Gabriel: un poema, de Edward Hirsch
/una reseña de Carlos Alcorta/

Las primeras ediciones en español de Gabriel: un poema, el libro más reciente del poeta y crítico Edward Hirsch (Chicago, 1950) editadas respectivamente en México y Argentina en 2017, son obra de un mismo traductor, el poeta mexicano Pedro Serrano. La edición que hoy comentamos, publicada en 2018, está traducida, sin embargo, por el editor de kriller71ediciones, Aníbal Cristobo. No resulta frecuente que en tan corto periodo de tiempo se publiquen versiones diferentes, pero ese es el caso que nos ocupa. Desconocemos las razones de tal decisión, pero bienvenidas sean. Cuantas más versiones se realicen de un poema, mejores posibilidades de interpretar concienzudamente esta larga elegía tendremos a nuestro alcance.
Antes de pasar a hablar del un poema eminentemente biográfico como este, nos parece necesario hacernos esta pregunta: ¿Resulta imprescindible para la comprensión cabal del poema conocer los hechos fidedignos en los que se sustenta? La respuesta es, cuando menos, ambivalente. Hay quien piensa que el discurso poético debe gozar de absoluta autonomía y, por tanto, debe desvincularse de la experiencia que precede a la escritura, dejando en manos de la pericia del lector y de su capacidad analítica el fin último del poema, que no es la comprensión, sino la emoción. Otros, sin embargo, opinan que un conocimiento previo de los hechos que originaron la escritura enriquece al poema y facilita tanto su comprensión como sus posibilidades de emocionarnos. Es muy probable que la decisión más ajustada se encuentre a medio camino entre una y otra opción, pero el fiel de la balanza no siempre guardará un equilibrio perfecto. Se inclinará hacia un lado u otro según los casos.
En Gabriel: un poema, no tenemos ninguna duda. Nunca se han ocultado (es más, lamentablemente, de lo que más se habla, a la hora de enjuiciar este libro, se refiere a ellos) lo hechos que removieron la necesidad del poeta de trasladar sus reflexiones a la página: Gabriel, hijo único del matrimonio formado por Edward y Janet en 1988, falleció en 2011 por un paro cardiaco. Así lo narra Verónika Paulics en el prólogo: «Una noche de agosto de 2011, mientras el huracán Irene amenazaba Nueva York, Gabriel salió para encontrarse con unos amigos. Acabó en una fiesta en Nueva Jersey; de la fiesta a un bar, en el bar, bebidas y drogas. Gabriel se encontró más. Una ambulancia lo llevó a un hospital donde murió poco después de las seis de la mañana, de un paro cardiaco». Este dramático destino es el punto de arranque del poema, escrito en tercetos encadenados al modo de Dante sin rima ni puntuación, que avanzará, con no escasos meandros, cronológicamente en sentido negativo, desde el ataúd al momento de su adopción, para volver al final al tanatorio.
El poema comienza así: «El director de la funeraria abrió el ataúd/ Y ahí estaba él solo/ de cintura hacia arriba». Hirsch ensaya una suerte de relato biográfico de carácter narrativo, pero al estar escrito en verso, la secuencialidad sufre continuas alteraciones forzadas por las pausas: nada anormal, puesto que estamos hablando de poesía, y más enriquecedor si cabe, porque las fracturas del significado permiten una lectura más espaciada, menos discursiva, menos sujeta a un ordenamiento previo de los sucesos.
Y es que «el orden natural de las cosas» al que hace referencia Hirsch se rompe cuando un padre debe hacer frente a la muerte de un hijo. «Gabriel —dice Hirsch— es el libro de un padre, porque voy contando la historia de Gabriel, pero desde el punto de vista del padre. No lo voy contando desde el punto de vista de Gabriel o de la madre. En ese sentido, es mucho más mi libro». Quizá por eso The New Yorker lo ha calificado como una «obra maestra del dolor», aunque dicha calificación se nos antoja, porque, como veremos, Gabriel es mucho más que eso: es también un reencuentro con uno mismo, la fase final de un duelo que va transformando el peso de la culpa en una liberadora imprecación a la divinidad: «No te perdonaré/ indiferente Dios/ hasta que me devuelvas a mi hijo», escribe Hirsch en una de las estrofas finales, rozando la desesperación. Y no es que el autor se haya, gracias a la escritura, liberado de sus responsabilidades («No podía dormir nunca pude dormir/ Solo miraba por la ventana/ Hacia el vacío del espacio»), ni quiera presentarse ante el lector como un padre superado por las circunstancias, incapaz de hacer ya nada más por un hijo realmente descarriado, sino de contar su experiencia con el mayor grado de veracidad posible, por muy dolorosa que sea la verdad. Hirsch narra los hechos con un asepsia envidiable, como si se hubiera propuesto no tomar partido, no expresar opiniones, a pesar de sufrir las consecuencias direcatmente. Va relatando instantes, comportamientos, decisiones, malentendidos, cita incluso fragmentos de conversaciones con Gabriel en las que salen a relucir sus profundas discrepancias, sus intentos, siempre frustrados, de impedir la bajada a los infiernos del muchacho: drogadicción, crisis espirituales, inadaptación, cambios incomprensibles de carácter, etcétera, aquejado de una enfermedad que los diferentes especialistas no supieron tratar o diagnosticaron erróneamente.
