Gaspar en tiempos revueltos
/por Pablo Batalla Cueto/
«Que sí, /que la niña violada/ lloraba/ con desconsuelo.// Que sí,/ que en su himen estaba/ todo mi pueblo». Casi un haiku; un haiku terrible pero hermoso; hermoso de una hermosura perturbadora. La metáfora es truculenta pero certera: el himen violentado, todos los pueblos atropellados por el imperialismo, y el nicaragüense en particular. Gaspar García Laviana escribía versos apresurados, y éstos fueron unos, en los recesos de la lucha guerrillera; versos que, después, circulaban de mano en mano. Había nacido en Tiuya, una aldea minera de Asturias, pero su destino era que Gioconda Belli escribiera esto sobre él:
Recuerdo el día que Gaspar apareció en mi casa. Alguien me había llamado para decirme que un compañero nuevo se integraría a nuestra célula de trabajo. Ya para entonces había pasado octubre del 77, el año en que el sandinismo llevó a cabo acciones armadas en los cuarteles de San Carlos y Rivas. El empuje del FSLN iba en ascenso y cada vez más gente se sumaba a trabajar con nosotros. Cuando el desconocido compañero llegó a la reunión, no teníamos ni idea de quién era. Dedujimos por su acento que era español. Parecía un tipo expansivo, locuaz, con la tez rosada, un brillo de deslumbre en los ojos y una carga de energía impaciente que hacía que le costara estarse quieto. Era fácil percibir que las reuniones no eran parte de su idea de participar en la revolución. Comprendimos mejor que no le gustaran las reuniones de estudio, ni las largas discusiones cuando se publicó en los periódicos la noticia de su decisión de dejar la parroquia y pasar, de ser sacerdote, a guerrillero. […] Gaspar fue parte de nuestro grupo un corto tiempo. Un día ya no llegó más. Fue trasladado al Frente Sur, a la línea de fuego, el sitio donde él soñaba estar y donde lo alcanzó la bala que le quitó la vida.
Nos dio mucha tristeza la noticia. Aquel torbellino de fe, energía y esperanza se fue demasiado pronto. Pero como solíamos hacer entonces para sobrevivir esos dolores, pensamos que no moriría realmente, que su sonrisa presta y la prisa de una entrega generosa y total al pueblo que quiso y por cuya libertad dio la vida se quedaría con nosotros. Y así es a pesar del vacío innegable que deja cada muerte. Vidas llenas de amor como la de Gaspar García Laviana no se apagan jamás. […]
Hay personas que condensan asombrosamente el Zeitgeist de su tiempo, y Gaspar García Laviana, el cura guerrillero, se cuenta entre ellas. En él se atroparon —diríase en su lengua materna— todas las ventoleras rebeldes de los sesenta, se refundieron en una rebeldía total, ésta se hizo pólvora y Gaspar rellenó con ella los casquillos de bala de su Kaláshnikov. Lo había fascinado la teología de la liberación: la Iglesia liberadora y adoratriz de un Cristo antiimperial y marxista teorizada por Leonardo Boff y creyente, como cantaba Carlos Mejías Godoy, no en un Dios hierático y ególatra, sino en uno arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador, constructor del pensamiento, de la música y el viento, de la paz y del amor. José Antonio Mases escribió por aquellos años un libro de relatos sobre la Revolución cubana titulado Los padrenuestros y el fusil, fascinado por la vertiente cristiana de la guerrilla barbuda, y ese mismo era el mundo de García Laviana; la armonización extraña del ruido de los disparos y el murmullo de la oración en torno a un subjuntivo común: «Venga a nosotros tu reino». Venga de una vez por todas.

Su poesía no alcanza la excelsitud de los grandes, pero aún palpita con la verdad de la sangre. Si la poesía es, como dice Jesús G. Maestro, «filosofía en verso», García Laviana fue uno de esos vates aplicados, como Marx quería de los filósofos, no ya a explicar el mundo, sino a transformarlo. «Me hieren», le dice a un campesino, «tus mortajas/ prematuras/ de hambre/ serena.// Me hieren/ tus huesos/ entubados/ en pieles sedientas.// Me hieren/ tus ojos/ humillados/ hendiendo/ la tierra.// Me hieren/ tu duro trabajo/ y tus malas cosechas.// Me hieren/ tu ignorancia/ y tu eterna/ tristeza.// Me hieren/ tus plantas/ desnudas/ cuando pisan/ las piedras. // Todo tu yo/ me hiere,/ campesino,/ pero me hiere/ sobre todo/ tu impotencia». Sus Cantos de amor y guerra, con éste y otros poemas, fueron publicados en diciembre del año pasado, coincidiendo con el cuadragésimo aniversario de su martirio. De Gioconda Belli es el epílogo; el prólogo lo firma Ernesto Cardenal, otro cura digno de la literalidad escamoteada del mensaje cristiano, a quien el papa Wojtyła humillara vilmente en el aeropuerto de Managua, en escena que dio la vuelta al mundo y que debiera haberse representado al revés; debiera haber sido Ernesto Cardenal quien ordenase al papa ponerse de rodillas y lo abroncase por candar con siete llaves el sepulcro del Vaticano II. Que le recitase, por ejemplo, este otro poema de García Laviana, «La Iglesia»: «También tú, Iglesia Secular,/ eres cliente de nuestro socialismo/ porque tienes que empezar a practicar/ el cristianismo.// Cristo rechazó la riqueza,/ pero tú buscas a los ricos/ y tienes la pobreza/ como un mito.// Recuerda que Cristo vivió la igualdad/ que nosotros practicamos/ y tú siembras la desigualdad/ en los cristianos».
