De rerum natura
Slow mountain
/por Pedro Luis Menéndez/
«Despacito y buena letra, el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas»
(Baltasar Gracián)
«Cuando las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada, de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo»
(Milan Kundera)
Lejos queda en los siglos y en la intención la máxima de Gracián que algunos puede que recuerden aún de sus años escolares, en boca de aquellas maestras y maestros que intentaban, con mejor o peor fortuna, hacer de nosotros seres disciplinados y con gusto por la tarea bien hecha, pensada, sosegada. Con ese sosiego que parece haber desaparecido del planeta.
En las últimas semanas cualquiera habrá visto la imagen terrorífica, reproducida por medios del mundo entero, de la larga hilera de alpinistas que esperaban su turno para hacer cumbre en el Everest. Desde hacía tiempo conocíamos la realidad de los campamentos base de los Himalayas y de tantos otros lugares del mundo, abarrotados de expediciones, con su secuela de desperdicios, basuras y todo tipo de desechos contaminantes. Desde hace tiempo también conocemos esos formatos para aventureros con que se venden las ascensiones a algunas grandes cumbres, a modo de paquetes turísticos para (supuestamente) amantes de las montañas.
Pero el impacto visual de esa fotografía, con la información —añadida y creciente en cada jornada— de los fallecimientos que se estaban produciendo en el durísimo descenso, en condiciones físicas ya muy deterioradas, me ha hecho pararme a pensar en cómo ha cambiado en las últimas décadas nuestra relación con el mundo de las montañas, cuando justamente los medios de comunicación reprodujeron unas declaraciones del alpinista que realizó la foto. Se trata de Nirmal Purja, un nepalí nacido en 1984, que el pasado 22 de mayo se encontró en medio del atasco producido por más de doscientas personas: «Me encontré allí como si fuera un policía de tráfico. Estuve tratando de dirigir ese atasco humano durante hora y media. Todo el mundo quería subir y todo el mundo quería bajar. Lo que hice fue pararme y controlar el tráfico. Iba mandando gente arriba y abajo continuamente».
Sin embargo, lo que me ha producido una sorpresa mayor ha sido descubrir que la fotografía no tiene la menor intención crítica: es sólo una instantánea de la situación, porque la paradoja —al menos para mí— radica en que el mismo Purja está participando en un reto consistente en escalar catorce ochomiles en siete meses, pulverizando de esta manera récords anteriores, y no parece molesto en absoluto por la masificación en el mundo de la alta montaña: «Creo que la montaña es para todos. Si la gente quiere subir el Everest, tiene derecho. Hay muchas rutas diferentes por las que se puede subir. Simplemente, hay que saber gestionar bien esa cantidad de gente».
Esta idea me conduce a un segundo asunto que guarda una relación evidente con el anterior, como es la proliferación cada vez más llamativa de un tipo de carreras que empezó a denominarse con el anglicismo trail running, para hacer referencia a lo que en realidad podría ser llamada carrera campo a través en espacios naturales y en paisajes de montaña. Una modalidad especialmente dura sería el skyrunning, promovido desde los años noventa del siglo pasado por el montañero y escalador italiano Marino Giacometti. Se trata de realizar un circuito de carreras por todo el mundo, desde las Montañas Rocosas hasta el monte Kenia o los volcanes mexicanos. Hoy se convocan más de doscientas carreras anuales de este tipo con más de treinta mil participantes.
Si a esto le sumamos los miles de carreras populares de toda condición convocadas cada semana en ciudades, pueblos y barrios, muchas de ellas con fines benéficos, tal parece que no sabemos vivir sin un dorsal y una clasificación, de modo que decir deporte supone ya exclusivamente decir competición; hacer deporte es competir. Puedo entenderlo hasta cierto punto en los profesionales, cuyos patrocinadores les exigen resultados, pero me cuesta mucho admitir que esto se traslade a cualquier persona. Todo son marcas, todo son metas que nos venden como retos de superación (en realidad, nos venden relojes, pulseras de datos, ropa deportiva…, pero ese es otro tema).
Algo de todo esto había ya empezado a producirse con el auge de los rocódromos, esos circuitos artificiales de escalada que en origen suponían una alternativa de entrenamiento cuando las condiciones climatológicas no eran las adecuadas para hacerlo en el medio natural, y que en muy poco tiempo generaron competiciones, premios y demás parafernalia que acompaña a un producto de masas.
Las consecuencias bastante evidentes de todo esto es que las actividades relacionadas con la montaña —como casi cualquier actividad en un mundo acelerado— aparecen asociadas a la velocidad y no a la calma, al consumo y no al disfrute, a la cantidad: de metas, cumbres, cifras, récords. Y así, la superación de los límites personales va siempre de la mano del reconocimiento exterior y del premio también exterior.
Por lo que hablo de todo ello es porque mi experiencia es justamente la contraria. Desde muy niño, fui educado en la lentitud del camino, en la importancia del grupo de compañeros de cordada, en el aprendizaje no siempre fácil de ajustar nuestro paso al del más débil, en no dejar a nadie nunca solo y aún menos dejarlo atrás. Como en ocasiones empiezo a pensar que tal vez me estoy convirtiendo en un dinosaurio claramente a punto de extinguirse, me resultó muy gratificante descubrir la existencia del movimiento slow mountain, promovido por Juanjo Garbizu, del que podemos encontrar algunas publicaciones y un manifiesto que recomiendo en YouTube. Cuando se le pregunta a Garbizu a quién recomendaría él mismo sus obras, responde:
A muchas personas. A los que yendo con los amigos tratan de competir con ellos y demostrar que están en mejor forma física. A los que solo tienen ojos para la cumbre y olvidan que lo más importante es disfrutar del camino. A los que van retransmitiendo su excursión en tiempo real en las redes sociales en vez de disfrutar del momento. A los que van tan ligeros de equipaje, para poder ir más rápido, que renuncian al placer de un buen trozo de queso en una cima. A los que atraviesan raudos un bosque sin detenerse a escuchar los sonidos o abrazar un árbol. A los que desdeñan las montañas bajas y amables, y solo sienten interés por las grandes cimas, cuanto más desafiantes mejor. En definitiva, a todos los que acuden a la montaña de forma acelerada y no paran hasta llegar arriba.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
Gracias Pedro Luis por mencionarme. Desgraciadamente la prisa en la montaña es una tendencia al alza.