Hirsch desafía mediante la escritura al olvido. Sin embargo, siendo como es un magnifico estudioso del hecho poético (recordemos títulos al respecto como How to read a poem and fall in love with poetry y A poet’s glossary), sabe que, por mucho que escriba sobre Gabriel, no lo resucitará: «Yo no quería hacer una biografía —escribe— y me preocupaba que la gente confundiera el libro Gabriel con la persona real porque Gabriel es solo un poema, es mi representación».
Esta toma de conciencia es la que hace que el poema nunca caiga en el vacuo sentimentalismo ni rebase las fronteras de la autocompasión. El tono de Hirsch está perfectamente ajustado a dramática experiencia que desmenuza en los versos, algo muy difícil de ejecutar (lo más habitual es que el dolor de la pérdida nuble de algún modo la consciencia). La naturalidad con la que describe las diferentes escenas del teatro de la vida refuerza, a nuestro parecer, el dramatismo, la tensión emocional, ahormada con maestría a la palabra. «Un padre de media edad zigzagueando/ Entre el tráfico detrás de él» que vive en el desconcierto, en el no entender lo que sucede a su alrededor, un padre que desconfía de terapeutas, de psicólogos, de logopedas y demás especialistas, un padre que se hace preguntas sin respuesta: «Ta, vez fuimos demasiado duros con él/ Tal vez fuimos muy blandos/ El terapeuta recomendó // que lo echara de casa/ Nunca tuve el coraje/ Tal vez debí haberlo obligado a ir».
Podemos imaginarnos el terrible dolor que ha tenido que sentir el padre/poeta al ir excavando en las grutas de la memoria para sacar a la luz estos recuerdos, en general poco complacientes. Podemos sentir el desgarro emocional que ha tenido que sentir ante lo irreparable porque esas preguntas, aunque no tengan ya respuesta, solo dejarán de martillear la mente cuando la escritura logre, si lo llega a hacer en algún momento, cauterizar una herida tan infecta como esta.
Edward Hirsch, autor de libros como For the sleepwalkers (1981), por el cual recibió el premio Delmore Schwartz de la Universidad de Nueva York; Wild gratitude (1986), ganador del Premio de la Crítica; The night parade (1989), Earthly measures (1994); On love (1998), Lay back the darkness (2003), Special orders (2000) o The living fire: new and selected poems (2010), que reúne treinta y cinco años de creación poética, ha demostrado cómo, gracias a una perfecta simbiosis entre emoción y técnica poética, un sentimiento tan intenso como el que produce la muerte de un ser querido, se puede transformar en algo «que pueda vivir en una página». Toda una lección de contención y sabiduría poéticas, porque, como dice Margot Glantz, «uno hace ficción hasta con material verdadero».
Fragmento
El director de la funeraria abrió el ataúd
Y ahí estaba él solo
De cintura hacia arriba
Me acerqué a mirar su rostro
Y por un momento me sorprendí
Porque no era Gabriel:
Era solo algún pobre chico
Con su rostro como una habitación
Que hubiera sido vaciada
Pero entonces me fijé con más cuidado
En sus pesados párpados
Y en la delicadeza de sus rasgos
Él que siempre había tenido un sueño tan liviano
Ahora estaba extrañamente quieto
Mi muchacho insensato
Vestido para una ocasión especial
Le gustaba ese traje azul marino
Y exhibirlo delante del espejo
Le gritaron Ey colega
En una calle de Northaptom
Te ves muy elegante con esa ropa nueva
Le encantaba cómo se veía
Después de haber dejado las pastillas
Que nublaban su mente
Se quedaba asombrado
Al verse en los espejos de las tiendas y en puertas giratorias
Que le devolvían su reflejo
Ahora se veía rígido y distante
Como si estuviera yendo a un funeral
En un viernes de inicios de septiembre
Gabriel: un poema
Edward Hirsch
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