José Manuel Querol: «El fascismo fue un ismo más. Toda la ideología nazi es en realidad una gigantesca performance; una invitación al individuo aplastado por el capitalismo a formar parte de algo más grande que él y a sentir que eso no sería tan grande sin él»
Versa esta entrevista celebrada en un café de Madrid sobre un libro titulado La democracia caníbal: el Leviatán y la amenaza fascista en el siglo XXI y cuyo autor, José Manuel Querol, escribe a partir de la convicción de que «la historia política de Occidente se parece a una continua guerra entre la luz y la sombra, entre la razón y la iluminación divina, entre la libertad como ejercicio de la ciudadanía y la gracia de Dios derramada sobre un individuo o un pueblo. Y hoy parece ir formándose entre la niebla una silueta oscura; un fantasma que resume todos los miedos del siglo XX: el fascismo, de nuevo en nuestro tiempo. El ascenso de multitud de partidos etiquetados como ultraderecha en Occidente nos pone en alerta sobre el retorno del monstruo que destrozó Europa durante los años cuarenta del siglo XX, y la pregunta no puede ser otra que si este fantasma es real o no, o si solo se le parece, o incluso si puede ser algo aún más aterrador aún que el viejo fantasma».
Angustiado erudito, Querol nos advierte sobre el birlibirloque peligrosísimo por el cual la política se estetiza; la escenografía se convierte en la res del discurso público, en su meollo; lo verdadero es bello pasa a ser lo bello es verdadero; lo bello pasa a poder ser lo doloroso y «lo extremo, lo grotesco, lo monstruoso, lo abyecto, como categorías visibilizadoras de la condición humana, pierden […] su condición de denunciantes para confirmar una enfermiza naturaleza humana que aspira a ser valorada estéticamente por ella misma». Su libro es un ensayo y un manifiesto; un mapa y una advertencia. Nos presenta también en él al Estado del bienestar como un Leviatán de rostro aparentemente amable que, sin embargo, rinde culto a un soberano oscuro; y es inestable, caprichoso, porque sirve a la avaricia de éste. Su único instrumento de control —afirma— ha sido la política de consumo como herramienta de inserción social, pero no contaba con el cansancio del ser humano, con el aburrimiento, con la necesidad de novedad, sino sólo con la naturaleza económica del ser humano, que hoy quizá deberíamos revisar.
Reflexiona también Querol en el libro sobre la teologización de la política; sobre cómo el sistema provee de un lugar idóneo para cada cuerpo y cada estructura y la variación o la disidencia se convierten en herejías que deben ser combatidas. El nuevo Dios era para Voltaire la Bolsa de Londres. Dice que la rebelión de las masas nace hoy de la necesidad de hacerse visible; de encontrar un hueco en un universo donde nos deshacemos y para el que no contamos. Y reivindica la democracia como instrumento de combate y como baluarte frente a un desarrollo necrótico del Romanticismo como el que el ser humano, incorregible, tenazmente idiota, atraído sempiternamente por el abismo, nunca dejará de estar tentado a recorrer.
Me gustaría comenzar la entrevista con una imagen que usted utiliza en La democracia caníbal a modo de metáfora de la Europa actual: la de una Venecia que, «cadáver exquisito», aparentemente esplendorosa aún, no repara en su propia decadencia ni en que sus cimientos están siendo roídos por los ratones.
Empecé a pensar en ello para otro libro mío titulado Fronteras y sobre todo a raíz de mi impresión al llegar a Venecia en tren la última vez que estuve. Cuando, después de llegar al aeropuerto, uno toma uno de esos taxis-lancha y entra en la ciudad por la parte del Lazaretto, lo que ve es una ciudad cayéndose; una ciudad en ruinas. Después, va poco a poco acostumbrando los ojos a esa forma de ruina y a fijarse en los arcos, las volutas y demás y al final llega al borde del síndrome de Stendhal. Pero la primera impresión es esa otra. A mí, además, un veneciano me contó un día que en los pisos inferiores de la ciudad no vive nadie: sólo las ratas. La gente vive en los pisos de arriba, que son los únicos que no tienen humedad. Y a mí aquello me pareció una metáfora espléndida de lo que es Europa. Cuando uno pasea cualquier día por Madrid, lo que ve fundamentalmente son turistas haciendo fotos a cosas y a nosotros enseñándoselas cuando, en muchos casos, ni siquiera las hemos visto nosotros. No sé cuántos madrileños han entrado alguna vez al Palacio Real, pero no muchos. Pero lo enseñamos como el rico sin cash que enseña su herencia; y al final, de algún modo, nos sucede lo que a Venecia: enseñamos —se los enseñamos a Woody Allen, a los japoneses, a los chinos…— un montón de pedazos de historia vacíos por dentro. Venecia sólo sirve para ser mostrada, y Occidente es exactamente eso. Occidente ha dado al mundo grandes ideas; somos los grandes provisores de ideas al mundo, pero ya no tenemos ninguna que dar. Lo único que podemos enseñar ahora es historia. Y ojo: en Europa se sigue viviendo como en ningún otro sitio. Nos podemos quejar de los recortes y de lo que queramos, pero fuera, en materia de derechos laborales, sociales, etcétera, sigue haciendo mucho más frío. Yo, en el libro, incluyo en esa metáfora el hecho de que, mientras que los pisos inferiores de Venecia son efectivamente carcomidos por los ratones, en los superiores están las hermosas venecianas mirándose en espejos dorados y sentándose en divanes tapizados de damasco. En fin, me pareció una buena metáfora. Podría haber escogido otro tipo de ruina, como Roma, pero…
Roma es otro tipo de ruina.
Sí, porque es una ruina espléndida; lo que decía aquel adagio latino: «Quanta Roma fuit, ipsa ruina docet»; Roma fue tanto como sus ruinas enseñan. Además, en Roma vive gente, en París vive gente, en Madrid vive gente…, pero en Venecia no habita casi nadie. La gente vive fuera, en tierra firme, y va y vuelve a Venecia a trabajar. Venecia no es tanto una ruina como un decorado; es más, un decorado y algo real al mismo tiempo. Es un objeto completamente inservible pero que todo el mundo admira, como esas pinturas galantes que no dicen nada pero que es agradable mirar: la señora de la alta burguesía en el columpio y así. Europa es eso estos días: buen gusto, bienestar, pero nada más.
En el libro habla, citando a Steiner y a otros, de un cansancio o agotamiento de la cultura occidental.
Sí, pero bueno, no es una idea mía, sino algo a lo que llevamos mucho tiempo dándole vueltas en Occidente; una especie de ganas de que todo se acabe, como en el famoso poema de Cavafis «Esperando a los bárbaros». Más que cansancio, es una necesidad de cambio. Vivimos en un mundo en el que la novedad, la idea de novedad, es lo único que todavía nos mueve, y la placidez del bienestar económico llega a ser aburrida. Ya querría todo el mundo sufrir ese aburrimiento, ¿eh? Preguntémoselo a la cantidad de refugiados africanos que llegan a nuestras costas. Pero a nosotros el bienestar ya nos aburre. Toda esta idea se refleja muy bien en esas películas norteamericanas de invasiones en las que lo primero que hacen los marcianos es cargarse la Casa Blanca. Luego la reconstruyen y ponen la bandera, como un nuevo comienzo, pero hay una necesidad previa de destrucción.
Los bárbaros del poema de Cavafis son para la gente que los espera impaciente «una cierta solución». En nuestro caso, ¿una solución a qué?
Entre otras cosas, a que el hombre contemporáneo, el hombre europeo, ya no sabe quién es. Te cuento una anécdota: a mí me sucedió hace poco que pregunté a mis alumnos en un examen por la comedia nueva y varios de ellos, en lugar de responder disertando sobre la de Lope de Vega, me largaron ahí la griega del siglo IV antes de Cristo, la de Menandro, Dífilo y Filemón. Habían copiado, evidentemente, pero da igual que copies cuando ni siquiera sabes qué es lo que tienes que buscar. Es una simple anécdota, pero creo que habla bien de hoy sucede en general que es como si nos hubieran desconectado por completo de cualquier sentido de tradición. Lo único que cuenta es lo inmediato. También hemos terminado viviendo una era neoliberal en la que ya no sólo las ideas, sino las cosas, nosotros mismos, nuestras relaciones, incluso las amorosas, son neoliberales. Occidente ya no tiene idea porque se ha convertido en mercancía; todo lo ha hecho, también la política. Hoy la gente ya no tiene ideología, sino que participa de la política con una concepción lúdico-deportiva, como decía Ortega. Uno es del PP o del PSOE como es del Barça o del Madrid.
