Víctor Lenore: «La Movida fue un disolvente social»
/una entrevista de Pablo Batalla Cueto/
«En los años ochenta, la mayoría de los españoles aspiraban a ser modernos. El vértigo de las mutaciones sociales —del catolicismo a la posmodernidad— no dejaban tiempo para preguntarse qué tipo de modernidad necesitábamos. De manera creciente, fue cuajando un paradigma cultural narcisista que hoy sigue vivo y que es compartido por la izquierda y la derecha. Definidos como “una explosión de libertad”, fueron también tiempos de censura, competición extrema y amnesia política». Así se anuncia Espectros de la Movida: por qué odiar los años 80, el segundo libro del crítico musical Víctor Lenore, un escalpelo inmisericorde dirigido al corazón de la totémica, y rara vez criticada, eclosión cultural madrileña. De ella nos dirá en esta conversación que ganó las fuerzas de la ebriedad no para la revolución, como hubiera querido un Walter Benjamin, sino para la cosmovisión neoliberal que hoy rige el mundo; que fue una apoteosis narcisista y un paradójico punk no antiautoritario a mayor gloria del rodillo del socialismo felipista, que la regó de dinero convencido de hallar en ella un aliado para su proyecto despolitizador. Cuestiona Lenore incluso la calidad artística de lo entonces hecho: si hubo una verdadera edad de oro del pop español, afirma, no fueron los ochenta, sino las dos décadas anteriores: las de los Camilo Sesto, Raphael, Julio Iglesias o Los Bravos. Sobre todo ello versa esta entrevista que discurre también por los terrenos del libro anterior de Lenore, Indies, hipsters y gafapastas: crónica de una dominación cultural, una crítica igual de implacable del mundo hipster y sus mecanismos individualistas, misántropos y clasistas. Hablaremos asimismo, entre otras cosas, de reguetón —género del que Lenore es esforzado y conocido defensor—; de los boleros de Luis Miguel, de la diferencia crucial entre transgresor y subversivo o de por qué nos avergüenza escuchar la misma música que nuestras madres o que el repartidor sudamericano que nos trae los paquetes de Amazon.
Me gustaría comenzar la entrevista comentando una frase que usted mantuvo destacada en su perfil de Twitter durante mucho tiempo, y conecta con su libro sobre la Movida. «Las élites adoran las revoluciones que se limitan a cambios estéticos».
La tomé de un periodista estadounidense que se llama Thomas Frank, a quien entrevisté en una ocasión para Diagonal con motivo de la publicación en España, por la editorial Alpha Decay, de su libro La conquista de lo «cool». Había sido su tesis doctoral, y es un libro brutal sobre cómo la industria publicitaria y la contracultura coinciden en un montón de cosas: no hay límites, no aceptamos los lazos sociales tal y como están estructurados, no queremos jerarquías, no queremos una sociedad aburrida, rígida… Hay una teoría muy corriente sobre que el sistema cooptó a la contracultura de los años setenta, pero Frank dice que no; que lo que sucedió realmente fue que el mismo impulso juvenil contra las viejas reglas existía en las oficinas de los publicitarios y en los sótanos del Greenwich Village de Nueva York, San Francisco y demás. Unos lo trasladaron a lo comercial y otros a lo social, pero era lo mismo. Realmente, el sistema puede aceptar cualquier cosa que no pase de un cambio estético; y, de hecho, no es que lo acepte: es que le encanta, porque mantiene a todo el mundo emocionado y revolucionado y con una sensación de transformación y de que la transformación es posible, por más que la estructura de reparto de recursos y privilegios no cambie en absoluto. A mí leer sobre estas cosas me tocó mucho, porque durante una gran parte de mi vida, yo fui de los que creían que estar a la moda estéticamente era muy revolucionario y muy de izquierdas.
Servía a un señor distinto al que creía.
Sí: a un señor muy difuso, pero muy concreto a la vez, que es el capitalismo neoliberal posmoderno, donde hay muchas palabras connotadas positivamente que en realidad son ultrarreaccionarias.
En Espectros de la Movida, usted insiste en la diferenciación crucial que ha de hacerse entre transgresor y subversivo.
