Enmascarados ante la justicia: los superhéroes y el derecho
/por Ignacio Fernández Sarasola/
Cuando vemos en un cómic o en la gran pantalla a Superman cruzar los cielos, a Hulk levantar un tanque o al Hombre Hormiga reducir su tamaño a niveles infinitesimales todos somos conscientes de que se trata de puras fantasías que contravienen las más elementales reglas de la física. No resulta tan habitual sin embargo que nos detengamos a pensar hasta qué punto esas conductas, y otras muchas que llevan a cabo los superhéroes, son igual de incompatibles con otras reglas, a saber: las normas que rigen toda sociedad organizada, es decir, el derecho.
El conflicto de los superhéroes con las reglas jurídicas se hace más visible si tenemos presente la tendencia de las editoriales a dotar a esos personajes ficticios de cierto realismo, situándolos geográfica y cronológicamente en nuestra misma realidad. Así, los superhéroes de Marvel Comics no viven sus aventuras en ciudades imaginarias (como la Metrópolis de Superman, la Gotham de Batman o la Central City de Flash), sino en los conocidos parajes de Nueva York, San Francisco o Los Ángeles. Del mismo modo, en sus aventuras departen con Barack Obama o asisten impotentes al derrumbe de las Torres Gemelas. Pero si pretenden vivir en nuestra misma realidad, ¿acaso no deberían serles aplicables también esas normas que a todos nos obligan?
Desde sus orígenes —aquel primer número de Action Comics de 1938 que presentaba la figura de Superman—, los superhéroes han sido presentados casi siempre desde una visión maniquea, en la que el lector ha podido distinguirlos con claridad de los villanos de turno. Sólo a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, merced a las novelas gráficas El retorno del Caballero Oscuro (Frank Miller, 1986) y Watchmen (Alan Moore y Dave Gibbons, 1986), los superhéroes empezaron a mostrar más claroscuros. Aun así, las cuestionables conductas de aquellos enmascarados no resultan tan discutibles en el fin perseguido —que sigue siendo hallar la justicia—, sino en los violentos medios empleados para obtenerlo.
Sin embargo, cualesquiera que sean los objetivos de sus controvertidas hazañas, desde el prisma del derecho no habría diferencias entre el héroe y el villano: ambos estarían incurriendo en conductas que vulnerarían la legalidad vigente y tendrían que ser sometidos por igual a un proceso judicial. Cuestión distinta es determinar quién saldría ganando en este pulso: si el Estado o unos superhéroes a los que difícilmente se les pueden imponer las mimas obligaciones que pesan sobre todos nosotros. En todo caso, el ejemplo de estos personajes de ficción puede servir para que comprendamos un poco mejor los rudimentos del derecho y en particular tres aspectos básicos sobre los que se asienta: la positividad, el monopolio coactivo del Estado y las expectativas fácticas. Suena complicado, pero si nos dejamos guiar por el ejemplo de nuestros colegas superheroicos no lo es tanto.
La positividad: legalidad vs. legitimidad
Si editoriales como Marvel Comics han querido dar un aire de realismo a sus historias, obviamente no podían permanecer al margen de los acontecimientos que sacudieron Estados Unidos —y de rebote a todo el mundo— como consecuencia de los ataques perpetrados por Al Qaeda contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001. Apenas un mes después del atentado terrorista, el Congreso estadunidense aprobaba una ley de ampuloso nombre («An Act Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools to Restrict, Intercept and Obstruct Terrorism Act», es decir, «Una ley para unir y fortalecer Estados Unidos proveyéndole de medios adecuados para restringir, interceptar y obstruir la acción terrorista») más conocida como Ley Patriótica. Se trataba de una norma que restringía severamente los derechos constitucionales, permitiendo al Ejecutivo controlar las comunicaciones telemáticas y disponer de más libertad para practicar detenciones a inmigrantes, acceder a datos bancarios o proceder a registros domiciliarios.
