Crónicas ausetanas
La crisis catalana
/por Xavier Tornafoch/
Desde hace unos años, Cataluña vive inmersa en un conflicto político que ya afecta a toda la sociedad. No hay ningún ámbito que se libre de esta tensión. De los centros de trabajo a las familias, lo que se ha dado en llamar procés afecta a todos los catalanes, aunque aún haya quien se esfuerce en situarse al margen. En estos momentos, es misión imposible. Que no exista espacio para ningún otro debate público en Cataluña, y me temo que en España tampoco, es la primera victoria de los independentistas; quizás también de los antiindependentistas. La pregunta que mucha gente se hace, en medio de una enorme perplejidad, es bien simple: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
Bucear en los orígenes de este conflicto es más complicado de lo que parece; aunque a menudo algunos analistas despachan el asunto, aquí y allá, con demasiada ligereza. Se ha convertido casi en sentido común situar el inicio de este barullo en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatuto de autonomía del 2006, pronunciamiento judicial que tuvo lugar en 2010. A partir de ahí, según esta versión, se produjo un in crescendo de desafección popular hacia el estado y sus instituciones que ha culminado con la reciente quema masiva de contenedores y algaradas diversas en las calles más céntricas de Barcelona. Algunos han vuelto a recuperar un término que describió el carácter indómito de la capital catalana durante el primer tercio del siglo pasado: la Rosa de Foc (la Rosa de Fuego). Otros hablan del final de la pax pujolista, ese período de veintitrés años en que un hombre, Jordi Pujol, y una familia, la suya, reinaron en Cataluña sin que nadie, casi ni la misma oposición parlamentaria, advirtieran del secuestro institucional que se estaba produciendo en Cataluña, con unas peligrosísimas derivadas en forma de corrupción y clientelismo, actividades de las que algunos sectores sociales, los más cercanos al nacionalismo conservador, se aprovecharon sin pestañear. Es obligado recordar que, salvo sonadas excepciones, estos sectores son ahora abiertamente independentistas. El final abrupto del pujolismo y las consecuencias judiciales que acechaban a Convergència i Unió (CiU) se esgrimen como como los factores decisivos que empujaron a Artur Mas, el heredero encargado de dirigir el pujolismo sin Pujol, a abrazar el procés como una operación destinada a distraer a la opinión pública.
Existen otros enfoques, que podríamos llamar sociológicos, que también aparecen al tratar esta cuestión. Se hace referencia a una clase media acechada por riesgos económicos derivados de la severa crisis del 2008, temerosa además que perder el statu quo preeminente que le había procurado el pujolismo durante muchos años. Una clase que se ve huérfana ante la complejidad social que la rodea y que busca nuevos referentes, nuevos liderazgos y, también, nuevos horizontes para prosperar. En mi opinión, estos argumentos son ciertos, pero ninguno de ellos por sí solo explica el fenómeno.
En cierta manera, lo que ha sucedido en Cataluña es una tormenta perfecta que se ha dado en un momento determinado de nuestra historia. Ahora bien, esas circunstancias, algunas de las cuales no específicamente catalanas, han cristalizado en el movimiento popular más importante de Europa, la gestación del cual merece una explicación. En primer lugar, hay que hacer referencia a una sociedad muy organizada y movilizada, con entidades lúdicas muy vigorosas vinculadas principalmente a la cultura tradicional y popular. La escasa presencia del Estado en Cataluña ha favorecido históricamente el desarrollo de esta sociedad no institucionalizada, aunque los casi cuarenta años de gobiernos autonómicos nacionalistas obligan a matizar esta afirmación.
El pujolismo, entre algunas otras cosas, fue un nuevo noucentisme; una puesta al día de aquel movimiento regenerador, cultural y político que surgió en Cataluña a principios del siglo XX y que desarrolló sus trabajos a partir de la Mancomunidad de Cataluña. Desde que accedió al poder, el nacionalismo conservador practicó la nacionalización de Cataluña, tomando como ejemplo histórico la obra de las mentes ordenadoras de esa antigua Mancomunidad: Prat de la Riba, Cambó, Domènech i Montaner o incluso Eugeni d’Ors, que se convirtió después en un ferviente falangista. Como los noucentistes, Pujol y sus muchachos se impusieron la tarea de llevar teléfonos y carreteras a todos los rincones del país, ni que fuera privatizando la gestión de las mismas: modernizar y nacionalizar; favorecer a todo el entramado civil que era, de hecho, lo que mantenía viva la llama del nacionalismo.
