Giulino di Mezzegra

El qué, el cómo, las rimas de la historia y la tentación rojiparda

Un artículo de Pablo Batalla Cueto sobre la seducción creciente que el neofascismo, especialmente el italiano, ejerce sobre una parte de la izquierda española, escrito a raíz del debate desatado por una polémica entrevista ensalzatoria del periodista izquierdista de 'El Confidencial' Esteban Hernández al intelectual fascista Diego Fusaro.

Giulino di Mezzegra

El qué, el cómo, las rimas de la historia y la tentación rojiparda

/por Pablo Batalla Cueto/

Años más tarde, cuando diga «no es por lo que luchamos, sino cómo luchamos», y aunque él no había formado parte del fenómeno, Ernst Jünger resumirá más compendiosamente que nadie lo que vamos a tratar de exponer ahora: que hubo un momento en la historia intelectual europea en el que una juventud nerviosa, ahíta de la paz y la estabilidad de la Europa de entresiglos, se adhirió al socialismo no por encontrar en él la expresión política de un puñado de intereses y convicciones racionales, sino una promesa de emociones sublimes; una ideología homérica contra la escasamente excitante —decía Tocqueville— «pequeña cacerola de sopa democrática y burguesa». Eran los años del Marinetti que afirmaba que era más hermoso un coche de carreras que la Victoria de Samotracia y dedicaba lúbricos poemas eróticos a las metralletas; de vanguardias artísticas recreadas en el retrato de leones devorando antílopes; del André Breton que afirmaba que «la belleza será convulsiva o no será»; del darwinismo social y cierta literatura sobre la necesidad apremiante de revigorizar y revirilizar a la afeminada mocedad europea. Joaquín Costa pedía un cirujano de hierro que conjugara los verbos «sajar, quemar, resecar, amputar, extraer pus, transfundir sangre, injertar músculo» contra los vicios y morbideces de la democracia parlamentaria y se leía diagonal y selectivamente al Nietzsche que ensalzaba a los matadores de dragones y «la orgullosa temeridad» de volver la espalda «a todas las doctrinas de debilidad». Sedientos de una épica de combate digna de tal nombre, anhelantes de una política estetizada, aquellos jóvenes —y algunos que no lo eran— no la encontraban, no podían encontrarla, en medio del sopor eclesial del parlamentarismo burgués, con sus melindres, meandros, mentiras y componendas, pero sí en un movimiento obrero que hablaba todavía el lenguaje del asalto de los cielos y, sobre todo, estaba más que dispuesto a llevarlo a la práctica. No era el qué, era el cómo.

El politólogo estadounidense Corey Robin alude a ello en un ensayo espléndido de reciente publicación en España por el sello madrileño Capitán Swing: La mente reaccionaria: el conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump. Lo hace al ocuparse de una de las figuras cuyo pensamiento se detiene a analizar como parte de su recorrido histórico, especialmente atento a los pasadizos inopinados que han existido siempre entre los dominios de la reacción y los de la izquierda: el francés Georges Sorel, equívoco filósofo que, proveniente de las filas tradicionalistas, transitó más tarde hacia un peculiar marxismo heterodoxo asociado a valores conservadores. Para Sorel, el marxismo era menos una cuestión social y económica que una moral. A su juicio, la burguesía había sido en el pasado una raza de guerreros; de «osados capitanes», «creadores de nuevas industrias» y «descubridores de tierras desconocidas» en los que había ardido un «espíritu de conquista insaciable y despiadado»; pero los burgueses habían acabado volviéndose tímidos y cobardes, y ese espíritu había pasado a albergarse en un proletariado que hacía de su lugar de trabajo el campo de batalla, de la huelga general su arma y de la destrucción del Estado su propósito. Nos explica Robin que

Es esto último lo que más impresionaba a Sorel, porque el deseo de derribar el Estado señala lo poco que les importan a los trabajadores «los beneficios materiales de la conquista». No sólo no buscaban salarios más altos y otras mejoras de su bienestar; en vez de eso ponen la vista en el más improbable de los objetivos: derribar al Estado por medio de una huelga general. Era ese elemento de improbabilidad, la distancia entre fines y medios, lo que hacía tan gloriosa la violencia del proletariado. Los proletarios son como guerreros homéricos, absortos en la grandeza de la batalla e indiferentes a los objetivos de la guerra: ¿quién ha derribado nunca al Estado por medio de una huelga general? La suya era una violencia por la violencia, sin consideración por los costes, los beneficios y los cálculos que implicaba.

