Crónica

Dinehtah: la nación navajo

Pablo González pasa revista a la historia de una de las grandes tribus indígenas norteamericanas.

Dinehtah

/por Pablo González/

El sol, vertical y abrasador, cae implacable sobre esta tierra seca, dura y milenaria. Un inmenso cielo azul parece abrazarme desde cada horizonte y me siento pequeño, pequeñísimo, una nimiedad en el universo. Es un lugar casi mágico capaz de conectarte, a la vez, con lo infinito y lo infinitésimo y parece natural, incluso obvio, que estas tierras hayan sido consideradas sagradas por los pueblos que las han habitado durante tantos siglos. Acaso lo sean. Estoy en el Monument Valley, paraje más que celebre gracias a las películas de John Ford y uno de los paisajes más significativos de la Nación Navajo. Llamado oficialmente Reserva india de los Navajo, es un territorio con autonomía limitada que abarca alrededor de setenta mil km² al noreste de Arizona, el noroeste de Nuevo México y el sureste de Utah habitado por la mayor nación indígena de América del Norte: los indios navajos. Éstos, al igual que la práctica totalidad de los pueblos indígenas precolombinos de América, cargan sobre sus espaldas un larguísimo historial de injusticias, abusos y atropellos, algunos tan inimaginables, tan indescriptibles, que sólo podrían recibir el calificativo de genocidio. Y a pesar de todo lo sufrido, de todas las cicatrices imborrables que han marcado su historia, también son poseedores de una memoria de dignidad, lucha y resistencia que merece ser celebrada.

La cultura indígena americana, al norte y al sur, ha sido convenientemente olvidada por la historia oficial. Se trata de una cultura que es y ha sido poseedora de unos valores bien distintos, incluso opuestos, a los dominantes en Occidente; y por tanto, es y ha sido vilipendiada y deshonrada por los prestigiosos historiadores del sistema. Los indios no poseen tradiciones culturales, sino folclore. No hablan lenguas, si acaso dialectos. No profesan religión alguna, sólo son supersticiosos… y siempre paganos. De regalo, siempre han sido descritos como salvajes, nómadas vagabundos, amigos de lo ajeno e ingratos ante el esfuerzo civilizador que los europeos hemos realizado para educar a las bestias. Se ignora que las culturas indígenas americanas produjeron sociedades que, con sus contradicciones y claroscuros, bien podían rivalizar en términos de civilización con aquéllas del Viejo Mundo que acabaron por colonizarlas. Los indios cultivaban maíz en la zona central de México hace ya seis mil años. Hernán Cortés dejó constancia de que Tenochtitlan, capital de los aztecas, podría compararse en tamaño y esplendor con Venecia. Los navajos nunca alcanzaron la prosperidad de los mayas, los aztecas o los incas, pero aun así son poseedores de una cultura riquísima y extremadamente compleja que ha sobrevivido hasta nuestros días a pesar del denodado esfuerzo de dos grandes imperios por destruirla. Por supuesto, todo aquél que lucha contra un enemigo que controla el relato oficial de la historia recibe, por lo general, poco crédito.

Mujer navajo con su hijo (Ansel Adams, 1941)

Los navajos son y han sido una sociedad matriarcal, que trazaba la línea de descendencia familiar a partir del linaje materno. Las mujeres poseen la vivienda y el ganado y sus hijos pertenecen a su clan. En caso de divorcio, los niños se quedan invariablemente junto al clan materno. Tradicionalmente nunca ha habido nada parecido a la separación de bienes en el matrimonio y por tanto las mujeres navajo siempre han gozado de una mejor y más desahogada posición en su sociedad que las occidentales. La organización matriarcal de la sociedad no es ni mucho menos exclusiva de la Nación Navajo. Multitud de pueblos indígenas, desde las tribus iroquesas en Canadá hasta las capullanas en Perú, han sido matriarcados y ellas incluso llegaban a dirigir la guerra. Evidentemente, toda mención a esta realidad fue meticulosamente escamoteada de la historia oficial. ¿Cómo iba a dignarse un noble militar europeo a luchar contra una mujer? Ya no hablemos siquiera de perder la batalla. Este antiguo respeto y consideración a la mujer suena hoy a broma de mal gusto, especialmente en América Latina, donde se comete un feminicidio cada dos horas. El machismo aquí parece otra importación europea.

