Suavemente ribera, de Antonio Mantilla
/una reseña de Carlos Alcorta/

Es de todos sabido que en los últimos años conviven en el panorama poético español diferentes maneras de concebir el acto creativo sin apenas fricciones, de forma natural, olvidados ya los enfrentamientos entre los paladines de una u otra tendencia. Ahora el enemigo común parece ser otro: el que representan los jóvenes autores (no me atrevo a llamarles poetas) que nacen bajo al amparo de las redes sociales; autores que practican un tipo de poesía que podríamos denominar, si el adjetivo no conllevara una carga artística tan relevante, naíf y que un poeta como Luis Alberto de Cuenca ha definido como parapoesía, un tipo de poesía que poco tiene que ver con la poesía entendida como un artefacto verbal (O. Paz) que indaga en el conocimiento personal y colectivo, en el conocimiento del entorno. Como digo, los autores que lo practican son últimamente el blanco de todas las críticas, vengan de donde vengan. Podemos contar con los dedos de una mano a los autores consagrados que les han concedido carta de naturaleza poética, aunque sospecho que este beneplácito está fundado en motivos puramente mercantiles (después de visitar algunas ferias del libro y fijarnos en las casetas que cobijan a estos jóvenes, comenzamos a percibir ya ciertos síntomas de hartazgo por parte de los lectores) y no en razones estrictamente literarias (esta última posibilidad nos desconcertaría aún más viniendo como viene de autores a quienes, en muchos casos, admiramos).
Hoy en día contemplamos en las estanterías de las librerías (las que se resisten al asedio de una invasión tan voraz) libros publicados bajo el amparo del más acendrado vanguardismo lírico junto a otros que defienden un patrón formal más clásico, en sus diferentes posibioidades, sin que nadie se rasgue las vestiduras. La buena poesía carece de etiquetas, es buena provenga de donde provenga, y buena, excelente poesía es la que podemos leer en Suavemente ribera, el último libro de Antonio Manilla (León, 1967), un poeta de larga trayectoria reconocida con importantes galardones y que con el Premio de la Generación del 27 confirma su solidez.
Una de esas posibilidades o corrientes poéticas a las que hacíamos mención más arriba es la que defiende la inserción del hombre en la naturaleza (aunque esta posea su propios ritmos y no comparta, evidentemente, sus emociones ni sus sentimientos), la que busca la comunión del ser con el cosmos y rastrea el sentido de la vida y de la muerte («El motivo inmutable/ es la muerte», escribe Manilla en el primer poema del libro) en los ciclos de la existencia, una corriente estética que procede del Wordsworth de El preludio, libro en el cual la Naturaleza santifica los actos y purifica el corazón. Parece eludir esta estética la violencia intrínseca a su propia condición y los conflictos de orden íntimo (estos últimos, como veremos en el caso de Manilla, subyacen en todo el libro, aunque, en algunos casos, estén expuestos como en sordina) que tienen que ver con el entorno social e incluso sentimental del autor porque aspiran a otras metas de, aparentemente, más alto valor espiritual. Buscan no lo anecdótico (esto es, en todo caso, un punto de apoyo, no un fin en sí mismo), sino lo esencial, y esa esencialidad se encuentra en la raíz más profunda del ser, del ser contemplativo, más que del ser activo. Estamos hablando de una poética intemporal que busca reconciliarse con las leyes del mundo, desentendiéndose de las leyes —artificiales, antinaturales, podríamos decir— del hombre, más atentas a lo transitorio, a lo efímero. La medida del tiempo es necesariamente distinta. La contemplación requiere parsimonia, atención, mansedumbre y la escritura, fiel espejo de esa actitud, debe amoldarse a esos presupuestos. Lo mínimo posee, a la hora de determinar la existencia, tanta o mayor importancia que el hecho más grandilocuente, como podemos observar en el poema «Granos de luz», del que transcribimos los versos finales: «De este fuego sin llamas del ocaso/ que apenas dura, netos para siempre/ mientras tengas memoria,/ no el púrpura costado de las nueves // ni el pálido resol en la caliza,/ no el humo de este incendio milenario/ —la populosa gente de la noche/ acudiendo al encuentro—,/ sino lo más pequeño e