Sí. A mí esto me quedó muy claro a raíz de una entrevista a Evaristo Páramos. En un momento dado, yo le comenté que lo más parecido a La Polla Records que me parecía que existía hoy era Extremoduro, pero él me respondió: «No, no, Extremoduro es muy diferente de nosotros, porque no hay nada más opuesto que lo transgresor y lo subversivo, y ellos son lo primero y nosotros lo segundo». Lo transgresor y lo subversivo pueden parecer muy similares, pero en realidad son muy distintos.
La transgresión remite a la ruptura de límites, pero ignorar los límites no tiene por qué ser en absoluto de izquierdas. En mi opinión, un ejemplo actual de transgresión no subversiva es La vida moderna, el programa radiofónico de humor de Cadena Ser presentado por David Broncano, Ignatius y Quequé, que se caracteriza por reírse de todo y de todos. Pero, de algún modo, si uno se ríe de todo, no se ríe de nada.
Efectivamente. Hay un joven pensador, Ekaitz Cancela, que acaba de sacar en Akal un libro que se titula Despertar del sueño tecnológico y que decía justamente de La vida moderna que lo más reaccionario del programa eran los chistes que hacían sobre Movistar, que es su patrocinador, y sobre la Ser. Reírte de la Ser o de Movistar es una manera de impedir meterte en serio con la Ser o con Movistar.
En el libro, usted cita a Žižek para sostener que la ironía, el sarcasmo permanentes interesan a cualquier sistema de opresión.
Sí. Žižek decía que lo que hizo sobrevivir a los regímenes soviéticos era que la gente no se los tomaba en serio. Todo el mundo sabía que el «todos somos iguales» era mentira y circulaba todo un conjunto de chistes sobre ello: «Nosotros fingimos trabajar y ellos fingen pagarnos» y así. Pero los cuadros dirigentes fomentaban esos chistes, porque veía en ellos un mecanismo de aceptación. Muchas veces, lo revolucionario es lo contrario de la ironía: la ingenuidad. En Haití, la famosa revolución de Toussaint Louverture estalló cuando este hombre, que era un esclavo negro, dijo: «Oiga, Napoleón, aquí pone que todos somos iguales». «Ya, bueno, todos somos iguales, pero nosotros vamos en casaca y vosotros en taparrabos». «Ya, ya, pero aquí dice que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos». El tomarse en serio las cosas, el no leer los principios teóricos del sistema con ironía sino exigir muy en serio su cumplimiento, puede ser revolucionario —subversivo— donde el no tomárselos en serio y burlarse de ellos puede ser simplemente transgresor pero a la postre reaccionario porque conduce a que nada cambie.
La revolución de acogerse a la literalidad de lo que el sistema dice que es.
Es lo que está intentando hacer Pablo Iglesias con la Constitución, como ya Julio Anguita en su día; decir: «Oiga, aquí dice que la riqueza del país estará subordinada al interés general». Es que eso tiene mucha potencia. A finales de los noventa y en los 2000, en Lavapiés, se decía mucho que necesitábamos nuevos conceptos que nos hicieran repensar el mundo, pero hoy nos estamos dando cuenta de que quizá lo que necesitemos no sea conceptos nuevos y súper sofisticados, sino simplemente leer los conceptos viejos y decir «esto no se está cumpliendo, tío».
Solemos entender que la izquierda debe ser, por supuesto, subversiva, pero también transgresora; que debe ser las dos cosas, pero de lo que se trata tal vez es de serlo para algunas cosas y no para otras. Algunos límites son necesarios.
Con eso estoy totalmente de acuerdo. Mira, una cosa muy importante para escribir sobre cultura y política es saber que todos los conflictos son contextuales. Transgresor no significaba lo mismo en 1960 que en 2008, cuando la crisis convirtió en un refugio los mismos viejos vínculos que hace cincuenta años podía ser necesario transgredir. Esto es una guerra de posiciones permanente. A mí me gusta mucho esa frase tan bonita de Alba Rico que dice que debemos ser revolucionarios en lo económico, reformistas en lo institucional y conservadores en lo antropológico. Para unas cosas hay que ser una cosa y para otras, otra. Alba Rico también dice que la izquierda es cada vez más hipernormativa y menos culta. Ser de izquierdas se ha vuelto aprenderte una especie de padrenuestro: hay que ser feminista, antitaurino, rechazar la bandera rojigualda y sólo aceptar la rojigualda, etcétera. Dogmas escritos en el encerado de tu grupo social de los que, si te sales, cometes alta traición. Si te haces de izquierda, se te da un starter pack en el que viene una camiseta antitaurina, el pin de la República, etcétera, y ay de ti si no te los pones. No se comprende que somos seres complejos en una situación súper compleja y que no puede ser todo tan sencillo.
