19 de julio de 1936: el género humano de vacaciones
/por Michel Suárez/
En el último parte de guerra firmado el 1 de abril de 1939, el general Francisco Franco proclamaba la victoria definitiva de los nacionales, dando por concluido un conflicto que había desgarrado España durante casi tres años. El júbilo de los vencedores estaba justificado: no se trataba simplemente de un triunfo militar o de un relevo en el gobierno; el resultado de la guerra definió el establecimiento de una tiranía rapaz y asesina cuyos fundamentos perduran en buena medida hasta nuestros días.
Atildado y pomposo, con aire de criatura grotesca y ridícula, el general Franco jamás pensó en resignar su poder autocrático mientras preservó intactas sus facultades físicas. Aunque no fuese el escogido en un primer momento por los cabecillas del golpe, nadie más indicado que Franco para hacer prosperar el encargo de aniquilar al movimiento obrero: astuto, implacable, cruel, despiadado y profundamente resentido con la República, el Caudillo conocía bien su oficio. En 1917 había prestado sus servicios para sofocar una huelga general y en 1934 había dirigido la violencia legal contra los trabajadores asturianos. Fue precisamente en Asturias donde por primera vez los temibles Regulares y la Legión, integrados por tropas africanas, actuaron como cabeza de puente de la represión del Estado contra su propia población.
Desde su gestación, el régimen franquista instauró un tiempo de silencio; una atmosfera opresiva marcada por una feroz represión. Tras el flirteo inicial con un fascismo de corte mussoliniano, el panorama internacional propiciado por la segunda guerra mundial y la guerra fría, así como el proceso de industrialización masiva y la bonanza económica de los años sesenta, impusieron cambios internos en el país. Sin embargo, ninguna de estas adaptaciones a las diferentes coyunturas fue tan audaz como para conmover los sagrados fundamentos del régimen: el catolicismo, el militarismo, el nacionalismo cerril y una centralización absoluta del poder. Carente de modelos de referencia históricos, el franquismo rescató el legado de los Reyes Católicos y su afán expansionista para configurar una amalgama ideológica donde no faltaron ni la exaltación del glorioso pasado imperial y del Ejército, ni el elogio del racismo y el machismo más rampantes, ni elementos tomados del fascismo como las liturgias de masas o el culto al caudillo redentor. Abanderando las fuerzas de la España eterna contra las ideologías de importación, Franco simbolizó el triunfo de la Contrarreforma y del oscurantismo; triunfo de la usura moral, pero también de la ambición personal sin límites encarnada en un hombre sediento de poder.
Es posible que las teorizaciones sociológicas del franquismo nos hayan hecho perder de vista la verdadera naturaleza de un régimen mórbido y brutal. Durante cuatro décadas, una España de uniformes y sotanas albergó campos de concentración, prisiones abarrotadas de presos políticos, patios de ejecuciones judiciales y extrajudiciales, y fue escenario de torturas, trabajo esclavo, rapiñas y robos de bebés. Sin embargo, sería un gran error considerar que un reinado de terror puede perdurar durante tanto tiempo sostenido únicamente en la coacción y la violencia. Ninguna tiranía puede perpetuarse apelando al miedo y al castigo como únicos estímulos. Un estado de excepción permanente imposibilitaría la gobernabilidad y el descontento general acabaría por hacer tambalearse al statu quo. Como tantos otros tiranos que nunca se dejaron tentar por el remordimiento y jamás pensaron en abandonar la escena de la historia voluntariamente, Franco contó hasta el final con la lealtad de las elites y con la adhesión entusiasta de muchos correligionarios, pero también con la pasividad y la aquiescencia de grandes bolsas de población que se beneficiaron de la bonanza económica derivada de la industrialización del país. No olvidemos que Franco falleció de forma agónica en la cama de un hospital después de haber dejado instrucciones precisas para el futuro de un país huérfano de su Caudillo.
En todo caso, lo verdaderamente significativo del régimen fue su carácter inaugural. Si obviamos los elementos puramente propagandísticos, el franquismo carecía de antecedentes históricos y de puntos de referencia en el pasado. Estaba, claro está, la remisión a los forjadores de la gloria de la España de los Reyes Católicos, la proyección de un destino providencial, el bastión de la cristiandad, etcétera; pero desde un punto de vista político, la amalgama nacionalcatólica forjada en torno a un líder carismático era algo novedoso. De ahí que fuese necesario tejer una épica de la Guerra civil y conferirle un sentido seminal. Así, definida como conflicto definitivo entre las dos Españas tradicionalmente en conflicto, la guerra civil habría puesto fin a siglos de insidias y maquinaciones de los enemigos de la patria, de los partidarios de nocivas ideologías ajenas a la esencia nacional, de los liberales, los socialistas, los sin Dios.