Desde su primer contacto con los europeos, los navajos repudiaron los abusos y maltratos de éstos a la naturaleza, a la Madre Tierra, a aquélla que da vida a la humanidad. Poco podían ofrecerles quienes destruían sistemáticamente la fuente de vida para un beneficio puramente egoísta. No hay nada más sagrado para los navajos que su Madre Tierra, ese sitio al que llaman Dinehtah, y su uso materialista les repugnaba. El concepto de propiedad privada y acumulación capitalista, tan propio de Occidente, también se topó con valores casi antagónicos en la Nación Navajo y ha causado más de un malentendido en el pasado. Muchas propiedades son comunales, no teniendo ninguna familia o individuo exclusividad sobre las mismas: áreas boscosas para aprovechamiento maderero, fuentes de agua o explotaciones mineras pertenecen a la comunidad, con ciertas restricciones y leyes no escritas sobre el uso de las mismas.

Para los navajos, los regalos de la naturaleza son simplemente eso: regalos que los hombres deben trabajar abnegadamente y recibir con humildad, nunca acumularlos de forma egoísta ni atesorarlos por la mera posesión de los mismos. Un navajo no debe disponer de más riquezas que las necesarias para asegurar una vida digna para los suyos y, por tanto, la acumulación materialista tan propia de nuestras sociedades es un concepto foráneo para ellos. Es más, hoy en día la mayoría de los navajos dejan de trabajar cuando sienten que ya poseen lo suficiente para cuidar de sus familias. Para los navajos ser no es tener e incluso aquéllos que han adquirido una riqueza personal que se considera excesiva no son admirados ni elevados a modelos de conducta para las nuevas generaciones.

Difícil que al comparar estos valores con los predominantes en Occidente no indaguemos en nuestro interior para preguntarnos cuáles son los verdaderamente virtuosos. Los navajos lucharon para defender su cultura y modo de vida durante tanto tiempo que decenas de generaciones vivieron en un estado de guerra casi permanente. Los dos grandes imperios que dominaron América a lo largo de la historia moderna emplearon sus inmensos recursos para aniquilarlos y, tristemente, estuvieron muy cerca de conseguirlo. Los navajos, aunque derrotados en infinidad de ocasiones, nunca fueron derrotados del todo y aquí, en su tierra, no puedo dejar de evocar su azaroso camino hasta nuestros días.

Jefes navajos en el interior de un hogan (c. 1892)

