Cuentinos tristes
El Sacaúntos mató a Estelita la inocente
/por Juana Mari San Millán/
La cota de nieve, incesante, alcanzaba el metro en páramos y descampados, la ventisca, inclemente, azotaba casas, huertas y arboledas de aquel poblacho de la montañosa comarca en una noche cerrada, de perros, en la que un tipo, al parecer, que nadie vio porque todo el mundo andaba bajo techo junto al fuego del hogar, consiguió penetrar en una de las casas del pueblo, no se sabe bien cómo si todas las puertas, la de la casa y la de la cuadra y la del pajar, y ventanas permanecieron cerradas a cal y canto y hasta los tusos, atechados con los amos respectivos, descuidaron la custodia, se olvidaron de olfatear y ladrar al extraño, ni se percataron de la presencia de un intruso misterioso, fantasmal que debió de andar merodeando un rato por los alrededores o llegó de manera intencionada y directa al domicilio de Estelita —nada se conoce con certeza— y, sin que nadie sepa cómo, allá se metió mientras dormía a pierna suelta la Estelita nombrada, se supone, todo son suposiciones porque nadie se dio cuenta de nada en aquella noche de tormenta invernal como atestiguaron, uno a uno, los vecinos ante la Guardia Civil que, dicho sea de pasada, tampoco se enteró de la misa la media al permanecer también a techo durante aquella noche tormentosa y atormentada en la que alguien, autóctono o foráneo —todo son conjeturas—, se adentró en casa de Estelita mientras dormía plácidamente, o eso se desprende de las cavilaciones de los moradores que conocían sus costumbres, y la degolló de un tajazo con una navaja cabritera, según determinó la autopsia efectuada días después de perpetrarse tal truculencia en la morgue de la capital del distrito o partido judicial de aquella comarca de montaña de la provincia de Palencia a donde se trasladó el cadáver.
Estelita, además de caminar a saltinos arrastrando ligeramente la pierna izquierda, estribaba el brazo derecho doblado sobre las tetas con la mano colgando como tonta o muerta; de la boca, estampada por el rictus de la risa, le suspendían hilos de saliva casi sin intermisión que caían al suelo o le resbalaban por la pechera, lo que indicaba a las claras que aquella mujer menuda, contrahecha, desbaratada y pelos de loca no era completa, razón de más para entender que todos los habitantes del poblado, grandes y pequeños, se santiguaran ante el incomprensible y despiadado abandono de Estelita la noche de autos, sola, indefensa, prisionera en su propia morada, a merced de un asesino ducho en el oficio de despellejar reses, navaja cabritera en ristre, según deducción general jamás verificada puesto que no se encontró el arma homicida, aunque a esa conclusión se llegara fácilmente por las características de la traza del tajo en el cuello descritas con precisión por el médico forense diez días después del examen anatómico del cadáver, referidas por menor y divulgadas de boca en boca al paso del tiempo.
Veinte años más tarde —que es como decir ahora, como instalarse en la más que rabiosa actualidad—, prosiguen las mismas incógnitas, las mismas especulaciones acerca del móvil del crimen y de la identidad del asesino en un caso que, si no está archivado ya, olerá a podrido. Sólo los niños de aquella comarca de la montaña palentina cuchichean en corro aparte la cantinela de la certidumbre última, recitan en sus alborotadas liturgias el mantra de la verdad imaginaria a la que agarrarse:
El Sacaúntos mató a Estelita la inocente.
El Sacaúntos mató a Estelita la inocente.
El Sacaúntos mató a Estelita la inocente.
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