indistinguible:/ unos granos de luz sobre las hayas/ movido por la brisa./ El amable desdén de la belleza». La ribera de los ríos, los valles y los montes se nos presentan como paisajes bucólicos —paisajes en los que el poeta está inserto, porque representan el orden armonioso de la naturaleza, los lugares en los que el ser encuentra la plenitud, sin asomo de hostilidad ni de melancolía (la naturaleza es vista como un espacio de recreo, no un lugar que el hombre deba domesticar con su trabajo). Si para algunos poetas los parajes solitarios alejados del contacto humano, ésos en los que no hay «Nadie con quien hablar», son vistos como una especie de destierro, para Antonio Manilla, sin embargo, esos espacios despoblados son el testimonio de una vida intensa que pervive agazapada en las huellas más desapercibidas, huellas que son memoria y dan, por otra parte, origen a los poemas: «Laminas de aire en espiral azotan/ el solar invisible que contuvo/ —donde las casas ahora sólo hay hierba—/ alegrías y penas de unos hombres/ de los que ni las lápidas perduran».
Pero en Suavemente ribera no todo es armonía con la naturaleza; una naturaleza en la que, como quería san Agustín, los hombres «se olvidan de sí mismos». La sección titulada «Terra extraña» actúa como contrapeso a esa dicha —teñida, sí, de perentoriedad— que envolvía gran parte de los poemas precedentes. Ahora, la conciencia del paso del tiempo y, con ella, de la finitud temporal se adueña del pensamiento del poeta, en el que se perciben acentos machadianos por la templanza con la que se asumen («Aquí, tan lejos de mi tierra, yazgo/ olvidado por todos», escribe en los versos iniciales de un poema) y, en otro lugar, juanramonianos («Dentro de muchos siglos,/ cuando ya nada exista,/ ni siquiera el recuerdo/ de mi nombre en el mundo, // por esta piedra inscrita/ las sombras de futuro/ sabrán que aquí reposa/ un hombre como todos…»). Pero incluso instalado ya en el reino de la muerte se reincide en la idea de que la vida alejada del mundanal ruido y de los señuelos de la publicidad es más verdadera, más real, algo que encontrará, sin duda, innumerables seguidores, pero también algunos escépticos que no encuentran contradicción entre una vida ajetreada y combativa y las condiciones para ser felices: «El que descansa aquí […] // te desea una paz que esté a tu alcance,/ una vida sencilla alejada de todo/ cuanto devenga en brillo y apariencia,/ y un amor verdadero, // compañía en la soledad,/ soledad en la compañía».
No se agota, además, el libro con esta supuesta oposición. En las dos secciones finales, «El tambor de la noche» y «Del lado de la aurora», ambas, la noche y la aurora, son el contrapunto de dos actitudes vitales que no forman en los poemas compartimentos estancos, antes al contrario, se entrecruzan en los versos disputándose el predomino sensorial. La noche es el refugio del insomne que reconstruye la sucesión de los momentos fugaces que forman el día: «Al margen del amor y de los sueños,/ se recompone el orbe cada noche:/ recupera su forma cuanto fue uno/ hasta el día anterior/ y alborotó en fragmentos el crepúsculo —su alta hilatura de vencejos/ lanzados al albur como unos dados». La aurora se presenta como una apuesta vital, es el milagro cotidiano que se renueva permanentemente, es el despertar de los sentidos, la claridad del ser que, sin embargo, como hemos visto, necesita que se desvanezca para tomar conciencia de su desaparición. En Suavemente ribera coexisten reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre el peso de los años, sobre los modos de vida, todos ellos vistos desde la perspectiva de un hombre infectado ya por el veneno de la melancolía, como podemos comprobar en el que, junto con «Manzano» y «Casa en solar ajeno», es para mi uno de los mejores poemas del libro, «A cierta edad, el gris es un color alegre», del que copio algunas estrofas: «Intenta ser feliz/ gozando cuanto efímero subyace en lo perenne,/ disfrutando lo eterno en lo fugaz. // Es la sabiduría de la vida:/ a veces un segundo contiene un año entero;/ se disipa el perfume, permanece la rosa. // Si vives lo bastante,/ verás que con la edad se vuelven relativos/ las sombras y los gozos: // que en olvido se alberga la memoria/ y la memoria olvida/ hasta que todo es nada más que eco».
