Poéticas

Tríptico y coda para ‘Descendimiento’, de Ada Salas

«Ada plasma en este 'Oratorio' un paisaje de espinos, de llagas elocuentes y silencios heridos, de hierba escasa y sangre seca —y lo hace con un lenguaje tan enjuto, tan adelgazado, que parece estar a punto de disolverse a cada instante. No lo hace, y ese milagro es el que alumbra los poemas y nos los deposita, zarza ardiente, en las manos. Es la voz que clama en el desierto, sí. Y que al hacerlo nos reclama. Escuchémosla», escribe Jordi Doce.

Tríptico y coda para ‘Descendimiento’, de Ada Salas

/por Jordi Doce/

1.

Este libro empieza con la palabra «no». Un no sencillo, casi taciturno, que expresa no tanto negación cuanto asombro, incredulidad, que constata para sí (para sus adentros) la magnitud del desastre. Un «no» que pide otras palabras, nuevas palabras, para decir el quiebro existencial, la fractura, el cambio de rasante que por un momento —curva, amenaza— se asoma al abismo. Y un «no», en fin, que se repite y se modula a lo largo de ese poema inaugural para expresar una idea que luego se hará recurrente: la de que el desastre «no surge así de pronto/ se gesta/ hasta que/ de repente florece». Bajo las llanuras de la calma, bajo el denso y «vinoso océano», bajo «la roja pez de los significados», acecha un peligro que va larvándose hasta que estalla, de pronto, para devorarnos sin remedio. Iba a decir sin aviso, pero las señales estaban ahí, simplemente no se habían observado, se ignoraban, no había ojos para ellas. Puede que, suspendida la autora en el «limbo» que protagonizaba el libro anterior, resultara imposible advertirlas.

Y así quizá deba entenderse este libro, al menos en parte: imposición de una imagen, diálogo obsesivo con un cuadro admirado —este Descendimiento de Roger de le Pasture, rebautizado como Rogier van der Weyden después de su traslado a Bruselas, donde murió en 1464— para reeducar la mirada, rastrear claves y ordenar una conciencia y un corazón trastornados. La imagen, pues, como correlato que permite evaluar la magnitud del desastre, seguir —literalmente, como se verá— el curso de las cicatrices y andar así en mejor situación de ofrecer resistencia. Al fin y al cabo, como se dice algo más adelante, «no te has quebrado para que la bestia/ roa/ meticulosamente los tendones/ sorba/ el jugo de tus vértebras»… Hasta aquí «el banquete», por tanto. El reo se rebela contra su destino y el «no» del arranque cobra ahora, sin ambages, su sentido propio de rechazo, de negación: «Ya es más que suficiente».

2.

Leyendo este Descendimiento, me venía a la memoria el verso memorable de Fray Luis de León: «Despiden larga vena/ los ojos hechos fuente». En efecto, todo el libro se construye sobre un comercio insistente y atentísimo entre la vista, la conciencia, el corazón y los diversos elementos del cuadro: sus colores, su disposición, los cuerpos, el espacio entre los cuerpos, el aire que respiran, sus voces… que oímos en algún poema suelto y luego en el «Oratorio» de la segunda mitad del libro.

Es mucho más que un ejercicio más o menos elaborado de écfrasis. Es un tránsito bullicioso y detallado en ambas direcciones que, como escribe Antonio Ortega, «parte de una mirada de raíz personal sobre y desde el cuadro» («Acto de amor», Babelia) para situarnos de manera simultánea en la conciencia exasperada del yo poético y en la escena que tiene ante sus ojos: la bajada del cuerpo de Cristo de la cruz, su entrega a los brazos de José de Arimatea para ser enterrado. Ese tránsito (ese estar a la vez dentro y fuera del cuadro, dentro y fuera de una misma) se yergue como una columna en torno a la cual se abrazan y serpean los versos. Hay algo verdaderamente hipnótico, fascinante, en el modo en que los versos descienden sobre el eje de cada página, ciñéndose a él, tensándose para luego aflojarse, midiendo y dosificando las pausas, los silencios, los titubeos, los apartes, las súbitas aclaraciones, los paréntesis que son líneas de fuga… y que son también heridas por donde se cuela lo impensado, lo impensable.

El pensar que recorre este libro es un pensar frenético, que indaga y escarba y se anuda sobre sí mismo para luego escapar con violencia de su propio abrazo y seguir camino. La voz se vuelca en el cuadro y en su memoria del cuadro, en su larga historia con él, en el hilo tenaz de sus frecuentaciones a lo largo del tiempo (en rigor, desde la infancia), pero también deja espacio, en alguna ocasión, a las voces mismas del cuadro, como en el poema que arranca: «Ninguno/ de nosotros/ podemos descansar…» (p. 37). Esa voz también se vuelve sobre sí misma y se interroga con ferocidad, con franqueza descarnada, y en el transcurso de ese examen el cuadro de van der Weyden hace las veces de estrella que permite determinar la posición en la que uno se encuentra, así como un posible rumbo, un horizonte razonable de futuro.

De momento, sin embargo, todo está como detenido en el espacio, en el tiempo: una foto fija del dolor, del sufrimiento, de la agonía cumplida. Y un diálogo compulsivo con aquello que es visible, que es legible incluso, esa imagen sobre la que podemos acumular las palabras y las interpretaciones, pero que se mantiene inconmovible y está como solidificada en su presencia icónica. Entonces, respondiendo a esa clara opacidad, a esa evidencia que parece indiferente a nuestra interpelación, surge el deseo de habitarla, de entrar en ella, de encarnarla. De darle voz.

3.

