100 poemas, de Seamus Heaney
/una reseña de Carlos Alcorta/
Catherine Heaney, hija del poeta, en la «Nota de familia» que abre esta edición, explica la razón de ser de este libro, 100 poemas: «Ahora, a punto de cumplirse cinco años de su muerte —el libro en su edición original está publicado en 2018—, nosotros, sus familiares más cercanos, hemos recuperado esa idea. Por su propia naturaleza es una selección diferente de la que habría hecho papá… o un editor independiente, en todo caso. Tomamos la decisión de basarnos en los dos doce libros originales (con dos excepciones) y dejar aparte sus traducciones de Sweeney Astray, Beowulf y demás».
Es cierto que Seamus Heaney, nacido en el condado de Derry en 1939, en el seno de una familia católica y Premio Nobel de Literatura en 1995, valoró durante un tiempo la posibilidad de hacer una selección personal de poemas de toda su trayectoria poética, no demasiado extensa, pero suficientemente representativa de su quehacer como para que sirviera de aliciente a quienes quisieran profundizar en el grueso de su obra. Como ha quedado dicho, no llegó a realizarla, pero algunos miembros de su familia han conseguido llevar el proyecto a buen puerto. El libro comienza con el famoso poema «Cavando»: «El primer poema que escribí, dice el poeta, con el convencimiento de haber sabido expresar mis emociones por medio de palabras o, por decirlo de modo más exacto, creyendo que mi sentir había pasado alas palabras». Continúa con poemas de Muerte de un naturalista y finaliza con «A tiempo», escrito en 2013 y dedicado a Síofra, una de sus nietas, pero no hay una división específica entre los respectivos libros de Heaney —el citado Muerte de un naturalista (1966), North (1975), Station Island (1984), La linterna del espino (1987) o Cadena humana (2010), entre otros)—, lo que, si bien puede desconcertar al estudioso, propone una visión más amplia del conjunto y de las relaciones que guardan entre sí los poemas.

Una de las constantes más reiteradas en la poesía de Heaney es su ascendencia irlandesa, presente en sus poemas a través del paisaje, de la mitología, de las costumbres, de la historia y del idioma. Hay infinidad de términos (topónimos, variaciones dialectales, etcétera) que remiten directamente a su origen. La sensación de pertenencia a un pueblo que, a pesar de la represión, de los muertos («La gente no para de preguntarme qué sensación produce vivir en Belfast y me doy cuenta de que siempre respondo que, en nuestra parte de la ciudad, la situación no es demasiado mala: consuelo absolutamente inútil que significa que cuando salimos a la calle esperamos no encontrarnos en medio de un tiroteo», escribe en 1971), ha sobrevivido sin renunciar a sus principios, concede a sus poemas no solo un valor testimonial, sino un alto grado de emoción poética, porque Heaney entiende la poesía «como revelación del yo a uno mismo, como restauración de la cultura a sí misma». Ambas premisas son indisociables y su perfecta definición, sobre todo en la segunda premisa, la aleja del riesgo de caer en un panfletarismo soez. El mismo Heaney despejas las posibles dudas cuando escribe que no es imposible «contar con una poesía que aunque busque, conscientemente, el cambio cultural y político, eje de operar dentro de la más absoluta integridad artística».
El firme contacto con la tierra con el cuerpo, la sensación de que la vida se renueva en las distintas formas de la materia queda especialmente patente en poemas como «El hombre de Tollund» o «El hombre de Grauballe», poemas, por cierto, que guardan una estrecha relación con el libro Bocksten, del poeta italiano Fabio Pusterla, en el que este recrea la vida del Bockstenmannen, un hombre del siglo XIV encontrado en una turbera en Suecia. Heaney escribe a propósito del hombre de Graubelle: «Como si lo hubieran bañado/ en alquitrán, descansa/ en una almohada de turba/ y parece llorar// el río negro de si mismo» y de Pusterla son estos versos: «Bocksten, hombre de tierra,/ huesudo resto que el carbón devuelve,/ que emerge de la maraña de los siglos,/ caso, muda protesta, acusación, vida/ clavada en el fango». Las similitudes son evidentes. Ambos resaltan el desafío por la supervivencia y la complejidad de los vaivenes de la historia.