Ante tal retroceso de libertades civiles, el guionista Mark Millar y el dibujante Steve McNiven concibieron para Marvel Comics un arco argumental de Los Vengadores titulado Civil War (2006) y que no sería sino una metáfora de la situación que vivía los Estados Unidos a raíz de la aplicación de la Ley Patriótica. En la ficticia historia, un grupo de superhéroes inexpertos (los Nuevos Guerreros) cometían un imperdonable descuido a la hora de detener a un supervillano, Nitro. Pensando más en su propia publicidad que en las cautelas precisas para practicar la detención, no tenían en cuenta que el poder de ese villano consistía en hacer que su propio cuerpo detonase, sólo para recomponerse inmediatamente. Así, ante el acoso, Nitro, cual bomba viviente, se hizo explotar, borrando el mapa la pequeña localidad de Stamford y segando la vida tanto de los superhéroes que le perseguían como de los seiscientos habitantes de la apacible villa. Hasta aquí la metáfora parece clara: también las autoridades estadounidenses se mostraron torpes para impedir los atentados de Al Qaeda, y su incapacidad para prevenirlos y reaccionar ante ellos hizo imposible evitar el mayor atentado sufrido en suelo estadounidense desde Pearl Harbor. Si tras el 11-S el gobierno estadounidense aprobó la Ley Patriótica, en Civil War la respuesta gubernativa tomaría la forma del Acta de Registro Sobrehumano, por la cual los superhéroes debían revelar al Gobierno su identidad secreta, sometiéndose a las directrices y órdenes que las autoridades les expidiesen (lo que los convertía en una suerte de superpolicías) y, en el caso de los más noveles, aceptando un entrenamiento previo antes de poder ejercer sus poderes. Quienes no siguiesen las reglas serían perseguidos como criminales y recluidos en una prisión especial sita en un Universo paralelo (la Zona Negativa); prisión que, huelga decirlo, no era más que una indisimulada referencia a Guantánamo.
La nueva normativa generaba en los cómics un conflicto entre los superhéroes: unos se alineaban con Iron Man, partidario de la ley, en tanto que otros lo hacían con el Capitán América, que se oponía a ella, lo que daba lugar a una guerra civil en el bando de los otrora aliados. De mano al lector podría sorprender un tanto que fuese el Capitán América, cuyo uniforme representa la bandera estadounidense y que había nacido como fruto de un experimento para crear un supersoldado, fuese quien se apartase de la senda estatal. Pero quien conozca un poco la historia del héroe abanderado recordará que allá por la década de los setenta ya había abandonado temporalmente su uniforme oficial para adoptar una nueva identidad (Nómada) desengañado tras descubrir al presidente de los Estados Unidos implicado en un acto criminal. En aquella ocasión, se trataba de una metáfora de otra crisis política real: la implicación de Richard Nixon en el caso Watergate.
A los efectos que nos interesan, Civil War refleja la oposición entre legalidad y legitimidad. Unos conceptos que a buen seguro el lector habrá oído en más de una ocasión: con harta frecuencia los políticos acusan a un cargo electivo (obviamente del partido político contrario al suyo) de que, aunque mantenga el poder que le han conferido las urnas (es decir, un poder legal), sus actuaciones le han hecho perder toda legitimidad. Esto es lo que subyace a Civil War. Iron Man representa la legalidad (el respeto a una norma aprobada) y el Capitán América la legitimidad (el considerar que los superhéroes están por encima de las leyes, y no se les puede compeler a sujetarse al derecho).
En el fondo de esta controversia subyace la disyuntiva entre dos formas de concebir el derecho: como derecho positivo o como derecho natural. El primero no sería más que las normas que aprobamos a través de nuestros órganos competentes (Gobierno, Parlamento, autoridades locales…). El segundo haría referencia a una serie de valores (justicia, igualdad, dignidad…) que se consideran universales. Para quienes aceptan el derecho natural, este ostenta una posición de superioridad respecto del positivo, de modo que este último sólo sería válido si respeta aquellos valores universales. Y en la confrontación superheroica, claramente Iron Man apuesta por el derecho positivo (cumplir con las normas aprobadas por las autoridades) en tanto que el Capitán América considera que éstas no valen nada si se oponen a un ideal supremo de justicia.
Los conflictos entre legalidad (derecho positivo) y legitimidad (derecho natural) son una constante de los cómics de superhéroes desde sus más tempranos comienzos. Así se percibe en la primera historia de Superman, aparecida en 1938. Analicemos el proceder del kriptoniano en ella: tras tener conocimiento de que un condenado a muerte es inocente, captura a una bailarina implicada en el caso y, amordazada y atada la conduce hasta el jardín de la casa del gobernador (detención ilegal). A continuación derriba la puerta del domicilio de éste (allanamiento de morada), levanta en vilo al criado porque se niega a dejarle pasar (coacciones) y tira la puerta de la habitación del gobernador (daños a bienes). Y, tras solventar este asunto, todavía tiene tiempo para estampar contra una pared (delito de lesiones) a un sujeto que estaba maltratando a su esposa. Si le aplicáramos el Código Penal español actual, todos estos delitos sumarían en su grado mínimo 6 años y 9 meses, y en su grado máximo, 17 años. Todo ello en una sola jornada de trabajo del Hombre de Acero en la que él seguramente se justificaría diciendo que ha actuado en aras de una justicia superior.