Usted reivindica mucho a Pasolini; el pensamiento de Pasolini: la búsqueda de la autenticidad del pueblo y de lo popular que usted practica en sus reivindicaciones de artistas como el grupo Camela.
No exactamente la autenticidad de lo popular, porque de todas formas me dan bastante miedo ambos conceptos: el de autenticidad porque me parece una palabra fetichista que se utiliza a conveniencia y el de cultura popular porque creo que es muy difícil tener la autoridad para dictaminar lo que es popular y lo que no. Realmente, no es tanto que Pasolini buscara lo popular como que decía que lo popular había desaparecido arrasado por la sociedad de consumo; que la sociedad de consumo había sido un genocidio cultural que había roto todos los vínculos sociales que unían a los antiguos campesinos y los antiguos pobres de las grandes ciudades. Él decía aquello de que el fascismo tenía la Iglesia y la policía y la sociedad de consumo la televisión. Con respecto a Camela y demás, lo que yo digo es que hay ceirtos artistas a los que la prensa y la industria publicitaria margina brutalmente por más que vendan millones de discos. Camela nunca ha recibido una oferta para hacer publicidad, y eso me parece súper relevante. Son una cosa viscosa e intragable para la industria publicitaria, que en teoría es tan ciega. Y lo mismo sucede con otros: con Laura Pausini, con Juan Gabriel, con Roberto Carlos… Artistas súper populares pero muy despreciados y que, curiosamente, suelen hablar en sus canciones de los antiguos vínculos. Todos tienen canciones sobre su madre, sobre sus novios, sobre lo mucho que quieren a su pueblo, a su barrio, sobre placeres pequeños que no cuestan dinero, etcétera. Yo le pregunté en una ocasión a los Camela en una entrevista por el poliamor y se descojonaban. Y todo eso a la industria publicitaria le parece el Anticristo; le da más miedo que Johnny Rotten y los Sex Pistols.
De todas maneras, la reivindicación de los «viejos vínculos» puede tener derivaciones siniestras, y estoy pensando, por ejemplo, en muchas letras machistas cuando no directamente apologetas o legitimadoras o romantizadoras de la violencia de género. Comprendiendo y compartiendo lo que usted dice, yo no dejo de suscribir, por ejemplo, la crítica feminista contemporánea al amor romántico en toda su dureza.
Esa crítica del amor romántico tiene una parte valiosa: es verdad que hay un porcentaje de canciones que son un poco exageradas, un poco pasadas de vueltas vamos a decir. Pero a mí no me gusta despreciar a los oyentes. Hay muchos teóricos de esto que se llama teoría de la recepción, tipo Richard Hoggart, autor de La cultura obrera en la sociedad de masas, que dicen que una cosa es que un artista haga una canción de amor súper desesperada sobre «me voy a matar o te voy a matar si te vas» y otra la recepción de la gente. La gente son seres pensantes aunque sean pobres, aunque sean de barrio. Eso se ve muy bien con Maluma. Las feministas de izquierda le critican mucho, y en El Huffington Post se volvieron locas y lanzaron una campaña de boicot para que no se le diera dinero público y no saliera en televisión, pero luego los conciertos están llenos de chicas que se lo pasan bomba y que saben perfectamente que Maluma no es un modelo de conducta psicosexual, sino una especie de superhéroe de cómic que les hace pasar un rato divertido y que dice cosas de las que luego se burlan y que se convierten en un lubricante de la conversación y de los momentos de fiesta. Demonizar eso es convertirnos en lo peor de nuestras abuelas en los años cincuenta.
En cualquier caso, hay que tener cuidado con a quién convertimos en modelo llevados por nuestro rechazo a los modelos mainstream. Roberto Carlos —y a mí me gusta Roberto Carlos— dio un concierto privado a los Pinochet en los ochenta.
