Corren tiempos convulsos, extraños; de ésos que el viejo proverbio chino que bienaventuraba al que vive en épocas históricas poco interesantes consideraba temibles. La historia se acelera, se sobreproduce, se inflaciona; y en un contexto así, el periodismo, o cierto periodismo, vuelve a cobrar auge e importancia como notario de lo que algún día recogerán los libros de historia. La historia necesita al periodismo y el periodismo también necesita proveerse de algunas de las herramientas de la historia para cumplir su obligación de ser riguroso y de proporcionar análisis certeros y fiables de lo que acontece. Pero ese encuentro no siempre se produce con la fluidez y la frecuencia que debería. Urge favorecerlo, y en 1999, el prestigioso historiador y periodista (él era las dos cosas) Timothy Garton Ash escribió para argumentar su necesidad el texto que aquí reproducimos, considerándolo de los máximos interés y vigencia; introducción a un libro que en España publicó Tusquets: Historia del presente: ensayos, retratos y crónicas de la Europa de los años noventa.
Periodismo e historia del presente
/por Timothy Garton Ash/
Me gustaría reflexionar sobre lo que significa escribir la historia del presente. La expresión no es mía. Por lo que sé, la acuñó el veterano diplomático e historiador estadounidense George Kennan en una reseña de mi libro The uses of adversity, sobre Europa central en los años ochenta. Me parece la mejor definición posible de lo que intento hacer desde hace veinte años, combinando el oficio de historiador y el de periodista.
Sin embargo, es una expresión que suscita inmediatamente el desacuerdo. ¿Historia del presente? Está claro que son términos contradictorios. Está claro que la historia, por definición, trata del pasado. La historia consiste en libros sobre César, la guerra de los Treinta Años o la Revolución rusa. Consiste en descubrimientos y nuevas interpretaciones basadas en años de rastreo y de estudio documental en archivos.
Dejemos aparte la objeción de que el presente no es más que una fina línea, de apenas un milisegundo de longitud, entre el pasado y el futuro. Sabemos a qué nos referimos cuando decimos el presente, aunque los límites cronológicos sean siempre objeto de discusión. Podemos llamarlo el pasado muy reciente, o los acontecimientos actuales, si se prefiere. Lo importante es esto: muchas personas —no sólo historiadores profesionales, sino la mayoría de los árbitros de nuestra vida intelectual— opinan que es necesario que pase un mínimo periodo de tiempo y que se disponga de ciertos tipos establecidos de fuentes documentales para que se pueda considerar que una cosa escrita sobre ese pasado inmediato es historia.
No siempre fue así. Como ha observado el erudito historiador e intelectual alemán Reinhart Koselleck, desde la época de Tucídides hasta bien entrado el siglo XVIII, haber sido testigo ocular de los hechos descritos o, mejor aún, haber intervenido directamente en ellos se consideraba una ventaja fundamental a la hora de escribir historia. Se pensaba que la historia contemporánea era la mejor. Fue sólo con la aparición de la idea de progreso, la expansión de la filología crítica y la obra de Leopold von Ranke cuando los historiadores empezaron a pensar que los acontecimientos se entendían mejor cuanto más alejado estuviera uno de ellos. Si nos paramos a pensarlo, la verdad es que ésta es una idea muy rara: supone afirmar que la persona que no estuvo allí sabe más que la que estuvo.
Hasta el más ascético seguidor de Ranke depende de los testigos que dejan el primer documento escrito sobre el pasado. Si no dejan testimonio escrito, no hay historia. Si lo hacen mal o con un objetivo muy distinto (religioso, astrológico, escatológico), el historiador no hallará allí respuesta a las preguntas que desea hacer. Por consiguiente, es preferible contar con un testigo que también tenga interés por encontrar respuestas a las preguntas del historiador sobre los orígenes y las causas, la estructura y el proceso, el individuo y la masa. Por ejemplo, las memorias personales de Alexis de Tocqueville sobre la Revolución de 1848 en Francia valen más que veinte textos juntos.