Los mismos países se convierten en marcas: la famosa marca España, por ejemplo.
Y las personas. Es muy difícil liberarse de esos modelos cuando se ponen en marcha, y afectan, sí, a los países, pero también nos afectan a nosotros. Incluso tú y yo tenemos una marca; una imagen que defender.
Lo decía Foucault: el hombre del siglo XXI es «el hombre empresario de sí mismo, siendo él su propio capital, siendo para él mismo su propio productor y siendo para él mismo la fuente de sus ingresos».
Claro. Se nos obliga a ser gerentes de nosotros mismos y uno termina adaptándose no ya a la imagen que de sí mismo quiere dar, sino a la que los demás esperan de él. Nos vendemos y nos compran.
Una de las consecuencias posibles o previsibles del aburrimiento civilizatorio es la tentación de asomarse de nuevo al abismo.
Sí: que me ocurra algo, lo que sea. Necesitamos sentir. Vivimos en un mundo muy emocional; la gente ya sólo funciona con la piel y busca emociones intensas y rápidas. Somos incapaces de asumir todo aquello que conlleva un proceso. Y mira, yo pertenezco a la primera generación de este país que no ha conocido un conflicto bélico, pero me he hartado de ver películas bélicas y de jugar a videojuegos bélicos. Soñamos con un modelo épico que ya no tenemos. Para cualquier sociedad, la función del epos, del héroe, es importante, y en la nuestra se ha intentado generar una idea del hombre de negocios, del emprendedor, como epos, pero no ha funcionado bien, porque no hay una verdadera compensación. La mayoría de la gente que emprende no triunfa, y para que un modelo épico funcione, tiene que tener compensación. Pensemos en el Dáesh: ¿quiénes son estos tipos? Gente normal, ni siquiera buenos musulmanes, sino jóvenes que están haciendo el idiota por ahí, drogándose en discotecas y demás, pero a los que de repente te encuentras en cuatro meses con las bombas puestas dispuestos a matarse. ¿Qué ha pasado ahí? Lo que ha pasado es que se les ha ofrecido ser alguien; hacerse visibles. En cierta manera, nuestro problema es que necesitamos hacernos visibles y no somos capaces. No somos nada, no somos ni siquiera la masa orteguiana, sino una suerte de blandiblú al estilo de lo que dice Bauman sobre la modernidad líquida. La masa se ha vuelto líquida también o ya casi gaseosa, y lo mismo ha sucedido con el individuo. Pero seguimos siendo hijos del romanticismo, y esa necesidad heroica sigue ahí, de tal manera que cualquier elemento que apele a ello funciona. En Occidente funciona la nación y en el mundo oriental, como allá no hay naciones como tales, lo que funciona es la religión. Yo he utilizado a veces a modo de metáfora la historia de la cúpula que Albert Speer quería construir en Berlín, que iba a ser cinco o seis veces más grande que la de la basílica de San Pedro en el Vaticano, para que pudiera reunirse en ella a una grandísima cantidad de personas. ¿Qué representaba aquello? La posibilidad de, al mismo tiempo, fundirse en una comunidad, en un clan (el neoliberalismo no habla de clanes; en el liberalismo estamos solos), y al mismo tiempo sentirse representados y reconocidos como individuos. Esa necesidad es muy poderosa hoy. Pero cuidado con lo que queremos, no vaya a ser que nos ocurra…
El fascismo de hace un siglo sucedió a la primera guerra mundial y ésta a un larguísimo período de paz, estabilidad y prosperidad en Europa. ¿Es descabellada la comparación que pueda hacerse con este tiempo nuestro, también él de una pax vieja y que podría parecer consolidada?
Comparaciones pueden hacerse muchas… Por ejemplo, algo interesante que sucedió en Rumanía es que a Antonescu lo apoyó sobre todo cierto campesinado enriquecido había conseguido por primera vez tener hijos universitarios y que reaccionó con virulencia a la presión de la comunidad internacional para que se diera la nacionalidad rumana a los judíos. La gente razonó que sus hijos se iban a quedar sin puestos en el Estado, porque se los iban a llevar los judíos, y eso nutrió el auge fascista. En general, el fascismo tiene mucho que ver con una burguesía nueva que empieza a vivir bien en los años diez, y a la que distintas crisis y sobre todo la del veintinueve golpean súbitamente y dejan desamparada. Incluso el proletariado había experimentado mejoras; poquitas, pero algunas, y cuando todo eso estalla, el fascismo encuentra el camino abonado. Hoy tendemos a ver el fascismo de manera muy mitologizada: parece que los nazis bajaron de la Luna y se pusieron a asesinar a la gente, y no. Lo explicaba bien Hannah Arendt: era gente absolutamente normal. La gente normal también puede ser asesina en un momento dado. Y el fascismo no fue esa cosa arrolladora que también se pinta a veces: llegaron poco a poco. El nazi, al principio, no era más que un indignado al que además le daban bofetadas los comunistas, hasta que en un momento dado dijo: «Pues mis amigos y yo vamos a reaccionar».
Y llegaron bebiendo de, y sublimando, toda una serie de corrientes previas. Puesta en práctica de programas eugenésicos, por ejemplo, la hubo en Estados Unidos a principios del siglo XX.
Los fascistas no inventaron nada, no. En La democracia caníbal hablo de Chamberlain y de Gobineau, el inglés y el francés que desarrollaron la cuestión de la eugenesia y el darwinismo social, que por otra parte se aplicó muy bien en las experiencias coloniales británica y francesa. Lo que hace el fascismo es simplemente llevar eso a su extremo: como decía Benjamin, lo único que aportan es la tecnología; el propósito de cargarse a los judíos de manera eficaz y eficiente aplicando las últimas tecnologías del momento. Los pogromos de judíos llevaban produciéndose desde hacía siglos; y fuera de esa industrialización y sistematización de la matanza, yo no veo mucha diferencia entre el nazismo y otros modelos nacionalistas. Parece como si la cuestión judía fuera distintiva del nazismo, y para nada. De hecho, la cuestión judía no era el tema principal en la época; a la gente le daba igual. Los ingleses estaban hartos de los judíos y les daba un poco igual su suerte. Que se los estaba exterminando sonaba en algunos círculos, pero como no había fotografías ni pruebas de ello, la gente pasaba. No había fotografías, no había pruebas. Hasta que no liberan el primer campo los americanos, y filman a los prisioneros y obligan al pueblo a que los vea —y de repente ves en las filmaciones cómo señoras del pueblo de al lado se echan las manos a la cabeza, porque no sabían nada—, no hubo conciencia de la cuestión judía. El nazismo era percibido compo una dictadura política que hacía que la gente se tuviera que ir e incluso que se fuera gente como Thomas Mann, a quien nadie hubiera hecho nada porque era un tipo conservador y conocido por todo el mundo, pero a quien el ambiente se le había hecho irrespirable, como lo es en cualquier dictadura. Pero ¿tú conoces téxtos de la época sobre el problema judío? Hombre, seguro que alguno habrá, pero, ¿discursos de Churchill sobre los judíos, o de Leclerc, o de De Gaulle? Ya te digo yo que ninguno. Y luego con el fascismo también pasaba algo que vemos hoy cuando, por ejemplo, a Salvini se le afea el discurso antiinmigración preguntándole quién va a pagar las pensiones de nuestros hijos, y él responde: «Pero ¿qué hijos?». ¿Quién le dice a Salvini que no tiene razón en eso?
En el libro escribe sobre la figura, siniestra pero enormemente seductora, de Aleksandr Duguin y le da la razón en algunas cuestiones, como que la burguesía no es ya de derechas o de izquierdas, sino que es liberal; económicamente de derechas y moralmente de izquierdas, y eso es precisamente la globalización. Su propuesta es simplemente la opuesta, lo que no deja de revestir cierta elegancia teórica.