Selección de poemas
Sub sole
Mejor que tú lo sabe
quien ha vivido tantas primaveras
como para dejar que algo le maraville
aunque vital florezca y se alce y cumpla
su cometido con la tierra toda;
aquel que en el desdén de él fenece
porque signó en un sueño su fortuna
y pronto vio acercarse a un anciano
con las ropas raídas y sin nada;
el que al amor le fía la existencia
y el rumbo de su ser
y tarde reconoce que camina
llevado de la mano por un niño;
quien ha vivido tanto y tanto invierno
como para juzgar con impiedad
a una bestia al acecho de comida
en el mundo invadido por la nieve.
Mejor que tú lo sabe
el mundo entero:
no existe novedad; la vida se repite.
(Y por los siglos
se expande, igual que un gen,
con todo, siempre,
en variante infinita, el mismo error humano,
la cepa resistente de ese virus
salido de la caja de Pandora:
la infatigable búsqueda de la felicidad).
Vida en cicatriz
Sabes que volverás
Félix Grande
Nunca debes volver
a donde ardió, sin consumirse, el tronco
de la felicidad, la rama de la dicha,
el palo del bienestar,
las astillas de los buenos momentos,
la hojarasca de la fortuna,
el serrín del amor.
A los lugares donde la llama de tu alma
quiso prender hoguera.
[Si es que la edad te inclina]
Si es que la edad te inclina
a este huerto inconcluso
y aquí buscas la sombra
de alguna sombra amada
arrebatada al tiempo,
quizá debas saber
un par de cosas:
que nadie vuelve nunca
del vientre de estos hoyos
que sólo guardan restos,
pero también
que nadie muere nunca
mientras alguien le guarda
un asiento en su mesa,
un lugar en su casa,
un latido en su cuerpo.
Escultura de arena
Elevan contra el tiempo alada instancia
de eternidad, instante detenido,
infancia perdurable. Una oración
para parar el curso de los astros
y que se torne estatua el mundo. Nunca
consiguen otra cosa que esculturas de arena.
En el filo del día, recortados
contra el celaje quieto del estío,
rompiendo el equilibrio del crepúsculo,
persiguen a la tarde los vencejos:
ignoran que se va sin importarle
lo que ellos hagan para retenerla.
Mientras se esfuman en el leve aire
que precede a la noche
—igual que por ensalmo se van y viene el viento—,
luce un instante más, reflejado en sus alas,
el sol que se derrama
con el rojo fulgor de un vino añejo.
Mater matuta
El milagro mayor del mundo
ocurre cada día ante nosotros.
Al margen del amor y de los sueños,
se recompone el orbe cada noche:
recupera su forma cuanto fue uno
hasta el día anterior
y alborotó en fragmentos el crepúsculo
—su alta hilatura de vencejos
lanzados al albur como unos dados.
Ajeno al hombre y su pasión de fuego,
a sus vanas creencias y temores,
a su oración alzada hacia la nada,
acontece el milagro
cotidiano.
Vuelve, grandilocuente, el alba.
Suavemente ribera
Antonio Manilla
Visor, 2019
100 páginas
12€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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