¡Heil yo mismo!
/por José Manuel Querol/
Varsovia, 1939. Una compañía de cómicos polacos prepara para ridiculizar a los nazis una comedia titulada Gestapo que es finalmente cancelada por la censura, por lo que deben cambiar la representación por un clásico: Hamlet. El vestuario de la malograda comedia les servirá para hacerse pasar por nazis de verdad para ayudar a la Resistencia polaca. Uno de los actores, que debe hacerse pasar por Hitler, responde al saludo ritual de los nazis diciendo: «¡Heil yo mismo!». Es la divertidísima sátira y genial comedia Ser o no ser (To be or not to be, 1942) del no menos genial y divertido Ernst Lubitsch.
En 1945 las democracias liberales vencieron al nazismo, pero no quedaron indemnes: mutaron; y mutaron porque el nazismo había sido en cierto modo un hijo suyo, fruto de sus pecados; un exabrupto; una erupción que, queriendo contener el comunismo soviético, había intentado devorar a su propia madre, pero acabó siendo deglutido por ésta. El mundo occidental se tragó al fascismo, y lo integró eufemizado en componentes estético-psicológicos a modo de vacuna para contener el virus de los años treinta. La vacuna tendría el efecto de relativizar el trauma porque la nueva potencia hegemónica a este lado del Telón de Acero no podía permitirse el lujo de que Europa fuera arrastrada a la órbita soviética. Los modos en los que el nazismo y el fascismo fueron integrados de forma inocua (o eso parecía) fueron muchos, desde la recluta y reeducación de los tecnólogos, científicos, militares y miembros de la inteligencia nazi (el lector recordará aquellos gestos histriónicos de Peter Sellers en Dr. Strangelove, or how I learned to stop worrying and love the Bomb, aquí retitulada ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick [1964]) hasta la adhesión de diferentes modelos culturales que pasaban por la asimilación de la construcción del culto al cuerpo tanto como por el revisionismo cultural de la identidad de Occidente y la aplicación semántico-cultural de la noción de lo bárbaro a lo soviético, recuperando la tradición perceptiva alemana de aquella cruzada báltica teutónica de Nóvgorod de 1242 (los rusos también utilizaron la misma mitología política pero a la contra: recuérdese de nuevo aquella otra película de 1938, Alexander Nevski, de Serguéi Eisenstein, en la que se ensalzaba la figura del príncipe de había derrotado a los caballeros teutónicos en esa contienda) y el horror de los guerreros mongoles que Stalin puso al frente de la tropas soviéticas en la invasión de Alemania.
La configuración de la mitología de la libertad en Occidente pasaba por la construcción de un modelo de Estado del bienestar económico. De él se encargó el senador Marshall en Europa repartiendo millones de dólares, especialmente en la Alemania Occidental, pero también en el resto de Europa, conjurando con riqueza el fantasma comunista (aquí, en España, también) y aprovechando la ilusión de la clase trabajadora de ingresar en un mundo nuevo sin hambre y sin miseria gracias a la inversión americana, que como contrapartida traía también modos nuevos de vida y de cultura: el neocolonialismo de Coca-Cola. Recordemos ahora otra magnífica y divertida película que ilustra el proceso: Uno, dos, tres, de Billy Wilder (1961), en la que además de la seducción pragmática final del joven socialista germano-oriental por el lujo capitalista —y por el amor—, se dejan algunos ribetes muy divertidos sobre la subsistencia soterrada del nazismo en la Alemania de la década de los sesenta y se construye una crítica inteligente a la guerra fría y a los dos sistemas hegemónicos.