Esta necesidad de testigos con mentalidad histórica se ha agudizado en épocas recientes, por una razón muy sencilla. En tiempos de Ranke, la política se plasmaba sobre el papel. La diplomacia se llevaba a cabo o quedaba inmediatamente documentada a través de la correspondencia. Los políticos, generales y diplomáticos escribían largos diarios, cartas y memorandos. Por supuesto, también entonces había muchas cosas cruciales que no se escribían: acuerdos privados que se susurraban en los pasillos del Congreso de Viena, conversaciones íntimas de reinas… También entonces, la mayoría de la experiencia humana no se anotaba jamás. Pero la política, en su mayor parte, sí.
Hoy, por el contrario, la alta política se desarrolla, cada vez más, mediante encuentros personales (gracias al avión), por teléfono (cada vez con más frecuencia, a través del teléfono móvil) o mediante otros sistemas de comunicación electrónica. Por supuesto, después se elaboran actas de esas reuniones y, en el caso de las máximas autoridades, se transcriben las conversaciones telefónicas. Pero la proporción de asuntos importantes que se trasladan al papel ha disminuido. ¿Y quién sigue escribiendo cartas descriptivas o diarios detallados en la actualidad? Una minoría cada vez más reducida.
Los investigadores pueden acudir a las imágenes de televisión, desde luego. A veces, pueden oír las cintas telefónicas —o las escuchas ilegales— de las conversaciones. Tal vez en el futuro incluso lean los correos electrónicos. No se trata de que haya menos fuentes que antes; más bien al contrario: un especialista en historia antigua tiene que reconstruir toda una época a partir de un solo papiro, mientras que el historiador contemporáneo, para hablar de un solo día, cuenta con fuentes suficientes para llenar toda una habitación. Lo que ha ido a peor es la relación entre cantidad y calidad.
Por otro lado, nunca como ahora han estado los políticos, diplomáticos, militares y empresarios tan ávidos de ofrecer su propia versión sobre lo que acaba de ocurrir. Las crisis iraquíes, como es sabido, se desarrollan en tiempo real en la CNN. Los ministros europeos salen corriendo de las reuniones de la UE para hablar con los periodistas de sus respectivos países. Como es natural, cada uno da su versión y ofrece sus propios matices. Pero si se reúnen las diversas versiones, es posible obtener una instantánea bastante buena de lo que ha sucedido.
En otras palabras, ahora ha aumentado lo que es posible saber poco después de los hechos y ha disminuido lo que se puede saber mucho después. Ocurre, sobre todo, cuando se trata de acontecimientos extraordinarios. Durante parte de los espectaculares debates entre los dirigentes de la revolución de terciopelo en Checoslovaquia, celebrados en el teatro de la Linterna Mágica de Praga en noviembre de 1989, yo era la única persona presente que tomaba notas. Recuerdo que pensé: «Si no escribo todo esto, nadie más lo va a hacer. Se desvanecerá para siempre, como el agua del baño por el desagüe». Gran parte de la historia reciente ha desaparecido de este modo y no podrá recobrarse jamás, por falta de un testigo que dejara constancia.

Aun así, siguen existiendo dos poderosas objeciones. En primer lugar, dado que las cosas que los gobiernos y las personas intentan mantener en secreto son, con frecuencia, las más importantes, la publicación posterior de nuevas fuentes puede cambiar de forma sustancial el panorama. No es un argumento decisivo a favor de esperar (mientras tanto, es posible que se olviden otras cosas tan importantes como aquéllas y que, en su momento, se comprendían muy bien), pero sí es un riesgo considerable de este género. En mi prefacio a mi primera historia del presente, un relato de la revolución de Solidaridad en Polonia, indicaba que no habría intentado escribir el libro si hubiera tenido la impresión de que los documentos oficiales de los regímenes comunistas soviético y polaco iban a estar disponibles en un futuro próximo. Ésa era una cosa —continuaba alegremente— que parecía «tan probable como la restauración de la monarquía en Varsovia o Moscú». Ocho años después, el bloque soviético había desaparecido, y muchos de esos documentos estaban a nuestro alcance. Por suerte, también citaba la advertencia de Sir Walter Raleigh, en el prefacio a su History of the world, de que «quien, al escribir una historia moderna, siga la verdad muy de cerca, puede acabar sin dientes».
