Raquel Lanseros: Matria
/una reseña de Carlos Alcorta/

Hay quien tiene la manía de leer el periódico empezando por las páginas finales, obedeciendo a una necesidad interna que carece de afán contestatario, pero que se resiste al orden convencional. Es una cuestión de prioridades, más que de otra cosa. Sin embargo, a la hora de leer un libro de poesía, las premisas deben ser otras. Convenimos en respetar la disposición y estructura de los poemas que el autor ha elegido y seguir las pautas que su propia coherencia nos señala porque —pensamos— nadie mejor que él conoce los motivos que le han llevado a ordenarlos de esa forma y no de otra. Sin embargo, después de leer un libro como Matria, la última entrega de Raquel Lanseros (Jerez de la Frontera, 1973), yo recomendaría al lector que comenzara el libro leyendo el último poema, «Promesas que cumplir», porque, más que un magnífico epílogo —que también lo es—, resulta ser un compendio estético y moral que puede ejercer las funciones de prólogo a las mil maravillas. Veamos algunos versos para confirmarlo: «Defiendo la memoria como patria íntima/ el único dominio con vino de justicia»; «He aprendido que la vida tiene un precio/ con dinero se paga el de la bisutería. /Me gustan las palabras cansadas del camino/ ésas que a vida o muerte se empeñan en decir»; «Escribo porque intuyo que mi ambición mayor/ es volver a nacer». Tres ejemplos que nos permiten establecer tres líneas de sentido que, a ojos de este lector, sin embargo, no están delimitadas en el libro, pero que interactúan sin aspereza.
La primera de esas líneas tiene que ver con el rastreo por esas zonas de la memoria que, de forma más o menos evidente, están presentes, en nuestros actos cotidianos, en un presente al que le cuesta reconciliarse con el pasado; están, como si dijéramos, a flor de piel porque se resisten a ser arrinconados. El mismo título del libro, Matria, evoca un retorno al origen, a la fertilidad —titulado la dedicatoria parece confirmarlo tanto como el poema «Suspiro progenitor»—, a la memoria de la tierra natal: «La tierra natal cubre como un tatuaje la piel preliminar./ Bendita sea la casa de mis padres», la casa de mis padres es, qué duda cabe, la patria íntima y en ella se ha forjado en gran medida la identidad de la autora, una identidad en la que la memoria de sus antepasados juega un papel importante: «Yo no he vuelto a olvidar/ quién soy/ de dónde vengo», escribe, pero esa alusión al pasado no impide que nuestra autora sienta también nostalgia del futuro: «Lo contemplo quién sabe desde dónde./ Y no sabría decir/ si soy yo quien observa/ o bien otro alguien más desde el pasado/ es quien de pronto me está mirando a mí».
La toma de conciencia que le hace tomar partido frente a las injusticias sociales y económicas podría conformar un segundo eje temático. Nos encontramos con algunos poemas que giran en torno al compromiso ideológico, algo que se esta convirtiendo en frecuente en los últimos años, aunque, por ambición estética, poco tiene que ver con la poesía social de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. El distanciamiento es necesario para no caer en el patetismo ramplón. A Raquel Lanseros le preocupa el mundo que va a legar a su hijo, sí, pero no enarbola la bandera de la indignación artificialmente. Como poeta y como persona, está implicada en la triste historia que le ha tocado vivir. No se trata de ser apocalíptico, pero la degradación creciente a la que estamos sometiendo los recursos naturales y la propia degradación del ser humano, causa de la primera, nos inclinan a no ser demasiado optimistas sobre el futuro que nos espera. Es cierto que la maternidad cambia la mirada sobre el mundo. Con ella, los padres contraemos una serie de responsabilidades que antes no teníamos o, si las teníamos, no éramos lo suficientemente conscientes de tenerlas. Así, las luciérnagas del poema «la cuesta de las luciérnagas» son un símbolo de añoranza y de esa degradación imparable: «Mi hijo será el primer desheredado/ el forzoso habitante/ de un mundo sin luciérnagas». Un poema este que, en su tono, marca un acusado contraste con el titulado «Padre», más nostálgico y benevolente con el recuerdo (algo que ocurre también en el titulado «fantasmas o pretextos», como comprobamos en estos versos: «yo era resuelta y nueva/ el futuro era entonces/ una extensión sin límite ni fondo ni custodios»: «yo celebro esta acera por la que ahora pasamos/ cuando todavía es hoy/ y siento en mi costado/ el calor de tu historia/ tus palabras que aciertan a explicar el origen». Pero la poesía de Lanseros busca además otras frecuencias para denunciar el statu quo que nos insensibiliza frente al dolor, convierte en dignas actitudes deleznables, como las que vemos a diario en los informativos referidas, por ejemplo, a la emigración en ese mar Mediterráneo que «es puerta eco anfitrión y sepultura» o al fanatismo religioso.
