Cuentinos tristes
Acilina da cuenta de la muerte de un gorrión
/por Juana Mari San Millán/
Aunque sentado en el poyo de la entrada de su casa, cualquiera que le observara al pasar le atribuiría una figura espigada y enteca. Manera de verlo de pie no había sin que se supieran o apreciaran deficiencias o dificultades de su aparato locomotor.
Ángel se mostraba invariable cada día, descansando sobre sus nalgas en un banco de piedra pegado a la pared del quicial de la puerta de la casa, como ya se comentó. Organizaba sentadas cotidianas resistiéndose a sucumbir ante la perseverancia de la silicosis; se negaba a aceptar que, a su muerte, la pensión consecuente columbrara penurias para los suyos. Exigía volver al tajo porque los accidentes mortales en la mina se pagaban infinitamente mejor que los fallecimientos por enfermedad o por deceso natural, ordinario. Con las diarias exhibiciones públicas pretendía demostrar, aun sentado, sus destrezas motrices, liando cada poco la picadura de Cuarterón en el cuadernillo de papel de fumar, únicos movimientos, estos de las envolturas, de las liaduras, soportables, aunque casi heroicos.
La tarde de marras, canicular, no andaba una servidora, a resguardo de la testera, por los alrededores de su lar, pero todas las voces autorizadas coincidieron en declarar que la solana lo tumbó de la bancada sin exponer esparajismo alguno, como el pájaro que cae a plomo sin causa aparente de la rama del árbol o del cable del tendido eléctrico.
El librillo encerrado en su puño derecho, la mecha gorda y amarillenta desenganchada del chisquero, la petaca, las hebras de tabaco esparcidas por la senda que lindaba su aposento aderezaban los indicios singulares, exclusivos de aquel desorden pronosticado, de aquel destino inexorable.
Dicho está que Ángel, uno de los vecinos predilectos de mi primera casa, la que compartí un escaso tiempo con Corsino en el Barrio de Arriba, sucumbió como un gorrión desorientado, abandonado por la bandada, ahogado por su propia respiración, traicionado por sus propìos pulmones repletos de polvo de sílice; y dicho queda que la mina cruel trazó otra muesca dolorosa y rutinaria, en modo alguno hazañosa, sobre nuestras mismas pieles resecas.
0 comments on “Acilina da cuenta de la muerte de un gorrión”