Mientras tanto, los partidos independentistas, muy debilitados por el pujolismo, que lo acaparaba todo, llevaron a cabo una larga travesía del desierto. El final del gobierno Pujol fue su gran oportunidad, y la aprovecharon. Transformaron viejas organizaciones, republicanas algunas, marxistas-leninistas otras, en movimientos transversales y abiertos, hicieron bandera del asambleísmo y —una cosa muy importante que a menudo se olvida— consolidaron liderazgos que ya no provenían de las viejas oligarquías de Barcelona. Sus dirigentes eran personas del interior de Cataluña, de clase media, formados en escuelas y universidades públicas, que hablaban un rico catalán de comarcas. Su imagen y su discurso no era el de las elites barcelonesas formadas en colegios exclusivos y universidades norteamericanas. Los nuevos líderes independentistas podían presentarse como fills del poble (hijos del pueblo). Además, estos nuevos liderazgos comarcales agradaban al votante nacionalista del área metropolitana de Barcelona porque les recordaba sus orígenes, ya que antes que la emigración proveniente del resto de España, tuvo lugar en Cataluña la masiva emigración del campo a la ciudad.
En este contexto echó a andar el procés. Primero aparecieron por pueblos y ciudades entidades locales que reclamaban la realización de un referéndum de autodeterminación. Como no existía la suficiente coordinación para llevarlo a cabo en todo el territorio, a pesar de que ya existía una Plataforma por el Derecho a Decidir de la que formaba parte Carme Forcadell, que sería posteriormente presidenta de la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y del Parlament de Catalunya, se realizaron consultas locales en pueblos y ciudades en las que participaban mayoritariamente los nacionalistas y que acostumbraban a saldarse con rotundas victorias del sí a la independencia. La primera y más famosa de esas consultas fue la que se celebró en Arenys, una pequeña localidad cercana a Barcelona. Más tarde se constituyó la ANC a imagen y semejanza de la mítica Asamblea de Cataluña, organización que coordinó a las fuerzas antifranquistas durante los años setenta y de la que habían formado parte la mayoría de políticos catalanes que protagonizaron la transición.
Con la ANC, los balcones de media Cataluña empezaron a poblarse de banderas independentistas, igual que la mayoría de los espacios públicos, especialmente en las zonas de claro predominio soberanista. Por su parte, Òmnium Cultural, antigua plataforma de defensa y promoción de la lengua catalana fundada en su momento por empresarios franquistas, se convirtió en una entidad abiertamente independentista. La tercera pata de este pool soberanista lo formaba la Asociación de Municipios Independentistas (AMI), constituida en Vic, capital de una antigua diócesis en la que había ejercido el obispo Torras i Bages, modernizador del regionalismo tradicionalista y autor de una frase que hizo fortuna: «Cataluña será cristiana o no será».
A partir de esta amalgama de organizaciones civiles empezaron las enormes manifestaciones del 11 de septiembre, que reunían a centenares de miles de personas. La primera tuvo lugar en 2012 bajo el lema Catalunya: nou estat d’Europa (Cataluña nuevo estado de Europa). No había dudas de lo que se pretendía, aunque no se tenía nada claro cómo se iba a llevar a cabo. Las manifestaciones y actos independentistas se sucedieron por todo el territorio catalán hasta que la insistencia en la realización de un referéndum en todo el país hizo que Artur Mas, enfrascado en los recortes sociales más profundos que jamás se habían realizado en Cataluña y que culminaron en unas contundentes protestas ante el Parlament de Catalunya, accedió a formalizar una consulta que consensuó con algunos otros grupos parlamentarios y que, como curiosidad, incluía una tercera posibilidad: la posibilidad de ser Estado pero con un estatus de libre asociación, cosa que irritaba al independentismo más extremista, que insistía en una pregunta binaria. La consulta se realizó el día 9 de noviembre de 2014 y participaron en él más de dos millones de personas, de las cuales cerca del 80% optaron por el Estado independiente. El resultado final de esta consulta, más allá de distraer a la opinión pública local sobre el desmontaje social que se estaba llevando a cabo en Cataluña, fue el procesamiento de Artur Mas y de algunos otros consejeros del gobierno catalán por malversación, prevaricación y desobediencia.
