K. [coord.]: Fundamentos de psicología médica, Barcelona: Herder, 1982, pp. 378-379) y en esas dinámicas suele interferir el proceso poderoso, la apropiación indebida de la voluntad ajena por parte de los individuos, que además no actúan azarosamente, sino de acuerdo con sus capacidades y etapa vital. Es vieja ya, pero plenamente vigente, la sentencia al respecto de Sigmund Freud, que sintetiza con un criterio nada remotamente mosaico la realidad: «cada individuo es virtualmente un enemigo de la civilización, a pesar de tener que reconocer el interés general humano. Se da, en efecto, el hecho singular de que los hombres, no obstante serles imposible existir en el aislamiento, sienten como un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en común. Así pues, la cultura ha de ser defendida contra el individuo» (S. Freud: El porvenir de una ilusión, Madrid: Alianza, 1984, [10.ª ed.], p. 142).


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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