Al igual que Otto Piffl, el joven socialista de la Alemania Oriental que soñaba con ser ingeniero de cohetes en la URSS y acaba siendo un auténtico capitalista con pedigrí aristocrático rancio y centroeuropeo gracias a la magia, las tretas y las mentiras de C. R. Mac MacNamara, ejecutivo de Coca-Cola en Berlín Occidental, toda Europa quiso reconstituirse identitariamente en el bienestar económico que rebautizó como libertad de mercado el viejo lema revolucionario francés (sólo el neorrealismo italiano quiso dejar constancia de que las cosas, realmente, eran de otro modo). La situación de guerra fría disculpaba los arrebatos rigoristas de la América del macarthismo en los años cincuenta, el intervencionismo en favor de la libertad en la antigua Indochina Francesa (Vietnam) en los sesenta y setenta o el apoyo a las dictaduras militares hispanoamericanas que venían a conjurar el peligro de que la revolución cubana se difundiese en los campos azucareros y los holdings fruteros en los que se había convertido el sur del continente (y en otras cosas también).
Siquiera los movimientos de protesta ciudadana (el movimiento por los derechos civiles o hasta, a su modo, Woodstock y los hippies) cuestionaban gravemente el modelo occidental. La guerra fría suscitaba la confrontación del imperialismo en tono menor, que a veces se vestía de pacifismo (con la inestimable ayuda, en el caso europeo, de la HVA, los Servicios de Inteligencia Exterior de la RDA) y otras de contrapoder (como el caso de los Panteras Negras norteamericanos); pero las drogas y aquel invento de vender camisetas con el rostro del Che eufemizaban sociológicamente en cierto modo la protesta porque, a fin de cuentas, en la percepción de oposición estructural, Occidente tenía las ventajas de las neveras y los supermercados llenos.
Los movimientos de descolonización también fueron otra forma de guerra fría, pero, antes que constituir cuestionamientos del sistema, se sostenían en una psicología política muy ambigua, con la excepción de aquellos territorios condicionados por su geopolítica que mantenían en liza tanto a soviéticos como a norteamericanos; y si se amenazaba el orden en las líneas de frontera o en el interior del área de influencia occidental, se financiaban regímenes autoritarios fuertes neo-fascistizados —como en Chile, en Argentina y en tantos otros lugares de Sudamérica y Centroamérica— o bien se reprimían duramente revueltas como las de Hungría (en 1956) o Checoslovaquia (1968).

El sistema de equilibrio de bloques permitió un desarrollo pacífico (aunque pendiente del terrorífico hilo atómico) de Europa, y este desarrollo trajo el bienestar económico de las clases medias de toda Europa Occidental, que habían sido las que habían traído el fascismo al continente, pero que también habían sido sus víctimas mayores a la postre. El capitalismo se hizo familiar para quienes aún recordaban los años terribles de la República de Weimar que tan bien describía Konsalik en Maniobras de otoño, donde los oficiales del ejército desmovilizado vendían mantequilla por las casas o había familias que dormían en un escaparate de muebles como parte del reclamo de la tienda. El hambre desaparecía de Europa y las necesidades se hicieron más grandes, y también más caprichosas.
La caída del Muro de Berlín, la reunificación de Alemania, la construcción de la Unión Europea, la guerra de Afganistán y la retirada soviética y la glásnost y la perestroika de Gorbachov dieron a luz un nuevo mundo en el que los fantasmas de las atrocidades de los años treinta y cuarenta quedaban conjurados con una esperanza mundializadora occidental. El nacionalismo se desharía en una identidad europea creada en un laboratorio económico; el fracaso del comunismo traería la paz mundial y el progreso; un mundo feliz parecía nacer, tan peligroso como aquel de Huxley, pero en colores pastel. Nadie imaginaba el 11 de septiembre y la nueva vuelta de tuerca que se daría a nuestras vidas.
En cualquier caso, en el continente europeo podría utilizarse la metáfora veneciana para describir la situación, mientras que en Estados Unidos Superman había comprado acciones en Wall Street y en el resto del mundo todo se licuaba. Se licuaba la Unión Soviética como un merengue calentado en agua: se iban desprendiendo trozos enormes derritiéndose sus bordes, África seguía siendo el espacio neocolonial en el que —como fabulaba John Le Carré (El jardinero fiel)— se experimentaba con la salud de los prescindibles para alumbrar nuevos medicamentos que usarían los europeos o se horadaba la tierra buscando coltán para nuestros teléfonos móviles de última generación y pagábamos las facturas a los señores de la guerra con armas a cambio de diamantes de sangre. Solo China mantenía su misterio oriental, agazapada como un tigre, discutiendo aquello de un país, dos sistemas, el híbrido monstruoso y amenazante del capitalismo externo y el comunismo interior.