En realidad, las historias de superhéroes han solido mantener vívido el ideal del Capitán América y tienden a mostrar la existencia de una justicia universal. Así, los cómics de Marvel han creado la figura del Tribunal Viviente, un poder cósmico que representa la justicia universal y que dispone de tres rostros: uno con los ojos tapados (la venganza), otro con la cara descubierta (la equidad) y un tercero totalmente cubierto que en realidad oculta la faz de aquel que se somete a su juicio (la necesidad de ser juzgado como nos gustaría juzgar a los demás, que no es más que una expresión del imperativo categórico kantiano). Otro ejemplo sería la actividad desplegada por el cuerpo cósmico de los Linternas Verde. Se trata de una suerte de policía universal cuyos integrantes se encargan de hacer valer la justicia cada uno en el sector del cosmos que tiene asignado.
La pregunta sería: ¿tan claros son esos ideales, como para que tengan aplicación en cualquier parte del universo? Pensemos por ejemplo en el derecho a la vida. Todos podríamos convenir que se trata de uno de esos valores universales que formarían parte del derecho natural y que, por tanto, tendrían que ser defendidos a ultranza por los Linternas Verdes. Ahora bien: ¿qué sucedería si se encontrasen con una mujer que va a abortar? ¿Deberían impedírselo para salvaguardar la vida del feto? ¿Darían a un nasciturus el valor de auténtica vida, o no? ¿Y sería igual la situación para ellos si la mujer estuviese embarazada fruto de una violación que si su interés por abortar respondiese a una simple preferencia de planificación familiar? ¿Adoptarían los Linternas Verde la misma decisión si la embarazada lo estuviera de dos semanas que si lo estuviera de ocho meses y medio? Otro caso: ¿impedirían a una persona que asistiese a otra que desea quitarse la vida (eutanasia activa)? ¿Tratarían tal conducta como un homicidio?
La fragilidad de los argumentos a favor del derecho natural y la justicia universal los padeció el propio Linterna Verde (Hal Jordan) en una serie de cómics publicados entre 1970 y 1972 con guiones de Denny O’Neil y dibujos de Neal Adams. En ellos, emparejaron al héroe cósmico con otro mucho más terrenal, Flecha Verde, un remedo de Robin Hood al que la editorial DC le atribuyó una inclinación política liberal, adjetivo este último que en Estados Unidos equivaldría a ser progresista. Flecha Verde mostraría a su compañero que la vida real no responde a un código binario tan sencillo como bueno/malo. Tras un recorrido por el deprimido barrio de Harlem, Linterna Verde se da de bruces con las desigualdades sociales, sobre todo cuando un indigente afroamericano le reprocha no haberse preocupado de las miserias de su propio pueblo. Porque, ¿acaso la justicia y la justicia social son lo mismo? ¿No debería Linterna Verde alzar su enorme poder contra gobernantes, especuladores y grupos de interés que, buscando su propio beneficio, no se ocupan del bienestar de los más desfavorecidos?
La respuesta a esta pregunta retórica conduce siempre al mismo resultado: no hay derecho natural, ni valores universales. Sólo el derecho positivo —es decir, el producido por la sociedad a través de sus autoridades constituidas— es auténtico derecho. Podrá ser inmoral, o carente de valores éticos en muchos casos, pero eso no le exime de ser auténtico y válido derecho, porque este representa una esfera separada del mundo de la ética y de la moral. Que algo no nos guste no quiere decir que no sea jurídicamente obligatorio. Por el contrario, tratar de imponer ciertos valores universales sobre las reglas humanas nos llevaría a un camino sin salida: cada persona tiene su propia concepción de lo que es o deja de ser justo… ¿por qué imponerlo a los demás? Y lo mismo se predica de los superhéroes: el concepto de justicia de Superman no es mejor que el que tenemos cada uno de nosotros, y por tanto imponérnoslo sería una pura arbitrariedad y ejercicio de fuerza. En palabras del filósofo británico Thomas Hobbes, bisabuelo del positivismo: «¿Quién te ha hecho ver que era [el rey… hoy diríamos el gobierno] tirano sino el haber comido del árbol del que te había prohibido comer? ¿Por qué llamas tú tirano al que Dios constituyó como rey si no es porque tú, siendo un particular, te arrogas el conocimiento del bien y del mal?» (De Cive, 1642).