En los anales de la historia oficial quedó registrado que el general Franco, auxiliado por la Providencia, arrancó al país de las garras del comunismo, un casus belli delirante que poseía el inmenso valor de presentar al nuevo régimen bajo una luz heroica y salvadora. Los apologetas del espíritu del 18 de julio difundieron sin desmayo la letanía de la lucha fratricida entre la España devota y depositaria de un espíritu eterno y la anti-España, fuente de desorden y anarquía. La victoria militar significó para el franquismo una fuente de legitimación; una autoinvestidura que le permitió sentar las bases de su propia legalidad.
No obstante, más allá del barniz doctrinario y propagandístico, hoy en día restan pocas dudas de que la guerra civil española debe ser leída en clave de lucha de clases, más concretamente como el último de los grandes conflictos marcados por un agudo antagonismo de clases. El movimiento obrero español de los años treinta había cobrado una dimensión y una capacidad combativa realmente amedrentadoras para las elites tradicionales que fiaron, una vez más, la custodia de sus privilegios a un ejército ultramontano de raigambre golpista. Dados los antecedentes de las primeras décadas del siglo y la esgrima permanente entre tentativas revolucionarias y represión estatal que había generado un clima social inflamable, los sectores dirigentes comenzaron a temer por sus privilegios. La victoria del Movimiento Nacional dejó el camino expedito para llevar a cabo una limpieza definitiva que adquirió la categoría de genocidio.
La claudicación del movimiento obrero fue completa: a excepción de algunos focos de resistencia encarnados en el maquis, se vio abocado a una larga travesía en el desierto del exilio y únicamente lograría rebrotar durante los años sesenta, cuando alcanzó una cierta visibilidad política en Asturias con la creación de las primeras Comisiones Obreras. De esta forma, las organizaciones de trabajadores resurgían tras un hiato de «25 Años de Paz» y emprendían el duro camino de la resistencia organizada contra el régimen.

Con independencia de la naturaleza de sus respectivos análisis, vencedores y vencidos comparten una memoria de la guerra civil que se presenta como un conflicto entre dos concepciones antagónicas de la gestión del Estado. Esta visión ofrece numerosas variantes sobre las causas y las consecuencias de la guerra, pero preserva un maniqueísmo que enfrenta a nacionales contra republicanos. Obviamente, no se trata de una simple oposición entre modelos estatales, sino de cosmovisiones contrapuestas. Cuando se analiza la literatura producida por republicanos y nacionales, lo que resta en el filtro de la crítica historiográfica es una batalla entre un proyecto de orden nimbado de patriotismo y clericalismo, por un lado, y la democracia liberal y el Estado de derecho por el otro.
Este contexto explicativo de la guerra civil ha ofrecido estupendas oportunidades para escamotear lo verdaderamente decisivo del conflicto. En primer lugar, se ha soslayado la paradoja de que la guerra tuvo lugar única y exclusivamente debido a que el movimiento obrero, de acentuada impronta anarcosindicalista y consciente de la inminencia del golpe, se preparó para dar una respuesta armada, mientras entre bastidores los dirigentes republicanos trataban desesperadamente de llegar a un acuerdo con los militares.
En segundo lugar, y esto es lo verdaderamente trascendente, se ha silenciado que durante el colapso del aparato estatal republicano, mientras los combates en muchos puntos del país no arrojaron un claro vencedor, los trabajadores modificaron la respuesta defensiva inicial en una respuesta revolucionaria que dio origen a un proyecto de transformación social radical. Principalmente en Barcelona, un tradicional feudo anarcosindicalista, la fisionomía urbana y el pulso de la ciudad se vieron alterados de forma espectacular. Tras contener y reducir los últimos enclaves golpistas, surgieron nuevos órganos de poder popular como los Comités de Defensa y se colectivizó la producción: las fábricas fueron ocupadas y en algunos casos reconvertidas en centros de producción militar con el objetivo de contribuir al esfuerzo bélico en los lugares donde el conflicto todavía no se había definido.
Se expropiaron apartamentos de lujo pertenecientes a adeptos al golpe huidos o detenidos, reconvertidos en centros de acogida de mendigos, ancianos, niños y refugiados de otras regiones, o transformados en bibliotecas y comedores populares. Los Comités de Distrito y la Federación de Barricadas controlaron la circulación de vehículos e individuos en el interior de la ciudad y establecieron perímetros de seguridad; se abolió la mendicidad, la limosna y las propinas, y elementos considerados nocivos para la sociedad como los proxenetas y los traficantes fueron eliminados. Los trabajadores destruyeron elementos arquitectónicos represivos como cárceles y edificios eclesiásticos.
