Svarabhakti, de Antonio Rivero Taravillo
/una reseña de Carlos Alcorta/

Lo primero que nos llama la atención de este libro es su enigmático título, Svarabhakti. Indagamos sobre él y comprobamos que se trata de una palabra de origen sánscrito que literalmente significa «separación vocal». En este caso ha dado lugar a un poema del mismo título que establece una interesante analogía entre la función lingüística y fónica de la epéntesis y la del amor: «Como vocal de apoyo/ entre dos consonantes,/ el amor nos sostiene/ y da su soplo». Solventada esta cuestión, Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), autor de una copiosa obra literaria que abarca el ensayo, la biografía, la novela y la traducción además de la poesía, género en el que ha publicado libros tan relevantes como Farewell to poesy (2009) —un título ciertamente irónico—, El árbol de la vida (2004), Lejos (2011), La lluvia (2013) y El bosque sin regreso (2016), nos ofrece un extenso y unitario volumen que expone en el primer poema, «Vida y poesía», sus propósitos y sus incertidumbres: «Sé cómo hacer un poema/ sobre lo que me pasa,/ lo que no sé es cambiar lo que me pasa/ para que el poema sea distinto./ Las palabras están/ donde deben estar, pero la vida,/ siempre dislocada, retuerce/ los versos, los sincopa,/ aunque sean una balsa de aceite,/ siempre a punto de arder por su cerilla». A pesar de los cientos de versos que se han escrito acerca de la imposibilidad de trasladar con fidelidad absoluta a la pagina la emoción, la experiencia vivida, Rivero Taravillo consigue enfocar esta contrariedad de un modo original, sin recurrir, por cierto, a conceptos y abstracciones semánticamente ambiguos. Pronto, además, el yo que se erige en protagonista de este primer poema, el yo que se niega, se bifurca en un nosotros, como queda de manifiesto en el segundo poema, el titulado «Poeta»: «Un poeta jamás es un poeta./ o no tan solo uno únicamente./ Es la voz de los otros en la suya […] En uno hablan todos los poetas,/ el coro de una voz múltiple y sola/ que calla con las otras al decirlas/ y al callarlas, las dice como nadie». No son estos los únicos poemas en los que la reflexión metapoética está presente: por ejemplo, en «Intransferible» defiende Rivero Taravillo su propia inspiración, su propia creación, porque, aun con sus defectos, está construida con su experiencia, y esta es intransferible: «Otros puedes hacer mejor/ quizá un artículo,/ una novela, pero el poema es// mi patria intransferible./ lo que en él asoma siempre tiene mi rostro/ por más ajena que sea su mirada». La dedicación a la poesía está directamente imbricada con la vida, sin llega a sustituirla, claro, pero el hecho de escribir se concibe como un momento dichoso, aunque esto se oponga de forma tajante a lo que piensa, por ejemplo, un poeta como Mark Strand, cuya prosodia nos recuerda a la de Taravillo cuando escribe: «La verdad es que escribir no reporta ningún goce, al menos a mí, puesto que cuando pienso en mis momentos más felices, ninguno tuvo lugar mientras escribía». Es otra forma de verlo, porque para otros, el mero hecho de experimentar la satisfacción de escribir un poema logrado tiene mucho que ver con la felicidad, aunque esta sea posterior al acto de escribirlo.
En Svarabhakti hay muchos poemas que tratan de rescatar acontecimientos y vivencias ordinarias del olvido para convertirlas en emblemas de la existencia, desde una historia troyana o un problema de álgebra hasta la tumba de Emilio Prados, el último poema del libro, que nos recuerda la futilidad de nuestras ambiciones: «Al cabo de los años, el poeta/ se funde en la incontable cofradía/ de los anónimos»./ El que fuera impresor no tiene tipos/ que compongan su nombre» o Excalibur, la espada que solo el rey Arturo pudo extraer de la piedra y que en el poema de nuestro poeta se utiliza como una analogía de un encuentro erótico. La poesía de Antonio Rivero Taravillo oculta tras su aparente sencillez, siempre una carga simbólica con, al menos, dos referentes, y digo al menos, porque lo más frecuente es que el poema admita varias lecturas simultáneas que, además, no colisionan, sino que la enriquecen con esos significados múltiples. Podemos verlo, por ejemplo, en el poema «Apócrifo del deseo»: «Me he estado engañando todo el tiempo./ No me has mentido tú:/ lo he hecho yo,/ que he modificado tus palabras/ como un mal traductor que las confunde/ creando otro sentido porque quiere/ entender solo aquello que desea». Uno solo escucha lo que quiere escuchar, puede ser el resumen de estos versos, pero no es menos cierto que el poeta intenta traducir la realidad no solo desde su óptica, sino desde los acuerdos que dicha realidad establece con el lenguaje, es decir, con la ficción que este construye, lo que supone admitir, en buena lógica, interpretaciones cuando menos dispares porque nada de lo que plantea es irrefutable, y es que la imagen poética resultante, como escribió Charles Simic, otro poeta de tono familiar, «renueva nuestro asombro ante la existencia misma de las cosas». Asombro y sana constatación de que gracias al orden pactado de las palabras «hay cosas que muriendo sobreviven/ huyendo de la edad y sobre el polvo.», quizá porque, homenajeando a Quevedo, «tan sólo lo que escapa se conserva».
Selección de poemas
Vida y poesía
Sé cómo hacer un poema
sobre lo que me pasa.
Lo que no sé es cambiar lo que me pasa
para que el poema sea distinto.
Las palabras están
donde deben estar, pero la vida,
siempre dislocada, retuerce
los versos, los sincopa,
aunque sean una balsa de aceite,
siempre a punto de arder por su cerilla.
Ojalá los días tuvieran
cada acento en su sitio,
perfecta la medida y bien planchada
la raya de la vida, pero esta
está llena de hiatos y sinéresis
cuando no toca,
y arrugada la cara que refleja
el poema en la suya.
Dioses
Me vuelvo a encontrar sus nombres hoy:
a Júpiter y Juno, su mujer,
si no fuera inmortal por ser la diosa.
Minerva y Marte vienen también ellos,
y apenas si recuerdo aquellos libros
en que aprendiera un día, con sus rasgos,
sus sucesos o sueños —qué más da—,
aquel politeísmo tan hermoso
del que es la mayor mitología
que fuera joven yo como los dioses
y también inmortal, tan brevemente
como todo lo vivo mientras vive.
Velá
En el tiovivo
o el carrusel,
muy agarrado al volante
con pequeñas manos de niebla,
quien va en el asiento vacío,
ese soy yo.
Tempus tacendi
La voz desaparece, en ocasiones,
igual que una serpiente que se enrosca
para dormir detrás de unos arbustos
o el día, ese engranaje tan perfecto,
escudado en la noche, toma impulso
para asaltar el cielo nuevamente.
En las cuerdas vocales, ese ring,
la lona, los asaltos, la victoria.
Trabajo con palabras, es decir:
coloco con cuidado los silencios.
Svarabhakti
Antonio Rivero Taravillo
Maclein y Parker, 2019
64 páginas
12€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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