No era el qué, era el cómo. Y cuando apareció en el horizonte un cómo nuevo que sublimaba aún más acabadamente el ardor guerrero y la mística de la violencia por los que se suspiraba, a muchos de estos socialistas sui generis no les costó el menor trabajo mudarse de trinchera. En el fascismo pasó aquella juventud a hallar reunidas las versiones superlativas de todos los adjetivos que Rüdiger Safranski asocia al romanticismo en otro espléndido ensayo recientemente reeditado por Tusquets: fantástico, inventivo, metafísico, imaginario, tentador, exaltado, abismal, no obligado al consenso y ni tan siquiera a ser útil a la vida. El fascismo era en palabras del historiador israelí Zeev Sternhell la «voluntad de ver una civilización heroica levantarse encima de las ruinas de una civilización despreciablemente materialista, gracias a una humanidad nueva, activa, dinámica»; pero para muchos, exactamente eso había sido antes el socialismo. El mismo Mussolini —ávido lector de Sorel— fue un ejemplo paradigmático de este tránsito: socialista en principio, pero un socialista explícitamente herético que rechazaba el igualitarismo, se proclamaba antimaterialista y, deslumbrado por la idea nietzscheana del Übermensch, defendía su adopción por el marxismo, se dejó arrastrar más tarde por la apoteosis nacionalista desatada por la primera guerra mundial con el resultado que ya conocemos.

Acompañando al futuro Duce, por aquella senda caminaron muchos. El historiador italiano Steven Forti ha estudiado con atención el fenómeno manejando un concepto que en los ochenta acuñó el suizo Philippe Burrin: el de las pasarelas que en el siglo pasado posibilitaron ese paso del socialismo al fascismo. Burrin hablaba de tres y Forti compendia seis. Las cinco primeras son las siguientes:

  1. El valor otorgado a la acción, el dinamismo y la praxis, que se presenta como forma de incesante activismo político desde el punto de vista personal, como concepción de la política misma y también de la idea del fascismo concebido como dinamismo, como un continuum en transformación.
  2. El valor otorgado a las minorías, las élites y las vanguardias revolucionarias, muchas veces acompañado de una idea fuertemente negativa del pueblo y las masas y que, en general, se une con un cierto gusto por el autoritarismo y la autorreferencialidad, cuestiones que derivan directamente de la Gran Guera y su violencia.
  3. Una fe inquebrantable en la revolución, característica que se yuxtapone a la política concebida como acción.
  4. La presencia constante de enemigos comunes, como la democracia liberal, el parlamentarismo, la burguesía y el capitalismo.
  5. La importancia de una concepción del mundo antimaterialista, fuertemente idealista y en determinados momentos claramente religiosa.

La sexta y principal pasarela de las que Forti señala que conducían hace un siglo de la izquierda al fascismo es la nación; y el historiador cita de uno de los que la transitaron, el italiano Nicola Bombacci —que había sido fundador del Partido Comunista Italiano en 1921—, esto escrito a finales de 1935 que lo resume perfectamente: «Ayer, en el amor por la humanidad doliente, fundía el de mi país, seguro de llegar más rápidamente por esta vía a las conquistas necesarias para el progreso civil; hoy, iluminado por la experiencia sublime del régimen fascista y el magnífico ejemplo de Mussolini, reconozco que el proceso debe ser volteado: no la clase, sino la nación, y entre éstas Italia, que es guía y maestra».

Ha corrido el agua bajo el puente desde entonces; es muy otro el mundo en que hoy vivimos; y sin embargo, la historia no se repite, pero rima, y al tiempo que por todas partes insurgen movimientos triunfantes en los que, como mínimo, resuenan claramente ecos del fascismo histórico, aquellas pasarelas parecen reabrirse. Se vuelve a viajar en estos días de la izquierda al neofascismo y existe —el término es de nuevo de Forti— toda una «galaxia rojiparda» de contornos lábiles y escurridiza sistematización pero de la que forma parte indudable todo un conjunto de discursos cocinados con idénticos ingredientes en proporción variable: la pretensión rediviva de trascender la división derecha/izquierda desliendo elementos de ambas tradiciones en una suerte de izquierda nacional o de derecha social o de ambas cosas, la declaración de guerra sin cuartel contra el así llamado globalismo, una crítica más o menos feroz del feminismo y los nuevos movimientos sociales, la nostalgia obrerista y el meneo de todo ello al pilpil de una conspiranoia obsesionada con figuras como el magnate George Soros.