La segunda objeción es que no conocemos las consecuencias de los hechos actuales, de forma que nuestra comprensión de su importancia histórica es mucho más especulativa y susceptible de revisión. También esto es verdad, sin ninguna duda. Cualquier chico de sexto que estudie historia antigua sabe que el Imperio romano entró en decadencia y se derrumbó. Cuando escribíamos sobre el Imperio soviético en los años ochenta, ninguno de nosotros conocíamos el final de la historia. En 1988 yo publiqué un ensayo titulado The Empire in decay, pero creía que todavía faltaba mucho para la caída de ese imperio. En enero de 1989 escribí un artículo en que desechaba las sugerencias de que el Muro de Berlín podía abrirse pronto.
No obstante, eso puede ser también una ventaja. Quien escribe mientras ocurren los hechos deja documentado lo que la gente no sabía entonces; por ejemplo, que el Muro estaba a punto de caer. Se detiene en hechos que parecían terriblemente importantes en la época pero que, si no se hubieran puesto por escrito, ahora estarían olvidados, porque no tuvieron ninguna consecuencia. Con ello se evita, tal vez, la ilusión óptica más poderosa que aqueja al historiador.
Uno de los placeres genuinos de sumergirse en los archivos de un periodo acabado es que, a lo largo de los meses y los años, se ve gradualmente cómo aparece una pauta en las montañas de papel, una especie de mensaje escrito con tinta invisible. Pero luego hay que empezar a preguntarse: ¿esa pauta está verdaderamente en el pasado? ¿O sólo en la cabeza de quien escribe? O tal vez sea una pauta presente en el tejido de la época en la que trabaja el historiador. Cada generación tiene su propio Cromwell, su propia Revolución francesa, su propio Napoleón. Donde los contemporáneos no veían más que un páramo en penumbra, el historiador actual puede ver un jardín cuidado, una plaza bien iluminada o, la mayoría de las veces, un camino que conduce al siguiente hito histórico. El filósofo francés Henri Bergson habla de las «ilusiones del determinismo retrospectivo».
Los periodistas norteamericanos que escriben libros sobre la historia reciente suelen referirse a ellos, con modestia, como «el primer borrador de la historia». Ello implica que el segundo o tercer borrador del especialista va a ser siempre una mejora. Pues bien, en ciertos aspectos es posible que lo sea, porque dispondrá de más fuentes y una perspectiva más alejada. Pero en otros es posible que no, porque el especialista no sabrá verdaderamente —y, por tanto, no podrá reproducir— cómo eran las cosas entonces: qué aspecto y qué olor tenían los lugares, qué sentía la gente, qué cosas no sabían. Cada autor tiene su propio método de trabajo, pero yo puedo resumir mi experiencia en una frase: no hay nada comparable a estar allí.
Kennan decía que la historia del presente pertenece «a ese campo del trabajo literario, pequeño y poco visitado, en el que el periodismo, la historia y la literatura […] se unen». También esta observación me parece exacta. El rincón de Europa en el que se juntan Alemania, Francia y Suiza se llama, en alemán, el Dreiländereck, o punto de encuentro de los tres países. La historia del presente está en un punto de encuentro entre el periodismo, la historia y la literatura. Estas áreas fronterizas siempre son interesantes pero, con frecuencia, están llenas de tensiones. A veces, trabajar en este rincón es como caminar por tierra de nadie.