Yo, cuando leo a gente como Aleksandr Duguin, me quedo al borde de convertirsme en un fascista: es un tipo que te defiende los ideales de la socialdemocracia de respeto al trabajador mejor que la propia socialdemocracia y además te invita a refugiarte en tu identidad, tu nación, tu religión… Quiero decir que comprendes la seducción que esta gente ejerce, ¿no? O la que ejerce Marine Le Pen cuando dice que no piensa cuestionar el aborto, porque es un derecho de las mujeres, pero que va a implementar ayudas para que la que no quiera abortar no tenga que hacerlo por motivos económicos. Uno entiende que la gente acabe diciendo: en fin, ¿qué tienen de malo estos tipos?
Duguin afirma que la burguesía ya no tiene ideología.
Y es cierto. El capitalismo no tiene ideología: puede vivir en una socialdemocracia sin ningún problema y también acomodarse a las peores tiranías. Ni Perón, ni Hitler, ni Mussolini, ni Franco, ni Antonescu, ni Horthy cuestionaron la propiedad privada. Si acaso, cuestionaban la judía, pero porque no consideraban humanos a los judíos. Por lo demás, eran perfectamente capitalistas. A lo que aspira el capitalismo es a ser él el sistema; a estar por encima de las ideologías. Quiere ser soberano y leviatán al mismo tiempo, y por el momento necesita intermediarios y elige al Estado-nación como ese intermediario, pero en un momento dado, ¿por qué no eliminar el Estado? Es lo que quieren todos estos libertaristas de derechas.
Yo creo que, pese a todo, la gran burguesía necesita al Estado igual que lo líquido necesita algo sólido que lo encauce; incluso un Estado grande y que recaude muchos impuestos de los que los capitalistas —que siempre dispondrán de trampas para evitar pagarlos— puedan aprovecharse en diversas formas, desde los rescates bancarios hasta una educación pública que fomente la cultura empresarial, pasando por las licitaciones entre amiguetes.
Bueno, pero si hubiera de ser sin Estado, tampoco pasaría nada; les encantaría. Y lo que deberían hacer el proletariado y la clase media es proteger el Estado, porque es el único muro de contención frente al recorte de derechos. Un Estado equilibrado; yo creo en el equilibrio. Uno no puede ir en contra de la naturaleza humana, y mucho del pensamiento socialista utópico y del modelo soviético era ir en contra de la naturaleza humana. Al final, somos como las urracas: nos gusta meter cosas brillantes en las casas. Y el comercio es consustancial al hombre. El problema es el desequilibrio, la desmesura, y este capitalismo financiero en el que ni siquiera hay tangibilidad del producto es un estallido de desmesura. Se está eliminando incluso al hombre: lo importante ya no somos tú y yo, sino el intercambio que hacemos, y ni siquiera la mercancía, sino el hecho mismo del intercambio, que es donde se gana el dinero. La mercancía da igual. Yo creo que el Estado debe controlar esos elementos para que no se desborden. Si el comercio nos es antropológicamente cultural, comerciemos, pero el hombre debe seguir siendo el centro; el punto de equilibrio. Yo no soy nadie para ir en contra de la propiedad privada y no me parece que eso funcione, pero lo que no puede ser es que no seamos dueños de nuestras vidas; que nos hayamos convertido en mercancía nosotros mismos. El otro día lo hablaba con una experta en ests cuestiones: hoy la madre del cordero son nuestros datos; el saber a qué hora te levantas, si tomas café o té, etcétera. Con eso se comercia, y yo no quiero ser un objeto de comercio. Hay que buscar un equilibrio y acabar con la desmesura. Cuando lees a Aristóteles, te dice que hasta la tiranía puede ser buena o mala; que depende.
Una dictadura en la que el dictador cumpla un papel encomendado y acto seguido se retire, como Cincinato a su huerta, no tenía por qué ser mala. La cuestión era la mesura en su ejercicio.
Claro. Depende de cómo sea la dictadura, de cómo sea el dictador, de qué circunstancias concurran, etcétera. Y lo mismo sucede con la democracia: tiene que haber un equilibrio. La clase media tiene que ser siempre mayor que cualquiera de los dos extremos y que los dos juntos: sólo así la democracia funciona bien. Eso se ve bien en América Latina, donde pasan las cosas que pasan porque no hay clase media y sí unas desigualdades tremendas: tienes a cuatro familias con un montón de dinero que controlan el país. La revolución, sea del tipo que sea, está servida. A mí no me extraña que gane Bolsonaro en un país en el que hay barrios y pueblos enteros en los que ni el Estado entra, igual que la frontera de México. ¿Qué Estado no puede controlar su propio territorio? En Europa, en cambio, mientras se mantenga la clase media la revolución no es viable. Yo no salgo con un fusil salvo que tenga que dar de comer a mi hijo.
Es interesante la parte del libro en la que alude al proyecto Koch y Buchanan, quienes, convencidos de que la utopía anarcocapitalista no tiene posibilidades de triunfar por sí misma, comprendieron que debían aliarse con el conservadurismo tradicional y la derecha religiosa y abducir el Partido Republicano para poder extenderse.
Todos esos tipos son muy curiosos: leen a Lenin. A mí me fascinan por el mismo motivo que lo hace Limónov, el del Partido Nacional-Bolchevique, que te hace decir: «no entiendo nada, esto no es lo que a mí me explicaron en las clases de historia» (risas). Lo de Koch y Buchanan lo explica Nancy Maclean en un libro titulado La democracia encadenada. Esta gente al final son cuatro millonarios, y por eso leen a Lenin, porque a Lenin le pasaba lo mismo: los bolcheviques eran cuatro; no eran un partido mayoritario ni mucho menos, pero Lenin diseñó una estrategia que fue capaz de convertir un partido minoritario en una opción de gobierno. Ellos, concretamente, se fijaron en la religión, un elemento que hemos desterrado al mundo privado desde la Revolución francesa pero que es posible reactivar, porque no estaba tan dormido como parecía y porque ahora tienes un enemigo a las puertas que te permite reactivarlo: unos tipos que ponen unas bombas en nombre de Alá.
Como suele suceder, se reacciona al Otro convirtiéndose en él.
Claro, y más en países como, qué se yo, Bulgaria, donde históricamente se ha estado en contacto con el mundo musulmán.
Y donde la religión fue vehículo de liberación nacional y sigue teniendo una dimensión patriótica.
Claro. Mira, hace muchos años estaba yo en Tesalónica y de repente la Unión Europea dijo que había que retirar la religión del carné de identidad griego. Yo pensé: qué tontería, ¿no? Que la quiten y ya está. Bueno, pues a los cuatro días, cuatro millones y medio de griegos —y son diez en total— habían firmado para exigir que no se quitara. Los había de izquierdas y de derechas; era una cosa completamente transversal, y yo, fascinado por el tema, le dije a una amiga griega: «A mí me tienes que explicar esto, porque nosotros lo vemos raro». Me dijo: «¡Es que tú no sabes de quién estamos rodeados!» (risas). En Grecia, donde por un lado están los turcos, por otro los albaneses, etcétera, ser ortodoxo es en cierta manera la forma de ser griego. Y lo mismo pasa en muchos sitios; en Rusia, por ejemplo, y en cierto modo también en España, aunque aquí es todo más suave.
El mito nacional español es la Reconquista contra el islam, y Américo Castro sostenía que el mito concreto de Santiago Matamoros se había desarrollado a modo de réplica de Mahoma y que en Compostela se había buscado una Meca cristiana: un ejemplo más de cómo se reacciona al Otro convirtiéndose en él. Más contemporáneamente, judíos como Hannah Arendt explicaban que los hizo sionistas el antisemitismo: ellos nunca se habían conceptuado a sí mismos como fundamentalmente judíos, pero el odio antisemita, que el antisemitismo les dijera que ellos eran judíos quisieran o no, los hizo abrazar esa identidad.
Sí, sí. Lo del Likud en Israel, por ejemplo, es casi lógico. Yo, desde luego, no voy a defender lo que está haciendo el Estado de Israel, que es indefendible, y menos ahora, pero entiendo que la gente de allí diga «a mí no me vuelven a llevar a un campo de concentración». Y luego hay una concepción muy norteamericana de la identidad que se ha ido difundiendo mucho y que es la que se inventó Huntington con aquello del choque de civilizaciones, que es una cosa delirante. Yo no sé si Huntington ha leído algún libro de historia alguna vez. Desde luego, sobre lo que no ha leído absolutamente nada es el concepto de civilización en antropología. Él te coge un criterio concreto, que es el religioso, y sobre esa base te traza unas así llamadas líneas de fractura con las que, por ejemplo, te habla de una civilización ortodoxa o de una civilización hispanoamericana distinta de la occidental y de la que además te dice que, como es católica, es consustancialmente poco democrática, lo que luego viene a repetir gente como Kaczyński.