Un cuadro puede ser muchas cosas, desde luego. Se nos dice o se nos recuerda en el libro mismo: «un muestrario de aquellos artesanos de Gante/ lanas/ terciopelos brocados/ en toda la riqueza del color», una pantonera (digamos) de la pintura primitiva flamenca, un inventario de objetos y seres («una calavera», «cuatro las mujeres seis los hombres», «ningún animal», «los zapatos la piel/ —qué raros/ los zapatos—», «los clavos que se salen del encuadre», etcétera), también «un artefacto/ capaz de contener a la belleza», el adorno de un altar, «la magia/ de/ la geometría». Definiciones que no se cancelan mutuamente y que pueden resumirse, incluso, en algo tan sencillo como «una tela brillante/ de rojos y de verdes y de azules».

Un cuadro puede ser todo eso y más, pero en realidad tiene que serlo para ser capaz de portar en sí, oblicua o esquivamente —como un excedente insospechado que se abre en quien lo mira—, el magma de la emoción, la implicación afectiva, eso quizá elusivo pero real que nos concierne en lo más íntimo y se hace uno con nosotros… y justifica el lugar de privilegio de la imagen en nuestro recuerdo. La poeta nos abre la primera puerta en ese camino de aprendizaje: «Lo que más me impresiona/ es tanta soledad», y es verdad que el relato ecfrástico hace hincapié en esa soledad fundamental: «Nadie mira hacia nadie/ Todos los ojos son/ el ensimismamiento», pero rápidamente, en correspondencia con ese deseo de habitar el cuadro, de encarnar en él, la atención se centra sobre los cuerpos, su materialidad, la relación de las heridas, su posición respectiva, su postura, el grado en que se tocan o no… El cuerpo del Cristo nos es descrito con detalle, con fruición, se enumera y se pormenoriza cada miembro, cada llaga, se nos da su traducción en el plano de las formas, los colores, su lugar en el orden de la composición. Se habla de sangre, de hueso, de vientre, de lágrimas, lo corporal aparece en su dimensión sólida pero también líquida, como fluido que mana o escapa, que es incontenible. Se habla, finalmente, de despojo, de resto, de huella, de polvo… Asistimos a todas las etapas de la transformación de Jesús, desde ese cadáver que parece revivir vallejianamente de tantas miradas que atrae, de tanto amor y compasión —recordemos que Jesús también habla, también dice palabras, en el «Oratorio» final—, hasta el resto exangüe, sarmiento blanco, que sostienen en sus brazos José de Arimatea y Nicodemo.

Sabemos que ese residuo, ese despojo, será la «sola/ raíz de lo cantable», por decirlo con Valente. Y lo será gracias al doble ejercicio de identificación que sutura el libro: el de la propia conciencia con el cuerpo del Cristo («Ser yo/ ese cadáver», se llega a decir), como término y correlato naturales de la muerte del amor; y el de Cristo con su madre, con esa María doliente y también mártir que en el «Oratorio» se expresa —y no es casual, desde luego— con las palabras que el Jesús de los Evangelios dirige a su Dios: «Hijo mío/ por qué me has abandonado».

Coda

El «Oratorio» sucede en el interior del cuadro: es la respuesta implícita al deseo de habitarlo, de encarnar en él. Y es también el punto final de ese viaje no tanto contemplativo cuanto afectivo, profundamente emocional, que domina la primera mitad del libro. Queda atrás el impulso confesional, ecfrástico o apasionadamente reflexivo que regía los poemas y crece la voluntad, el afán, de dar voz a las voces del cuadro: voces que son el filamento de sí mismas, que apenas se sostienen en pie, que cargan con su mensaje de suplicio y sufrimiento. Y que se combinan siguiendo una lógica más musical que dramática: una partitura de lamentos y tomas de conciencia y revelaciones íntimas que nunca se constituye como diálogo, pues cada cual está encerrado en las paredes de su lucidez dolorosa. Es, en verdad, el desierto de las lamentaciones, con sus diminutivos casi infantiles, conmovedores («puñalito, lengüita, lengüecita»), sus versos lapidarios y su tono ensimismado, y ese «sol de Galilea» que se enseñorea de la «mancha blanca» del yermo con la sola compañía de un «mirlo solitario». Es la música antes o sobre cualquier cosa (recuerdo esa música del desierto, tan distinta en su caso, del poeta William Carlos Williams).

Ada plasma en este «Oratorio» un paisaje de espinos, de llagas elocuentes y silencios heridos, de hierba escasa y sangre seca —y lo hace con un lenguaje tan enjuto, tan adelgazado, que parece estar a punto de disolverse a cada instante. No lo hace, y ese milagro es el que alumbra los poemas y nos los deposita, zarza ardiente, en las manos. Es la voz que clama en el desierto, sí. Y que al hacerlo nos reclama. Escuchémosla.

[Texto de la presentación del libro Descendimiento, de Ada Salas, que tuvo lugar en el Auditorio del Museo del Prado el pasado jueves 21 de marzo.]


Descendimiento
Ada Salas
Pre-textos, 2018
100 páginas
15,20€


Jordi Doce (Gijón, 1967) es ensayista, poeta y escritor de aforismos, además de doctor en letras por la Universidad de Sheffield. Posee una notable obra poética que enlaza con la generación de los poetas de la experiencia. Fue lector de español en la Universidad de Oxford (1997-2000). Como traductor, ha preparado ediciones de la poesía de Paul Auster, William Blake, T. S. Eliot, W. H. Auden, Chales Tomlinson, Ted Hughes, Charles Simic, Anne Carson y John Burnside, entre otros. Sus últimos poemarios son Nada se pierde: poemas escogidos (2015) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). También ha publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel, La ciudad consciente y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).

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