En la disputa entre Iron Man (legalidad) y el Capitán América (legitimidad), el primero es quien se sitúa en una posición jurídicamente correcta. Si al segundo no le gustan esas normas, siempre dispone de un sistema electoral a su alcance para tratar de que se cambien. Incumplirlas no es la solución.
El monopolio de la coacción física
Una pregunta que los profesores de ciencias jurídicas solemos hacer a los nuevos estudiantes que empiezan la carrera universitaria consiste en pedirles que nos aclaren qué entienden por derecho. Por lo general lo definen como un conjunto de normas que regulan las relaciones sociales. Lo cual es cierto…, pero insuficiente. También la religión o las convenciones sociales responderían a esta definición. Un mandamiento de las tablas de Moisés como «No matarás» regula las relaciones sociales, y otro tanto lo hace la norma cívica en virtud de la cual deberíamos dejar nuestro asiento a una persona de edad avanzada. ¿Dónde está, pues, la diferencia entre una norma jurídica (derecho) y una norma religiosa o cívica? ¿Podría decirse que en la obligatoriedad? No, puesto que para un cristiano los Diez Mandamientos serán tanto o más válidos que las propias normas jurídicas, y para las personas bien educadas, los usos sociales también serán de estricto cumplimiento.
La respuesta se halla, en realidad, en el tipo de sanción que recibe cada norma. Una norma religiosa se garantiza a través de sanciones trascendentes (si no cumples con ellas serás condenado al infierno) y una norma social a través del reproche cívico (te llamarán maleducado o dejarán de hablarte). Pero las normas jurídicas se caracterizan por una sanción que consiste en el ejercicio de la fuerza física. Si cometemos un delito grave acabaremos en prisión, por mucho que nos opongamos a ingresar en el establecimiento penitenciario; si no pagamos nuestros impuestos, nos embargarán el salario, por más que lo intentemos evitar. Toda norma jurídica se encuentra respaldada por la coacción, a cuyo través aquella se nos impondrá. Y para que el derecho subsista, es necesario que sólo el Estado disponga del monopolio de esa coacción.
Como puede colegirse, la premisa de que sólo el Estado tiene el monopolio de la coacción física contradice la hipotética presencia de superhéroes. No sólo porque estos acuden a sus propios ideales de justicia (algo que hemos visto en el apartado previo que sería contrario al derecho positivo, único derecho que realmente lo es) sino porque aplican ellos mismos la coacción al margen del Estado.
La idea de que el derecho es pura coacción —y que sólo el Estado tiene el monopolio de la fuerza física— puede parecer en un principio una concepción sorprendente e incluso reaccionaria… pero en absoluto es así. Por el contrario: puede tratarse de una idea garantista para los ciudadanos.
Pongamos un ejemplo. Imagínese un atracador que, justo tras perpetrar un hurto, se ve sorprendido. En una acera está esperándole un superhéroe y en la otra un policía. ¿A quién debería preferir para que lo capturase? Si opta por el primero, debería hacerlo bajo su cuenta y riesgo. Quizás el héroe sea Wolverine, un tipo bajito, mal encarado y con muy mal genio. No debería entonces sorprenderse si el héroe canadiense sacase sus garras metálicas retráctiles y decidiera dejarle una cicatriz desde el cuello hasta el ombligo: no sería ni el primero ni el último al que habría que practicarle un centenar de puntos de sutura por toparse con él. Pero peor sería si el héroe fuese El Castigador (Punisher), un excombatiente de Vietnam con gatillo fácil y que podría descerrajarle una docena de tiros como castigo por su hurto. Si se tratase de Batman dependería del humor que en el que se encontrase en ese momento: como mínimo difícilmente se libraría de una paliza, pero si fuese un delincuente reincidente y peligroso, quizás sufriría medidas mucho más severas. Así, en el cómic guionizado por Alan Moore La broma asesina, el Hombre Murciélago (¡ojo, espóiler!) acaba con la vida del Joker hastiado de detenerlo una y otra vez.
