Muerte y mito en Albert Camus
/por Miguel Antón Moreno/
La muerte ha sido uno de los problemas filosóficos por excelencia desde que la filosofía queda del todo inaugurada por Platón. En el Fedón, a raíz de la condena de Sócrates, la inmortalidad del alma es el tema central, y por ello también la muerte. Durante toda la tradición escolástica la demostración de la existencia de Dios fue uno de los temas más trabajados, y con él también la demostración de la existencia de un alma que perdurase tras haber muerto. Desde la corriente existencialista, durante el siglo XX, el tema de la muerte retomó la importancia que había tenido en otras épocas, algo que acaso tiene que ver con el contexto planetario en el que a estos filósofos les toca vivir. El clima que generaron dos guerras mundiales fue caldo de cultivo para el desarrollo de ideas que tenían la muerte como epicentro.

Lo primero que llama la atención al acercarse a la corriente existencialista es que muchos de los grandes filósofos que encabezan este movimiento fueron también literatos. Pensemos en el estilo íntimo y personal de Kierkegaard, o en las obras de Camus y Sartre, ganadores los dos del premio Nobel de Literatura (aunque Sartre lo rechazara en 1964). También es importante señalar la importante carga filosófica de grandes autores que influyeron notablemente en el existencialismo, y que incluso se llegan a enmarcar dentro de él, como Kafka, Dostoyevski o Unamuno. Y aunque esta tendencia literaria toma especial relevancia en el existencialismo, no podemos pasar por alto que Platón expuso su filosofía a través de diálogos, o que Rousseau escribió Julia, o la nueva Eloísa y Las confesiones, así como Descartes desarrolla su sistema en Discurso del método con una innegable carga literaria. Debe sernos claro entonces que la filosofía no se encuentra solamente en tratados y ensayos, sino también en literatura de estos autores, que debe ser tenida en cuenta si realmente queremos entender su pensamiento. Borges siempre defendió la noción de la filosofía como género literario. Si fue devoto de Spinoza, Berkeley o Schopenhauer, no fue tanto por el valor cognoscitivo de sus planteamientos como por el valor estético que encontraba en sus ideas. Podemos llamar borgiano a Javier Gomá, por tanto, cuando declara que la filosofía es literatura conceptual. Y aunque en otro sentido, también en G. Maestro encontramos ese vínculo tan estrecho cuando declara que la poesía no es sino filosofía en verso.
En el año 1942, Albert Camus escribe dos de sus más grandes obras: El mito de Sísifo y El extranjero. En estos dos libros la muerte es el tema central, siguiendo la estela del Dasein de Martin Heidegger. Sin embargo, si comparamos la forma en que comienzan estas dos obras, veremos que lo hacen, paradójicamente, en sentidos opuestos. El mito de Sísifo comienza con la grave sentencia: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». Camus nos sugiere que el problema filosófico más importante es saber si la vida merece ser vivida o no, por los actos a los que obliga una u otra postura. El extranjero comienza con una frase de su protagonista, Mersault, que de algún modo quiere decirnos que la vida carece de todo valor y que, por tanto, lo mismo da vivir que morir: «Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé». En realidad, esta doble visión del problema de la muerte no es para nada contradictoria, porque en el fondo es la misma, expresada de distinta forma.
El absurdo de la existencia queda claro desde el principio en El extranjero cuando a su protagonista parece no importarle el fallecimiento de su madre. Si morir o vivir no tiene importancia, entonces la vida carece de todo valor, y la preocupación por el tema sería del todo banal. Pero el hecho de que Camus decida comenzar así su novela, y que esté plagada de referencias al asunto, nos revela la verdadera importancia que le concede. Los tres hechos más importantes de la novela se articulan en torno a tres muertes: el fallecimiento de la madre, el asesinato del árabe y la sentencia de muerte del protagonista. Una vez que Mersault ha asesinado al árabe en la playa, conociendo la condena que le espera, declara: «No ignoraba, en el fondo, que morir a los treinta o a los setenta años no tiene gran importancia porque naturalmente, en ambos casos, otros hombres y otras mujeres vivirán, y así durante miles de millones de años». Mientras que en El mito de Sísifo Camus aborda la muerte desde el suicidio, en El extranjero elige hacerlo también a través de la muerte de otros, así como desde la recepción que la propia muerte tiene en los demás: «Vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por vez primera a la tierna indiferencia del mundo».