Los procesos judiciales que llevaron al banquillo de los acusados a todo un presidente de la Generalitat —cosa que no había sucedido desde tiempos de la Segunda República, una imagen que está bien viva en la memoria colectiva de los catalanes, cuando Lluís Companys apoyado en los barrotes de una celda del barco Uruguay dirige una triste mirada a la cámara que lo enfoca— iniciaron la segunda fase del procés. El presidente Mas volvió a adelantar las elecciones, pero esta vez se aseguró de concurrir a los comicios bajo un paraguas común que lo pusiera a salvo de las críticas a sus políticas antisociales. Así nació Junts pel Sí (Juntos por el Sí). Aquella fue una coalición que agrupó a convergentes, demoscristianos disidentes del oficialismo de Duran, republicanos, antiguos militantes de la izquierdista ICV (Raül Romeva provenía de ahí y fue el encargado de liderar la lista única), exsocialistas y un largo elenco de independientes vinculados al mundo de la cultura, las artes y las profesiones liberales. Esta coalición se presentó con la promesa de hacer efectiva la independencia de Cataluña en el plazo de dieciocho meses. Ganaron y proclamaron su victoria como un aval para iniciar los trabajos encaminados a construir lo que habría de ser una nueva república en el sur de Europa.

Pronto empezaron los problemas, ya que la candidatura ganadora necesitaba los votos de la CUP, la extrema izquierda independentista, la cual exigió la renuncia de Mas para facilitar la constitución de un gobierno. Para los anticapitalistas, Mas era el campeón de los recortes y de ninguna manera podían apoyarlo. Para desencallar el asunto se consensuó un nombre, el de Carles Puigdemont, alcalde de Girona, que había construido su trayectoria pública en la oposición a las mayorías socialistas de su ciudad y como periodista del Punt, un popular periódico gerundense. Ni aun así se avanzó en la construcción de la República. Se crearon delegaciones de la Generalitat en el extranjero para internacionalizar la cuestión, se especuló con la creación de una hacienda propia y muchas otras cosas. Pero no se concretó nada.
Al final, el Govern decidió llevar a cabo un referéndum de autodeterminación que, esta vez sí, seria la llave que abriría la puerta a un amplio reconocimiento internacional y obligaría al estado a sentarse para pactar la secesión catalana. Se pretendió ofrecer una base legal al referéndum aprobando de forma más que discutible en los procedimientos, y con informes jurídicos de los letrados de la cámara catalana en contra, leyes de desconexión y de transitoriedad.
Finalmente, se produjeron las votaciones el día 1 de octubre de 2017. Una vez más hubo una masiva movilización popular que llenó de gente los colegios electorales. Ahora, el hecho diferencial era la actuación del gobierno de Rajoy, que intentó parar las votaciones por la fuerza enviando contingentes policiales para requisar urnas e impedir la elección. Hubo altercados y agresiones a votantes pacíficos. Era la culminación de lo que se había venido haciendo desde hacía semanas y que tuvieron su punto álgido en el registro judicial a la sede de la Conselleria d’Economia en Barcelona, a raíz de la cual Jordi Cuixart, presidente de Òmnium y Jordi Sànchez, presidente de la ANC, fueron detenidos e ingresados en prisión, acusados de promover la manifestación que hubo frente al edificio gubernamental durante las comprobaciones judiciales en los despachos.
Mientras tanto, se habían fraguado los Comités de Defensa del Referéndum, inicialmente para proteger los colegios electorales de la actuación policial, que pronto se transformaron en Comités de Defensa de la República (CDR). El resultado aplastante a favor de la independencia que obtuvo la consulta del primero de octubre, a la que no concurrieron los votantes no independentistas, como ya había ocurrido en la del 9 de noviembre del 2014, hizo pensar al gobierno catalán que esta vez el ejecutivo español presidido por Mariano Rajoy se abriría a algún tipo de negociación. No fue así. El día 26 de octubre, el presidente Puigdemont estaba decidido, ante el sombrío escenario que tenía ante sí, a convocar unas nuevas elecciones autonómicas. Hubo una revuelta en sus propias filas, algunos alcaldes convergentes amagaron con dimitir si no se proclamaba solemnemente la República catalana a tenor de los resultados de la consulta unilateral del 1 de octubre y desde las filas de Esquerra Republicana se insistió también en continuar el camino hacia la declaración de independencia. El 27 de octubre, finalmente, se leyó el documento que afirmaba la soberanía catalana en el Parlament, sin que interviniera el presidente Puigdemont.