Si, por el contrario, el ladrón se decanta por la detención policial, deberá tener presente que existen toda una suerte de garantías a su favor. En primer lugar, el agente sólo podrá detenerlo si es competente para ello; ningún funcionario que no pertenezca a las fuerzas de seguridad (por ejemplo un bombero o un enfermero) podría practicar la detención. En segundo lugar, ésta sólo podría llevarse a cabo si existe una norma que tipifica con antelación esa conducta como delictiva. En tercer lugar, la detención deberá ajustarse a un procedimiento reglado. Por ejemplo, si el ladrón estuviese en su propia casa, la policía debería ingresar en ella sólo tras haber obtenido autorización judicial (a no ser que justo en ese momento esté perpetrándose el delito). También como parte del procedimiento, la detención deberá ajustarse a un canon de proporcionalidad, es decir, que el agente de la ley sólo podrá aplicar al delincuente la fuerza estrictamente necesaria para la detención: si se entrega pacíficamente, no podrá por ejemplo golpearle con su porra. En cuarto y último lugar, todos los anteriores elementos de la detención (competencia, procedencia y procedimiento) podrán ser objeto de revisión judicial posterior.
Así pues, la detención practicada por el Estado sería garantista, muy a diferencia de la que llevase a cabo un superhéroe. Por este motivo, la identificación del derecho con la coacción no es necesariamente negativa: siempre que el Estado regule con detalle y proporcionalidad cómo se empleará esa fuerza física, su uso será una garantía para los ciudadanos.
La presencia de superhéroes supondría negar que el Estado dispone del monopolio de la coacción física y, de resultas, mermaría la eficacia del derecho y, con ella, la viabilidad del propio Estado. Admitir que no sólo los agentes de la ley pueden aplicar fuerza, sino que también lo pueden hacer ciertos supertipos según sus propias reglas acabaría por negar la existencia misma del poder público. En realidad, es lo que sucede en comunidades en las que organizaciones criminales o paramilitares se han impuesto incluso con un nivel de fuerza superior al del mismo Estado. Piénsese por ejemplo en localidades como la mexicana Ciudad Juárez, en las que los narcotraficantes han impuesto su ley y disponen de un aparato coactivo mayor que el de los agentes de autoridad; o en la situación vivida durante años en Nicaragua con la presencia de las fuerzas sandinistas que controlaban parte del territorio. No sería exagerado decir que el Estado no existe en esos territorios particulares en los que ha perdido el monopolio de la fuerza. El cine también nos ha dejado un ejemplo interesante en El padrino, cuando los miembros de la comunidad italiana residentes en Nueva York acudían al patriarca de la familia Corleone (interpretado por el genial Marlon Brando) para que resolviese sus cuitas.
Algunos cómics han mostrado con meridiana lucidez la incompatibilidad de los superhéroes con la pervivencia del Estado. Con un poder descomunal, ¿cómo podrían las autoridades obligar a los superhéroes a que cumplieran las normas? En uno de los cómics de Hulka, esta es apresada por incumplir una orden de alejamiento. La policía que la detiene le comenta: «Sé que puede fugarse. Usted lo sabe. Todo el mundo lo sabe. Pero imagino que no lo hará, ya que he leído mucho sobre usted, señorita Walters [en su otra identidad, Hulka es Jennifer Walters, una abogada que, además, es prima de Bruce Banner, alias Hulk]. Y por si le sirve de algo… yo creo que usted es de los buenos».
En definitiva, al carcelero sólo le queda confiar en la buena voluntad de la reclusa, porque ésta podría fugarse cuando le diera la gana, simplemente doblando los barrotes de la celda o atravesando con sus puños la pared. ¿Qué Estado puede sobrevivir con quien puede actuar con total impunidad si lo desea? Otro ejemplo que me gusta especialmente, extraído de Miracleman, una versión inglesa del Capitán Marvel (Fawcett Comics) revitalizada en los años ochenta por el genial guionista inglés Alan Moore. Pues bien, Miracleman trata de instaurar una utopía y comunica a Margaret Thatcher que una de las primeras medidas será suprimir el dinero. La primera ministra británica le responde que no permitirá una medida semejante. «¿Permitir?», le contesta irónicamente el héroe. El rostro apesadumbrado y silente de la política muestra lo que Alan Moore pretendía: ¿cómo diablos va un simple humano a impedir a un dios que haga lo que le venga en gana?