En éstas y otras medidas resonaban los ecos de otros episodios en los que la clase obrera había tratado de anticipar su proyecto de un mundo sin dirigentes y dirigidos, pero también surgieron los mismos problemas a la hora de superar una situación en la que una multiplicidad de poderes no federados competían con un poder estatal que iba recobrando el aliento. A pesar de controlar la calle y la producción, los trabajadores no abolieron el Estado; por el contrario, se creó el Comité Central de Milicias Antifascistas, que tratando de conseguir una unidad política con partidos políticos que no poseían ninguna representación en la calle se convirtió en la palanca que expulsaría a los trabajadores revolucionarios de su posición de fuerza.
Pero antes de que eso aconteciese, se organizaron columnas de milicianos con el objetivo de socorrer Zaragoza y apoyar el establecimiento de las colectividades que habían ido brotando de forma natural en diversos pueblos de Aragón.
Animados por un ideal de igualdad y fraternidad, estas milicias, compuestas por trabajadores y trabajadoras sin formación militar y precariamente pertrechadas, apelaron a la responsabilidad individual y no a la jerarquía castrense. Asumiendo como modus operandi los acuerdos adoptados en Asamblea, todos recibían la misma remuneración y no se contemplaban ni jefes ni Estados mayores, aunque existiese un mando escogido según un principio electivo y sujeto a revocación inmediata. Al menos en un primer momento, este espíritu suplió todas las penurias; sin embargo, con el transcurso de los acontecimientos y los giros internacionales del conflicto, la intervención de Italia y Alemania y el fortalecimiento de la influencia comunista en la retaguardia, el vigor inicial fue cediendo frente a las carencias militares y el boicot soviético.
A medida en que las milicias avanzaban hacia Zaragoza se consolidaron colectividades rurales que plasmaban en la práctica décadas de enseñanzas libertarias. El vacío de poder dejado por el colapso del poder central había favorecido en numerosas localidades la puesta en funcionamiento de una organización social independiente del Estado. En muchos puntos del país se asistió a un colosal cambio de clima mental e institucional que apenas tenía parangón en la historia contemporánea.

Hoy disponemos de un saber bastante aproximado de estas colectividades. En las últimas décadas el interés por el estudio de diferentes aspectos de la experiencia revolucionaria ha dado como resultado un buen número de obras rigurosas, así como trabajos más acentuadamente ideológicos, a los que debemos agregar una extensa lista de memorias y testimonios de los protagonistas que nos permiten contemplar una pintura general de la revolución.
Gracias a esto podemos situar en su justa perspectiva una de esas contadas brechas históricas en las que se rompe con la inercia de lo establecido y se anuncian formas de organización democráticas. En consecuencia, se puede afirmar que la revolución española no significó una alternativa a un liberalismo refutado exhaustivamente tres décadas antes por la realidad, ni un precoz esbozo del Estado del bienestar; se trató de otra cosa completamente diferente: la impugnación del capitalismo.
Basándose en el lema: «Queda abolida la explotación del hombre por el hombre», la revolución trató de subvertir la secular separación entre los que mandan y los que obedecen. Este hermoso principio, sin embargo, no era ningún conjuro, y como toda declaración de intenciones tuvo que enfrentar de inmediato la prueba de los hechos. En el inflamable contexto rural español de los años treinta, marcado por la enorme concentración de la propiedad de la tierra, la explotación despiadada de los jornaleros, la represión estatal implacable, tasas de desempleo exorbitantes y una deficiente productividad, los campesinos comenzaron su transformación por la puesta en común de la propiedad del suelo. De modo general, tras la fuga o la neutralización de las fuerzas represivas del Estado se procedía a convocar una asamblea general que involucraba a todos los miembros de la comunidad, excepto a aquellos que se declaraban individualistas, poseedores del derecho de voz en la asamblea, aunque excluidos de las votaciones. Se decidía cuál sería el funcionamiento de la colectividad y el papel de los técnicos; además, se formaron brigadas o grupos de trabajo para atender las cuestiones perentorias, como la recogida de la cosecha. Los Comités dimanados de la Asamblea coordinaban los diferentes sectores de la vida social, y en muchos casos se apeló a un sistema rotativo para que todos, al menos durante un pequeño periodo, participasen de las tareas propias de gobierno, teniendo la prudencia de someter a los cargos a revocación inmediata por parte de la base.
La abolición de la propiedad privada de los medios de producción vino acompañada de un reparto horizontal del poder que trataba de dar voz a todos los implicados sin consideraciones de fortuna personal o posición social. En muchas colectividades el dinero fue abolido y substituido por vales; se realizó un extraordinario esfuerzo educador: por todas partes brotaron bibliotecas y se organizaron una gran cantidad de cursos de capacitación profesional; también se tejieron vastas redes de solidaridad para atender a los ancianos, los enfermos, los huérfanos y las viudas.