Por otra parte, los escenarios de Heaney muestran esa fidelidad a su tierra natal —lo que él llamó «El sentido del lugar»—, la lluvia, el musgo, la niebla, los valles o los bosques, las relaciones familiares, la vida rural de Irlanda, en definitiva, que contrasta con los espacios urbanos donde, generalmente, se dirimen los conflictos religiosos, políticos, identitarios que Heaney nunca ha obviado en su poesía, como ocurre, y es un ejemplo escogido entre muchos, en el poema «Víctima». Resulta muy difícil resumir en cien poemas cincuenta años de escritura, pero la selección realizada por su familia permite al lector conocer la médula de la poesía de Seamus Heaney, una poesía que no huye de lo local y que, sin embargo, ha conseguido universalizar su sentimientos (el amor está también muy presente: su esposa Marie inspiró muchos de estos poemas), sus reflexiones, sus poderosas imágenes y su forma de entender la poesía («Un buen poema nos perite mantener los pies en la tierra y la cabeza en los aires simultáneamente»), como quedó patente en el discurso de aceptación del Premio Nobel, del que extraemos estas palabras: «Creo en ella, en última instancia, porque la poesía es capaz de crear un orden tan fiel al impacto de la realidad exterior y tan sensible a las leyes internas del ser del poeta como la sondas que se movían para adentro y para afuera en la superficie del agua de aquella cubeta de fregadero, hace cincuenta años».
La edición de 100 Poemas, excelentemente traducido por Andrés Catalán, cumple un deseo de Heaney que él no pudo llevar a cabo. Es una antología personal, aunque no sabemos si es completamente fiel a los gustos del poeta, pero como dice su hija, «en lugar de ser un volumen in memoriam esta colección pretende ser una celebración de la extraordinaria persona que nos dio estos poemas». Con esta idea nos quedamos los lectores de Seamus Heaney, un poeta que, como escribe Jordi Doce, «ha sido coherente en todo momento con sus orígenes, un medio signado por el impulso de supervivencia para el que la literatura, el arte, las referencias a la alta cultura e incluso de la cultura popular de la clase media eran realidades lejanas o inaccesibles. Afortunadamente, su talento poético se ha impuesto y ha conseguido solventar esas graves deficiencias, quizá por eso su poesía nos golpea más directamente.
100 poemas
Seamus Heaney
Alba, 2019
384 páginas
22,50€
Selección de poemas
Muerte de un naturalista
Durante el año la balsa del lino se enconó
en el corazón del pago; verde y granado el lino
se pudría allí, lastrado por terrones gigantescos.
Se achicharraba a diario bajo un sol de justicia.
Burbujas delicadamente gorgoteadas, las moscardas
tejían una tupida gasa de sonido en torno del olor.
Había libélulas, mariposas moteadas,
pero lo mejor de todo era la espesa baba tibia
de huevas que crecía como un agua coagulada
a la sombra de la orilla. Todas las primaveras
solía llenar hasta arriba tarros de jalea con los granos
gelatinosos y los alineaba en los alféizares de casa,
en los estantes del colegio, y esperaba y vigilaba hasta que
los puntos engordados estallaban en forma de ágiles
renacuajos. La señorita Walls nos explicaba
que a la rana papá se la denominaba rana toro
y que croaba y que la rana mamá ponía
cientos de huevecillos y que esto eran las huevas
de rana. Con las ranas además podía predecirse el tiempo
pues eran amarillas si hacía sol y marrones
si llovía.
