Creación

Carta manuscrita a Samuel

Un nuevo 'cuentín triste' de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

Carta manuscrita a Samuel

/por Juana Mari San Millán/

Samuel, te extrañará esta carta sorpresiva —escribió el autor que me enjaretó por capricho la misión de fungir como su heterónima sin dotarme de mínima biografía, sin atribuirme estilo propio. Sin tampoco percatarse de que inventó un personaje autónomo, con capacidad de albedrío, sin darse cuenta de mi inclinación por el espionaje epistolar de caligrafías enredosas—. Soy JMSM, encabezó.

El otro día —prosigue la misiva— dediqué varias horas a curiosear en el blog de los exseminaristas de San Zoilo, incluidos los archivos de varios años. El fisgoneo me permitió comprobar la evolución y decadencia de ese sitio web, disculpa la sinceridad a quemarropa. Hace ya una buena porción de tiempo (creo recordar que fue allá por abril del año 2012), me dio por meter baza por primera y única vez en medio de la conversación bloguera en la que me pareció que tú jugabas un papel medular. Cosa rara porque no me gusta intervenir para nada en las conversaciones digitales —anticuado y maniático que es uno— si los interlocutores cibernautas sobrepasan los dedos de una mano. Lo cierto es que me dio la ventolera y allí me planté, en medio de vuestro revoltijo conversacional. Advertía con cierto empaque en aquella incursión un tanto guerrillera que la nostalgia no contribuía a crear nada, a estimular ningún interés. Afirmaba, rotundo, que los anecdotarios del pasado de tintes onanistas, las fotografías en sepia de antaño, las vivencias sucedidas in illo tempore no movían agua de molino ya. Ni siquiera las aguas del viejo e inservible molino de San Zoilo.

Procuraré ahora, siete años después, explicarme mejor. Verás. Sospecho que cuando recurrimos insistentemente a un pretérito añorado, entre otras motivaciones, responde a nuestra ilusa ambición de sentirnos más vivos, más creativos, más útiles que entonces, si cabe. Pues de eso se trata. Para encontrar sentido al reencuentro habría que tantear objetivos comunes, compartidos, conquistas nuevas que hoy exigen ilusión nueva y, sobre todo, iniciativas individuales y colectivas también nuevas. Es decir, si queremos reactivar y mantener una relación, no podemos asentarla en el pasado por muy beatífico o terrorífico que lo recordemos. Si pretendemos reencontrarnos y reconocernos de forma sincera, sin paripés, sin postureos, tendríamos que plantearnos algún propósito novedoso, distinto; enfrascarnos en alguna aventura más apasionante que la melancólica recordación de cinco, seis o siete años de internado en el seminario conciliar. Deberíamos idear entre todos, vuelvo a repetir, uno o varios objetivos que nos unieran, que nos volvieran a convertir en cómplices.

Carece de interés, de verdad, el regodeo con nuestras calvas, arrugas, barrigas, aunque su buen trabajo nos haya costado conseguirlas tan dignas. Tampoco importa contrastar o comparar nuestras actuales imágenes con las de la adolescencia y primera juventud, aquellas edades del pavo que nunca volverán, por suerte. Ninguna vergüenza, por supuesto. Pero este tipo de ejercicios espirituales (y espirituosos) apenas duran un instante morriñoso cada año, o una serie de clics esporádicos, y poco más. Ni para cartearnos en serio sirven.

Lo que propongo, en definitiva, es que hablemos y discutamos no sobre el pasado, sino sobre el presente y el futuro, bien que escaso. O por esto mismo. Lo que te planteo es que, si te quedan ganas de liderar a esa panda de exseminaristas melancólicos, reanudes la conversación a partir de una premisa, de una pregunta: ¿qué de nuevo queremos y podemos hacer o construir entre todos a estas alturas de la función de una película mucho más que mediada?

Me dirás, y con razón, que sí, que bien, que bueno, que menos consejas y más mollejas, que la interrogación propuesta vale para un roto y para un descosido: un partido, un sindicato, un matrimonio, una feligresía cualquiera o una pandilla de exseminaristas descarriados; que no pasa de vana retórica, de prédica de púlpito encaramado. Tendrás la razón del santo, pero es lo que hay o lo que recomiendo si quieres mantener con éxito la llama de la conversación y evitar que las interlocuciones (ahora se dice interacciones) se transformen en comidillas estériles o abrazos ferruñosos.

Si tu notoria generosidad se empeñara, bajo las recomendaciones expuestas, en reavivar con espíritu constructivo los rescoldos de aquella convivencia sobrevenida en el monasterio de San Zoilo, no cuentes conmigo. Me convertí en un sexagenario incrédulo. No vislumbro clavo ardiendo al que amarrar los penúltimos latidos. Por cierto, Samuel, sigo escribiendo a mano, pero mi letra no se parece nada a la de aquel seminarista que fui. Llámame o escríbeme. Un abrazo.

En Gijón, a 30 de mayo de 2019. JMSM.

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