Ahora bien, el hecho de que los superhéroes serían incompatibles con el Estado, porque ambos se disputarían el ejercicio de la fuerza física no quiere decir que los primeros no pudiesen emplearla en determinadas ocasiones. En efecto: aunque en una situación real el Estado es quien tiene ese monopolio de la coacción, él mismo puede habilitar a que los ciudadanos (entre los que se encontrarían los propios superhéroes) la empleen. ¿No supone esto negar el monopolio estatal de la fuerza? No, porque es el propio Estado (el titular de esa fuerza) quien la deja voluntariamente en manos de los particulares, fijando además las condiciones en las que podrán emplearla.
Así, por ejemplo, cuando vemos a un superhéroe detener a un delincuente en el momento en el que éste iba a atracar un banco o a robar a un viandante, debemos entender que se trata de una actuación perfectamente ajustada a derecho. Cualquier ciudadano puede detener a un delincuente (o a un fugado de la justicia) y por tanto también pueden hacerlo los superhéroes. Ahora bien, deben cumplirse varias premisas. La primera es tener presente que se trata de una prerrogativa, no de una obligación: a ningún ciudadano se le puede exigir que actúe como si fuese un agente de la ley, porque sería tanto como obligarle a que arriesgase su propia vida para ayudar a terceros. En este sentido, cuando el joven e inexperto Peter Parker, ataviado con su uniforme de Spiderman, deja que un atracador huya, el policía que persigue al delincuente no puede más que reprocharle su falta de civismo, pero no puede imputarle un delito de falta de cooperación con la justicia. Eso sí, como es de sobra conocido, la actitud egoísta de Peter Parker acaba saliéndole cara cuando ese mismo atracador acaba con la vida de su tío, desgracia que acaba por convertirle en superhéroe, dándose cuenta que «un gran poder conlleva una gran responsabilidad» (la más célebre frase acuñada por el recientemente fallecido Stan Lee). El segundo aspecto que ha de tenerse en cuenta: cuando se detiene a un delincuente debe ponerse éste de inmediato a disposición de las autoridades, ya que de lo contrario quien practica la detención estaría incurriendo él mismo en un acto ilícito (detención ilegal). Finalmente, al practicar la detención el ciudadano (y de resultas el propio superhéroe) debe actuar con proporcionalidad. No es de extrañar: si está ejerciendo una fuerza física que el Estado excepcionalmente le habilita a emplear, debe hacerlo con las mismas cautelas de las que hace gala el propio Estado.
Lo anterior podría incluso justificar alguna actuación superheroica que hubiera tenido un resultado más traumático del esperado. Estoy pensando por ejemplo en el caso de Spiderman en su detención del Duende Verde. Este último lanzó contra el arácnido su patinete volador, con el objetivo de que impactara contra él por su espalda, mientras estaba descuidado. No contaba, sin embargo, con el sexto sentido del héroe, lo que le permitió a Spiderman esquivar el artefacto en el último momento, con el resultado fatal de que el mismo se precipitó contra su propio dueño, el Duende Verde, clavándosele en el pecho y causándole la muerte. En este caso, Spiderman podría quedar exento de responsabilidad, puesto que no hizo uso de una fuerza excesiva: la muerte del villano fue una muerte accidental, ocasionada por un acto del propio finado.
Otro supuesto en el que los superhéroes —como cualquier ciudadano— podrían emplear el uso de la fuerza sería en el caso de legítima defensa, en la que una vez más habría que emplear medidas de reacción proporcionadas al ataque que se está sufriendo o al peligro al que racionalmente se halle expuesto. Por ejemplo, Superman no debería reaccionar igual si quien le ataca es un humano con una pistola (las balas no pueden hacerle daño) que si quien le ataca es Darkseid y además empuñando un arma hecha con kriptonita. El riesgo de este último ataque para la vida del superhéroe le legitima a una respuesta contundente que no sería procedente en el primer caso.
Las expectativas fácticas
Imagínese el lector lo extraño que sería vivir en Neópolis, la ciudad concebida por el guionista Alan Moore para su cómic Top 10 (una curiosa mezcla del género superheroico con la serie policíaca de los ochenta Hill Street Blues). En la referida ciudad todos tienen superpoderes, lo que da lugar a las situaciones más curiosas. Una de ellas se produce cuando la protagonista contrata los servicios de un taxi… desconociendo que el taxista es ciego. Obviamente la invidencia constituiría un impedimento para la conducción, pero he aquí que el taxista en cuestión dispone de todos los demás sentidos superdesarrollados. Lo que lo convierte después de todo en un más que diestro conductor.