Volviendo a aquella pax que precedió a la primera guerra mundial y al fascismo, es curioso de ella cómo había ido viendo triunfar toda una serie de estéticas salvajistas y una cierta atracción artística por la violencia: el fauvismo, el futurismo, el surrealismo que decía que «la belleza será convulsiva o no será», el Nietzsche que ensalzaba a los matadores de dragones, etcétera. La predisposición hacia el fascismo ya estaba de algún modo contenida ahí.
Había todo eso y también había otras corrientes que lo que ofrecían era un escapismo, una evasión, al agobio del mundo moderno; la huida a paraísos artificiales y lugares inventados y exóticos. La paz a la que tú aludes, si era tal paz, era una paz estresante. Aquél es un momento en el que hay una presión bestial sobre el individuo de un capital que está desarrollándose y lo hace proletarizando salvajemente a las masas de artesanos, un proceso que cuenta muy bien William Morris. Ese individuo sometido necesita una forma de hacerse visible, y el modernismo, el decadentismo, etcétera, aquellas novelas de Huysmans en las que de repente te aparece un tipo que hace misas negras, responde a esa queja. En España, lo que tenemos en ese momento es una crisis de identidad nacional: hasta aquel momento éramos el Imperio hispánico y de repente nos hemos quedado en nada, y lo que hacen muchos intelectuales es volver al pasado, al mito de Castilla. En general, la gente se organiza frente a ese capital que la aplasta y la deshumaniza y encuentra dos vías para hacerlo; para tener un hermano, contar para el otro y que el otro cuente para ti: la clase y la nación. También aparecen reivindicaciones como la homosexual en gente como Wilde o Whitman, y también son una manera de decir: «Aquí estoy»; de reivindicarse frente al destrozo a que se está sometiendo al individuo. Después, cuando ese destrozo alcanca su paroxismo con la primera guerra mundial, que provoca una aniquilación incluso moral, es cuando aparecen movimientos como el dadá, que lo que vienen a decir es que este mundo no tiene ningún sentido. Al mismo tiempo, la estética se adueña de la política; la política se estetiza. Esto lo cuenta Benjamin mucho mejor de lo que yo lo pueda contar nunca: las performances futuristas y demás tienen un componente político enorme y la propia política fascista es en gran parte una gigantesca performance; un ismo más. En una performance, ¿qué ocurre? Ocurre que el ciudadano, tú, yo, nos sentimos partícipes. Y eso, llevado a la política, es por ejemplo lo que está pasando en Cataluña con la gente que pone y quita lazos amarillos: la gente se siente parte de la política; hace país, o cree que está haciendo país. En un momento en el que el individuo está a punto de evaporarse y vive con un estrés enorme, porque en la fábrica se le está diciendo que la máquina vale más que él y que él no es más que un número irrelevante, quienes apelan a ese individuo como constructor de la identidad de la nación, quienes le dicen al individuo que tiene un papel que jugar en lo que está sucediendo, tienen el éxito asegurado.
Es muy interesante esa idea del fascismo como un ismo artístico más.
No es mía: yo se la leí a Vásquez Rocca, que terminaba diciendo que Hitler era un situacionista tanático. Sí, toda la ideología nazi es en el fondo una performance; una performance de construcción de una identidad que no existía. Alemania apenas llevaba unas décadas existiendo como país; estaba todavía construyéndose, y eso hacía posible que un cabo austriaco terminara siendo canciller. En Austria, el Anschluss no se vivió como una cosa terrible, como tampoco en los Sudetes. Fue Polonia la que protestó más, pero el orbe germanoparlante apenas lo hizo. Era, ya digo, un país en construcción y en el que todavía había que forjar en cierta manera la actividad comunitaria del pueblo. En el nazismo se hacían cosas como el Día del Arte Alemán, en el que los ciudadanos de Múnich se disfrazaban de distintas fases del arte alemán completamente inventadas: por allí aparecían caballeros medievales con esvásticas y cosas así. Había un propósito permanente de involucrar al pueblo y de organizarlo. Las mismas quemas de libros eran una performance o no sé si un happening, porque no está claro que exista un director de escena, pero en todo caso un acto estético: el mismo día, a la misma hora, en varias ciudades, todos quemando libros. ¡Pero es que ahora ocurre lo mismo con lo de poner las banderas en los balcones y así, o esto de los mítines de poner detrás del candidato a un puñado de chicos jóvenes! Se trata de involucrar al individuo; de hacerle sentirse parte de algo; de sacar al pueblo a escena; de encargarle a Leni Riefenstahl filmar El triunfo de la voluntad con setecientos mil actores que son el propio pueblo de Alemania.

El 15-M, ¿también fue una suerte de performance o de happening?
Más bien un happening, porque no se sabía qué iba a ocurrir. Lo que sí fue es un «yo tomo la calle, la calle es mía, yo cuento, vosotros me habéis estado ninguneando, pero ya no me vais a ningunear más». Era esa ilusión de sentirse útil, de sentirse alguien, de sentir que no eres una mierda, que en el fondo es lo que somos normalmente.
Hoy, ¿podemos encontrar remedos de aquellas estéticas salvajistas que precedieron al fascismo en la paz estresante de entresiglos? Estoy pensando en cosas como los deportes extremos o como la admiración, yo creo que criptofascista, que despertó el personaje de Daenerys de Juego de tronos, que no dejaba de ser una lideresa mesiánica y providencial que incineraba a sus enemigos con un dragón enorme. Al margen del giro hacia la locura que acabó por experimentar, esa fascinación ejercida previamente ya era muy preocupante, ¿no le parece?
Yo no he visto Juego de tronos, porque para mí la Edad Media es una cosa muy seria (risas). Pero sí, es cierto que hay un gusto por lo extremo que el deporte representa bien. No en vano los nazis utilizaron mucho el deporte.
El deporte estetiza la disciplina y la competitividad.
Sí, y representa también la posibilidad de triunfo. El pobre, puesto que es pobre, no puede aspirar a ser presidente de Estados Unidos ni de una empresa, pero si se esfuerza y es capaz de correr mucho, y aunque sea un completo inútil en todo lo demás, puede triunfar por esa vía que no necesita del dinero.
Fue curiosa y tiene que ver con esto, cuando España ganó el Mundial de fútbol de 2010, la épica de los once aldeanos con que se construyó el relato de aquel triunfo. Se subrayó mucho que la mayoría de aquellos futbolistas procedía de pueblos pequeños: Camas, Tuilla, Arguineguín, Fuentealbilla, etcétera; y hubo un gran despliegue de periodistas acudiendo a ellos a entrevistar a los vecinos y demás. Había una construcción épica, no sé si consciente o inconsciente, del hombre corriente que sale de su aldea para protagonizar una gesta enorme.
Sí, sí. Hay una construcción posmoderna del héroe que, en un mundo en el que desde la segunda guerra mundial parece que no pasa nada, se aprovecha sobre todo del deporte, que es lo único que nos queda. En muchos hooligans hay una transposición: viven su vida a través de la de esos héroes. La construcción heroica del deporte también es una manera de impedir la violencia, aunque olvidamos que la primera gran revuelta en Occidente ocurrió en el año 532 en Constantinopla, tuvo origen en el enfrentamiento entre las facciones verde y azul de las carreras de carros y fue una cosa gordísima: tuvo que ir para allá el general Belisario a cargarse a treinta mil tíos. ¿Era una guerra por deporte? No: igual que hoy el Madrid y el Barça ejercitan modelos políticos distintos, aquellas facciones también lo hacían. Unos eran monofisistas y estaban en contra de Justiniano y otros profesaban el cristianismo oficial y se alineaban con el poder. El deporte, las carreras de carros en aquel caso, era una forma de eufemizar la violencia, y hoy sigue sucediendo así. Sería muy fácil prohibir a los grupos ultras, pero no se hace porque hay que darle una salida a gente a la que se está machacando todo el día, y el fútbol puede ser una. Otra son los videojuegos: en un videojuego, tú puedes ser un héroe. Puedes ser cualquier cosa. Puedes matar, violar o puedes, siendo en realidad un tío, ser una tía y estar buenísima. Hace años había un juego que se llamaba Second Life y que era una especie de ciudad en la que la gente se configuraba una segunda identidad.
