La vida menguante, de Pedro Luis Menéndez
/una reseña de Carlos Alcorta/

Treinta años de silencio editorial son muchos para lograr que el interés de los lectores se renueve y, sin embargo, ese es el caso de Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958), que regresa a la poesía después de haber publicado un libro con apenas veinte años, Horas sobre el río (1978), y otros dos poco después, en la década de los ochenta: Escritura del sacrificio (1982) y Canto de los sacerdotes de Noega (1985). La vida menguante, un título lo suficientemente descriptivo como para informarnos de lo que vamos a encontrar en su interior, no es, como suele suceder cuando el intervalo temporal es tan grande, una mera reunión de poemas escritos a lo largo de estos años de silencio editorial. Aunque el autor no especifica la fecha de escritura de los poemas, por su tono melancólico, resignado y otoñal, no es difícil datarlos en estos últimos años de la vida del poeta, cuando la edad va imponiendo ciertas limitaciones físicas y el escepticismo ligado a la experiencia aconseja no hacerse demasiadas esperanzas sobre el futuro. No es una visión, contra lo que pudiera parecer, pesimista, pero uno debe acomodarse a su propia condición y, si pretende disfrutar de la vida, no crearse faltas expectativas, porque si lo hace, si no acomoda las expectativas a la realidad, solo logrará desestabilizar su ánimo. Las reglas han cambiado y el ser humano, igual que el poeta que habita en él, está obligado a adaptarse a ellas por más que la escritura le ayude a mostrar cierta capacidad de rebeldía, la imprescindible para mantener sosegada la conciencia.
Los poemas de La vida menguante, como decíamos, parecen escritos no hace demasiado tiempo porque, como Menéndez escribe en un verso, «el tambor de la muerte/ retumba como un bosque de lápices gastados», y ese sonido, esa sensación, es más propia de la edad madura que no de la edad mediana, cuando los demonios del mediodía todavía se manifiestan con toda su crudeza. Quizá la constatación de que la muerte asoma en el horizonte que el poeta vislumbra sea el leitmotiv que ha desencadenado la escritura de estos versos, versos escritos por necesidad, ajenos a las fluctuaciones generacionales y a banderías estéticas: «Lo más difícil, pueden creerme/ que no hablo de oídas,/ es permanecer/ en la misma línea, no moverse un milímetro,/ no dejarse seducir por ningún bando,/ ser uno mismo» escribe el poeta. De este libro ha dicho César Iglesias en la presentación pública que es «un volumen en el que el mejor Pedro Luis Menéndez muestra que la creación en el silencio, alejada de la exposición publica y del exhibicionismo, genera una fortaleza moral que dignifica el acto mismo de la escritura». No podemos estar más que de acuerdo, porque estos poemas meditativos plagados de hallazgos sobre la fugacidad del tiempo, sobre el amor (muchos de los versos que los componen son, en realidad, aforismos) no pueden surgir más que de un estricto examen de conciencia.
Tres son las secciones que lo integran: «El camino», la más extensa, presenta formalmente dos tipos de poemas (lo veremos también en el resto del libro), los netamente narrativos que presentan un discurso coherente temporalmente y aquellos otros, los más numerosos, que se acercan al hecho verbalizado de forma elíptica, sumando fragmentos discontinuos, frases cortas y tajantes encadenadas que añaden perspectivas oblicuas al asunto central del poema, como podemos comprobar, por ejemplo, en este poema: «Contemplo la muralla. Un domingo y otoño.// Los días son los días y pasan./ Las noche son las noches y tiemblan.// Eres la luz. Qué esquina te deshizo./ Con qué ángulo necio tropezase.// Dónde está tu victoria.// Aunque queden los nombres./ Piedra muerta», estructuralmente diferente a este otro ejemplo paradigmático del poema discursivo, del que reproducimos solo la primera estrofa: «Cuando la noche quiere ser más noche/ —son las doce, las agujas se aman—,/ le pregunto a mi ángel de la guarda/ qué ha sido de la vida que me dieron/ mientras yo sonreía sin mirarme al espejo». Son, como vemos, dos retóricas distintas, seguramente dictadas por el argumento del poema, pero que mantienen muchos puntos de contacto. El primero de ellos acaso sea el convencimiento de que las palabras no pueden hacerse cargo por completo de los pactos que la intimidad establece con lo real («Las palabras son aire»), sobre todo