Su situación no diferiría de la del célebre Daredevil. Siendo invidente también él, en principio no podría ejercer profesionalmente de bombero. Pero, ¿tendría sentido restringirle ese puesto? Pensemos un poco: cierto es que no ve, pero dispone de una especie de radar que le permite orientarse con más precisión que un humano normal; aparte de disponer de un olfato superdesarrollado y un oído a ese mismo nivel. Si a ello unimos sus extraordinarias destrezas físicas, ¿no sería evidente que él sería quien nos encontrase más fácilmente entre el humo de un incendio y nos podría rescatar con más probabilidad de éxito?
Pero volvamos a Top 10 para ver otro caso paradójico. En un bar, el dios Odín clama venganza contra el desconocido que ha acabado con la vida de su hijo Balder, que yace en el suelo. La policía de Neópolis (todos ellos superhéroes, como no podía ser de otra forma) investiga el caso. Pero pierden el tiempo: para su estupor, al día siguiente Balder aparece vivo y coleando. ¿El motivo? Es un dios inmerso en un ciclo eterno, condenado a que todos los días lo maten y al día siguiente aparezca vivo. ¿Debería entonces entenderse que quien acabó con la vida del personaje cometió realmente un homicidio? ¿Podría considerarse como tal si, en realidad, el resultado de muerte no se ha producido en el sentido en el que habitualmente la entendemos (la muerte es irreversible, cosa que con Balder no sucede)?
Todo lo anterior nos enfrenta con otro elemento característico del derecho: las expectativas fácticas. Para entenderlas mejor conviene previamente explicar cuál es la estructura más simple de las normas jurídicas: éstas se compondrían de un supuesto de hecho y de una consecuencia jurídica (o sanción). En ocasiones, ambos elementos no están juntos en una misma norma, sino disociado en dos, y en este caso, las normas que sólo contienen supuestos de hecho se llaman normas primarias, en tanto que las que sólo contienen la sanción se denominan normas secundarias. Para no complicar las cosas vamos a ceñirnos al caso de las normas penales, que son las que mejor responden a esa estructura. Pues bien, en la medida en la que éstas restringen libertades ciudadanas (la libertad personal, en el caso de prisión; la de residencia, en el caso de expulsión del territorio nacional; la de propiedad, en una multa…) se les exige dos cosas: que sean previas a la conducta que van a castigar (ultraactividad, es decir, que una norma penal no puede castigar acciones que no fuesen delito antes de que esa norma entrase en vigor) y que tanto en la norma primaria (supuesto de hecho) como en la secundaria (sanción) sean claras; es decir, que concreten de forma detallada la conducta que se va a castigar y el castigo previsto para ella.
Ahora bien, como cualquier obra humana, el número de normas posible es limitado. Y así sucede también en el caso de las normas penales: el legislador hará una previsión de qué conductas quieren reprimirse (homicidios, robos, hurtos, allanamientos, lesiones…) y de las sanciones que se aplicarán en caso de que se produzcan (prisión, multa, extrañamiento…). De ahí que se diga que el derecho opera con expectativas fácticas. Pero, ¿qué sucedería si viviésemos en un paraje insólito como Neópolis, en el que las personas tienen unas características tan sorprendentes y heterogéneas que cualquier previsión previa resultará insuficiente? El legislador se verá incapaz de contemplar todas las conductas posibles en las que puedan incurrir los habitantes de la ciudad: volar, teletransportarse, atravesar paredes, incinerarse… Las mismas sanciones podrían resultar inadecuadas dependiendo del condenado: ¿qué le importaría por ejemplo a alguien que puede viajar por el plano astral que su cuerpo estuviese recluido en una celda?
Ante la enorme cantidad de variables que el legislador habría de tener presente sólo cabrían dos respuestas. La primera consistiría en que redactase las leyes de forma muy genérica, de forma que en ellas pudieran tener encaje las situaciones más dispares que pudieran darse. Por ejemplo, un precepto como el siguiente: «Se impondrá la pena privativa de libertad durante seis meses, o aquella otra con efectos equivalentes» podría servir para paliar el problema del viajero astral ya mencionado. A su amparo se le podrían suministrar fármacos que impidiesen esa evasión espiritual de la prisión. Sin embargo, la redacción de leyes tan genéricas entraña insalvables problemas para el ya mencionado principio de seguridad jurídica: si el hecho punible o la sanción no resultan suficientemente definidos, dan lugar a arbitrariedades interpretativas. El reo no sabrá por tanto a qué atenerse; será incapaz de saber si su conducta es o no punible y, en caso de que lo sea, qué sanción concreta va a aplicársele. En el ejemplo referido ¿qué debe entenderse por efectos equivalentes? Un juez podría interpretar que habría que llevar a cabo una sedación total del condenado, lo que afectaría a su integridad física, y no sólo a su libertad personal, que es lo único que debiera quedar restringido en una pena privativa de libertad.