Pero es que no hay que tomar a los cantantes como modelos de conducta. Lo que nos debe interesar de ellos debe ser su universo artístico, estético, punto. Yo soy súper fan de Juan Gabriel pese a que era el típico lamebotas del PRI, que es el partido que más daño ha hecho a los mexicanos. Bastante es ya que sean genios de la música popular; no les podemos pedir que encima sean doctores en geopolítica o un David Harvey. Evidentemente, un sentido mínimo de la moral te hace rechazar a Pinochet sin haber leído un libro, pero también sucede una cosa: nunca se le pregunta por esto a Roberto Carlos cuando se le entrevista. Y si tú eres un tío que trabaja en la música y que recibe una presión enorme o grandes incentivos para hacerle un concierto privado a Pinochet y, por el otro lado, no hay la menor presión para que tengas una postura moral al respecto, pues al final acabas dando el concierto. Y no justifico moralmente a Roberto Carlos, pero es que los cantantes, ya digo, no tienen que ser ejemplos morales.
Usted suele contar que fue hipster durante mucho tiempo. ¿Qué lo hizo dejar de serlo? ¿Cuál fue su caída del caballo de camino a Damasco?
Bueno, yo siempre digo que nos gusta mucho la metáfora de san Pablo, pero los cambios en la vida no son una línea fija. El que va al psicólogo o al psiquiatra suele ir durante años, porque nadie se cura en la primera sesión. Los comportamientos tardan en cambiar. Lo que pasó conmigo fue que yo tenía una vida un poco esquizofrénica: por la mañana leía artículos de Rebelión y por la tarde me iba a un concierto de Migala o de Paperhouse, grupos que no tenían absolutamente nada que decir. Y no porque fueran idiotas, sino porque sus vidas habían sido las de los niños de mi generación. Yo nací en 1972; llegamos en plena explosión de la sociedad de consumo en España y todo era «vamos a comprar todo esto para que seas un niño feliz como los que vemos en las series americanas, y tú lo único que tienes que hacer es sacar buenas notas e ir a la Universidad». Eran vidas supervacías. No pasamos hambre, no nos tocó ninguna guerra, no hicimos ni la mili y muchos crecimos en las primeras urbanizaciones cerradas que hubo en España viendo una cantidad insensata de televisión. Al final, nuestra cultura folk era la tele. Cuando creces en ese tipo de ambientes, tienes inevitablemente muy poco que decir; y lo que tenía que decir la generación aquélla era que sabía inglés porque había ido a una academia o la habían llevado a Inglaterra a estudiar. Por eso aquella música era tan mala. Sabíamos muy poco tanto los que escribíamos sobre ella como los que la hacían. Hubo algún disco bueno, pero muy pocos. ¿Tu pregunta era…?
Su conversión; su abandono de la vida hipster.
Ah, sí (risas). El caso es que yo nací con la sociedad de consumo, pero aún recuerdo lo que era la vieja sociedad. Recuerdo, por ejemplo, que cuando se inauguró la televisión por la mañana en España, una de las primeras noticias que dieron fue un bombardeo americano sobre Libia. El tono de los presentadores era como de indignación: «pero ¿qué se cree esta peña?» y tal. Ahora eso nos parece totalmente marciano, pero era así. Con respecto a las noticias sobre Israel y Palestina, la prensa española estaba totalmente con Palestina. Era muy raro escuchar a alguien proisraelí. Y yo crecí en un entorno en el que esos posicionamientos morales eran automáticos. Mis padres no son especialmente de izquierdas, pero sí que tenían amigos que oían Victor Jara, que hablaban mal de Pinochet… Y yo crecí con las películas de Oliver Stone sobre América Latina, los documentales de Documentos TV, etcétera. Crecí con el chip de que la izquierda tenía razón y pronto empecé a interesarme por el ensayo político. Fui leyendo cada vez más y fue sobre todo en el cambio de siglo, con las manifestaciones antiglobalización, y libros como No logo de Naomi Klein y discos como Clandestino, de Manu Chao, que me fui implicando más políticamente. Y el caso es que a mí me gustó mucho Clandestino, pero tenía amigos que se burlaban de Chao; que lo llamaban Malduchao, pies negros, todo este rollo. Llega un momento en que te dices: ¿con qué tipo de gente me estoy juntando? Y que tienes que escoger entre el grupo de los modernos y el de los políticamente conscientes. Yo, por más que éstos también tengan sus mecanismos de distinción y sus rollos tribales autistas, siempre los he preferido.