La frontera más corta y mejor diferenciada es la existente entre la historia y el periodismo, por un lado, y la literatura, por otro. Tanto el buen periodismo como la buena historiografía poseen algunas características propias de la ficción de calidad: imaginación para simpatizar con los personajes del relato y poderes literarios de selección, descripción y evocación. El reportaje o la narración histórica es siempre un relato escrito por un autor concreto, impregnado por su percepción individual y su estilo propio al colocar las palabras sobre la página. Exige un esfuerzo, no sólo de investigación, sino de imaginación, para introducirse en la experiencia de las personas sobre las que se escribe. En ese sentido, el historiador y el periodista trabajan como los novelistas. Y así lo recordamos cuando hablamos del Napoleón de Michelet y lo distinguimos del Napoleón de Taine o el Napoleón de Carlyle.

Sin embargo, existe una diferencia muy marcada y fundamental en relación con el tipo de verdad que se busca. El novelista Jerzy Kosiński, que jugaba libremente con todos los datos, incluidos los relativos a su propia vida, se defendía de forma agresiva. «Me interesa la verdad, no los datos —decía—, y soy lo bastante viejo como para conocer la diferencia». En cierto sentido, todos los novelistas pueden decir lo mismo. Ningún periodista ni historiador debe decirlo. Tucídides se permitía poner palabras en boca de Pericles, como un novelista. Nosotros, no. Nuestros personajes son gente real, y las grandes verdades que buscamos tienen que fabricarse con los ladrillos y el cemento de los datos. ¿Qué dijo exactamente el primer ministro? ¿Fue antes o después de la explosión en el mercado de Sarajevo, y de quién era el mortero que disparó la bomba fatal?
Algunos posmodernos están en desacuerdo. Sugieren que la labor de los historiadores debe juzgarse como la de los autores de ficción, por su fuerza retórica y su capacidad de convicción imaginativa, no por una ilusoria verdad objetiva. Eric Hobsbawm da una respuesta perfectamente medida: «Es esencial», escribe, «que los historiadores defiendan la base de su disciplina: la supremacía de las pruebas. Aunque sus textos sean ficticios», como en cierto sentido lo son, porque son composiciones literarias, «la materia prima de esas ficciones la componen datos verificables».
Lo mismo ocurre con el periodismo. Todos sabemos que, en los niveles más bajos, en la prensa amarilla, se inventan historias. Por desgracia, esa frontera con la ficción también se viola en los niveles más altos, sobre todo en los reportajes con aspiraciones literarias. Cualquier reportaje digno de ser leído incluye reordenar el material, destacar algunos elementos y, en cierta medida, convertir a personas reales en personajes de un drama. Sin embargo, cuando se inventan citas o se altera el orden de los acontecimientos, se cruza la línea. Hay un género del periodismo moderno, el docudrama, que lo hace y lo reconoce. El docudrama es, por así decirlo, honradamente tramposo. Pero en la mayoría de las ocasiones, esa trampa se hace bajo una máscara de sobria autenticidad.
Los precedentes son notables. El relato de John Reed sobre la Revolución rusa, Diez días que sacudieron el mundo, es seguramente uno de los reportajes más influyentes jamás escritos. Sin embargo, Reed no hablaba prácticamente ruso, se inventó muchos diálogos, presentó relatos de segunda mano como si fueran presenciales, mezcló fechas y añadió detalles llenos de imaginación. Como observa Neal Ascherson en un magnífico ensayo sobre su obra, Reed «relata de forma emocionante la aparición de Lenin en una reunión de bolcheviques a puerta cerrada en Smolny, el 3 de noviembre, de la que supuestamente le había ido informando Volodarsky, en el exterior de la sala, a medida que se desarrollaba la sesión. Esa reunión no se celebró nunca […]».
Para rescatarnos del mal que aquejaba a Reed, y para fastidiar nuestros mejores reportajes, las grandes publicaciones estadounidenses como el The New Yorker tienen verificadores de hechos. Cuando pasan su fino peine por el texto que ha escrito una persona, ésta queda horrorizada al ver cuántos detalles erróneos se han deslizado en sus notas o se han colado en el paso de las notas al artículo. Pero luego, tarde o temprano, se llega a una serie de párrafos —con frecuencia, los más importantes— en los que los examinadores escriben al margen: «Según el autor». Es decir, que el autor es la única fuente para decir que es cierto (si es que lo es) que, por ejemplo, en Krajina había una puerta de iglesia manchada de sangre, o que un líder rebelde kosovar ha dicho lo que las notas dicen que ha dicho. Ahí, uno se queda a solas con sus notas y su conciencia. ¿De verdad dijo eso?