En Occidente, Bauman y Lipovestky describieron muy bien el alma de los europeos y americanos: teníamos un alma líquida, aunque el adjetivo, a nuestro modo de ver, es engañoso. Aquel alma nuestra más pareciera de barro, modelable, blanda; un alma de centro comercial que había conseguido, o eso parecía, alumbrar una nueva religión similar a la que Voltaire había descrito; algo así como su reforma, que alcanzaba ya, no solo a las transacciones bursátiles, sino a la psicología social de los ciudadanos, que ya no querían serlo, habiendo mutado en consumidores. La identidad se deshacía. Identidad y nacionalidad ya no eran términos cercanos, salvo en China, en donde son sinónimos aún (y esto con muchos matices). La misma hamburguesa se vende en Londres, París, Nueva York o Madrid, y sólo el color local de la guarnición las diferencia si cabe. Las industrias culturales reúnen las formas de amar y de morir, de sentir, de soñar, a un lado y otro de los Pirineos, de los Alpes, de los Balcanes y hasta de los Urales; a un lado y otro del Atlántico y hasta del Pacífico. La patria parecía una palabra ajena disuelta en un modo de vida, el occidental, y su mención recordaba los rituales y sacrificios militaristas de los años treinta del siglo XX, mientras que la nacionalidad común, moderna, democrática y rica —como ciudadanos de una Unión Europea— podía exhibirse con orgullo en los aeropuertos de la zona Schengen y con envidia de los ciudadanos del Este europeo, que reaccionando contra décadas de influencia y control soviético rogaban a algún dios por convertirse en una estrella más de la bandera. A Fukuyama se le estaba cumpliendo la profecía: parecía de verdad que el alma de Europa y de Estados Unidos era económica, y brillante.
Pero decíamos que a Europa podía aplicársele la metáfora veneciana. ¿Qué es Venecia? Venecia es un cadáver exquisito, una ciudad museo fantasmal donde habita la decadencia modernista en los palacios renacentistas; palacios en los que las hermosas venecianas se peinan en los pisos superiores, mirándose en espejos dorados y sentándose en divanes tapizados de damasco, mientras en los pisos inferiores las ratas roen los pilares de madera podrida por el agua estanca. Somos aquel rico sin cash que enseña su herencia a los turistas orientales o vende, como el aristócrata de la comedia de Billy Wilder, su paternidad al capitalismo global. Somos habitantes en una historia que ya nos es ajena, pero que enseñamos con orgullo a los bárbaros curiosos. Si algo pudo vender Europa alguna vez quizás fue ideas, pero estas escasean ahora ahogándose en el Acqua Alta (el agua alta) de la riqueza; en la presión del pensamiento único, último eslabón del proceso de anulación del sistema (la opa hostil al pensamiento), que ha mercantilizado las universidades, las editoriales, las librerías (hasta las de culto); que ha ahogado en abundancia de publicaciones irrelevantes a aquellas que algo tenían que decir; que ha burocratizado la producción de los profesores universitarios, estandarizado empresarialmente las enseñanzas medias de los ciudadanos, volviendo irrelevante el pensamiento, expulsando a las humanidades de todos los lugares donde aún sobrevivían; que ha secado el pozo de las ideas, que ahora son una recapitulación amable y contemplativa, dorada pero sin garra, de un pasado que ya no existe. Como las damas venecianas, nos peinamos mirándonos en Cervantes, en Shakespeare, en Goethe, en Hegel y si hace falta hasta en Marx, sin que su reflejo, sin embargo, nos devuelva una imagen con la que poder decir al mundo que aún somos necesarios; pero no importa: seguimos habitando el jardín de media tarde en calma; la calma insensata de la decadencia.
