El niño que le echaba kétchup a todo

El divorcio entre gastronomía y nutrición, dice David Remartínez, nos deja sin estudios globales que analicen los frenéticos cambios en el gusto.

El niño que le echaba kétchup a todo

/por David Remartínez/

Algunos críos necesitan echarle kétchup a todo cuanto comen porque solo así toleran comer. O solo así los padres evitan estamparles la cara contra el plato, que es otra historia. Sin embargo, lo interesante de ese fenómeno no es la forma de educar a los hijos, que allá cada cual, sino cómo los nuevos hábitos en una sociedad que combina ya tantas formas de alimentarse —del snack al ultracongelado o el menú degustación— están conformando el gusto frente a la mesa. O frente a la bandeja. Que el kétchup se haya convertido en inevitable para cualquier nevera dice más de la gastronomía mundial que toda la lista de restaurantes Michelin desde los años ochenta. Esa salsa de tomate desquiciada en su sabor es uno de nuestros paradigmas contemporáneos del gusto, algo sobre lo que, paradójicamente, apenas reflexionamos como sociedad.

Este asunto capital, que identifica los patrones psicológicos y fisiológicos sobre los que se afianza nuestra relación con la comida, aparece de forma periódica y parcial en ensayos sobre gastronomía y nutrición, pero apenas interesa en el debate público de ambas materias, como sabemos enfrascadas respectivamente en adular a los gorros ilustres (gastronomía) y en alarmar a la población sobre sus malos hábitos domésticos (nutrición). Aun siendo hermanas, las dos disciplinas se empeñan en comportarse como cuñadas enfrentadas por un testamento, mirándose con recelo y abordando muy pocos temas comunes, caso del gusto: «La medicina nutricional envía al cocinero a ocuparse de sus fogones y al aficionado a la cocina, a limitarse a su exaltación y al placer del plato, pues el sabor  de los alimentos y las preparaciones tiene en sí poca importancia», lamenta Christian Boudan en Geopolítica del gusto: la guerra alimentaria (Trea, 2008). A su vez, la gastronomía mediática (la que promocionan los expertos en restaurantes y en tendencias) entiende la salud como un aliciente, pero nunca como un vector tan relevante como el sabor, pues la propaganda del placer (y más en estos tiempos) domina todo el relato intelectual. La salud, para la gastronomía esnob, es algo así como el empleo para los economistas neoliberales: un anexo frente al sacrosanto dinero.

Y sin embargo, el gusto parece la mejor forma de unir ambos mundos, lo bello y lo bueno. El gusto es el principio y el final, el nacimiento del apetito, y la satisfacción o la frustración cuando se sacia aquél. De la variedad, profundidad y consciencia de nuestros apetitos depende buena parte de nuestra felicidad. Si encima logramos que sean sanos, o al menos que no nos perjudiquen, habremos desenterrado una vajilla de griales y una bodega de ánforas de vino ancestral para brindar.

Precisamente lo que hoy en día camina divorciado surgió hace milenios de la mano. Como ilustra Boudan en su libro, el gusto culinario nació del uso de especias y plantas aromáticas que se empezaron a conocer por sus propiedades medicinales, y que a cuenta del hábito sanitario acabaron conformando las cocinas del mundo antiguo. Para las antiguas medicinas griega e india, «la causa principal de las enfermedades no podía ser sino una mala alimentación», que se corregía y equilibraba con especias y plantas. Todo empezaba y acababa en el estómago.

Si como primates empezamos a calentar carnes, legumbres y verduras para poder digerirlas fácilmente, como humanos civilizados empezamos pues a aderezarlas para curarnos y, al tiempo, para deleitarnos. Posteriormente, ese gusto evolucionó de forma particular con cada cultura y en cada zona del planeta. Joan Santachana y Nayra Llonch dedican casi 400 páginas a este asunto en El gusto en España: indumentaria y gastronomía en el crisol de la historia (Trea, 2019), un ensayo que repasa nuestra historia nacional a partir de la evolución de nuestra alimentación y de nuestra vestimenta, pues lo que denominamos en Occidente gusto es una cualidad dual que refiere el aprecio de «la belleza y el sabor»; es decir, la elegancia en el vestir y en el paladar. En ambos casos, «el gusto es variable, subjetivo, no universal y propio de cada persona». Sin embargo, como todo comportamiento humano, en su formación también influye lo colectivo. Una parte de su análisis le corresponde a la psicología y la neurociencia, y otra, a la antropología y la sociología.

En la mesa nos gusta lo que aprendemos a que nos guste porque le gusta a mucha gente, igual que acabamos vistiendo con determinadas prendas o colores porque se corresponden con la estética determinada por nuestra época. Todos nos creemos muy originales hasta que descubrimos en las fotos antiguas las pintas infames que gastábamos décadas atrás; hasta que el recuerdo y no la memoria nos revela el alcance inconsciente de la influencia ajena. Por eso, reconocerse como parte de la tribu es sustancia de felicidad, por mucho que el hipercapitalismo nos empuje a sentirnos únicos y especiales, majestuosamente singulares, para que no paremos de comprar cosas que nos afiancen esa individualidad tonta. Resulta que nos gustan las cosas que nos gustan, pero también aquellas de las que nos convencen, y que ese proceso es el normal. Porque el gusto es una convención, como casi todo en las tribus.