Lo ideal, supongo, sería que el autor en cuestión estuviera permanentemente conectado para grabar los sonidos, como un superespía. O, todavía mejor, que llevara una cámara de vídeo en miniatura implantada en el cráneo. Desde luego, la mejor historia contemporánea se ha hecho, en parte, en televisión. Me refiero a series documentales como The death of Yugoslavia. Aunque también se puede hacer que la cámara de televisión mienta, mediante una selección tendenciosa y un montaje manipulador, en sus mejores momentos nos acerca más que cualquier otro medio a cómo han ocurrido verdaderamente las cosas.
Por el contrario, para el escritor, la grabadora y la cámara convencionales, visibles y de uso manual, tienen grandes inconvenientes. Pesan mucho, incluso en las versiones más modernas, avanzadas y aligeradas. Para comprobarlo, no hay más que intentar usar una mientras se toman notas durante una manifestación que avanza con rapidez: en la práctica, es muy difícil ver simultáneamente con la cámara y con el ojo de escritor. Uno siempre corre el peligro de perderse el detalle significativo, crucial para el reportaje, por toquetear la cinta o el objetivo. Y no deja de preocuparse por si los aparatos están grabando y por qué es lo que graban. Además, las grabadoras y las cámaras retraen a la gente. Tanto los políticos como la gente corriente hablan con menos naturalidad y libertad en cuanto ven las máquinas. O, peor aún, hay personas a las que las cámaras y los micrófonos las excitan: manifestantes o soldados que adoptan actitudes heroicas y realizan declaraciones espectaculares que, en situación normal, no harían. Es decir, estos aparatos cuya función es registrar la realidad, de hecho, la alteran con su mera presencia. Pero eso es algo que ocurre sólo con que se vea una libreta de notas.
En ocasiones, yo utilizo una grabadora para una conversación importante, pero mi acompañante inseparable es una libreta de bolsillo. La libreta suele estar abierta mientras habla la otra persona, pero a veces no, cuando creo que así va a hablar con más libertad, o simplemente cuando estamos andando o comiendo o alguna otra cosa. Entonces lo que hago es transcribir la conversación lo antes posible. Me obsesiona la precisión y creo que, al cabo de veinte años, tengo bastante práctica en ejercitar la memoria. Sin embargo, cuando reviso mis cuadernos, siempre queda una preocupación: ¿de verdad dijo eso?
Veamos el primer párrafo de mi reportaje sobre Serbia en marzo de 1997, el estudiante llamado Momcilo que exclamaba: «Sólo quiero vivir en un país normal», etcétera. Momcilo lo dijo, en su inglés imperfecto, mientras corríamos por las calles de Belgrado hacia una asamblea de estudiantes. Lo escribí nada más llegar allí. Si tuviera una grabación de lo que me dijo, seguramente sería ligeramente distinto: una frase un poco más elegante y no tan dura. Pero no dispongo de esa grabación. La verdad histórica y contrastada de ese fragmento del pasado ha desaparecido para siempre. Tienen que fiarse de mí. Recuerdo que poco después hubo discusiones exaltadas en la reunión de estudiantes, y que ésas sí las anoté mientras se producían. Pero yo no hablo serbio, así que lo que se puede leer es la versión de mi intérprete; no tenemos más remedio que fiarnos de ella.
En general, el asunto del idioma es crucial. La mayor parte de las citas que hago este libro son de cosas dichas o escritas en lenguas que puedo entender. Pero algunas, sobre todo en las que originariamente estaban en albanés o en las lenguas eslavas meridionales que ahora se llaman, de manera confusa, serbio, croata, bosnio y macedonio, me las traducía algún intérprete, con la inevitable pérdida de precisión y matiz que ello supone. Lo primero que hay que preguntar a cualquiera que escriba sobre cualquier sitio es si conoce la lengua.