El tercer eje cardinal tiene que ver con la escritura propiamente dicha, con un concepto de la poesía como tabla de salvación, como «¿…escudo contra la mentira dominante?». No las tiene todas consigo Raquel Lanseros, acaso porque ha sido testigo de la fragilidad de ese escudo, de cómo la falta de esperanza es capaz de perforar el mejor acero de Damasco. No es preciso recurrir a la historia pata verificarlo. Pese a esa constatación, la escritura conduce a pensar que no todo está perdido. La poesía alimenta el alma y nos convierte —al menos eso nos gustaría pensar— en mejores seres humanos: «Poesía que nos asciende al cielo/ brotando sin cesar de la tierra,/ misterio primigenio».
No se acaban aquí, por supuesto, los registros de un libro como Matria, porque Raquel Lanseros es dueña de una prodigiosa versatilidad temática (son magníficos poemas como «Guerra con G de genocidio», «Mr. Emilio» «Hendaya-Irún, 1962» que recrean como un flashback cinematográfico una atmósfera de miedo y de desesperanza, pero también de valor para soportar la humillación) encauzada hacia un mismo fin, una profunda comunión con la bondad natural de ser humano, capaz de cometer las mayores atrocidades, pero también de asumir los mayores sacrificios por sus seres queridos: «No me deje pasar si así lo estima./ A quien ya le han jodido la vida una vez/ no se la puede volver a joder nadie». Lanseros combina además con soltura técnicas que van desde lo puramente descriptivo y anecdótico a lo reflexivo, aunque no estos son compartimentos estancos y no me atrevería a encuadrar tal o cual poema estrictamente en uno de esos dos apartados. Además, nuestra poeta ha sabido bucear en las aguas de nuestra tradición y no ha querido ocultar sus deudas, que van desde Catulo, Dante o Petrarca hasta Quevedo o Calderón, por no hablar de numerosos poetas latinoamericanos, como queda de manifiesto en el poema «Los poetas de América Latina».
Matria, primer libro que publica tras la edición de su poesía reunida en 2016, representa un paso más en la consolidación poética de unas de las voces más originales de nuestro país; una voz que, sin ser autobiográfica en sentido estricto, sí que está construyendo su propio autorretrato con fragmentos de la memoria.
Selección de poemas
2059
He imaginado siempre el día de mi muerte.
Incluso en la niñez, cuando no existe.
Soñaba un fin heroico de planetas en línea.
Cambiar por Rick mi puesto, quedarme en Casablanca
sumergirme en un lago junto a mi amante enfermo
caer como miliciana en una guerra
cuyo idioma no hablo.
Siempre quise una muerte a la altura de la vida.
Dos mil cincuenta y nueve.
Las flores nacen con la mitad de pétalos
ejércitos de zombis ocupan las aceras.
Los viejos somos muchos
somos tantos
que nuestro peso arquea la palabra futuro.
Cuentan que olemos mal, que somos egoístas
que abrazamos
con la presión exacta de un grillete.
Estoy sola en el cuarto.
Tengo ojos sepultados y movimientos lentos
como una tarde fría de domingo.
Dientes muy blancos adornan a estos hombres.
No sonríen ni amenazan: son estatuas.
Aprisionan mis húmeros quebradizos de anciana.
No va a doler, tranquila.
Igual que un animal acorralado
muerdo el aire, me opongo, forcejeo,
grito mil veces el nombre de mi madre.
Mi resistencia choca contra un silencio higiénico.
Hay excesiva luz y una jeringa llena.
Tenéis suerte, -mi extenuación aúlla-,
si estuviera mi madre
jamás permitiría que me hicierais esto.
En ocasión de todos los finales
Yo nunca resistí las despedidas
con su mezcla de muerte y precipicio
con el aroma amargo de la finitud
empalagando el ánimo
con esa luz de hielo matutino
que penetra debajo de los párpados.
