Calendario (27)
Mi Prado particular
/por Avelino Fierro/
Notas del cuaderno de viaje (y 4)
Al día siguiente visité la exposición de Picasso en la Caixa. Abarcaba el tiempo de su relación con Olga Khokhlova. Al inicio de la muestra estaba el retrato de ella en un sillón, a la manera de Ingres, «rythme de contrastes dans la composition, somtuosité décorative du fauteuil, mollese de la chair féminine», se dice en el catálogo del Museo Picasso de París, que compré allí en unas rebajas. Casi todo procede de las donaciones de Picasso y sus herederos. En esos años pinta «dans un climat de reconnaissance artistique et mondaine». Todo tan distinto a lo que sucedía unos años antes, en la época del Bateau-Lavoir. En Recuerdos íntimos, de Fernande Olivier, que compré en 1995 y todavía leo estos días, la modelo y amante anota: «Picasso me quiere de verdad. ¿Voy a aceptar compartir la miseria con un hombre por el hecho de que me quiera? ¿Sólo por eso? No puede ser». De esta época en la que ya está atrapado por la fama son los retratos a lápiz de Satie y Strawinski, La lecture de la lettre, Deux femmes courant sur la plage. Posiblemente fue al ver esos cuadros cuando d’Ors escribió: «Picasso es un pintor italiano. Probablemente el único pintor italiano que existe hoy». Y los hermosísimos retratos de Paul, su hijo: dibujando, montado en un burrito, vestido de Pierrot o Arlequin. Hay cartas, fotografías. No vi esa que me gusta tanto, de Pablo y Olga y un grupo numeroso en los talleres del Covent Garden mirando el telón del ballet Tricorne. Esa época acaba con la llegada de otra mujer, Marie-Thérèse Walter. En las páginas del libro de Françoise Gilot, otra más, Olga, aparece intermitentemente. Se conocen en 1947, en la galería de Pierre Loeb. «Su rostro estaba arrugado y mostraba muchas pecas. Sus ojos de un verde castaño miraban a todas partes cuando ella hablaba, pero nunca a la persona con quien dialogaba. Tan pronto como la vi me di cuenta de que era una extremada neurótica», anota la Gilot. No he podido evitar emocionarme viendo estos dibujos y pinturas de mi artista moderno preferido (aunque hace poco he leído que Picasso no es moderno sino que pertenece al XIX ¿Dónde lo he leído, Dios mío? ¿Dónde?). Ya lo he contado otras veces: desde que en el año 1972 leí el librito de C. Rodríguez Aguilera, Picasso 85, que publicó la editorial Labor y vi aquellas ilustraciones en blanco y negro que comenzaban con su autorretrato de 1906, que hoy está en el Philadelphia Museum of Art, estoy genuflexo, mi admiración no ha tenido desmayo.
Releo estas últimas notas en casa ya, al atardecer. La habitación de los libros queda en penumbra. Enciendo el flexo. Me he puesto a mirar láminas en algunos libros de arte. En las paredes, entre los libros, están las reproducciones de Giacometti y de Sean Scully, una foto de Pound en la Venecia inundada, grabados de Plensa, Gaya, Miguel Galano y M. A. Campano, otro representando a Rilke, algunos dibujos míos, una foto con Cecilia en Palermo en la Via Grimaldi, otra de hace mil años en el Père Lachaise con Menchero y Mar, una con nueve años en la escuela de doña Donata, un cuadro pequeñito de Emiliano que parece un Nonell. Y un pequeño reproductor de música en el que ahora voy a poner muy bajito el Mephisto Waltz de F. Liszt. Ya sé que tendría que ser más exigente, haber seleccionado mejor. Pero así son las paredes de mi museo de todos los días, mi Prado particular.
Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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