Al final, en mi opinión, la clave para poder fiarse no es todo ese aparato técnico de grabaciones audiovisuales, fuentes y comprobación de datos, por muy valioso que sea. Se trata de una cualidad que quizá puede definirse, sobre todo, como veracidad. Nadie va a ser jamás totalmente exacto. Existe un margen de error inevitable y, por así decir, cierta licencia artística para que una realidad confusa y cacofónica se transforme en prosa legible. Pero el lector debe estar convencido de que un autor determinado suele ser exacto, que tiene la genuina intención de reunir todos los datos significativos y que no va a jugar con ellos para obtener un efecto literario. Debe sentir que al autor, aunque tal vez no tenga una grabación en vídeo de lo que describe, siempre le gustaría tenerla.
Homenaje a Cataluña, de George Orwell, es un modelo de ese tipo de veracidad. El libro es una obra literaria. Es inexacto en muchos detalles, entre otras razones, porque sus cuadernos se los robaron los matones comunistas que fueron a detenerle por ser trotskista. No obstante, no hay la menor duda, ni por un instante, de que está esforzándose para ser lo más exacto posible, para hallar la verdad objetiva que siempre debe separar las llanuras de la historia y el periodismo de las montañas mágicas de la ficción.
La frontera entre periodismo e historia es la más larga en nuestro punto de encuentro de estos tres países. Además es la peor señalada y, por tanto, la más tensa y discutida. Puedo dar fe de ello, ya que he vivido a ambos lados y en medio. En periodismo, decir que un relato es academicista —con lo que se pretende decir aburrido, lleno de jerga e ilegible— es la forma más segura de acabar con él. En el mundo académico, decir que el trabajo de alguien es periodístico —es decir, superficial, frívolo y, en general, nada riguroso— es menospreciarlo. «¿Historia contemporánea?», me dijo con desdén un anciano profesor, cuando regresé a mi departamento de Oxford después de trabajar como periodista a finales de los años ochenta. «¿Quiere decir “periodismo con notas a pie de página”?».
A mi juicio, es importante comprender que las razones por las que se hace tanto hincapié en las diferencias entre el periodismo y la historia académica o especializada tienen tanto que ver, si no más, con las exigencias prácticas de ambas profesiones, la imagen que tienen de sí mismas y sus neurosis, como con la verdadera esencia intelectual de ambas disciplinas. Es cierto que las características del mal periodismo y la mala historiografía son muy diferentes: el primero consiste en tonterías sensacionalistas, impertinentes, populistas, que leen millones de personas; la segunda, en tesis doctorales especializadas hasta el extremo, pobremente argumentadas y mal escritas, que no lee nadie. Pero las virtudes del buen periodismo y la buena historiografía son muy parecidas: la investigación exhaustiva y escrupulosa; la aproximación compleja y crítica a las fuentes; el firme sentido del tiempo y el lugar, la imaginación suficiente para simpatizar con todas las partes; la capacidad de argumentación lógica; la prosa clara y llena de vida. Cuando Macaulay escribía sus ensayos para la Edinburgh Review, ¿era historiador o periodista? Ambas cosas, por supuesto.

Sin embargo, en las sociedades occidentales modernas, la profesión es un rasgo definitorio de la identidad personal, y las profesiones que más cerca están entre sí son las que más se esfuerzan por diferenciarse. Digo sociedades modernas occidentales, porque no ocurría exactamente lo mismo en el mundo comunista, donde la identificación social más importante era la pertenencia a una clase en sentido amplio: la clase intelectual, los obreros y los campesinos. Una de las experiencias interesantes de la última década en los antiguos países comunistas de Europa ha consistido en ver cómo los amigos se han ido diferenciando rápidamente con arreglo a su profesión, a la manera de Occidente. Si antes todos eran simplemente miembros de la clase intelectual, ahora son universitarios, abogados, editores, periodistas, médicos, banqueros, con distintos estilos de vida, modos de vestir, casas, niveles de ingresos y actitudes.