Gaspar Llamazares llegó a dar un mitin en él durante no recuerdo qué campaña electoral.
Ah, ¿sí? No lo sabía (risas).
Se maliciaba que Llamazares sólo podía ganar las elecciones ahí, en ese mundo ficticio.
Eso es lo que representan estos mundos escapistas: la posibilidad de ser otra cosa. Cuando tú realmente eres un pobre adolescente con granos metido en una habitación y al que nadie hace ni puto caso, los videojuegos te ofrecen la posibilidad de convertirte en un francotirador conocidísimo por ocho mil jugadores en la red. Eres un pringao al que la vida machaca y de repente tienes la posibilidad de machacar tú. Y el fútbol es un poco lo mismo; lo ves en esta gente que está en el bar y arregla el mundo a partir del fútbol. A mí no me gusta el fútbol, pero cuando, en la tele, hago zapping y me topo con los programas deportivos, me quedo fascinado con la pasión y la violencia que esta gente trasluce; con cómo se dedican a arremeter unos contra otros como si les estuvieran mentando a la madre. Al final, el ser humano es lo que es, y cuando te están machacando por todas partes, sentirte parte de un club triunfador, sentir que de algún modo eres tú el que ahora machaca, se convierte en un bálsamo.
Y el fascismo era eso mismo: una manera de decirle al pobre hombre aplastado por la modernidad que no sólo no era un pringao, sino nada menos que miembro del pueblo elegido; de una raza de guerreros llamada a dominar la Tierra.
Formar parte de algo más grande que tú y sentir que eso no sería tan grande sin ti, sí. Había gente que en los años treinta mataba simplemente por ponerse aquellos uniformes y aquellas botas que entre otras cosas te hacían ligar más. Los seres humanos funcionamos así.
En La democracia caníbal dice que la realidad se ha hecho cargo del terror naturalizándolo, haciéndonos convivir con él en cada telediario. La televisión no transmite el olor de la sangre y el dolor se transforma en un relato; en un videojuego ella misma.
Sí. De hecho, ha llegado un punto en el que el terror real y el ficticio se confunden, y el Dáesh retransmite por ejemplo el asesinato de un periodista copiando tal cual la escena final de la película Seven.
Y vemos ese vídeo con poco más horror que aquél con el que vemos una película de terror.
Nos hemos acostumbrado e insensibilizado, sí. Si yo tuviera que dar un euro a cada oenegé que de repente pone ante mi vista un horror, me quedaría sin euros que dar. Acabas diciendo: «Bueno, sí, el mundo es una putada, pero mientras mi hijo esté bien…». De hecho, hemos acabado convirtiendo las películas de terror en algo divertido. A mí no me gustan nada esas películas, que además me aburren soberanamente, pero entiendo su éxito, que estriba en esa sensación de inseguridad y de peligro que te proporcionan durante unos segundos.
La tentación de asomarse al abismo.
Y de sentirse vivo, pero claro, vemos esas películas porque eufemizan el terror. Si aparece un fantasma en casa, ya te digo yo que todo el mundo echa a correr.
Otro punto interesante del libro es aquél en el que sostiene que nuestros días asisten a una parálisis práctica de conceptos como ciudadanía, pueblo, nación o sociedad; intensiones semánticas —dice— que son los Santos Griales de la modernidad, por quienes todos los sacrificios son posibles y para quienes se gobierna y por quienes se mata.
Es una idea que yo tomo de Umberto Eco, Didi Huberman y otros; la idea de que el pueblo, por ejemplo, no es en sí nada; no significa nada. ¿Qué es el pueblo? ¿Qué entendemos por pueblo? Pregúntale a uno de Vox y a uno de Podemos y te darán dos definiciones muy diferentes. ¿Qué es la gente, que es el término que manejan los de Cinque Stelle y en su día manejaban los de Podemos? ¿Qué es la clase social? A lo mejor en los años treinta tenía sentido hablar de clase, pero sal a la calle hoy y a ver si encuentras a una sola persona que te diga que es proletario. Son palabras-fantasma que además vienen a enmascarar el hecho de que la estetización de la política ha terminado concluyendo en una indiferenciación de las opciones políticas. Lo que diferencia hoy a la izquierda de la derecha es el 0,7% del presupuesto: en todo lo demás, por más que la gente del PSOE se cabree mucho con la del PP, no hay diferencia ninguna. La diferencia es simplemente de sensibilidad; una cuestión fundamentalmente estética. Cuando Vox dice que el PP se ha vuelto socialdemócrata, probablemente sea verdad: casi todas las cosas que quería la socialdemocracia histórica están ya conseguidas y el PP las defiende. Todo este auge ultraderechista también responde a un ansia de cosas nuevas, y hay gente muy enfrascada en proponerlas. Duguin habla de una cuarta teoría superadora del liberalismo, el comunismo y el fascismo, aunque al final sigue siendo una tercera posición. Es el fascismo, es Gentile. Y Duguin es antiliberal y dice que hay que volver a la esencia del pueblo, pero ¿qué otra cosa es el fascismo? Lo de Duguin es fascismo a la rusa, fascismo posmoderno que incorpora una serie de elementos soviéticos, pero no como para llamar a aquello una cuarta teoría. Al fin y al cabo, el nacionalsocialismo se llamaba así: nacional y socialista. Le Pen lo representa hoy bien: propone medidas sociales de izquierdas pero con una moral de derechas, y cuando dice que la izquierda ha traicionado a la clase y la derecha a la nación, tiene razón, es inapelable.
Otra cosa es que ella sea el remedio.
Sí, pero cuidado con ella: es una tía muy inteligente. Lo pongo en el libro: hay un momento en el que ella empieza a decir que Francia no es responsable del asesinato de judíos durante la segunda guerra mundial, y cuando la critican, dice «oiga, esto ya lo decía De Gaulle, así que yo no soy sospechosa». De Gaulle, efectivamente, decía que Francia no era responsable de los crímenes cometidos por Vichy, porque la única Francia verdadera había sido la Francia Libre. Le Pen se presenta como heredera de De Gaulle, no de Pétain. Vive en el filo y consigue atraerse a gente de izquierdas y de derechas.
En España, Vox no se parece todavía a eso.
No, y Duguin demuestra no entender bien la política occidental cuando dice que Podemos debería entenderse con Vox. Vox no tiene nada que ver con el fascismo: es un exabrupto neoliberal salvaje de cuatro señoritos, vamos a decir, desviacionistas de lo que debe ser un ser humano —Sánchez Dragó, Hermann Tertsch, toda esta gente completamente despojada de dignidad intelectual o humana— y poco más. El Frente Nacional, ahora Agrupación Nacional, es otra cosa, y es cierto que coincide en muchas cosas con Mélenchon, igual que Bernie Sanders coincide en muchas cosas con Trump, pero eso no significa que Sanders o Mélenchon sean fascistas. Otra cosa que dice Duguin es que lo que hay que quitar del fascismo es el racismo y lo que hay que quitar del comunismo es el materialismo, pero a ver cómo lo haces, porque si hay una característica propia del fascismo, la única característica propiamente fascista en realidad, es el racismo. Fuera de eso, el fascismo puede ser una cosa o la contraria.
Intentamos racionalizar el fascismo cuando su única característica distintiva es la negación de la razón; el triunfo de la voluntad del título de la película de Riefenstahl.