En aquella época hipster, ¿tenía, por así decir, placeres culpables; un gusto entonces negado por alguno de los artistas a los que después pasó a reivindicar?
Recuerdo que escuchaba un programa de Radio 3 que entonces casi nadie oía: Tristes trópicos, que ponía a gente como Juan Luis Guerra, Carlos Vives, etcétera; o gente del merengue tipo Johnny Ventura. A mí me encantaban, pero no, no lo decía o, cuando lo decía, echaba mano de ese mecanismo hipster de desactivación tan característico que es la risa; el decirlo como si fuera una broma. Cuando yo decía que me gustaba un artista latino, mis amigos se lo tomaban como cuando decías entre cañas que veías la teletienda. Qué divertido y tal.
En su libro, cita una frase terrible de aquel entonces de Luis Antonio de Villena que guarda relación con esto: «Votaré sí [en el referéndum sobre la OTAN], porque quienes votan no es la gente que come tortilla de patatas y bebe tintorro». Cosas tan crudamente clasistas, yo sólo se las he leído a Salvador Sostres.
También hay Sostres de izquierdas. Esa frase, yo la tomé de un panfletillo que Alba Rico y Fernández Liria publicaron en los ochenta y que habla de cómo muchas veces la cultura implica mecanismos clasistas inconscientes e invisibles. «Si este tío va a los toros, si come tortilla, si va a ver a El Arrebato o a Camela, yo no puedo tener nada que ver con él». Ese tipo de razonamientos es muy común y revela el profundo asco que tenemos a todas las cosas populares.
También existen los microclasismos, aunque lo de Villena sería uno macro.
Detalles de la vida cotidiana que revelan todo el clasismo que llevamos dentro, sí. Es la famosa primera escena del Chavs de Owen Jones, cuando está en una cena con amigos que empiezan a reírse de los chavs y él se dice: «Si estuvieran riéndose de los negros, ya habrían expulsado a los tres primeros que se rieran». Reírse de la gente pobre está justificado, porque en el fondo hemos asumido el credo neoliberal de que si alguien es pobre es su culpa.
Es significativo que la Movida despreciaba a los cantautores de la generación anterior, juzgados como demasiado solemnes, demasiado aburridos, y de los que se rechazaba asimismo el compromiso político explícito.
Claro. La Movida era «no quiero ningún límite»; una especie de versión dañada de la contracultura. La contracultura aún tenía cierta conciencia social, pero esto era «quiero hacer lo que me dé la gana todo el rato». ¿Y qué es lo que más odia alguien que quiere hacer lo que le dé la gana todo el rato? Alguien que le recuerde que tenemos obligaciones, que tenemos vínculos sociales, que nuestras accionen tienen consecuencias y que encima lo hace con una guitarra y un ritmo lento, cuando ellos querían un sintetizador a todo volumen, al ritmo de las anfetaminas y la cocaína que se metían. Y ojo: a mí no me molesta el hedonismo, lo que me molesta es que se apueste todo al hedonismo; que todo el mundo, por decreto, tenga que dedicar el cien por cien de su ocio al hedonismo.
De todas maneras, también existe el exceso contrario: esa gente permanentemente ceñuda que vive la militancia política de manera religiosa y dice no poder pasárselo bien mientras existan injusticias en el mundo.
Sí, eso también existe. Yo tengo un amigo asturiano que es anarquista y con quien tengo las típicas discusiones de comunista contra anarquista, y él me contó una vez que tenía un amigo anarquista que, en los noventa, decía que hasta que no salieran todos los presos anarquistas de las cárceles no podía bailar, porque sería traicionarlos. Eso, en los noventa: imagínate cómo debía ser el PCE de los sesenta. Es la anécdota que cuenta Sabino Méndez, el letrista de Loquillo, de una vez que los invitaron a dar un concierto a un tinglado de la CNT y todo era buen rollo hasta que intentaron ligar con sus hijas. De pronto, los mismos que predicaban el amor libre venían convertidos en calvinistas furibundos. Entre los méritos que yo, pese a todo, le reconozco a la Movida está que veníamos de una época histórica muy solemne y hubo un cuestionamiento de la solemnidad que era muy necesario. El problema es que fue un cuestionamiento muy descerebrado, sin medida. «Como tenemos demasiada solemnidad, vamos a pasarnos todo lo que suene solemne por el forro». Si no te tomas la vida mínimamente en serio, te conviertes en un puto descerebrado, que es lo que eran muchos.