Ahora bien, debido al desarrollo que han tenido las profesiones de periodista e historiador y a las tensiones existentes entre ambas, la elaboración de la historia del presente se ha quedado, normalmente, a medio camino entre las dos. Esa tierra de nadie es, tal vez, más amplia y más llena de tensiones que cuando Lewis Namier dejó de lado la política inglesa del siglo XVIII para seguir atentamente la historia de la diplomacia europea de su época o cuando Hugh Trevor-Roper pasó de ocuparse del arzobispo Laud a escribir Los últimos días de Hitler.
Cada profesión tiene su defecto característico. Si tuviera que resumirlo en una palabra, diría que el defecto de la labor periodística es la superficialidad, y el del trabajo académico, la irrealidad. Los periodistas tienen que escribir mucho y están sometidos a muchas presiones para cumplir los plazos. A veces caen en paracaídas sobre países o situaciones de los que no saben nada, y se espera que informen sobre ellos al cabo de unas cuantas horas. De ahí la famosa y horrible frase: «¿Hay alguien aquí a quien hayan violado y que hable inglés?». Luego, su texto lo cortan y lo reescriben editores y redactores que trabajan con plazos todavía más acuciantes. Y, al fin y al cabo, mañana será otro día y habrá otro reportaje.
Los estudiosos, por el contrario, pueden tardar años en terminar un solo artículo. Pueden esforzarse sin medida (y a veces lo hacen) para comprobar hechos, nombres, citas, textos y contextos, examinar y reexaminar la validez de una interpretación. Pero también pueden dedicar toda una vida a describir una guerra sin haber visto jamás disparar un solo tiro. No se supone que deban ser testigos de la vida real, ni se les paga para ello. La metodología, las notas y la postura en algún debate académico permanente pueden parecer tan importantes como desentrañar lo que ocurrió verdaderamente y por qué. En ocasiones, las personas que forman parte de los mundos que ellos describen se ríen, desesperados, por lo irreal de sus resultados.
Desde luego, podría igualmente detenerme en las virtudes características de cada uno de estos oficios, que son lo opuesto al defecto del otro: la profundidad en el caso del especialista académico, y el realismo en el caso del periodista. La pregunta que interesa es: ¿ha ido a peor o a mejor? Pues bien, algunas cosas han mejorado. Si leemos lo que se consideraba historia contemporánea en la Gran Bretaña de los años veinte, nos encontraremos con una franca falta de profesionalidad que hoy es impensable. En el periodismo, el aumento en las televisiones de todo el mundo de servicios informativos como los de la CNN, Reuters y BBC World Television, además de la documentación disponible en Internet, ofrece nuevas fuentes de una riqueza maravillosa para la historia del presente. Pese a ello, en conjunto, creo que ha empeorado.
Todavía existen unos cuantos grandes periódicos internacionales: el New York Times, el Washington Post y el International Herald Tribune, el Financial Times, Le Monde en Francia, el Neue Zürcher Zeitung y el Frankfurter Allgemeine Zeitung en el mundo de habla alemana. Normalmente, uno puede creer lo que lee en estos diarios. Pero, incluso en este grupo selecto, si se compran todos y se comparan los relatos que hacen de un mismo suceso, es asombroso cuántas discrepancias se descubren. En general, tienen cuidado de separar los hechos y la opinión, pero hay excepciones. Por ejemplo, la cobertura de las guerras de Yugoslavia en el Frankfurter Allgemeine Zeitung estuvo distorsionada, durante años, por las tendencias procroatas de uno de los propietarios del periódico.
Las exigencias son mucho más bajas en los periódicos de ámbito nacional; sobre todo en Gran Bretaña, donde la competencia por los lectores es feroz. No me refiero exclusivamente a los sorprendentes niveles habituales de inexactitudes y distorsiones, causados tanto por el sensacionalismo como por la ideología. En Gran Bretaña, éste es un hecho especialmente visible en cualquier asunto relacionado con la Unión Europea. Pero además hay otros rasgos igualmente importantes: el dominio de las secciones y el futurismo.