Europa no es sino una península irrelevante ya con la que jugar a la gran geopolítica entre China, Rusia y Estados Unidos. Su fragmentación viene bien a unos y otros. Las crisis, como la griega, la portuguesa, la española o la italiana, sirvieron de primer experimento; la fragmentación de los Balcanes fue otro modelo experimental; los identitarismos y nacionalismos localistas son ahora nuevas exploraciones para negociar luego con ratones los tratados de libre comercio. Pero no sólo es culpa de los otros: también es nuestra. Europa no es un Estado federal asimétrico, como quieren definir algunos burócratas. Europa no es sino un club económico ad maiorem gloria Germaniae. La crisis griega lo confirmó, las tensiones en Ucrania lo ratifican y Sur y Norte, Oeste y Norte, Europa se mantiene unida con lañas que dejan ver costuras y heridas mal cerradas. Mientras haya jardineros que arreglen el jardín para la hora del té, Europa sobrevivirá; subsistirá Europa mientras se abran los museos, los palacios y las ruinas y los turistas puedan hacerse un selfie que no recoja el hambre, la miseria; que no retrate a Aquiles convertido en camarero y a Helena en prostituta (como en aquella fantasía de la segunda parte del Fausto en que éste salvaba al fantasma de la de Troya y la convertía en su amante). Mientras podamos vender humo y seguir viviendo de los restos del naufragio colonial, admirarán nuestras canas y nos permitirán alquilarles la villa en la Toscana para sus vacaciones de verano.

Pero no seamos pesimistas. Cientos de miles de hambrientos se agolpan en nuestras fronteras fascinados por nuestra placentera vida. Fuera hace mucho frío, aunque sea en los desiertos de Libia, en el Cuerno de África, en las montañas afganas o en los socavones de las bombas en Siria. Con hambre de pan y de paz, todos quieren habitar el hotel de Guermantes, aunque nosotros lo percibamos más como el Sanatorio Wald de Davos, donde Thomas Mann se inspiró para su Der Zauberberg (La montaña mágica). Proust y Mann ¿quién no quiere ser decadente? Ya lo decía Pessoa: Jardines del XVIII antes del ochenta y nueve; y la complacencia de la inacción decadente nos convierte en Venecia. Es nuestra muerte dulce, disfrutando del final de la fiesta de Occidente. O quizás no.
La complacencia en nuestra decadencia nos hace débiles, pero al tiempo también soberbios y, sobre todo, frágiles. El último monstruo lo engendramos nosotros, no vino de fuera, no fue el tártaro del Este, ni el moro del Sur, no fue ni el turco ni el mongol: fuimos nosotros mismos; ya lo dijo Steiner en sus Gramáticas de la creación. Los bárbaros que esperan a las puertas tienen el mismo patético aire que los que describía Coetzee en Esperando a los bárbaros. Son solo criaturas desnutridas, temerosas, que huyen de mil peligros, que afrontan otros terribles, que mueren en el Mediterráneo, que antes han sido esclavos en Libia, o son hondureños, salvadoreños, mexicanos, que huyen de la violencia congénita que larvaron los norteamericanos en los años setenta con la excusa de la guerra fría, pero que ya parece endémica y de origen, como se atreve cínicamente a insinuar Huntington cuando afirma que Hispanoamérica es una civilización distinta a la occidental. El politólogo del Pentágono sostenía que sus pecados son su catolicismo y su alma poco democrática.
Todo eso nos parece ajeno, aunque nos concierne. La imagen del miedo tiene mil disfraces en Occidente por causa de la propia fragilidad de nuestra identidad. Nos hemos despojado de tantas cosas para eliminar el virus del fascismo de los años treinta del siglo XX que ahora no tenemos con qué arroparnos ante el más leve viento, y todo parece amenazante a nuestros ojos. Miedo, aporofobia (más que xenofobia) y la sensación de no controlar nuestro destino.