En el libro, sostiene que, aunque tendemos a pensar que la Movida fue un fenómeno despolitizado, y si acaso criticable como tal, en realidad estaba extremadamente politizada, sólo que a favor del neoliberalismo.
Sí, eso es lo que más me interesaba decir y lo que más ha salido en las charlas en torno al libro: «A nosotros no nos interesaba la política: era sólo un rollo de divertirse». Ya, es que «no nos interesaba la política, era sólo un rollo de divertirse» es una posición ultrapolítica. Que los grandes asuntos y problemas de la humanidad no nos atraviesen y no nos configuren es una posición política.
Y en una época tremenda: la de la reconversión industrial, el paro, la droga devastando los barrios, movilizaciones estudiantiles, tanques en Reinosa…
Sí, sí. Lo que a mí me interesa de la Movida también es lo rápidamente que disolvió un montón de cosas que eran muy sólidas. Por ejemplo, España era muy conocida por sus documentales sociales. Durante el franquismo, puesto que no se podía protestar políticamente, el arte se convirtió en una forma de protestar; y había documentales y películas espléndidos de realismo social, como por ejemplo los de Basilio Martín Patino, que hablaban de todo eso; de la vida en los barrios, de los problemas que había… Pasaba también con los libros, y yo siempre pongo el mismo ejemplo: el catálogo de Anagrama, que había sido magnífico, con títulos sobre las guerrillas sudamericanas, el maoísmo, la Baader-Meinhof y todas aquellas cosas y de pronto pasó a consistir en escritores ingleses hablando de su vida en el centro de la ciudad. ¿La Movida no fue política? Joder, pues en los contenidos culturales hubo un cambio cultural de ciento ochenta grados. La cultura del antifranquismo era muchísimo más sólida y más profunda que la de la Movida, que fue un disolvente social. Incluso en la tele franquista había un programa como A fondo, en el que un día traían a Borges, otro a un filósofo, etcétera, y se tiraban hablando una hora; o como Estudio 1, una hora de teatro con obras de Ibsen, de Pinker, etcétera; todas estas cosas súper intensas que las miras y estás días deprimido preguntándote qué has hecho con tu vida. Eso se cambió por una apoteosis de la frivolidad; por «me disfrazo de pantera rosa» y demás. Y eso es un cambio cultural muy grande y con unas consecuencias políticas muy profundas.
La Movida se suele contraponer al rock radical vasco, una eclosión musical que tuvo lugar en la misma época y que también era muy festiva pero, a la vez, sí estaba fuertemente politizada; sí era fuertemente reivindicativa.
El rock radical vasco es un momento muy interesante de la música española, que efectivamente rompía con el costumbrismo del rock urbano (escribo sobre mi barrio, qué triste es todo, los jubilados, los chicos fumando porros en el parque, etcétera) cogiendo lo mejor de la contracultura, que era el desfase, la imaginación, el acceso a instrumentos que eran más baratos, etcétera. El «vamos a divertirnos», en suma. Y salieron cosas muy buenas, unas más anarquistas, otras más comunistoides, otras que eran simplemente antitodo, como Eskorbuto; pero creo que hay una gran confusión con respecto al rock radical vasco, que es celebrarlo como una victoria cultural cuando fue, como explicó César Rendueles en un artículo muy bueno, la banda sonora de una derrota. Si los grandes problemas de la juventud, como son el paro, el problema de la vivienda, el servicio militar, etcétera, se discuten en casas okupadas y garitos de punk, es que no se están discutiendo ni en el parlamento, ni en lo smedios de comunicación, sino que están completamente arrinconados. Ellos fueron los notarios, los que levantaron acta de los problemas, pero al final, que tu referente sean cuatro punkies adictos a las anfetas de Bilbao es una derrota social tremenda.
En cualquier caso, el rock radical vasco demostró que el desfase no era incompatible con la denuncia política.