En la actualidad, nuestros periódicos están ocupados, en gran parte, no por las noticias, como sería de esperar, sino por las diversas secciones: estilo, belleza, moda, medicina, gastronomía, ocio, etcétera. Dicen que eso es lo que quieren los lectores. Mientras tanto, en las páginas que quedan para la información se extiende la enfermedad, más sutil, del futurismo. Cada vez se dedica más espacio a especular sobre lo que puede ocurrir mañana, en vez de describir lo que ocurrió ayer, que era la misión inicial del periodismo. Todas estas especulaciones, leídas con posterioridad, resultan inútiles, excepto como ilustración de lo que la gente no sabía en aquel momento. El hecho de leer mis propios artículos para este libro me ha servido para recordar, de nuevo, que no hay nada que envejezca con tanta rapidez como la profecía, incluso cuando es clarividente.
Por todas estas razones, cada vez es menos frecuente que la historia del presente se escriba en su medio natural: los periódicos. Pero también hay problemas en el lado académico de la frontera. Es verdad que algunos historiadores profesionales han abordado temas de la historia reciente. Incluso el Departamento de Historia de la Universidad de Oxford, con una antigua reputación de conservadurismo (con minúsculas), incluye ya un programa de historia británica con final abierto y orientado hacia el presente. Pero, en mi experiencia, casi todos los historiadores académicos siguen siendo reacios a aproximarse a la actualidad por debajo de los habituales treinta años que tardan en hacerse públicos los documentos oficiales en la mayoría de las democracias. Todavía tienen tendencia a dejar ese territorio a los colegas especializados en materias tales como relaciones internacionales, ciencias políticas, asuntos de seguridad, estudios europeos o estudios sobre los refugiados.
Sin embargo, estas especialidades relativamente nuevas sienten con frecuencia la necesidad de establecer sus credenciales académicas y su derecho a reclamar la elevada denominación de ciencia (en el sentido de la palabra alemana Wissenschaft) mediante una fuerte dosis de teoría, jerga, abstracción o cuantificación. En caso contrario, la gente podría confundir su trabajo —horror de los horrores— con el periodismo. Incluso cuando los autores en cuestión tienen la formación necesaria para escribir sobre historia, los resultados suelen sufrir un exceso de especialización, una prosa ilegible y un fallo característico: la falta de realismo. Al mismo tiempo, las presiones de la norma de publicar o perecer copiada de los estadounidenses y reforzada en Gran Bretaña por la evaluación de investigaciones impuesta por el Estado hacen que muchos trabajos académicos en pleno proceso de elaboración se publiquen en forma de libro. También en este caso, la proporción entre cantidad y calidad ha ido a peor, sin ninguna duda.
Por eso sostengo que, pese a todos sus inconvenientes, la aventura literaria de escribir historia del presente siempre ha merecido la pena, y ahora todavía más, por la forma de hacer y documentar historia en nuestros días; y porque le ha perjudicado la evolución habida en las profesiones del periodismo y la historia académica. No obstante, uno puede hartarse pronto de tanta introspección metodológica. En mi opinión, el hábito generalizado y compulsivo de etiquetar, encasillar y compartimentar es una enfermedad de la vida intelectual moderna. Dejemos que el trabajo hable por sí mismo. Al final, lo que importa es una sola cosa: ¿es el resultado auténtico, importante, interesante o conmovedor? Si lo es, qué más da la etiqueta. Y si no lo es, entonces, no merece la pena leerlo.
Timothy Garton Ash (1955) estudió historia moderna en Oxford. Atravesó a menudo el llamado Telón de Acero en su calidad de historiador y reportero y en 1990 regresó a Oxford, donde es profesor de historia contemporánea. Además, imparte clases en la Universidad de Stanford y colabora en la prensa como analista político. Es autor de volúmenes como The Polish Revolution, The uses of adversity, y en español, Tusquets le ha traducido y publicado El expediente, Historia del presente, Mundo libre, Los hechos son subversivos y Libertad de palabra.
0 comments on “Periodismo e historia del presente”