Al igual que en El proceso de Kafka, en El extranjero se inicia el desarrollo de una condena. Pero la diferencia fundamental entre una obra y otra es que, mientras que Josef K. desconoce en todo momento la razón de su proceso, Mersault sabe perfectamente lo que ha hecho, y por ello sabe también que merece ser condenado. Aunque Camus renegó de su pertenencia al movimiento existencialista (por pensar que incurría en lo que denominó suicidio filosófico), está claro que sus planteamientos no son del todo distintos. La asunción de la responsabilidad que conllevan nuestros actos está en total concordancia con los planteamientos de Sartre y su concepción de la libertad. La idea de mala fe expresada por Sartre como «toda aquella justificación que intente eludir responsabilidad y que intente inventar un determinismo» queda bien planteada en El extranjero desde el momento en el que Mersault reconoce su culpa y dice merecer su sentencia. La genial novela termina así: «No me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio». Al leer estas palabras nos acordamos de Kierkegard y su idea de que en la multitud reside la mentira, ya que Camus se enfrenta con ella al reconocer la capacidad de la masa de identificar y juzgar el mal. Las similitudes son claras también en A puerta cerrada, de Sartre, donde escribe la célebre sentencia de «el infierno son los otros». Incluso en el hombre-masa de Ortega podemos encontrar esta dialéctica entre el individuo y el grupo que, heredera de Hegel, impregna todo el siglo XX, adoptando distintas formas.

Como hemos visto, el problema filosófico más importante para Camus es el suicidio. No debemos pasar por alto que, a diferencia de otros filósofos como Heidegger, el problema de la muerte en Camus tiene que ver con la decisión radical y racional de mantener o aniquilar la propia vida. Heidegger, en cambio, como señala N. Schumacher, no aborda el problema del suicidio «porque eso privaría a la muerte de su principal característica: la indeterminación». Y es que para Heidegger, la muerte es el fundamento de toda certeza, la más obvia e ineludible, a partir de la cual se derivan todas las demás: «El Dasein es estar vuelto hacia la muerte […], y la muerte es la posibilidad de la imposibilidad de ser» (Lévinas invierte los términos y nos habla de la imposibilidad de la posibilidad, una expresión que encontramos más vinculada a los límites de la libertad humana).
Camus rechaza totalmente la posibilidad de que el suicidio sea una solución ante el absurdo de la existencia, debido a que la aniquilación de la propia vida vendría a ser una forma de satisfacer al absurdo, y no de hacerlo desaparecer. Y aunque reconoce cierta valía en algunos tipos de suicidio, cuando éstos están destinados a satisfacer algún proyecto vital (como ocurre en los suicidios políticos), al mismo tiempo critica la postura de quienes idealizan al suicida como el paradigma del valeroso. Es por eso que critica a Schopenhauer por elogiar el suicidio (aunque a nuestro juicio aquí Camus no está del todo fino, pues en realidad Schopenhauer, a pesar de su pesimismo, entiende que suicidarse es una absoluta afirmación de la voluntad, y no lo contrario, algo con lo que está en contra). La postura que adopta Camus por lo tanto es la de la rebeldía contra el reconocimiento de ese absurdo, que «surge de la confrontación entre la búsqueda del ser humano y el silencio irracional del mundo».
