De rerum natura
Los puristas
/por Pedro Luis Menéndez/
No se le pone chorizo a la paella. A la pasta no se le echa kétchup. El güisqui se toma sin agua. Los jóvenes están destruyendo el idioma. La fotografía auténtica nunca es digital. Esos versos «feminiles y blandos» no son propios de nuestra poesía. Lo que escribes son «suspirillos germánicos». Están en cada esquina dispuestos al asalto, no faltan jamás a su deber, sí, ellos y ellas (que de todo hay): los puristas.
Aquellos mismos que expulsaron a un miembro de la tribu al que se le ocurrió afilar una estaca para lanzarla con más tino, cuando de todos era sabido que, durante milenios, todos lanzaban los palos de madera tal cual los recogían y nadie se había quejado nunca. Si tuvieran un escudo nobiliario, su lema sería «Aquí siempre se ha hecho así», lema que tienen grabado a fuego, no sé si en sus genes, pero sí en cada paso que dan en la vida.
Ante el éxito desbordado que está generando la cantante Rosalía, le llueven las críticas feroces por el hecho de cantar flamenco cuando no es gitana, hasta el punto de que la activista Noelia Cortés publicó en Twitter: «No soporto que tengas más oportunidades que las gitanas que cantan desde niñas sobre sus raíces» (el subrayado es mío).
Confieso que les tengo miedo porque son extremadamente peligrosos (retiro «extremadamente» porque no se deben utilizar adverbios terminados en mente), habida cuenta de que su capacidad castradora puede alcanzarte en cualquier momento, en un descuido. Si por ellos fuera, seguiríamos hablando latín o ni siquiera eso: seguiríamos utilizando el protoindoeuropeo. Prefiero la impureza y el mestizaje porque el vino bueno con gaseosa sigue siendo bueno y me permite jugar fuera de la vía, dejando a un lado los raíles de lo correcto, de lo que siempre está bien, de lo que hay que hacer porque sí.
Por lo general, los puristas suelen ser además fanáticos de algo; un algo que defienden como es lógico en su pretendida pureza. Como no pueden salirse de las normas que ellos mismos proclaman como tales, se convierten en seres meticulosos que acaban martirizando a quienes no son como ellos. En lo que entonces era el curso de ingreso al Bachillerato, me topé con un personaje que aún no he olvidado, a la sazón profesor de matemáticas. Cada día presentábamos nuestros cuadernos en su mesa con los ejercicios correspondientes, los cuales debían de manera forzosa realizarse en dos colores, azul y rojo, siguiendo unas pautas rígidas; pero su purismo llegaba más allá, porque medía con una regla los márgenes y el espacio entre los propios ejercicios. Si la medida resultaba inexacta, lanzaba el cuaderno al suelo entre improperios.
Ya sé que este tipo puede parecer más sádico que purista, pero creo que el sadismo va unido con frecuencia al propio purismo. No es que no le ponga chorizo a la paella, es que tampoco quiere que nadie lo haga y, si tiene poder, se empeñará todo lo posible por conseguirlo. Por eso abundan los puristas de la raza, o de las banderas, o de las ideologías, o del modo en que se tienen que atar los cordones de los zapatos. Cuando una de estas personas se convierte en pedagogo, me echo a temblar.
Hace también muchos años decidí desprenderme de las gafas y empezar a utilizar lentillas. Acudí para ello a la única óptica que entonces en mi ciudad adaptaba (se empleaba ese verbo) lentillas, me ajustaron la medida y me las colocaron en los ojos. Hasta ahí todo bien. El problema comenzó cuando me intentaron enseñar el procedimiento para ponerlas por mí mismo, con un espejito sobre una mesa y con la cabeza frente a él. Fui incapaz y acabé con los ojos enrojecidos, llorando como una Magdalena. Salí de la óptica ante el desprecio, incluso verbal, de la especialista alemana que me dio por imposible.
Ese fracaso duró más de una década hasta que me animé otra vez y acudí, como era de esperar, a otra óptica distinta, cuando las lentillas ya estaban por todas partes. Entré y conté al óptico dónde estaba mi problema, se rio y dijo que eso era una tontería, que cada cual se las ponía como podía, y empezó a ensayar conmigo a ponerlas de pie, ante un espejo normal. Era (y es) un antipurista que no creía que hubiera un método, sino que cada uno debía encontrar su propio método. Hace más de veinte años que llevo lentillas.
Los jóvenes no están destruyendo el idioma. Se pueden hacer (y se hacen) grandes fotografías con procedimientos digitales. Los versos «feminiles y blandos» de Garcilaso estaban inaugurando un nuevo modo de trovar. Los «suspirillos germánicos» de Bécquer darían paso a la poesía contemporánea. Sigo sin ponerle kétchup a la pasta, nunca.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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