Lo que sucedió después, aparte de las muestras de júbilo de los independentistas en la calle y del temor de la población no independentista, que se quedó en casa esperando acontecimientos, está sujeto a muchas interpretaciones. Los hechos consumados son que ningún Estado del mundo reconoció la nueva república y el Gobierno español puso en marcha el articulo 155 de la Constitución española que suspendía la autonomía catalana y convocaba unas elecciones autonómicas para finales de diciembre. Los miembros del Govern de la Generalitat se trasladaron a Bélgica, algunos volvieron para ser citados en el Tribunal Supremo, ingresados preventivamente en prisión y, finalmente, condenados a largas penas de prisión. Otros se quedaron en Bélgica o marcharon a Escocia y Suiza para eludir la acción de la justicia española.
Hoy en día, la situación en Cataluña está lejos de normalizarse. Después de haberse celebrado varios comicios que no hacen otra cosa que certificar que continúa habiendo un robusto movimiento independentista y también un elevado número de ciudadanos que no están dispuestos a romper con España, de haberse celebrado un juicio contra los dirigentes independentistas que ofrece severas dudas, de unas sentencias absolutamente desproporcionadas y de contar con un gobierno autonómico que se niega a gobernar para toda la ciudadanía, obcecándose en utilizar los resortes públicos únicamente para la agitación y la propaganda, el relato político está en la calle, entre los escombros de los contenedores quemados y el olor de los neumáticos que arden para impedir la circulación en una carretera cualquiera.
Circula por las redes un video que evidencia el punto en el que estamos. En él se ve a un grupo de estudiantes que increpa a la rectora de la Universitat Rovira i Virgili porque ésta se niega a cerrar la universidad en protesta por las sentencias contra los dirigentes independentistas. Los muchachos gritan y llevan el rostro tapado. Uno de ellos insiste en exigir a la rectora que de la orden de cerrar la universidad, a lo cual ella se niega reiteradamente. El chaval grita: «El pueblo manda y el Gobierno obedece». La mujer se acerca al estudiante y le dice con voz suave: «Yo también soy pueblo, pero debo respetar las leyes». El encapuchado, ante los aplausos de sus compañeros, zanja la conversación con las siguientes palabras: «Las leyes no sirven de nada». La política ha perdido cualquier protagonismo en Cataluña, judicializar la cuestión catalana fue un error e insistir en ello es perseverar en el error.
Xavier Tornafoch i Yuste (Gironella [Cataluña], 1965) es historiador y profesor de la Universidad de Vic. Se doctoró en la Universidad Autónoma de Barcelona en 2003 con una tesis dirigida por el doctor Jordi Figuerola: Política, eleccions i caciquisme a Vic (1900-1931) Es autor de diversos trabajos sobre historia política e historia de la educacción y biografías, así como de diversos artículos publicados en revistas de ámbito internacional, nacional y comarcal como History of Education and Children’s Literature, Revista de Historia Actual, Historia Actual On Line, L’Avenç, Ausa, Dovella, L’Erol o El Vilatà. También ha publicado novelas y libros de cuentos. Además, milita en Iniciativa de Catalunya-Verds desde 1989 y fue edil del Ayuntamiento de Vic entre 2003 y 2015.
Hace 9 años después de la primera Marxa dels Vigatans con antorchas en mi pueblo Vic del que por entonces eras concejal en el ayuntamiento, me quedó claro que Catalunya había dejado de ser un lugar bueno para convivir. Ver a los vástagos de la burguesía desfilando con una parafernalia claramente fascista en la forma y profundamente etnicista en el fondo, hijos de una sociedad opulenta hasta el éxtasis clamando a los cuatro vientos que eran un pueblo oprimido y a las élites intelectuales supuestamente de izquierdas babeando ante tamaña heroicidad era patético y terrorífico al mismo tiempo. Lo peor era comprobar que aquellos que se sentían preocupados por estos hechos exponían sus opiniones en petit comité y casi pidiendo perdón. Hablaban tan bajito que parece que no existan. esos catalanes no independendentistas que incluso en su relato de la situación sólo aparecen en su escrito como meros espectadores,