Los españoles llegaron al suroeste de Estados Unidos allá por los comienzos del siglo XVI y trajeron consigo un nuevo Dios y una nueva forma de ver el mundo. La tolerancia y la convivencia no eran destrezas habituales en aquellos tiempos —desgraciadamente tampoco en estos—; las armas, sí. Tomada Tenochtitlan y reducido el Imperio azteca a cenizas, Hernán Cortés y los suyos comenzaron a planear su asalto a las inmensas regiones del norte en busca de las Siete Ciudades de Oro de Cíbola. Esta leyenda, muy popular en la época colonial, suponía que en algún lugar del norte de la Nueva España, lo que hoy es el norte de México y el suroeste de Estados Unidos, existían siete ciudades rebosantes de riquezas. Según un mito local, durante la invasión musulmana de la península ibérica siete obispos de Mérida consiguieron escapar con sus inmensas fortunas y, habiendo navegado hacia el oeste, llegaron a siete «islas sagradas» donde cada uno fundó su ciudad. El descubrimiento de América y los rumores refrendados, sin mayor fundamento, por el fraile franciscano Marcos de Niza provocaron su intensa búsqueda durante años en una suerte de fiebre del oro legendario que llevó a Pánfilo Narváez, Nuño de Guzmán, Francisco Vázquez de Coronado o Antonio Espejo a liderar expediciones fallidas al gran norte. Las ciudades de Cíbola seguían desaparecidas cuando Juan de Oñate, uno de los hombres más ricos e influyentes de Nueva España (su padre había sido descubridor de las minas de plata de Zacatecas) pidió permiso al virrey para colonizar Nuevo México. En 1595 la petición fue bendecida y cuatrocientos hombres partieron al norte en el mayor esfuerzo hasta la fecha para continuar extendiendo el imperio, difundiendo la fe católica entre los bárbaros nativos y, de paso, expoliando todas las riquezas posibles. Oñate se encontró con los indios acoma, tribu de la cultura pueblo aliada de los navajos contra los colonos españoles, a finales de 1598. Según los diarios de Gaspar de Villagra, cronista de la expedición, la comida escaseaba en aquel crudo invierno y las exiguas cosechas de los acoma iban a parar a manos de los colonos cuando, el 4 de diciembre de 1598, se produjo la revuelta. Ese día Juan de Zaldívar, el sobrino favorito de Oñate, y sus hombres requisaban un excesivo botín para uso y disfrute de los españoles. Zaldívar y otros diez hombres resultaron muertos y cuatro colonos consiguieron escapar. Oñate, enfurecido, planeó el envío de una fuerza de setenta hombres al mando de Vicente de Zaldívar para aniquilar a los nativos y vengar la muerte de su hermano. Los acoma recibieron el apoyo de numerosos navajos y la batalla comenzó el 22 de enero de 1599. Los españoles arrasaron todo lo que salió a su paso y devastaron el pueblo de Acoma. Evidentemente los indios no eran rivales para el poderío armamentístico español, pero aun así éstos se tomaron la molestia de convencer a los supervivientes vencidos de que el dios cristiano había ordenado su derrota. Incluso Villagra nos confirma en sus crónicas que los indios vieron claramente a san Pablo luchando con los españoles durante la batalla. Más de ochocientos nativos acoma y navajos, también mujeres y niños, fueron asesinados y alrededor de quinientos hechos prisioneros. Zaldívar, sediento de venganza, desmembró a varios de ellos y los arrojó por un acantilado. Los supervivientes se enfrentaron a un supuesto juicio acusados de rebelión en el que el juez era también parte. Oñate presidía el tribunal y dictó sentencia: todos los varones mayores de veinticinco años fueron condenados a que se les cortase un pie y a veinticinco años de servidumbre; todos los varones comprendidos entre los doce y los veinticinco años y todas las mujeres mayores de doce años fueron sentenciados a veinte años de servidumbre. Las niñas fueron entregadas al fraile Alonso Martínez para ser distribuidas por los conventos de Nueva España y los niños fueron adjudicados a Vicente de Zaldívar, que los vendió como esclavos a pesar de que la servidumbre forzosa estaba prohibida por entonces en Nueva España. La ley de la metrópoli parecía importar poco cuando el encargado de administrarla en los nuevos territorios era Juan de Oñate. Las crónicas de Villagra hacen también referencia al destino de los indios colaboradores, seguramente navajos: fueron condenados a que sus manos fuesen cortadas y, a continuación, los dejaron libres para volver a sus tierras con el mensaje esclarecedor de que la Nueva España no toleraba la rebeldía y el precio a pagar por la misma era enorme.

