Cuentinos tristes
Acilina nunca quiso morirse
/por Juana Mari San Millán/
Aquel médico nunca pronunciaba la palabra cáncer y decía algo así como «papilomavirus humano»para que yo no me enterara de la fiesta, de lo que valía un peine y mantenerme en el borde, en la orla de la ignorancia. A lo mejor también lo hacía para evitarme intranquilidades y angustias. Vaya usted a saber.
Lo que no me quito de la cabeza es la convicción de que aquel hijoputa monicaco promiscuo con el que me casé de segundas me contagió las partes pudendas, me inundó de espiroquetas, me saturó de bacterias, me estropeó el bajo vientre, la vedija, el cérvix, como el galeno le denominaba, que, según me sé, es como un cuello de botella que conduce a la redoma situada en el interior de mi pelvis.
Bueno, pues eso era lo que tenía malo. Más que malo, incurable, que también lo sabía, aunque aquel matasanos me lo ocultara, pero lo notaba cuando al hablarme desviaba la mirada a su derecha y se ponía ruboroso y le afloraban gotitas de rocío en el bigote.
Reconozco que la palabra muerte no goza de buen cartel, como la nociva, pésima reputación del cáncer. Más que rubores, gotas menudas o miradas huidizas, su solo señalamiento origina tormentas de pudor y miedo y yo misma he de confesar que, de veras, de verdad de la buena, nunca quise morirme y a fe mía que lo voy consiguiendo hasta el momento.
Las tristezas intermitentes y las pobrezas pegajosas, fastidiosas no consiguieron truncar las estachas, quebrar los petrales, romper las amarras que me asieron desde que nací, desde que tengo uso de razón a estas tierras nombradas, a los reinos ya cotejados y conferidos, a vosotros, los hijos mentados donde subsisto, donde mantengo la vida.
Si tuviera que exponerme, depositarme en montículo, piedra, losa o ara sagrada, como Isaac el de la Biblia, dispuesta para el sacrificio, lo haría con absoluta determinación si con ello resolviera las perentorias y acuciantes necesidades que conlleva mantener vuestras vidas, la supervivencia de los míos. Cuando escribo los míos os aludo a vosotros, mis cuatro puntos cardinales: José Manuel, Ana María Begoña, Luis Alfredo y Rosa Balbina.
Si tuviera que prostituirme por resolver la supervivencia exacta de mis hijos, lo haría. Si tuviera que suicidarme por idéntica razón, no lo pensaría. Si tuviera que matar por el mismo motivo, ni lo dudaría. Y no sé de qué remotos, arcanos asideros penden estas mis únicas certezas.
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