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Fin de año

Una nueva página del diario de Avelino Fierro.

Querido diario

Fin de año

/texto y dibujo de Avelino Fierro/

Era el fin de año. Amaneció el día con un tatuaje nuevo y borroso en la espalda. Los tejados de las casas de enfrente vivían hoy sin sus magulladuras, cubiertos como estaban por el traje blanco de la helada. Y entre los árboles del parque caminaba un visitador médico ofreciendo sus potingues y ansiolíticos a los más decaídos y sin hojas. Yo veía mi silueta en el cristal, los pelos atribulados de haber dado vueltas y vueltas toda la noche. Bajé la persiana, encendí la lámpara y leí poemas y expedientes con desgana. Sólo estaba aquel verso que hablaba del encuentro con el cuerpo joven de un amante extranjero: «Yo tocaba tu piel, un palomar de ácida plata oscura».

Estaba cerrado el Palacio de Justicia cuando llegué allí cargado de papeles; había olvidado que hoy era día inhábil. Empecé a caminar y encontré a Tomás Sánchez Santiago, que llevaba en sus manos un libro de filosofía. En sus páginas está Heráclito en su casa, calentándose junto a un horno, y recibe a unos forasteros que van a visitarlo; al verlos dudar los anima a entrar con las siguientes palabras: «También aquí están presentes los dioses».

Me dolían las manos del frío y del peso de las bolsas. Bueno, peor lo pasaba Brodsky cuando escribía aquel largo poema sobre la Nochevieja, el 14 de enero de 1967, respirando plata y escupiendo cobre, con frío de asedio y los Cárpatos extendiéndose por las aceras. Aumenté el peso de mis fardeles comprando en Alejandría esos tomos de Berger sobre los artistas. Y crucé otra vez la ciudad hacia el este. Entré en el hogar en el que las monjas cuidan a niños desamparados. Al regresar, vi desperezarse a una de las gárgolas de la catedral, que comenzaba a lanzar sus babas contra las piedras del suelo. De la Escuela de Artes salía un joven emplumado escuchando una canción de Pram. Y caminé otra vez hacia el centro. Quise ver el río, y el piloto automático idiota me llevó hasta los Juzgados. Me abrió un guarda de seguridad. Descargué papeles. Desde la gran cristalera del despacho vi pasar un avión gris con una cola de papel anunciando un error sombrío, como palabras para un epitafio.

Estuve en el bar con algunos amigos. Saludé a un arquitecto y a un subcomisario. En la comida familiar estábamos todos menos Libertad. En la tarde, después de la siesta, leíamos y escuchábamos el Oratorio de Navidad que Javi había empezado a hacer sonar desde primera hora de la mañana. Una versión poco conocida; la orquesta y los cantantes transmitían una sensación casi hogareña, como si se hubieran reunido sin ensayar demasiado en una iglesia de las afueras de una ciudad alemana a celebrar la venida del Niño Dios.

Cuando llegó la noche —esta vez con algunas lentejuelas salpicando su traje negro de siempre—, salí a pasear por un barrio cercano. Subí la calle en cuesta y llegué a los depósitos de agua. Desde allí se veía la mayor parte de la ciudad. A mis espaldas quedaban los hospitales, las chimeneas de ladrillo y las casas humildes a las que vinimos a vivir desde el pueblo. En esa carretera que va hacia el norte veía el fluir de la vida a los cuatro o cinco años.  Sobre todo en domingo: seminaristas que subían o bajaban en grupo con sus sotanas negras y sus becas rojas, familias en Seiscientos que iban a merendar a la Copona, don Bernardo en su haiga camino de la fundición. Entre semana, al atardecer, un vasto silencio. De vez en cuando el grito de un afilador o los burreros con sus labores de cacharrería y cerámica. Ahora brillaban y latían allá abajo las luces urbanas a falta de copos de nieve y estrellas. Y entre las luces, sombras.

Caminé cruzando aquellos solares un poco a tientas. Hierbajos, postes de la luz, la estructura de un enorme tablón de anuncios abandonado. De entre la oscuridad, asustándome, surgió por un caminillo de tierra un gitano. De unos cuarenta años, con un bastón de esos que rematan con puño de cuero y borlas; llevaba —arrastraba— de la mano a una mujer mucho más joven que él, casi una niña, que sonreía a trompicones. En las primeras casas, en un local se abrió la trapa y salieron tres hombres, un joven vestido de fiesta, un muchacho y un grandullón que llevaba una gran fuente humeante cubierta con albal. Vi a más gentes afanadas con bolsas o cazuelas, sopas de pescado o turrones. Una televisión en un primer piso estaba girada hacia la calle, una calle estrecha, y en la casa de enfrente miraba hacia ella un abuelo temblón. Al principio de San Esteban, la misma casa pobre del año pasado con la fachada repleta de luces y adornos y un Papá Noel esforzándose tanto en trepar hacia una ventana que daban ganas de descolgarlo o de darle un empujón. Subía una pareja joven discutiendo.

Llegué otra vez a la carretera grande y a los edificios militares. Fui hasta el Algadefe; estaban Fulgencio y sus chicos —tan crecidos—, que bebían con pajitas cocacola zero. El tasquero hacía gran escándalo cada vez que un cliente dejaba propina: tocaba trompetas y churunfainas y bailaba como un poseso la danza del vientre. Llegué al bar que está en la casa de mi suegra. Y llegaron mis hijos y sus parejas, y tras nosotros Paco, el dueño, entornó la puerta para que no siguieran entrando más clientes. Yo le pedí al Señor que cuidara un poco de todos los que allí estaban deseándose feliz noche. Y de los míos, para que ninguno se atragantase con las uvas. Quería tener un poco distraído al Hacedor, trataba de que no se aburriera en esta noche de jarana, ya que en el Cielo no hacen fiesta. Y que estando así, entretenido, no le diera por hacerse el gracioso cambiando la órbita de algún planeta cercano al nuestro o enviando un maremoto a inundar Venecia.

En esas meditaciones anduve hasta que llegó la hora de la cena. La luz del ascensor era extraña. Tomó el color de un baño de plata, como el que tenía el curso del río que poníamos en el nacimiento. Y no paraba de ascender, muy lentamente. Qué extraño. Pensé en las Navidades de mi infancia. Apreté muy fuerte los ojos porque vi que iban a escaparse las lágrimas; esas lágrimas contenidas que viene bien tener a mano por si de pronto muere alguien a quien amas o trae el viento los recuerdos. El ascensor seguía subiendo.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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