El oro de Cíbola nunca apareció, pero estas expediciones produjeron ingentes cantidades de mano de obra esclava que —ya se sabe— son negocio redondo si eres el esclavista; mala suerte si te toca el otro lado. Los españoles dieron la bienvenida al tráfico de seres humanos al mismo tiempo que se despedían de sus fantasías por las siete ciudades doradas. No hay mal que por bien no venga. Al apetito de sangre esclava del honorable Juan de Oñate siguió el de otros cuantos hombres igualmente ilustres: Luis de Rosas fue promovido a gobernador de Nuevo México en 1637. Hombre de pocos escrúpulos y avaricia desmedida, no dudó en incrementar las partidas en busca de brazos esclavos; Bernardo López de Mendizábal llegó a Nuevo México en 1659 y poco después envió una fuerza de ochocientos hombres contra el territorio navajo. Fue acusado por el fraile Juan Ramírez de «enviar escuadrones de hombres a capturar indios paganos para ser vendidos en las minas de El Parral». Diego de Peñalosa, su sucesor, no fue precisamente un alumno desaventajado.

Y así continuó la Nueva España extendiendo sus valores civilizadores hasta que México consiguió, a través de un proceso que pretendía emular las revoluciones liberales europeas de finales del XVIII, su independencia. Así, en nombre de la Ilustración y con el preceptivo y acostumbrado uso de las armas, México era ya libre del yugo de la metrópoli. A los navajos poco les importaba, sin embargo: antes los hombres que secuestraban a sus mujeres y niños lo hacían en nombre de la vieja corona española y ahora lo hacían en nombre de la flamante nación. Los mexicanos, criollos descendientes de españoles, demandaban soberanía y libertad para su patria mientras ignoraban la soberanía y libertad de los pueblos indígenas. Aprendieron de los mejores maestros. Sólo un mes después de su independencia, los mexicanos traicionaron y mataron a veinticuatro emisarios navajos que acudían a Jémez a firmar un tratado de paz con la nueva nación. Y así continuaron hasta que en 1846 un rayo de esperanza se dibujó en el horizonte. Los americanos, aquel hombre blanco de las lejanas tierras del este del que tanto habían oído hablar pero del que tan poco sabían, se acercaba a Nuevo México con un gran ejército. Si los mexicanos eran derrotados, los navajos podrían recuperar por fin a los suyos, por tanto tiempo esclavizados. A pesar del recelo acostumbrado respecto al hombre blanco, los navajos celebraron la llegada de los americanos ya que, aunque fuese en una suerte de determinismo histórico, los enemigos de sus enemigos tenían que ser al fin sus amigos. Tristemente, tampoco fue así.

Después de resistir en pie a casi trescientos años de dominio español en lo que podríamos definir como una guerra de guerrillas continua, los navajos fueron completamente derrotados por los Estados Unidos en apenas veinte años; incluso la palabra derrota no consigue explicar la magnitud de la misma. Fueron aniquilados, masacrados sin piedad, recluidos en un campo de concentración y prácticamente arrasados como pueblo. La colonización estadounidense hizo, en cierta medida, tolerable la colonización española. Encontrar los límites de la barbarie humana parece un reto recurrente para cada imperio.

Viuda, dos hijos y tres nietos de Manuelito, el último jefe navajo (1901)

El Oñate norteamericano respondía al nombre de James H. Carleton y estaba al mando de mil quinientos voluntarios que servían a la Unión en la guerra civil estadounidense. El general Carleton, en su descomunal ambición de fortuna y poder, estaba obsesionado con la idea de encontrar toneladas de oro y metales preciosos en territorio navajo; una obcecación aberrante, fruto de su experiencia en la fiebre del oro californiana, que recuerda amargamente a la de los españoles y sus ciudades de Cíbola. Carleton decidió arrebatar la tierra a los indios para entregársela a las compañías mineras y trazó un plan concreto y simple: acosar sin cuartel a los navajos hasta que los salvajes se rindieran, pudieran ser trasladados a una reserva y fueran reeducados en los valores cristianos de la Unión. De nuevo, mientras Dios componía la forma, la codicia desalmada ocupaba el fondo. Henry Connelly, nuevo gobernador, ratificaba el plan junto a Abraham Lincoln. Los Estados Unidos iniciaban una guerra genocida contra el pueblo navajo con el objetivo de financiar una guerra civil que, en gran medida, perseguía el fin la esclavitud afroamericana. Carleton convencía a Lincoln de que era necesario exterminar y esclavizar a una nación entera de nativos americanos para apoyar una guerra por la liberación de los esclavos afroamericanos en los estados del sur. Paradoja que difícilmente se subraya en los libros de la historia oficial ni en la propaganda del celuloide hollywoodiense. Mientras el general dejaba constancia escrita de sus planes para dominar a «esos lobos de las montañas» y hacer de ellos «decentes granjeros cristianos», la paz continuaba siendo un sueño lejano en Dinehtah.