«Gaspar García Laviana, ¡presente!», titula Cardenal, y escribe esto:
Nació en 1941 en Asturias, España, hijo de un minero asturiano. Se ordenó sacerdote en la orden del Sagrado Corazón, y celebró su primera misa en 1966. En Madrid fue sacerdote obrero, trabajando en una carpintería de barrio.
Cuando su congregación pidió voluntarios para ir a Nicaragua, él fue el primero en ofrecerse, y fue destinado a la parroquia de San Juan del Sur. Le tocó —dijo él— una parroquia de 600 kilómetros: «Todos analfabetos, sin escuelas, sin comida, sin casas, ¡sin nada, vamos!». Hizo escuelas, pero vio que la gente no estaba interesada en aprender. Quiso enseñarles técnicas agrarias, pero no tenían tierras.
Fueron cuatro años recorriendo todos los organismos oficiales en busca de ayuda para esos campesinos, ayuda que nunca obtuvo. «Cuatro años de mentiras, cuatro años atontando a la gente, dándoles ilusiones efímeras y ficticias con mis programas y mis proyectos. Y un día me di cuenta de que yo era un servidor más de la tiranía somocista, un lacayo de aquel régimen corrupto. Mi misión consistía simplemente en que la gente no siguiera dormida».
Fue entonces cuando se planteó matar a Somoza.
El padre Gaspar y unos compañeros descubrieron que la casa de Somoza en San Juan del Sur tenía una alcantarilla por la cual se podía llegar hasta ella y poner una bomba. Ya tenían el contacto para obtener la bomba, pero llegaron a la conclusión de que la muerte del tirano no solucionaría el problema; y de que había que acabar no sólo con el dictador, sino con toda la dictadura […]
Gaspar era Gaspar a tiempo completo, y ése es el título que lleva en lengua asturiana otra publicación reciente sobre este hijo predilecto de la región: Gaspar a tiempu completu, un repaso historietístico a la biografía de García Laviana publicado por los Comités de Solidaridá con América Llatina d’Asturies (COSAL) y firmado por Ruma Barbero, que con línea clara y encomiable capacidad de síntesis viñetea al niño al que le gustaba el teatro y le desagradaban los deportes y el latín; al joven cura que junto con su amigo Pedro Regalado «andechen colos campesinos, abren les cases comunales de Tola y San Juan, qu’amás de sitiu p’aconceyar valen tamién d’abellugu a los temporeros»; al que organiza una especie de boy scouts en los que se trabajan los valores comunales y el compartir con los demás y misas sólo para hombres a fin de instruirlos contra el machismo y dice a unas monjas: «Primero quiero formalos en ser persones, llueu en Dios»; al ya teólogo de la liberación que le espeta «¡Usté nun entiende l’Evanxeliu!» al obispo nicaragüense que impulsa charlas sobre los males del marxismo. También al Somoza para quien aquellos curas desmelenados empiezan a ser una obsesión, y que suspira: «¡Cómo me la armó Franco! Si-y mando yo p’allá a tres cures como ésti, a ver cómo lo pasaba…». Y también, claro, al guerrillero que empieza por fungir como enlace transmitiendo mensajes escondidos en tubos de pasta de dientes, cajas de cerilla o biblias, acaba por tomar las armas, vive su bautismo de fuego el 2 de febrero de 1978 (algo accidentado: Martín, que tal era su nombre de guerra, casi dispara a los suyos debido a lo parecidos que eran los uniformes de los guerrilleros a los de los somocistas) y acaba falleciendo en combate en diciembre del mismo año. Tal y como escribe Ernesto Cardenal, no hacía mucho había escrito: «Para ser guerrillero, tienes que poner tu vida ahí, encima de la mesa, para cuando la quieran tomar». Y también le había dicho a un periodista: «Yo tengo que dar la vida por este pueblo como lo hizo Cristo». Y también había escrito éste que tal vez sea su mejor poema:
Cuando ganemos la guerra,
no vengáis compungidos a mi tumba
con rosas y claveles
rojos, como mi sangre derramada.
Os juro que me levantaré
y os azotaré con ellos.
Sólo admitiré violetas,
como mi carne macerada,
como el dolor de mi madre,
como el hambre campesina
de mi América Latina.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cly La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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