Claro. El fascismo es una reacción que ya está en algunos grupos afectados por la Revolución francesa: en los campesinos de La Vendée, por ejemplo. Es una recusación salvaje de la Ilustración y la Revolución francesa, y de hecho, a la gente de la nova destra y de la nouvelle droite yo ya la he oído decir que la Revolución francesa no hizo nada, sólo convertir al individuo en ciudadano, que dices: «Coño, ¿te parece poco?». Ellos hablan de que hay que destrozar la idea de ciudadano y recuperar al individuo, que es una idea que comparten con las grandes escuelas de la posmodernidad. Sólo la Escuela de Frankfurt, Habermas y esta gente, reivindica la pervivencia de la Ilustración en nuestro mundo posmoderno; y si acaso, el pensiero debole, Lipovetzky y todos étsos te dicen que no tiremos al niño con el agua sucia. Los demás recuperan de algún modo el discurso de Spengler y todos aquellos pensadores de la decadencia de que la Ilustración fue un fracaso y se apuntan a distintos bombardeos: por ejemplo, a todo esto del posthumanismo y el transhumanismo, que reivindica un individuo distinto que ya piensa por medios tecnológicos y unos modelos de identidad que no son modelos de libertad, sino de individuación. O todo un mundo de disidencias sexuales, religiosas, alimentarias, etcétera, que pueden estar muy bien pero que no van a ningún lado y el capitalismo acaba convirtiendo en un nicho de mercado. Si yo me hago vegano, me sale más caro que no serlo. Y a mí me da igual, ¿eh? Que coman lo que les dé la gana, pero que no me digan que son unos revolucionarios. No, hijo, no eres un revolucionario: eres un imbécil. Lo que estás haciendo es colaborar con el modelo capitalista, que te va a hacer una tienda para gays de Chueca, con todo ecológico y diseñada por no sé quién, en la que te va vender a cincuenta euros una camiseta de algodón con lucecitas que en el rastro nadie compraría o valdría cinco euros. El capitalismo ha conseguido eso; ha logrado convertir toda disidencia en un nicho de mercado. ¡Incluso la parafernalia fascista! Mira, yo colecciono espadas, y voy a Militaria todos los años. Pues bien, me he encontrado allí hasta con el famoso busto de Hitler de Arno Breker. A cincuenta mil euros creo recordar que lo vendían. Al capitalismo le da todo igual.
Dice en el libro que el análisis que el marxismo hizo del fascismo como dictadura terrorista del gran capital era limitado e impidió al antifascismo oponer una resistencia eficaz. Si no lo he entendido mal, usted reivindica un socialismo humanista, morrisiano, que entienda que el hombre es algo más que un homo oeconomicus.
Sí, eso es. El problema es que la identidad de Occidente, como comentaba antes, es ser ricos. Si tú pides a cualquiera que te defina lo que es Occidente, lo que es la democracia occidental, lo que es el Estado del bienestar occidental, muy probablemente te vendrá a decir eso. Y yo entiendo el origen de ello, que es que al final de la segunda guerra mundial Estados Unidos elucidó que lo que había conducido a ella había sido una crisis económica salvaje que había hecho que la gente optara entre la renacionalización y la lucha de clases, y que ahora había que evitar una crisis similar que impidiera cualquier tentativa de aceptar una invasión soviética o de proclamar una revolución social. Lo que hay detrás del mito de la reconstrucción de Alemania es mister Marshall poniendo dólares. Incluso se eufemizó la protesta y era la CIA la que repartía camisetas del Che: cuando tú te ponías una camiseta del Che, ya te sentías un revolucionario; ya no hacía falta agarrar el arma.
«Una de las genialidades del sistema es ser capaz de revertir toda semántica amenazadora, toda disidencia, mercantilizándola, corrompiéndola, convirtiéndola en tendencia, moda, extravagancia, en definitiva, despojándola de cualquier condición revolucionaria, mutándola en banalidad», dice usted en el libro.
Sí. El caso es que se vivía bien, pero ¿qué pasa cuando lo tienes todo? Que empiezas a darte cuenta de que, sí, tienes casa, tienes coche, tienes mujer, tienes tres hijos, pero en el fondo no eres nadie. No sólo el proletario: incluso el burgués siente una falta de individuación; de ser verdaderamente alguien. Hay gente que eso lo vehicula a través de el sexo y tiene veintisiete amantes; hay gente que va a la playa y se hace una foto de los pies y la cuelga en Facebook; hay gente que gestiona eso a través de los videojuegos… Pero lo que hay detrás de todo ello es lo mismo: la necesidad de sentirse alguien; de sentirse querido o envidiado; de sentirse importante. Seguimos siendo individuos románticos que quieren llegar hasta el infinito y más allá, como Buzz Lightyear; que quieren proyectarse; que quieren que el mundo sea su voluntad y su representación, como decía Schopenhauer. Pero el choque es tremendo, porque la realidad es la que es: que trabajas de ocho a tres en una mierda de empresa haciendo mil horas extra y luego tienes que echar una hora en el coche, donde ya echaste otra para ir, porque vives a tomar por el culo, a setenta kilómetros. Y en cuanto llegues, tienes que ir a hacer la compra al centro comercial, y luego llegas a casa derrengado sin haber visto a tus hijos ni haberles ayudado a hacer los deberes y a tu mujer la ves fugazmente y folláis una o dos veces al mes como mucho. Y sí, en verano te vas de crucero, para el que has ahorrado durante seis meses, pero en el crucero te tratan como a una oveja. Yo no he ido nunca a un crucero, pero me han contado que es así. Dices: en fin, ¿qué vida es ésta? ¿Qué Estado del bienestar es éste? Un Estado del bienestar cuyo lema es: «Caviar para todos», pero que a ti no te da propiamente caviar, sino un sucedáneo; las huevas de lumpo de las narices.
Un poco como lo que ofrece Ikea: la ilusión de la vida burguesa materializada en bonitos muebles de diseño pero con no mejor calidad que la que ofrecen las tiendas de chinos.
Eso es. Yo tengo un centro comercial cerca de mi casa, que tiene unas columnas de mármol como las del Partenón; una cosa muy hortera. Y éstas por lo menos son de mármol pijo de verdad: en otros sitios, encima, el mármol es falso. Todo es un poco así: una ilusión de distinción. Lo de los cruceros es así. La noción de viaje ya no existe; existe gente que se va a un sitio a hacerse fotos sólo para poder decir que ha estado allí. Yo me fijé en el propio Partenón la última vez que estuve en Atenas: hay gente que desde que llega a los Propileos no suelta el móvil; no deja de hacer fotos. Hay gente a la que he seguido —lo confieso— sólo para ver si en algún momento dejaba el móvil, y no: veía el Partenón exclusivamente a través del móvil. Te apetece decirles: «¡Suelta el puto móvil, coño!». O la gente que se mueve por las ciudades usando el GPS. ¡Piérdete, hombre! ¡Si lo más divertido en Roma es perderse: ya llegarás; estás de vacaciones! Imitamos la vida de las clases altas, pero las clases altas no llevan la pulserita para tomar una Coca-Cola, no toman huevas de lumpo sino caviar de verdad y no la conducen de aquí para allá como a ovejas. Y el problema es que, cuando a la clase media le quitan esa ilusión de prosperidad, se hace fascista y te monta una revolución.
¿Era el fascismo la dictadura terrorista del gran capital, o también esa apreciación fue un error por parte del marxismo?
A ver, era mucho más y a la vez mucho menos. Eso lo dice el informe Dimitrov en el VII Congreso Mundial de la Internacional Socialista, en 1935: se les encarga saber qué es el fascismo para dilucidar qué hay que hacer y Dimitrov dice eso; y a partir de ello se organiza la respuesta de la izquierda. Pero yo creo que era un error; el mismo error que comentábamos antes: entender que el fascismo era exclusivamente un modelo económico. El fascismo era algo más que eso; era emoción; emociones de toda clase: la del general que andaba vendiendo manteca por las casas y al que de pronto se le restituía la dignidad, el uniforme, las botas y las tropas que mandar. El nacionalismo siempre es emocional. Tú puedes argumentar a favor o en contra del Estado: sabes cuándo nace, sabes cuándo acaba, sabes cuáles son sus límites, sabes cuáles son sus leyes… Con la nación no sucede lo mismo. ¿Quién le puede decir a un catalán que no puede sentirse sólo catalán? Es un sentimiento: lo tienes y ya está. Al catalán independentista se le puede decir lo que aquel mosso: «La República no existe, idiota». Pero no se le puede decir que la nación catalana no exista, porque no se le puede decir que su propio sentimiento no exista. En Casablanca hay una escena que es fundamental para entender todo esto, que es ésa en la que todos se ponen de pronto a cantar La Marsellesa. Con las emociones no hay nada que hacer: puedes intentar apagarlas un poco con dinero, pero están ahí y lo seguirán estando. La gente se distrajo mientras se compró el coche y la nevera, pero una vez lo ha hecho, las emociones reaparecen. Hemos eliminado las fronteras, y ahora podemos viajar a Francia sin enseñar el pasaporte, que era un coñazo, pero resulta que llegas a Francia y te encuentras las mismas tiendas, el mismo McDonald’s vendiendo la misma hamburguesa, etcétera. Francia ya no representa la posibilidad de llenarse el alma, el espíritu, de otras cosas. Todo es lo mismo y, llevada por el deseo de individuarse, la gente empieza a reivindicar la tortilla de patata, pero puede acabar reivindicándote a Millán-Astray. Y lo peor de todo es que vivimos en una sociedad de una levedad tan grande que en el fondo entre la tortilla de patata y Millán-Astray tampoco hay tanta diferencia para mucha gente. La concepción lúdico-deportiva de la política que decía Ortega conduce a eso; a esas apoteosis delirantes de lo español; del tipo que va y dice: «No voy a comprar productos catalanes», pero está comprando productos mucho peores de dictaduras mucho más terribles gobernadas por personajes mucho más siniestros. Vivimos en un mundo tan débil, tan insustancial, de tal levedad que diría Kundera, que, a diferencia del individuo romántico, nos asomamos al abismo sin darnos cuenta de que lo hacemos. A mí esto me recuerda, porque lo refleja muy bien, una canción de Mecano que se titula Aire y que va de un tipo que de repente se cree que es aire, sale por la ventana y se da de bruces con la realidad. A pesar de que yo creo que no había ninguna intención al respecto por parte de Mecano, que simplemente estaban puestos hasta arriba el día que la compusieron, yo creo que esa canción refleja muy bien lo que es la posmodernidad.