Kit Carson (1809-1868)

A principios de 1863 los navajos eran un pueblo completamente malogrado tras demasiados años de expediciones violentas en busca de esclavos. Alrededor de un tercio de la tribu se encontraba en situación de esclavitud en el tiempo en el que Carleton planificaba la conquista final. No era suficiente para él, nada parecía serlo, y en un informe para el Departamento de Guerra escribía que «la completa subyugación o la destrucción total son sus únicas alternativas». Cuando las tropas mandadas por Kit Carson, un analfabeto conocido por su extrema violencia, llegaron a territorio navajo se sorprendieron al comprobar que los navajos habían escapado, abandonando sus cosechas y parte de su ganado. Aquella orgullosa nación de hombres y mujeres valerosos y esforzados, cansados de sufrir un acoso incesante, huía al fin y se refugiaba en las zonas montañosas en un último intento desesperado por evitar su aniquilación. Nunca habían sido tan débiles desde la llegada de los europeos al suroeste de Estados Unidos. Al fin, la persecución incesante y brutal que habían sufrido durante siglos los dejaba en una situación de extenuación casi total. Las tropas estadounidenses quemaron sus cosechas, campos enteros ardieron y se apropiaron de todo el ganado. La estrategia consistía en esperar a que los huidos navajos, y sus hijos, empezaran a morir de hambre. Entonces se entregarían. Carson sembraba un reguero de destrucción total a su paso y escribía en sus cuadernos: «trescientos de mis hombres tardaron casi un día en destruir completamente un campo de maíz». Graneros y poblados enteros fueron arrasados en una política de tierra quemada con un único objetivo: cazar y avasallar al navajo. Las tropas estadounidenses consiguieron por primera vez en tiempo de guerra atravesar el cañón de Chelly de este a oeste sin una sola baja y los únicos indios encontrados a su paso fueron, en su mayoría, ancianos y niños muertos por congelación. El invierno de 1863 fue especialmente duro y, cumpliendo con las expectativas de Carson, la mayoría de la tribu se había entregado a comienzos de 1864. Aun así, a pesar de la pésima situación, varios clanes y pequeños grupos se negaron a claudicar y, escondidos en las montañas, protagonizaron incluso alguna escaramuza ocasional. El plan maestro de James Carleton era recluir a toda la nación en un área remota llamada Bosque Redondo y aislarlos completamente de cualquier contacto con el hombre blanco. La reserva, eufemismo aquí de campo de concentración, era un valle desértico, sin apenas vegetación y con un terreno altamente alcalino donde la agricultura resultaba casi imposible. Los navajos, hambrientos y desesperados, se creían abandonados por sus dioses. Habían renunciado a Dinehtah, la tierra que había dado vida a sus ancestros y a ellos mismos, habían desertado y eso era imperdonable. Algunos, arrepentidos, llegaban a anhelar la fortuna de los compañeros huidos en las montañas. Con este desaliento permanecieron cuatro años en Bosque Redondo, intentando arrancar alimento, refugio y calor en aquella tierra hostil que derrotaba su espíritu día tras día. Habían sido privados de una libertad que suponía el hálito primigenio de su existencia como pueblo; si algo los determinaba era precisamente eso: libres eran, libres se sentían y como hombres y mujeres libres vivían. Los Estados Unidos, al confinarlos en Bosque Redondo, había atacado la raíz misma de su propia naturaleza.