De este fenómeno, la incorregible Italia vuelve a ser el país que da a luz a sus representantes más esclarecidos: figuras como Alberto Bagnai, Stefano Fassina, Diego Fusaro, Simone Di Stefano o Giulietto Chiesa, entusiastas rojos del salvinismo citados con reverencia por quienes, fuera de la Bota, pregonan con menor éxito las mismas iconoclastias y admoniciones. Mientras estas líneas se escriben, uno de ellos, Fusaro, está concitando una atención especial en España debido a una polémica entrevista del periodista de El Confidencial Esteban Hernández. En ella, entre otras perlas, este profesor de historia de la filosofía carga contra quienes prefieren a Macron sobre Le Pen, desprecia los derechos civiles como derechos burgueses y viene a considerar luchas como la LGTBI e incluso el antifascismo un «arma de distracción masiva». Ideas deleznables éstas, y sin embargo se ha desatado al respecto un debate ardoroso en redes sociales que remeda el que hace un año provocara otro artículo polémico en el que Julio Anguita, Héctor Illueca y Manuel Monereo prodigaban alabanzas al Gobierno Salvini. Por más que quiera negársele representatividad a lo que en la burbuja de las redes sociales acontece, tal ardor es elocuente al respecto de lo no baladí ni testimonial de la tentación rojiparda, que evidencia ejercer un magnetismo cada vez más poderoso sobre una parte no pequeña de la izquierda. Se loa por algunos andurriales izquierdistas a Fusaro y ello significa ensalzar a quien, por ejemplo, aprovecha la detención de la capitana Carola Rackete para mostrar su desprecio, además de por la propia «capitana de las rastas», hacia el «nihilismo hedonista» y el «neoprogresismo liberal, fucsia y arcoíris» de la «Generación Erasmus». O que en Twitter, sobre una imagen del Che Guevara con los labios pintados, el puño feminista en la boina y fondo arcoíris, carga contra la «metamorfosis kafkiana» de una izquierda en presunto tránsito «del rojo al fucsia, de la hoz y el martillo al arcoíris, del cuarto estado al tercer sexo, del intelectual sardo de Ales en la cárcel [Gramsci] al bardo cosmopolita escoltado en Nueva York [Roberto Saviano, amenazado de muerte por la Camorra napolitana por su libro-denuncia Gomorra]».

Puede resultar pasmoso —debe resultarlo— que este bebistrajo desolador de maniqueísmos pueriles, comparaciones falaces y abajismos de baratillo obre sugestión alguna sobre intelecto izquierdista alguno, y sin embargo así es. A Fusaro se lo encumbra hoy aquí y allá como una rutilante luminaria por la que parece ser intolerable que la izquierda no acepte ser catequizada. Emerge de ello una duda razonable: la de si, también como hace cien años, no estará sucediendo que a esta izquierda atraída por el chic neofascista no sea el inexistente qué, sino el cómo lo que la seduzca; si no funciona hoy igual que entonces un apremiante anhelo de un credo ajedrecístico de no importa qué blancas contra no importa qué negras que, insatisfecho por una izquierda que ahora sí aprecia las escalas de gris, encuentra complacencia en una ultraderecha que actúa mientras aquí se discute, simplifica mientras aquí se consagran esfuerzos a preservar la biodiversidad de la multitud, corta de un espadazo los nudos gordianos y vuelve a encarnar la mística nietzscheana del hombre «liberado»; del «guerrero» que «pisotea la despreciable manera de bienestar con la que sueñan tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas» y sale a matar dragones que hoy se llaman Soros o Bruselas.

La historia, ya lo hemos dicho, no se repite, pero rima. Y suele hacerlo con rima consonante.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.clLa Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.

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