Yo nunca resistí las despedidas
pero no sé por qué.
Me lo pregunto porque no ha supuesto
una sorpresa súbita casi ninguna de ellas.
He solido saber
con esa exactitud de los relojes
el lugar, el momento
la documentación y el escenario
en que sobrevinieron.
No hay engaño. El jueves diecinueve
era un jueves sin ti. Estaba escrito
mucho antes que las lágrimas
anunciasen el fin
y todo fin es único.
Las despedidas son como el otoño
inevitables pérdidas
vienen puntuales con aviso previo.
Nadie puede acusar de su tristeza
a la pequeña hoja tiritando dormida
en medio del camino.
De repente esa hoja me recuerda
los hoteles pintados de naranja.
Son dos cosas que llegan de otra época
igual que llega la bruma de noviembre.
Traen una carga de nostalgia limpia
sin traición ni sorpresa.
Y sin embargo el alma
no logra acostumbrarse en una vida.
Yo nunca resistí las despedidas
porque en cada una de ellas se marchita la voz
de todas las personas que yo he sido
y ya no puedo ser.
Bendita alegría
Te confunden con otras, alegría:
ingenuidad, simpleza,
candidez,
inocencia.
Te subestiman con diminutivos
sucedáneo de la felicidad
eterna hermana pobre de la euforia.
Parecen no acordarse de la helada rutina,
cuando las insistencias se vacían de sangre
y el espanto aprisiona como un despeñadero.
No recojas el guante, te lo ruego,
olvida el desafío que lanza la ignorancia.
No nos dejes perdidos en medio de qué océano,
sin tu luz, alegría,
la de las manos anchas
la que convierte el alma en lugar habitable.
Desatiende el rumor de las trincheras,
la retórica vana de los oportunistas.
Tú eres el destilado de libertad más único,
el orgasmo espontáneo del espíritu.
Bienhallada alegría
la pura de sabor
la complaciente
tú que vives y reinas en el tuétano limpio
ahora y en el albor de toda hora
quédate con nosotros.
Himno a la claridad
A cambio de mi vida nada acepto.
¿Qué se puede ofrecer que valga más
que el calor de la llama, que la espiga
convocada a ser grano, que la noche
que dentro ya contiene el joven día?
Escucho mis pisadas sobre el suelo.
A lo lejos, alguien también las oye.
Tañido lastimero de campanas
en su oído. Eco de brasas tiernas
en el mío, que todavía es temprano
y en el cuerpo palpita el pulso errante.
Me pongo por testigo en esta hora,
cuando la lluvia lava más que riega
y los libros liberan más que nutren.
¿A qué esperáis? Encended los caminos,
que empapen bien los ojos. Recorredlos
mientras haya una lumbre en los pulmones,
mientras un niño aguarde su ocasión
de convertirse en hombre, mientras verbos
de orígenes distantes desemboquen
en una voz unida, mientras reinen
las noches que nos prenden, abrazad
el destello arcilloso de la tierra
que es nuestro hogar común,
el verdadero.
A cambio de mi vida nada acepto,
aunque sepa -y bien que eso me duele-
que no siempre es el justo el encumbrado.
La luz es un oficio fugitivo,
impenitente en su aversión al óxido.
Aun así, yo me aferro a esta urdimbre,
a esta pila de huesos que me suman,
a este rayo en proceso, presentido
en su persecución de lo inefable.
La profecía acampa frente al cielo
con los párpados tersos y se afana
en avanzar en base a lo avanzado.
Que nada nos detenga. La llamada
del infinito debe obedecerse.
Soberana inquietud que nos animas,
enséñanos a merecer el néctar
de estos días que nos tocan. Muéstranos
un modo de luchar contra el vacío
de este dulce interludio. Que la fe
en la alegría posible no abandone
ni la razón despierta ni el recuerdo.
Sé que tengo sentido porque vivo,
y sé que no hay dolor ni menoscabo
que puedan inmolar esta fortuna
de ser en el presente, de existir,
de sentirme el orfebre del instante.
Yo soy mi propio riesgo. Doy por cierta
la sed de infinitud que me espolea.
Ante el placer de respirar me postro.
No hay verdad más profunda que la vida.
Al calor de un ángel
Tengo los mismos años que vivió García Lorca
dos más que Maiakovski
cuatro encima de Bécquer
trece menos que Rilke.
