CEUTA
/por Ricardo Labra/
Ceuta es una perla colgada del pedúnculo tingetiano que los portugueses quisieron separar de África a través de un foso navegable; y desde entonces, una isla entre dos mundos; un limbo terrenal en el que todo es posible. Esta fisonomía isleña no sólo se la procura a Ceuta su impresionante Foso Real, sino que está intensificada por la quebrada línea fronteriza con Marruecos una vez cortado el ferrocarril que unía la ciudad de Al-Idrisi con Tetuán. Pero Ceuta no es una ciudad ensimismada, sino que sus calles se repliegan sobre sí mismas en busca de todos los horizontes: por eso en el trazado de sus arabescos no solo se conjugan los mares, sino también los acentos, desde los más nasales a los más velares. En un espacio de apenas 24 km2 conviven cinco religiones con diferentes percepciones conceptuales de la realidad, y en sus plazas y mercados, como en un libro de Hergé, pueden encontrarse los perfiles más representativos de nuestro sustrato cultural, desde el lóbulo fenicio a la nariz mosaica, desde Antínoo y Sherezade al braquicéfalo bilbaíno y al rumboso sevillano. Ceuta es un milagro y un compendio; un mundo sin fin en el fin del mundo, como la denominaban en la antigüedad; una ciudad que no deja de girar frenéticamente sobre sí misma para conectar con todos los puntos cardinales, con todas las visiones de la realidad, con todas las posibilidades de encuentro. Más que rosa de los vientos, Ceuta es un rompeolas emocional.

El nombre de Ceuta deriva de la orografía estribada de sus calles, como consecuencia inevitable de sus angosturas y recovecos. Cuentan que fue el geógrafo Pomponio Mela quien la llamó Septem Frates («Siete hermanos») al apreciar en ella, como en una pequeña Roma, siete colinas. A Ceuta también se le otorga el honor de ser la cuna de Latino «epónimo del latín», según proclama con orgullo una inscripción de la ciudad en el busto de Homero.
Ceuta siempre ha sido un límite, no sólo geográfico y económico, sino también cultural. Tal vez por esta ineludible condición esta fascinante ciudad se haya visto obligada a moverse entre el mito y el tópico, entre su sustantiva esencia y la banalidad especulativa de algunas de sus ficciones. Ceuta, por ello, siempre ha cumplido una función catártica, como si la cueva de Calipso fuera al mismo tiempo la cueva platónica sobre la que fatalmente se proyectan los estereotipos de la epopeya de cada tiempo. La sociedad española —también la europea— acostumbra con cada generación a reinventar Ceuta a medida de sus demonios y fantasmas. Sus calles, por lo tanto, han adquirido con el tiempo el espesor y la hondura de un complejo palimpsesto que conviene deletrear con calma para decantar los apócrifos de sus sustantivos significados.
Ceuta ya se deja entrever en la Odisea de Homero como la isla de Ogigia, en la que Calipso retiene amorosamente contra su voluntad al intrépido Ulises; un mito que no ha cesado de reactualizarse a lo largo de la historia de la ciudad, como lugar de acogida, pero también de provisional residencia. Son muchos los funcionarios que siguiendo la estela de Ulises abandonan, pese a las posibilidades que la ciudad autónoma ofrece, el dulce rumor de sus aguas.
Otro mito fundacional de la ciudad es el de las Columnas de Hércules, fundamentado en su condición de límite, como recoge la inveterada máxima Non Terrae Plus Ultra («no hay tierra más allá»). Pero por muy potente que resulte el símbolo del abrazo geodésico del Atlántico y del Mediterráneo, las dos columnas de Hércules representan todavía algo más íntimo y sustancial para la ciudad de Ceuta, ya que su iconografía configura los pilares de una puerta; una puerta que es entrada de África y umbral de Europa. Nada podía representar mejor que sus fustes el alma de esta ciudad regida por insondables dualidades.
Ceuta, sur del Sur que convierte en norte cualquier evocación del sur ericiano, es la Gran Vía y la calle Alfau, el Parque Marítimo del Mediterráneo de César Manrique y los Baños árabes, la Casa de los Dragones, y las Murallas Meriníes…, y, ahora, también el instituto Abyla, donde desde hace unos años imparte latín y griego mi hija Nereida (ya caballa de corazón). Ceuta es una realidad y una ficción, una pincelada de un cuadro de Bertuchi y el diáfano sol poniéndose detrás del palmeral sobre las jacarandas y los árboles del cielo.

Anteriormente, en Llugares:
(1) Trieste, por Víctor Muiña.
(2) La Haya, por Daniela Martín Hidalgo.
(3) Lieja, por Juan Ignacio González.
(4) Río de Janeiro, por Michel Suárez.
Ricardo Labra (Llangréu, Asturias, 1958; su nombre completo es Ricardo Álvarez Labra) es poeta, ensayista y crítico literario. Pertenece a la generación de los ochenta o postnovísimos dentro de la corriente denominada poesía de la experiencia. Licenciado en filología hispánica y en antropología social y cultural por la UNED, es también máster en historia y análisis sociocultural y doctor en investigaciones humanísticas por la Universidad de Oviedo. Es autor del libro de relatos La llave (2006) y de los libros de aforismos Vientana, en colaboración con Helios Pandiella (2012) y El poeta Calvo (2016). También de diversas antologías y estudios literarios, como Muestra, corregida y aumentada, de la poesía en Asturias, «Las horas contadas (Últimos veinte años de poesía española)», «Una lectura emocional de la poesía de Ángel González» (Litoral, 2002) y «Clarín y el canon literario: la problemática adscripción al canon literario de un escritor total» (Andavira, 2014). Ha publicado los libros de poesía La danza rota, Último territorio, Código secreto, Aguatos, Los ojos iluminados, El reino miserable y Hernán Cortés, nº 10.
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