A las nuevas tribus les gusta el kétchup, obviamente, y un montón de sensaciones similares que crea la industria alimentaria. Sabores artificiales que están desplazando las preferencias palatinas de finales del siglo XX, cuando esa misma industria empezó a nutrir a las grandes poblaciones urbanas con ultracongelados, procesados y precocinados, que inicialmente imitaban la cocina casera, pero que poco a poco fueron creando una culinaria propia con su correspondiente colección de sabores. Con su gusto particular. En consecuencia, si los niños y jóvenes de hace cincuenta años se aficionaron con los primeros precocinados a la sal, ahora lo hacen con el azúcar y derivados, esenciales en la actual alimentación fabril. Según un estudio de la consultora tecnológica Ainia, la mitad de los nacidos en la generación del baby boom prefieren los sabores salados, mientras que el 55% de los millennials eligen los azucarados. Y si mezclas sal y azúcar abundantes, y le añades el tercer elemento recurrente en la industria actual, o sea el glutamato monosódico (raíz del sabor umami), ¿qué es lo que sale? Pues kétchup, el sazonador más usado en Occidente y la matriz de un gusto que se puede rastrear en miles de productos y en las sonrisas de millones de niños.

La sal, el azúcar y el glutamato arrastran leyendas negras por su supuesta insalubridad y, en el caso de los dos últimos, por su supuesto carácter adictivo. El kétchup, como paradigma, concentra el odio tanto de los gastrónomos (pues su sabor estrafalario presuntamente anula la sutileza de lo que adereza) como de los nutricionistas (pues la combinación de sal, azúcar y glutamato presuntamente mata). Esta alineación de sacerdotes y médicos, bastante rara —como hemos visto—, se repite con la censura de otros alimentos industriales, aunque las disfunciones procedan en realidad del abuso y no tanto de los productos en sí (el kétchup no es malo: es el niño). Como reitera la farmacéutica y divulgadora Gema del Caño, los alimentos actuales son «los más seguros de la historia». Cuestión distinta es su uso, o la información que sobre tal uso nos proporcionan las empresas.

Pero si las empresas se escaquean de aclararnos lo que venden en toda su amplitud, ¿qué protección tiene el consumidor? Ahí reside el quid de esta reflexión: ¿por qué la investigación sobre el gusto, sobre los sabores que vamos adquiriendo merced al desarrollo del mercado, no se encara con calma, transparencia y cooperación entre disciplinas? ¿No hay nadie capaz de sentarse a analizar nuestra fascinación por el kétchup sin un prejuicio, atendiendo a nuestros disfrutes y a nuestros abusos por igual, a nuestras contradicciones? ¿No hay nadie en el mundillo culinario que no se crea mejor que los demás, más sensato que la gente? ¿Por qué la gastronomía y la nutrición no se alían en beneficio de sus públicos, que en realidad es el mismo?

Para Elisabeth Rozin, el kétchup, en origen una salsa vietnamita de pescado en escabeche que fue mezclada con tomate en Estados Unidos, «bien pudiera ser la única verdadera expresión culinaria del crisol de culturas». Ésa es la actitud que necesitamos, máxime cuando la evolución de la comida en nuestra sociedad eléctrica se ha ramificado hasta tal punto que disponemos de decenas de formas de alimentarnos, que la mayoría de los consumidores de los países ricos mezclamos en distintas proporciones en nuestro día a día: comida fresca, industrial, telecomida, comida de franquicia, restaurantes de barrio, restaurantes sofisticados, restaurantes de quinta gama donde a menudo no sabemos que nos despachan también comida industrial, sólo que más cara. La gastronomía real, la que compone nuestros días, combina tantos ingredientes y procesos, tantos sabores, que ni sabemos distinguirlos como público ni entendemos cómo se incorporan a nuestros hábitos. ¿Quién crea los bulos? ¿Quién determina las modas? ¿Cómo un buen día miramos todas las cartas y resultó que nos habían invadido los baos?

Pues los baos desembarcaron según el proceso que describe este abrumador párrafo de Isabel González Turmo en Cocinar era una práctica: transformación digital y cocina (Trea, 2019):

La tecnología alimentaria y las grandes empresas tienen potentes resortes: lideran la investigación, interactúan con los emprendedores, controlan la mayor parte del mercado global y local, reducen los costes de los sistemas de venta, asumen y utilizan discursos que eran periféricos [lo artesano, lo tradicional, lo saludable], abren nuevas líneas de producción en ese sentido [patatas fritas artesanas, tradicionales, saludables], las sitúan dentro de la cadena, cuentan con múltiples agentes de difusión, diseñan estrategias de modificación del gusto y ofrecen los ingredientes que un restaurante necesita para situarse en vanguardia.

Ergo, los baos.

El fracaso de la gastronomía y de la nutrición contemporáneas reside en su empeño por ignorar ese mercado industrial que determina el gusto colectivo según complejos resortes, mucho más difíciles de desentrañar que de sancionar por sus abusos. Y no porque no existan datos sobre la frenética evolución de un negocio que, como todos en este mundo hiperconsumista, necesita proveer constantes novedades que mantengan excitado al público. Al contrario.

La industria ya investiga cómo producir aromas que parezcan naturales, cómo sustituir proteínas animales por vegetales, o cómo introducir en las neveras productos ultracongelados que sugieran salud. A la par, potencia los precocinados con sabores de cocinas de moda entre la alta restauración, caso de la hindú, algunas sudamericanas o las de Oriente Medio (lo exótico es siempre el camino más corto para ofrecer novedad). Y sofistica los llamados sabores encapsulados, que reemplazan a las especias tradicionales. El sabor, desde hace años, se inventa, pero nadie dedicado a la divulgación nos lo explica a los consumidores con detalle y orientación. Nadie nos interpreta el porqué de nuestros gustos.

Es mucho más fácil escandalizarse por el crío que abusa del kétchup, desde luego.


David Remartínez (Zaragoza, 1971) es periodista, autor de los libros El gabinismo contado a nuestros hijos y La puta gastronomía. Alimenta la web Remartini, y lee y come de todo.

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