Un año más que Whitman cantándose a sí mismo.
Sigo aquí. Mi papel
de testigo me sigue complaciendo.
Podría entonar antífonas solemnes.
Decir: cosecha,
sangre,
fuerza,
cosmos,
patria.
Me habían dicho que un día sería grande.
Pero de estas cenizas nadie me había hablado.
No morir. ¿Cómo se hace?
¿Con honra? ¿Con ejemplo?
¿Con la imaginación?
¿Con la memoria?
Quiero estar a tu lado entre los cisnes.
Nunca cerrar los ojos. Recordarte.
Que me abrace tu nombre.
Que tu sal en mi pecho
no haya cárcel ni enfermedad ni reyes
capaces de robármela.
Compatriota de los bosques
¿Cómo estarás ahora sin que nadie te abrigue?
Tú que tanto temías al invierno,
a las mesas sin carne
y a la guardia civil.
He pensado mil veces escribirte.
A veces no encontraba la palabra nostalgia,
otras, me equivocaba al deletrear las señas.
Duele el dolor, decías, pero si uno es valiente
las pequeñas espinas son pequeñas.
Tenías razón. La vida
con sus prohibido-el-paso y sus pasen-y-vean
es hermosa como una novia al alba.
Esta mañana he visto las nubes erizarse
al cruzar -encendidas- el prado de las mulas.
Pienso en tus ojos largos, en todo lo que vieron.
Mujeres que ya eran ancianas hace un siglo.
Un gramófono. El viento
desde el puerto de Ceuta.
La Habana previa al Che. Y los reales de plata.
Pienso en tus días de lumbre. Necesito que sepas
que no olvido la alcoba de tu silencio abierto.
En ella yo reposo.
En ella vivo.
Resistencia al cálculo
Un silencio fecundo de rugidos
acompaña la tarde litoral y nubosa.
Es una playa ilesa del Pacífico.
Manzanillos de agua, heliconias gigantes
meciéndose en la brisa embriagada de nubes.
De repente, el milagro:
dos papagayos rojos
rebasan el umbral de lo posible.
Justo en ese momento
yo soy un marinero de la Santa María
mirando Guanahani desde el mástil.
Yo soy Keats descubriendo
el Homero de Chapman.
Gagarin comprendiendo
la soledad helada del espacio.
Tenochtitlán, Numancia,
Troya llorando a Héctor,
un órdago de Dios,
Edmund Dantès al viento.
Soy el roce de dos ramas resecas
que encendieron un fuego primitivo.
Es fácil de entender si sales de tu nombre.
En la Tierra el misterio.
Yo he venido
a ser ola a la vez que miro el mar.
Contigo
Porque no vive el alma entre las cosas
sino en la acción audaz de descifrarlas,
yo amo la luz hermana que alienta mis sentidos.
Mil veces he deseado averiguar quién soy.
Después de tantos nombres,
de tanta travesía hacia mi propia brújula,
podría abrazar la arena durante varios siglos.
Ver pasar el silencio y seguir abrazándola.
No está en mí la verdad, cada segundo
es un fugaz intento de atrapar lo inasible.
La verdad no está en nadie, y aún más lejos
yace de un rey que de cualquier mendigo.
Si alguien está pensando en perseguirla
no debe olvidar esto:
el fuego ha sido siempre presagio de declive
como la intensidad antesala de olvido.
Cuando mis ojos vuelvan al origen,
pido un último don.
Nada más os reclamo.
Poned en mi sepulcro las palabras.
Las que dije mil veces
y las que habría deseado decir al menos una.
Guardad en mi costado las palabras.
Las que usé para amar,
las que aprendí a lo largo del camino,
las primeras que oí de labios de mi madre.
Envolvedme entre ellas sin reparo,
no temáis por su peso.
Pero cuidad con mimo la palabra contigo.
Tratadla con respeto.
Colocadla
sobre mi corazón.
La verdad no está en nadie, pero acaso
las palabras pudieran engendrarla.
Quizá entonces aquel a quien dije contigo
y para quien contigo fue toda su costumbre,
se acostará a mi lado con ternura,
juntos en el vacío más sagrado,
cuando la eternidad toma nuestra medida,
cuando la eternidad se pronuncia contigo.
Matria
Raquel Lanseros
Visor, 2018
110 páginas
19€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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