Carleton y el ejército de Estados Unidos ocuparon Dinehtah y, tras búsqueda infructuosa, no encontraron rastro de oro ni metales preciosos en el territorio. El Departamento de Defensa se vio en la necesidad permanente de solicitar fondos al Gobierno federal para alimentar, vestir y controlar a miles de navajos recluidos en un campo de concentración que les condenaba a ser completamente dependientes del exterior. Finalmente los navajos pudieron regresar a casa, básicamente porque los estadounidenses terminaron por no saber qué hacer con ocho mil personas hambrientas, aunque solo se les permitió ocupar una pequeña parte de su territorio histórico. Aun así, después de esta dolorosísima experiencia colectiva, a la que siguen recordando como the long walk («la larga marcha») y en la que lo habían perdido casi todo salvo su espíritu indomable, volvían a Dinehtah.

Anciana navajo en la puerta de su hogan (1901)

Hoy los navajos siguen resistiendo una cultura dominante y el camino recorrido desde Bosque Redondo hasta nuestros días, como no podía ser de otra manera, ha sido arduo. Han conseguido recuperar parte de su territorio primigenio y disfrutan de una autonomía limitada en la gestión de sus recursos, pero la desigualdad y la marginación siguen siendo muy relevantes. A finales del siglo XX, la renta per cápita en la Nación Navajo era, aproximadamente, un tercio de la media nacional y los niños navajos viven, quizá más que nunca, entre dos mundos. No obstante, viven en Dinehtah y viven en paz; y esto es mucho atendiendo a la intensa historia de su pueblo.

Ahoga comprobar que los indios navajos, al igual que las demás culturas indígenas del norte y del sur de América, depositarios de la mejor memoria del continente, una memoria de libertad, de igualdad, de amor a la naturaleza, no son los privilegiados en su tierra. Al contrario, en una triste paradoja, son los olvidados, los últimos, tratados casi como amenaza, como verdugos y siempre oportunamente desaparecidos de la historia oficial. Hoy más que nunca, rodeado de un cielo infinito en Dinehtah, recuerdo también su memoria de resistencia y ansío contagiarme de ella, que cale hasta mis huesos y que nunca me abandone. Resistir es luchar por aquello que merece la pena, es no bajar jamás los brazos, es no renunciar, no resignarse, no ser nunca derrotado. Es ser digno. Es ser, al menos en espíritu, un navajo.

Fuentes consultadas

Jennifer Denetdale: The long walk: the forced Navajo exile, Chelsea House Publications, 2007.

Raymond Friday Locke: The book of the Navajo, Holloway House, 2002.

Eduardo Galeano: Memoria del fuego. Los nacimientos, Siglo XXI Editores, 2007.


Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.

2 comments on “Dinehtah: la nación navajo

  1. Resulta fácil, pero también inverosímil, atribuirles valores propiamente occidentales —como la libertad, la igualdad y la fraternidad (o incluso un amor a la naturaleza)— a culturas que no contaban con testimonios escritos antes de que entrasen en contacto con los españoles.

  2. Xicotenga

    Esta todo empapado del mas ingenuo indigenismo. Los Acoma no fueron mascrados y los supervivientes ( la mayoría ) fueron perdonados porque los responsables del asesinato de los embajadores de la corona habían perecido todos ( eso dijeron los acoma) durante el asedio. Las demas tribus circundantes se quedaron observando el resultado del asedio, sin auxiliar a acomas ni españoles ( muchos de ello mestizos, cuando no directamente, indios cristianos y españoles)
    Así que sacúdete las pulgas de tus vetustas ideas izquierdistas e infórmate un poco de fuentes variadas.

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