Entre las causas de nuestra deriva hacia posiciones autoritarias y de repliegue político y cultural (e incluso íntimo), en Occidente podemos observar en primer lugar algunas coyunturales que han sido exageradas políticamente con una finalidad muy concreta; en segundo, otras que son de índole interna y tienen que ver con la posición de fragilidad de la identidad occidental frente a identidades sólidas y fuertes que en estos días se alzan en el mundo (incluido el odio poscolonial, que aporta gran parte de los argumentos a los partidos de ultraderecha que hoy crecen en toda Europa); y en tercer lugar, otras ad exteriora, esto es, la propia geopolítica occidental y los procesos anexos a ella, como los de globalización, mundialización y reordenamiento de las fronteras, que acaban por ofrecer un paisaje desolado a la ciudadanía europea a las puertas de una nueva revolución digital que, como aquella otra, la maquinista, trae miedos laborales —e íntimos también— acerca de un futuro incierto, como todos, pero percibido —diría Benjamin— como shock en un contexto de desinformación y fake news que viene a sustituir digitalmente a esa aura empobrecida de la reproductividad técnica que describiera el filósofo berlinés que se suicidó en Portbou.
«¡Heil yo mismo!» es una expresión que se constituye con una doble semántica (al margen de la ironía de Wilder). De un lado, viene a desencadenarse su significado con la infiltración del fascismo psicológico en la Europa de posguerra. Vencida Alemania, se diseñó un modelo estético y político que encubría, en su constitución anticomunista, la necesidad de mantener un statu quo psicológico y económico que evidenciara el regreso al orgullo europeo colonialista y a la soberbia de la aculturación occidental del mundo; un modelo ario-económico amable y civil, democrático de puertas para adentro y envidiable de puertas para afuera, que contribuyese propagandísticamente a la caída de la URSS y su modelo económico. Como en muchas películas de la época se afirmaba, la cuestión de la guerra fría se resolvía en mantener un estilo de vida, y ese estilo de vida necesitaba de una fuerte jerarquización para su mantenimiento. Los europeos y los norteamericanos podían afirmar, a menos de dos décadas del final de la guerra, que ellos eran los señores efectivos del mundo, pero el mundo seguía moviéndose al margen de ellos, aunque todo pareciera una precaria foto fija.
La segunda semántica de la expresión tiene que ver precisamente con el proceso de evidenciación de la amenaza a ese statu quo: la percepción sociológica de la amenaza de la seguridad económica que, como hemos advertido, es la única piel que conservaba la identidad occidental, y es una amenaza también doble, en un sentido estricto y no metafórico, promovida por la avaricia del Leviatán del mercado ante los errores de una geopolítica de Destino Manifiesto errónea y errática, y otra más íntima, que tiene que ver con el cansancio de esa misma identidad. El homo economicus siente que no le satisface un modelo en el que él mismo es solo una mercancía más y en el que, por otra parte, se han mercantilizado las emociones, los sueños y las relaciones sociales, familiares, todo lo humano. Uno también se harta de tenerlo todo, o casi todo, o de desearlo todo mirando con envidia los escaparates de las tiendas de lujo. Como lo expresaba brutalmente —como todo su teatro— Sarah Kane en El amor de Fedra (Phaedra’s love, 1996), Hipólito mira la televisión, juega al tiempo con un auto de control remoto que emite un zumbido mientras recorre la estancia, su mirada va del juguete a la televisión sin que aparentemente encuentre placer en ninguno de los dos. Come de un gran paquete de dulces que tiene en su regazo, entra Fedra llevando regalos envueltos, lo observa, él no la mira. Ella ordena los regalos y ordena la habitación: recoge los calcetines que están tirados por el suelo, los calzoncillos de Hipólito, los coloca en montones, recoge las bolsas vacías de patatas fritas y dulces. Hipólito sigue mirando la televisión. Kane ofrece una visión brutal del mito griego. Es Fedra, como en el texto griego, quien desea a Hipólito. La violación de Fedra no es tal: es ella la que desea a su hijastro, y luego —y esta es la construcción moderna del mito—, cuando Hipólito deja ver que también el sexo con su madrastra le aburre, ella se venga denunciándolo como en el texto clásico. A Hipólito, en la cárcel, esperando su destino, todo le da igual. No hay nada que le excite ya; no hay nada que ocurra que le haga reaccionar; sólo su próxima muerte, su ajusticiamiento, porque quizás eso sea nuevo para él, como un nuevo Fausto vendiendo su alma al diablo, no para vivir para siempre, sino para vivirlo todo, pero empobrecido, en shock benjaminiano, desatando al final la tragedia de toda la familia en una orgía de sexo y sangre, con el pueblo como participante activo, que se divierte finalmente jugando al fútbol con la cabeza de Hipólito mientras se consuma otra violación y la destrucción violenta de una familia decadente que lo tiene todo. Frente a eso, ¡heil yo mismo! Uno necesita recobrar la dignidad y busca escenarios donde la decadencia no le alcance; escenarios estetizados, construidos con imágenes erróneas y débiles también; un universo heroico y tradicional en el que la miseria (y el propio pasado real) quede debajo de la alfombra.