La otra solución posible sería justo la contraria: que el legislador regulase de forma pormenorizada todas y cada una de las hipotéticas situaciones que podrían desencadenarse en una ciudad tan loca como es Neópolis. Así, por ejemplo, la regulación del delito de homicidio podría ser algo así: «El que matare a otra persona será condenado como culpable de homicidio. No se considerará que existe homicidio si el sujeto contra el que se ha ejercido la acción puede resucitar en un plazo no superior a 24 horas, o si la víctima es un robot, a no ser en este último caso que disponga de un cerebro humano; tampoco a un humanoide vegetal si la pérdida de su cuerpo puede ser reemplazada por otro de idéntica naturaleza…»M y así habría que seguir hasta redactar un artículo de lectura agotadora. La ventaja de este sistema es que, en apariencia, genera mayor seguridad jurídica al prever todas las situaciones posibles. Y digo «en apariencia» porque la proliferación de normas necesarias para contemplar todas esas contingencias sería tal, que en sí misma encerraría un nuevo problema de seguridad jurídica: sería casi imposible conocer todas las normas vigentes. Por si fuera poco, siendo las normas tan detalladas, cualquier situación que no estuviese contemplada en ellas (piénsese en un nuevo habitante de la ciudad dotado de unos poderes singulares, hasta entonces nunca previstos) requeriría una nueva regulación. De lo contrario, podría alegarse que no sería posible interpretar extensivamente las normas existentes, cuando han sido concebidas con enorme detalle para atender a todos y cada uno de los casos posibles.
Conclusión: la incompatibilidad de los superhéroes con el derecho
La presencia de superhéroes cuestionaría la pervivencia misma del derecho tal y como lo concebimos a día de hoy en las modernas sociedades occidentales. El cumplimiento de las normas producidas por los órganos competentes (derecho positivo) resultaría recurrentemente vulnerado por la preferencia que aquellos darían a su propia escala de valores, basándose en la presunta legitimidad (derecho natural) que tienen sobre cualquier norma humana. La fuerza física —que es el respaldo de las normas para garantizar su cumplimiento— dejaría de estar en las manos exclusivas del Estado para ser compartida con unos sujetos privados a los que las autoridades ni siquiera serían capaces de contener. La posibilidad de que los superhéroes retuviesen en sus manos el ejercicio de fuerza física daría lugar a que las detenciones no siempre se practicasen conforme a procedimientos reglados, sino que, cuando las llevasen a cabo los superhéroes, quedasen sujetas a los irregulares métodos que ellos mismos escogiesen. Finalmente, las normas tampoco podrían dar respuesta a todas las particulares situaciones que podrían derivarse de la presencia de los superhéroes, lo que supondría una merma de la seguridad jurídica clave en cualquier Estado de derecho.
Ante esta tesitura, no podemos más que renunciar a nuestros sueños de infancia de que un superhéroe venga —deus ex machina— a solventar nuestras cuitas. Mejor apañárnoslas por nosotros mismos. Nuestros errores —y los que a menudo cometen los políticos que elegimos y que pocas veces están a la altura de lo esperado— serían exclusivamente nuestros, y no dependeríamos de la omnímoda voluntad de unos sujetos que, a base de desobedecer impunemente las normas, podrían acabar por convertirse en auténticos tiranos.
Ignacio Fernández Sarasola (Gijón, Asturias, 1969) es profesor de derecho constitucional en la Universidad de Oviedo y está especializado como investigador en la historia constitucional de España. Es autor de obras como Poder y libertad: los orígenes de la responsabilidad del Ejecutivo en España (1808-1823) (2001), La función del Gobierno en la Constitución española de 1978 (2002), Proyectos constitucionales en España (1786-1824) (2004), La Constitución de Bayona (1808) (2007) o Los partidos políticos en el pensamiento español: de la Ilustración a nuestros días (2009), entre otras. Además, es aficionado al cómic, y ha publicado algunos artículos sobre la relación entre cómic y derecho.
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