cuando la vecindad con la muerte, precedida de esa sensación agobiante de insignificancia vital, que conduce al poeta a escribir: «Sin palabras, así,/ aislado de los sueños que una vez sostuvieron/ lo que era mi vida, me escondo en el vacío/ de esta casa sin dueño, de estas paredes ciegas/ que ocultan lo que enseña cuando ya nada/ aguardan los ojos de quien llora/ muy lejos de este abismo», se extiende como una mancha de petróleo incluso por la mente de quien lee, contaminado las posibilidades semánticas, reduciéndolas a una: la desesperanza. El segundo, la preponderancia que parece otorgar el poeta a la vida escrita por encima de la vivida, entra en colisión directa con esa desconfianza mostrada anteriormente hacia la palabra y también con la falta de esperanza antes mencionada. Pedro Luis Menéndez parece disentir de sí mismo (la contradicción es propia de personas que no acomodan a los dictados de lo real) cuando escribe: «Y si pasan lo años nada importa,/ mientras lleno papeles nada importa/ si la vida me deja aún otra noche/ para escribir poemas en que afirme,/ rotundamente claro,/ que nada es importante si te tengo…», aunque no tarda en realizar otra vuelta de tuerca, como la que constatan estos versos: «Las historias son solo palabras y mentiras./ También cada poema. Este mismo./ El de ayer. Tal vez el de mañana/ si aún existo». En todo caso, el poema que comienza con este verso, «Hace meses que no me acerco al mar» resume como ninguno esa aparente contradicción entre vida y poesía y, al menos hasta ese momento, la apuesta por la vida parece imponerse.
En la segunda sección, «Ariadna», el hilo conductor pasa a ser el amor. El poema sigue siendo el marco apropiado de reflexión sobre el poema mismo («Esto es solo un poema, pero apenas si miente») a la vez que desempeña la función de escenario donde se reconstruye el recuerdo. El contacto físico, el deseo («Te recorro despacio, erizándonos juntos/ los poros que nos muerden,/ y me detengo luego/ para beber tus mares/ a sorbos mientras sueñas») y la ausencia («Dos semanas. Tu cama guardará mi recuerdo»; «Porque ya no te tengo/ el silencio me llena con todos los vacíos») con todas las consecuencias que conlleva, unidas a la temporalidad en la que se circunscriben los hechos otorga a los poemas una configuración casi diarística.
¿Qué hay al otro lado de la desolación? Si nos atenemos a lo que nos trasmiten los poemas de esta última sección de La vida menguante, lo que hay es más desolación, agravada por las noches de insomnio: «No temas, haznos tuyas. Siempre te fuimos fieles./ Volvemos sin reproches a tu cama vacía,/ a tu sueño partido,/ a tus desolaciones». Muchos son los versos que reinciden en esta idea; en la idea del insomnio como una especie de infierno. La vida se convierte en un camino sin rumbo plagado de adversidades y la depresión se alza en el horizonte existencial: «Cuando la vida sigue sin dirección alguna/ en brazos de la química sabiamente prescrita,/ cada día se pierde un poquito de uno, diluido en jirones, marchito, tan cansado/ que el cansancio gobierna/ con su mano aturdida/ las ideas/ y regresos, los silencios, las noches/ que empiezan a olvidarte, como se olvida/ todo lo que no permanece, lo inútil,/ lo insalvables, lo estéril, lo imposible». No deben tomarse estos versos, pese a la crudeza de estos versos o precisamente por dicha crudeza, como confesiones que hablan de una verdad íntima, sino como testimonios de una verdad literaria (no podemos negar la infiltración de lo imaginario en lo cotidiano), que es la que realmente nos interesa, porque es muy posible que a través de la escritura el dolor se atenúe o porque, como esgrime Menéndez, «las canciones mienten. /Y los poemas sobran».
Para terminar, hablamos antes de versos que eran, en sí mismos, aforismos: Los ejemplos son innumerables, pero basta transcribir algunos para que el lector de este comentario se haga una idea: «La soledad se paga con monedas de tiempo», «Aunque dure un instante la eternidad es cierta», «La permanencia es solo un fingimiento», «La distancia reduce tu piel a la memoria» o «¡Qué refugio son siempre los sueños de los otros!». Sugieren otra forma de leer este magnífico, aunque desencantado, libro de Pedro Luis Menéndez, a quien nos gustaría ver más a menudo en páginas impresas.
Selección de poemas
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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