En su novela Swing para un futuro incierto presenta bien cómo el fascismo triunfó no tanto merced a un ejército de hombres convencidos como a uno de indiferentes y de adaptados.
Sí, sí. Y de gente anodina. Las dictaduras antiguas necesitaban gente inteligente en todos los niveles del escalafón, y quieras que no, la gente inteligente puede ser malvada, pero en general esa inteligencia significa que se pongan determinados frenos a determinadas cosas. Sin embargo, ahora ya no hace falta esa inteligencia del funcionario: la burocracia permite que cualquiera pueda ser funcionario de la tiranía encomendándole que haga A, B, C o D sin pensar. En la era de la reproductividad técnica que decía Benjamin refiriéndose a las obras de arte, reproducidas tantas veces como se quiera en litografías y otras formas de copia, Hitler, en cierta manera, vendió litografías de una experiencia política y la gente las compró. En 1945, preguntabas a la gente y nadie había votado a Hitler: «¿Yo a Hitler? ¡En la vida!». Pero en 1933 lo votó todo el mundo. Es como cuando Íñigo Errejón decía, después de las últimas elecciones andaluzas, que no creía que en Andalucía hubiera trescientos mil fascistas.
Lo que yo pensé cuando leí esas declaraciones fue: bueno, y, ¿por qué no iba a haberlos?
Hombre, yo creo que fascistas no son. Una cosa es que no se deje casarse a los homosexuales —y a mí me parece muy grave— y otra que se mate a millones de personas. Estamos hablando de algo muy serio y no hay que frivolizar con determinadas palabras. Lo que yo sí te diría es que los propios fascistas no empezaron hablando de los campos de exterminio, y que en todo caso una cosa era lo que el nazismo decía y otra la parte oculta de su política. La gente veía desaparecer a sus vecinos judíos, sí, pero muchas veces no sabía adónde se los llevaban; pensaba que se los llevaban al Este y tampoco le daban muchas vueltas, igual que hoy no se las damos a lo que ocurre en el Mediterráneo. Nos hacemos los tontos mientras Italia tiene un gobierno genocida, que no deja que se rescate a gente que se está ahogando. Si acaso, nos afiliamos a alguna oenegé y con eso acallamos nuestra conciencia. Realmente nos da igual. Volviendo a tu pregunta inicial, no es que diga en mi novela que los nazis eran gente normal: más bien hago la distinción entre el nazi ideologizado y el nazi por conveniencia, desde el científico al que de pronto le proporcionaban unos laboratorios estupendos y se encogía de hombros hasta los chicos jóvenes que, según se ocupó París, se apuntaron en masa a la División Carlomagno porque les daban un uniforme y un sueldo y ligaban más.
Czesław Miłosz tiene un ensayo espléndido, La mente cautiva, sobre las estrategias que los intelectuales no comunistas siguieron en la Polonia soviética para persuadirse a sí mismos de que era conveniente apoyar al nuevo régimen. Y lo que dice en él se puede extrapolar a cualquier totalitarismo.
Sí, sí. ¿Quería Heidegger el exterminio de los judíos? Pues no, pero le parecía un mal menor al lado de lo que él entendía que se ganaba con el nazismo. Y como él —que ni siquiera pidió perdón a Celan cuando se encontraron en su cabaña de Todtnauberg—, tantos otros. La alta burguesía y la clase militar prusiana estuvieron encantadas con Hitler hasta que empezaron a perder la guerra: sólo entonces fue cuando se volvieron contra él.
Y lo mismo en otros países. La burguesía chilena empezó a volverse contra Pinochet cuando el régimen empezó a encarcelar y a asesinar a sus hijos rebeldes.
Sí, sí. Es lo del poema éste que atribuyen a Bertolt Brecht y en realidad no es de Brecht, sino de Martin Niemöller: «Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, ya que no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, ya que no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, ya que no era sindicalista. Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, ya que no era judío. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar». Funciona así. La gente se hacía la desentendida y se iba adaptando. Y vivía bien. Los niños iban al campamento. Y los adoctrinaban, pero lo pasaban estupendamente. Y las familias se iban de vacaciones, que fue una de las cosas impulsadas por la parte social del nazismo. Luego empezaron a ver cosas raras y hubo gente más sensible y gente menos sensible, pero la burguesía en general es poco sensible. Hubo hasta lobbies judíos que apoyaron con dinero al partido nazi al principio, porque así se libraban de los comunistas. Y luego se arrepintieron, vaya si se arrepintieron, pero es que hay que tener cuidado con el perro que liberas, porque puede volverse contra ti.
En la novela también alude a cierta sensibilidad que existía en el seno del bando de los Aliados, que previendo la futura guerra fría, entendía que la lucha debía ser al mismo tiempo contra Hitler y, discretamente, contra la URSS.
Sí, sí. Decían: «Nuestra guerra es contra Hitler, no contra los alemanes». Y entendían que los alemanes podían hacerles el trabajo sucio contra los rusos. Hasta finales de 1942, Norteamérica negó créditos a la URSS para comprar acero, cuando sin embargo la ITT, la Standard Oil, la General Motors, etcétera, estuvieron haciendo negocios con los nazis hasta el mismo final de la guerra. Y luego está la famosa Operación Impensable de Churchill, que cuando no se sabía si los soviéticos iban a detenerse en Berlín o a seguir más allá, pensaba armar a los prisioneros alemanes para ponerlos a luchar contra los rusos. A fin de cuentas, la guerra sí era contra los rusos, y todos los generales nazis juzgados luego en distintos juicios (no sólo en Núremberg, que fue más político, sino en otros más propiamente militares) se apresuran a decir en sus memorias que todos pensaban que el enemigo natural de Alemania no era Inglaterra, sino los bárbaros del Este. Hess, de hecho, fue a Inglaterra a decírselo a los británicos. El problema era que los alemanes querían vengarse de Francia, y eso Inglaterra no lo podía consentir. Por cierto: lo que hicieron los franceses en Alsacia después de la primera guerra mundial fue terrible. Los alemanes se portaron mucho mejor con los alsacianos de lo que lo habían hecho los franceses, que les quitaron absolutamente todo: les prohibieron hablar alsaciano, les cerraron los periódicos alsacianos, etcétera.
Es muy interesante en La democracia caníbal su excurso sobre Los miserables de Victor Hugo y particularmente sobre el personaje de Javert, que en esa novela representa la confusión entre la legalidad y la ética, entre lo que expresa la ley y la moral que la sostiene; un fundamentalista de la ley. Javert hubiera perseguido judíos en la Alemania nazi porque las leyes raciales de Núremberg de 1935 lo propiciaban, y las hubiera acatado porque eran leyes. Nada sabía —dice usted— de las excepciones; su psicología es la del fanático que se ejercita en la virtud infértil, y Hugo le describe como un tipo aislado, estoico hasta la desmesura. Javert es un psicótico, como lo son los hooligans, pero su psicopatía está encerrada entre los muros de la ley. El fascista desideologizado aplica la ley.