Entonces un día de calor cuando los campos hedían
a hierba llena de estiércol las ranas enfadadas
invadieron la balsa del lino; yo me adentré en los setos
agachado hacia un burdo croar que no había oído
nunca. El aire lo llenaba un coro de bajos.
Allí en la balsa las ranas barrigudas se alzaban en los terrones,
los cuellos fofos hinchados como velas. Algunas saltaban:
los golpes y chapoteos eran obscenas amenazas. Otras eran
como granadas de fango, pedorreando por sus chatas cabezas.
Me dio asco, me di la vuelta y corrí. Los grandes reyes del limo
se habían reunido allí por venganza y yo era consciente
de que si sumergía la mano las huevas la agarrarían.
Death of a naturalist
All year the flax-dam festered in the heart
Of the townland; green and heavy headed
Flax had rotted there, weighted down by huge sods.
Daily it sweltered in the punishing sun.
Bubbles gargled delicately, bluebottles
Wove a strong gauze of sound around the smell.
There were dragonflies, spotted butterflies,
But best of all was the warm thick slobber
f frogspawn that grew like clotted water
In the shade of the banks. Here, every spring
I would fill jampotfuls of the jellied
Specks to range on window sills at home,
On shelves at school, and wait and watch until
The fattening dots burst, into nimble
Swimming tadpoles. Miss Walls would tell us how
The daddy frog was called a bullfrog
And how he croaked and how the mammy frog
Laid hundreds of little eggs and this was
Frogspawn. You could tell the weather by frogs too
For they were yellow in the sun and brown
In rain.
Then one hot day when fields were rank
With cowdung in the grass the angry frogs
Invaded the flax-dam; I ducked through hedges
To a coarse croaking that I had not heard
Before. The air was thick with a bass chorus.
Right down the dam gross bellied frogs were cocked
On sods; their loose necks pulsed like sails. Some hopped:
The slap and plop were obscene threats. Some sat
Poised like mud grenades, their blunt heads farting.
I sickened, turned, and ran. The great slime kings
Were gathered there for vengeance and I knew
That if I dipped my hand the spawn would clutch it.
Helicón personal
Para Michael Longley
De niño no podían mantenerme alejado de los pozos
y las viejas bombas con cabestrantes y cubos.
Me encantaba la oscura caída, el cielo atrapado, los olores
a algas, a hongos y a musgo húmedo y frío.
Uno, en un tejar, con una podrida tapa de madera.
Me recreaba en el sonoro estruendo de un cubo
al desplomarse al extremo de una soga.
Tan hondo que no se veía allí ningún reflejo.
Uno poco profundo bajo una acequia seca
fructífero como cualquier acuario.
Al arrancar las largas raíces del mantillo mullido
un rostro blanco se cernía sobre el fondo.
Otros tenían eco, te devolvían tu propio grito
con una perceptible nueva música. Y había uno
espantoso, pues allí, de los helechos y las altas
dedaleras una rata salió cruzando mi reflejo.
Ahora husmear en las raíces, toquetear el légamo,
quedarme mirando, ojiplático Narciso, un manantial
resulta indigno a mi edad. Rimo
para verme a mí mismo, para hacer resonar la oscuridad.
Personal helicon
For Michael Longley
As a child, they could not keep me from wells
And old pumps with buckets and windlasses.
I loved the dark drop, the trapped sky, the smells
Of waterweed, fungus and dank moss.
One, in a brickyard, with a rotted board top.
I savoured the rich crash when a bucket
Plummeted down at the end of a rope.
So deep you saw no reflection in it.
A shallow one under a dry stone ditch
Fructified like any aquarium.
When you dragged out long roots from the soft mulch
A white face hovered over the bottom.
Others had echoes, gave back your own call
With a clean new music in it. And one
Was scaresome, for there, out of ferns and tall
Foxgloves, a rat slapped across my reflection.
Now, to pry into roots, to finger slime,
To stare, big-eyed Narcissus, into some spring
Is beneath all adult dignity. I rhyme
To see myself, to set the darkness echoing.
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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