Pero no solo es Sarah Kane: es Elfriede Jelinek (La pianista) descubriendo la miseria también bajo las alfombras, en este caso del conservatorio vienés donde la gran cultura europea, Schubert, lleva en sus zapatos el barro de una podredumbre moral extrema; es Houellebecq (El mapa y el territorio, Sumisión o Serotonina) quien propone la destrucción del artista y del arte posmoderno, narcisista y fatuo en un aquelarre rural tardofeudal o explica la indolencia culpable que arrastra a Europa a su suicidio cultural y vital; es ese cansancio de Occidente que alcanza también a los ciudadanos de a pie y los sume en una somnolencia que juguetea con la idea de un suicidio lento ante la pasividad corrupta de la política y las instituciones, pero que, atónita ante las peroratas de cualquier charlatán de la feria política, puede despertar a una pesadilla mayor, haciendolo reaccionar y exclamar también «¡heil yo mismo!».
La caída de la URSS también fue un golpe de conciencia. Paradójica desgracia, la Unión Soviética cayó, no porque las ansias de libertad estallaran en un nuevo asalto a la Bastilla (el Kremlin), sino porque el comunismo es caro. Los soviéticos necesitaban del dinero de sus enemigos para sostener el Estado de la igualdad: tanto que la inteligencia de la Alemania Oriental (la HVA) acabó en la segunda mitad de la década de los ochenta ingeniándoselas para vender armas de la República Federal Alemana y obtener así divisas (ofreciéndoselas incluso, a veces, al régimen del apartheid sudafricano cuando salían mal los negocios en Libia o Mozambique); vendiendo —teóricamente exenta de VIH, lacra durante los ochenta del decadente Mundo Libre, como rezaba la propaganda oriental— sangre de sus ciudadanos a Occidente y cuantas otras ocurrencias salían de la mente de los burócratas de Pankow. La corrupción de Sistema alcanzó al autoritarismo puritano de Lenin también —y a su desprecio por el dinero—, pero lo que contribuyó indirectamente (por sus consecuencias) a construir al futuro votante occidental de partidos postfascistas o neofascistas, del Brexit o de Trump, fue la alocada geopolítica de conquista del espacio exsoviético en el Cáucaso y el Vientre Blando de Rusia, el oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan y la recomposición del nuevo orden mundial del mapa del coronel Peters. Eso y el relato de Sherezade, que comenzó el 11 de septiembre de 2001. Todo ello, y más cosas, diseñó contemporáneamente la descripción sociológica del pueblo que Victor Hugo había dibujado en Los miserables mucho tiempo antes de que pudiera imaginarse este escenario.
José Manuel Querol (Madrid, 1963) es doctor en filología hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales e internacionales y monografías diversas, entre las que pueden destacarse Cruzadas y literatura: el Caballero del Cisne y la leyenda genealógica de Godofredo de Bouillon (Madrid: UAM, 2000), La mirada del Otro (Madrid: La Muralla, 2008) y La imagen de la Antigüedad en tiempos de la Revolución francesa (Gijón: Trea, 2017). Ha editado además diferentes textos medievales. Entre sus intereses destacan la teoría de la literatura y la literatura comparada. El ámbito de aplicación de sus estudios se centra fundamentalmente en la Edad Media y el Romanticismo, si bien también ha dedicado su trabajo a la literatura colonial y poscolonial, con especial interés científico en el ámbito cultural oriental islámico y las relaciones entre Oriente y Occidente.
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