En los Juicios de Núremberg, muchos de los guardias de los campos de concentración decían: «Oiga, ¡yo no he hecho nada! Aquí había una ley, las leyes raciales de Núremberg de 1935, firmada por representantes legales elegidos democráticamente y a mí además me han dicho en el colegio desde pequeño que estos señores no eran personas, sino ratas. ¿Qué he hecho mal? ¿He cumplido la ley lo más eficiente que he podido y me van a ahorcar por eso?». ¡No lo entendían! Y es un problema que siguiemos teniendo. Yo escuché hace unos meses al señor Casado decir que cómo algo legal va a ser malo; que si es legal no puede no ser ético. ¡Anda que no hay leyes no éticas!
¿Hay una suerte de estetización de la ley ahí detrás?
Hay la penetración del hecho en el derecho. Una cosa es el derecho y otra el hecho; y en el fondo, lo que terminan haciendo todos los fascistas, los de antes y los de ahora, es convertir el hecho en derecho. Y los Javert del mundo protegen el hecho, la acción, que como decía Goethe está en el comienzo de las cosas. Como decía Bernard Williams, nada tiene éxito como el éxito. El poder de lo hecho se toma como base para la legitimación del derecho y se aprovecha de gente como Javert, que es hijo de una gitana y de un preso en una cárcel y dice: «Yo no puedo estar en la sociedad. O termino en la cárcel o me hago policía». Y decide hacerse policía. Su única identidad es la de ser policía y eso lo insensibiliza con respecto a todo lo demás. Y eso viene a ser lo que le pasa a todo el mundo en los años treinta y lo que está empezando a pasar ahora: yo me atengo a la ley, a la norma, y por lo tanto no tengo ninguna responsabilidad. Pero es un problema que ya está en el teatro ático: ¿debo enterrar a mi hermano o no debo enterrar a mi hermano? ¿Las leyes injustas deben ser acatadas?
Y la historia está llena de leyes injustas que se cambiaron a través de la desobediencia.
Sí, las leyes raciales estadounidenses por ejemplo: hay una señora que se sienta donde no debe, que dice «no me levanto» y ahí empieza todo. El problema que tenemos en el mundo contemporáneo es que no podemos discernir lo ético de lo no ético. Como ya no creemos en nada, como hay tantas opiniones y tantos argumentos para todo, eres incapaz de decidir. Hay un exceso de información. Si yo voy a escribir un trabajo, y quiero que sea original, sobre Cervantes y voy y pongo «Cervantes» en Google, nunca lo escribiré, porque es tal el volumen de todo lo que se ha escrito y está en la Red sobre Cervantes que una vida entera no te daría para leerlo. Hay una especie de imposibilidad generalizada de actuar que se manifiesta por ejemplo en cómo reacciona el ciudadano ante las crisis humanitarias. Hay todo tipo de informaciones en las que se cuestiona la dignidad de quien solicita asilo o ayuda o de si es verdad la foto con que se advierte sobre el problema o no y la gente se agarra a ellas para encogerse de hombros. Además, en Occidente confiamos en los Estados; en que el Estado decida. Con el Procés catalán, por ejemplo, la gente todavía confía en que el tribunal va a dictaminar de verdad lo que fue aquello. Pero ese tribunal tampoco puede decir lo que fue aquello. El problema es que si ya no confías en la justicia, ¿en qué confías? De eso se aprovechan mucho los liberales éstos de derechas: puesto que nada merece confianza, vive tu propia épica.
Confía sólo en ti.
Eso es. Y por ese camino va a acabar generándose un modelo de reconstrucción feudal que ya estamos viendo emerger en la frontera mexicana, donde los narcos son señores de la guerra y poseen feudos en los que aplican sus propias reglas. Y fíjate, hay cosas interesantes. En la ciudad de Torreón, la gente quiere a los narcos, pero un día, en una pelea entre narcos, se mató a don Loco, que era un tío que hacía tortillas y no se metía con nadie. Ahí la gente reaccionó, y en el fondo eso recuerda mucho a lo que pasaba con los irmandiños, los payeses de remensa, la jacquerie y todo aquello: cuando el señor se pasa y exige la prima nocte, se va a acordar, porque nosotros aceptamos las reglas de juego feudales, que son distintas de las de este Estado caótico y fracasado que es México, pero esas reglas, aunque sean reglas violentísimas —y a la gente le da igual que el narco se cargue a veintisiete mientras les pague una beca para su hijo—, el narco también tiene que cumplirlas.
Y puede parecernos espantoso ese pacto fáustico y que la gente acepte el gobierno de los narcos tan indiferentemente, pero cuando la alternativa es un Estado ausente cuando no directamente represor, ¿quién les dice que no acepten esa jurisdicción alternativa que, al menos, les da de comer?
Claro. De otra manera, es lo que le pasó a Kichi en Cádiz con aquello de las fragatas para Arabia Saudí y que es parte de lo que la socialdemocracia no entiende. ¿Cómo le explicas tú a un tipo que está en Cádiz, donde no hay trabajo y la gente llega a pasar hasta hambre, que no va a poder construir una fragata porque aquello va a una dictadura? Pasó también con Trump y Hillary Clinton en el Medio Oeste americano. Trump les decía: «Yo no cierro las fábricas; es más, las voy a traer de vuelta». Y llegaba Hillary Clinton y les hablaba del cambio climático. La gente decía: «Oiga, tendrá usted razón, pero a mí un grado más o un grado menos me da igual; lo que quiero es trabajo».
Critica los referendos, una figura hoy muy celebrada y demandada que usted, sin embargo, califica como «fuego fatuo». ¿Por qué?
Los referendos representan varios problemas. Primer problema: ¿quién plantea la pregunta? Segundo problema: ¿qué pregunta se plantea? Tercer problema: las posibilidades de respuesta. Un referéndum, normalmente, es para responder sí o responder no. Pero muchas veces los problemas no son tan simples. ¿Tú crees que el problema de Cataluña se resolvería con una pregunta que dijera «¿quiere usted separarse de España?»? Supongamos que respondiera que sí un cincuenta y uno por ciento y que no un cuarenta y nueve y que con eso se proclama la independencia. No habrás resuelto nada. Si ya lo ha dicho Junqueras: oiga, con un cincuenta y siete por ciento no podemos declarar la independencia. Con un noventa, sin duda que sí, pero con un cincuenta y siete no.
Y si hubiera un noventa por ciento de catalanes independentistas, la independencia se declararía sola.
Claro. Es lo que pasó en Eslovenia, por ejemplo. Pero cuando la cosa está más ajustada, el referéndum no resuelve el problema, sino que incluso lo agrava y hay que llegar a un compromiso; a una negociación encaminada a una tercera o cuarta solución. Y luego hay otro problema, que es una cosa muy del individuo moderno: «Es que yo quiero esto; tengo derecho». Sí, oiga, claro que lo tiene, pero a veces uno no puede tener lo que quiere. Y un referéndum puede ser muy útil en un momento dado mientras haga una pregunta sencilla y clara que sólo se pueda responder contundentemente, pero la mayoría de los problemas políticos no son así. Además, tú puedes manipular la pregunta, puedes inducir a una respuesta… Y luego está la demoracia digital que predican la gente de Cinque Stelle y otros, que es para echarse a temblar. Parece que todo lo digital es muy libre y muy moderno, pero cuidado. El otro día vi un cartel de uno de estos grupos que abogan por la democracia en red y que van de modernos y de progres y daba miedo: aparecían tres tipos, uno blanco, uno negro y otro chino llevando una bandera con ceros y unos. La estética era completamente años treinta: si se les colocara un casco nazi daría el pego. Al final, detrás de estos modelos lo que hay es control de la población. Además, hay un infantilismo muy corriente según el cual el pueblo siempre tiene la razón que es tremendo. ¿Qué va a tener el pueblo siempre razón? Muchas veces no la tiene, pero la democracia permite corregir decisiones erróneas a los cuatro años. Lo que se vota en referéndum, en cambio, se vota para toda la vida; para dos o tres generaciones al menos. Los referendos pueden funcionar en algún cantón suizo en el que son cuatro, igual que funcionaban en el mundo griego —donde sólo votaban los varones y los ricos—, pero cuando tienes cincuenta, cien, doscientos millones de personas…
Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
Reblogueó esto en ADOLFO VÁSQUEZ ROCCA D. Phil.