En su obra de teatro Calígula, Julio César como protagonista decide suicidarse. Para ello tiene que llevar al límite su maldad contra los otros, de manera que no les deje más opción que asesinarle. Calígula reconoce el absurdo a partir de Drusila, hermana y amante, y es a partir de ahí que decide poner fin a su vida utilizando a los demás como herramienta. Las ansias de esperanza quedan representadas por la luna, como aquello que el emperador desea pero no puede tener: «El mundo, tal como está, no es soportable. Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo». En esta obra de teatro queda representada la postura de quien no puede soportar la conciencia del absurdo y por ello decide poner fin a su vida. Ante el absurdo de la existencia solamente tres opciones tienen cabida: la primera es el suicidio en sentido corporal, que como hemos visto rechaza; la segunda sería lo que denomina el suicidio filosófico, que consiste en buscar explicaciones de tipo trascendente que doten de sentido a la existencia absurda más allá de la propia vida, lo cual llevaría a adoptar ideas que entrarían en contradicción con el planteamiento inicial del absurdo, en busca de una esperanza que no existe. La tercera postura, la que adopta Camus, es aquella en la que «el hombre absurdo […] reconoce la lucha, no desprecia absolutamente la razón y admite lo irracional. Sabe solamente que en esta conciencia atenta no hay ya lugar para la esperanza». El razonamiento absurdo de Camus consiste en no dejar lugar alguno a la esperanza, reconociendo que no la hay, pero sin caer por ello en la desesperación. Es por esto que de lo único que tiene sentido hablar cuando pensamos en la muerte es de la experiencia que tenemos de la certeza de que somos seres finitos, porque «en realidad, no hay una experiencia de la muerte», nos dice Camus en El mito de Sísifo. De la muerte no podemos pretender saber nada sin incurrir en religión o metafísica. «Lo más que puede hacerse es hablar de la experiencia de la muerte ajena».
La impronta que deja Heidegger en la filosofía existencialista es más que clara. Es él quien se encarga de asentar la separación entre el problema de la muerte y el de la inmortalidad. Ya Epicuro comenzó a verlos como dos problemas distintos diciendo que la muerte es algo externo al sujeto, algo de lo que no podemos tener experiencia y por tanto un asunto que no nos debe preocupar. Pero será Heidegger quien establezca de manera definitiva la diferencia con su idea del Dasein (ser-ahí), cuya característica esencial es su potencialidad, en tanto que toda la existencia es proyección hacia la muerte, hacia su propia posibilidad, pero que a la vez que se alcanza, desaparece. En Heidegger, al igual que en pensadores cercanos al existencialismo, como Camus, encontramos un sentimiento primigenio que fundamenta o da origen al problema: el miedo o angustia fundamental que denomina Urangst. Y es ese miedo primitivo del que tenemos certeza absoluta lo que define en gran medida nuestra experiencia en el mundo y nuestra concepción de la vida. No podemos ignorar la influencia que tuvo el psicoanálisis a este respecto. Para Freud, la razón de nuestra truncada felicidad se debe a tres miedos fundamentales, que son, según él, la supremacía de la naturaleza, la incapacidad para llevar a cabo relaciones sociales satisfactorias y la conciencia que tenemos de nuestra propia finitud. Además de la conciencia de la finitud, otra causa de la angustia que provoca la muerte podría deberse al hecho de que no podemos localizarla, por no haber tenido experiencia de ella. Y esto no quiere decir que no signifique nada para nosotros, como dice Epicuro, sino más bien que constituye una amenaza ubicua, invisible y constante.
Camus eligió a Sísifo como el antihéroe de su ensayo no sólo por el castigo que le es impuesto (por esa roca infinita y pesada que sube y baja en círculos); también por la razón por la que es castigado. Sísifo intenta escapar de la muerte cuando esta viene a buscarlo y, encadenándola, detiene la muerte en el mundo. Una vez frustrados sus intentos y ya en el inframundo, persuade a Hades para que lo deje salir de allí con la excusa de resolver un asunto pendiente y regresar después. Hades es engañado por Sísifo, pues este huye y se esconde para no volver. Cuando es atrapado le espera una condena eterna: empujar una roca hasta lo alto de una montaña, y cuando caiga por el otro lado volver a subirla y subirla otra vez y así hasta el infinito (como el mantra que les impone García Márquez a los Buendía y que los persigue en Macondo a lo largo de toda la novela: «El tiempo estaba dando vueltas en redondo»). Sísifo es un ser desgraciado porque desea aquello que no puede tener, y son sus ansias de infinitud, ese pecado monumental, lo que le condena a una existencia mísera. Pero Camus nos sacude y le da la vuelta al mito, declarando que «uno debe imaginar feliz a Sísifo», porque en el momento en el que la roca alcanza la cima, justo antes de volver a caer, habría sentido la satisfacción de reconocer el absurdo y habitar satisfecho en él.
Miguel Antón Moreno (Madrid, 1995) es estudiante del doble grado en filosofía e historia, ciencias de la música y tecnología musical en la Universidad Autónoma de Madrid, escritor y músico.
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