No podemos olvidar que estas medidas fueron desplegadas en el fragor de una guerra civil, en un contexto económico devastado, con una carencia absoluta de apoyos entre la burguesía nacional e internacional y en un marco geopolítico claramente hostil a los anarcosindicalistas en el que las potencias europeas, a pesar de su neutralidad, evitaron por todos los medios establecer acuerdos comerciales con las colectividades. Tampoco se debe ignorar la vergonzosa pasividad del movimiento obrero internacional en relación con el proceso revolucionario español. Sin embargo, a pesar de este cuadro catastrófico y contra todo pronóstico, el nivel de vida y las condiciones de trabajo de los miembros de las colectividades se elevaron de forma considerable.
Este descuidado e incompleto cuadro general es sólo un esbozo del impulso que orientó la construcción de un poder profundamente democrático en circunstancias tan dramáticas. Es probable que la ambición de los campesinos españoles de vivir según los principios del comunismo libertario tuviese trazos de puritanismo revolucionario, como se podría inferir del rechazo al dinero o la condena del alcohol y los cafés, o que incluso estuviese impregnado de un cierto utopismo mesiánico como apuntaron insistentemente sus abundantes críticos. Empero, esa visión de los campesinos como furibundos milenaristas dispuestos a erigir el Reino de Dios en la Tierra desprecia a propósito el enorme esfuerzo de los anarquistas españoles por sentar las bases de una sociedad democrática. Resulta sintomático comprobar que las críticas elaboradas por los detractores de las colectividades coinciden punto por punto con las que Platón y Aristóteles habían dirigido al régimen democrático ateniense veinte cuatro siglos antes. Para estos críticos, la concesión de la capacidad de decidir a ignorantes equivale a la ruina de la ciudad, puesto que no conocen, ni pueden conocer, el arte de gobernar.
Estrechamente relacionado con lo anterior, se ha esgrimido que sin una línea firme de comportamiento colectivo pautada desde un poder centralizado la suerte de la polis queda a merced de los más hábiles sofistas. La deliberación y la toma de decisiones en común son un camino seguro para la parálisis de la vida social y una invitación para la proliferación de demagogos. Además, la supremacía del poder público restringe la autonomía y el círculo de acción de los ciudadanos, sistemáticamente expuestos a las exigencias de lo común.
A estos argumentos genéricos tan antiguos como la democracia debemos agregar un abanico de críticas específicas al proceso revolucionario español que en la mayor parte de los casos son fruto de la obstinación ideológica. Entre ellas, la favorita del Partido Comunista, que condenaba la impaciencia revolucionaria de los aventuras y el no haber respetado las necesarias etapas de desarrollo capitalista prescritas por Marx y determinadas por los comités centrales de los respectivos partidos comunistas. Para los exégetas del materialismo dialéctico, el desconocimiento de las leyes de la historia no exime de su cumplimiento. Resulta inútil detenerse más sobre estas mistificaciones ideológicas.

Los escasos episodios históricos en los que los individuos tomaron las riendas de sus propias vidas siempre tuvieron perturbadoras implicaciones para los amantes del orden. Nadie las expresó mejor que Chateaubriand cuando escribió que en una sociedad en pleno proceso revolucionario «el género humano de vacaciones pasea por las calles, libre de sus pedagogos, volviendo por un momento al estado de naturaleza, y no siente de nuevo la necesidad del freno social más que cuando lleva el yugo de los nuevos tiempos engendrados por la licencia». Análogamente al gran escritor francés, también los detractores de la revolución demonizaron las vacaciones del género humano y vieron en la irreductible voluntad de ser libres de sus protagonistas un acceso de demencia que amenazaba con desintegrar la sociedad. En el caso español, los nuevos tiempos que siguieron al final de la guerra no fueron «engendrados por la licencia», sino por la represión y el olvido.
Asegurar este olvido no ha sido tarea exclusiva de los ganadores. ¿Puede sorprendernos que el recuerdo de estos perdedores de los perdedores no tenga cabida en ninguna memoria histórica? ¿Entra dentro de lo posible que la UGT reivindique algún día el recuerdo de la colectivización protagonizada por sus afiliados en 1936? Entretenidos y cebados con toneladas de propaganda política, con el alboroto de la corrupción generalizada, con las marrullerías del poder, con el griterío nacionalista, con la reivindicación de una hispanofilia imperialista y clerical, hemos despreciado el extraordinario ejemplo de emancipación humana que teníamos delante de nuestras narices. No culpemos a nadie por nuestra mansedumbre.
Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.
Buen artículo