Sí. Yo dirigí una colección de libros sobre música en Lengua de Trapo que se llamaba Cara B; y en el que encargué sobre Kortatu a Roberto Herreros, que es un periodista, y a Isidro López, sociólogo, que fue diputado de Podemos, Roberto dice una cosa muy aguda: que el rock radical vasco quería ganar —es una famosa frase de Benjamin— para la revolución las fuerzas de la ebriedad. Yo creo y digo en el libro que lo que hizo la Movida fue ganar las fuerzas de la ebriedad para el neoliberalismo. El rock radical vasco fue un intento muy loable, exitoso en cierta medida, pero lo que partió la pana fue la Movida.
En el libro, usted explica también que el fenómeno de las tribus urbanas no llegó a España como una expresión de las clases bajas, sino como una moda de las altas, algo que no pasó en casi ningún lugar.
Bueno, el otro día estuve hablando con Juan Carlos Usó, un experto en drogas que ha escrito varios libros y entre ellos uno llamado Spanish trip, y me decía que en Estados Unidos la contracultura era también una cosa de gente más o menos pija; y es verdad que se reían de los rednecks y demás. Pero yo creo que son estructuras económicas diferentes, y que a la contracultura se podía apuntar razonablemente gente que no tenía mucho dinero, mientras que aquí, Montero Glez contaba que sí, que te podías apuntar y estar con ellos, pero al final los que hacían lo que les daba la gana eran los que tenían mucho dinero y los pobres tenían que estar ahí poniendo el plato a ver qué caía, y normalmente no caía nada. Realmente, las grandes figuras de la Movida eran casi todas niños bien. Mecano y Pegamoides son ejemplos de libro, pero hay muchos, muchos más. La excepción era Almodóvar, que sí que venía de una familia pobre de Extremadura y fue telefonista. Y el problema es que tampoco ésta es una cosa que se pregunte en las entrevistas ni salga en las biografías: yo lo sé más bien por cotilleos. Había un sesgo de clase muy fuerte.
Usted llega a decir que la Movida fue la continuación socialista de la política cultural de Manuel Fraga; que no hubo un corte entre aquellos intentos de la parte aperturista del régimen de presentarlo como moderno y lo que después será la Movida. ¿No es un poco exagerado?
Lo que vengo a decir es que el modelo cultural del PSOE era el Estado cultural; aquello de Jack Lang de «vamos a poner la cultura al servicio de nuestros intereses», pero que eso era lo que hacía Franco: ¿qué nos interesa? Nos interesa que fuera no piensen que somos una dictadura atroz, así que vamos a mandar fuera a Dalí a hacer el mono un rato y a decir que somos muy guais, muy creativos y tal. Otro día le hacemos una exposición a Miró, etcétera. Con el PSOE fue lo mismo: no vamos a daros justicia social, pero sí un proyecto estético emocionante que os interpele y os haga sentir personas súper modernas y que viven la vida a ful. Luego, algún profesor de historia me echó la bronca, pero yo no digo tanto que aquello fuera una continuación de las políticas de Fraga como que tenía la misma lógica de poner la cultura al servicio de un proyecto estatal y de ocultar lo miserable que era el reparto de recursos y privilegios en lo que seguía siendo una sociedad súper estratificada.
Cita en el libro una frase muy buena de Sánchez Ferlosio, que parafraseaba aquello de Millán-Astray de «siempre que escucho la palabra cultura, echo mano de mi pistola» para referirse así a la política cultural del PSOE felipista: «siempre que escucho la palabra cultura, echo mano de mi chequera».
Es una frase muy buena, sí. Y entronca con la teoría de Guillem Martínez sobre la cultura de la Transición, que según él consistió fundamentalmente en tranquilizar las ansias de cambio de los rojos repartiendo cheques. De todas maneras, yo no creo que la juventud de entonces estuviera muy politizada; y no creo que lo que persiguieran los cheques fuera despolitizarla. Los socialistas repartieron dinero porque les convenía en lo que respectaba a su proyecto declarado de modernizar España, que fue el eslogan que se sacaron de la manga para camuflar su propio proceso de desideologización. Eso era Alaska maquillada y haciendo el punky y Nacha Pop y todos estos grupos. Desde luego, una cosa que no se puede discutir es que pocos movimientos culturales han tenido tan a su servicio todos los resortes del Estado y de lo que no era el Estado: Grupo PRISA y así. A ningún grupo colectivo de artistas de veinte años que yo recuerdo se les ha puesto tanta alfombra roja como a los chavales de los ochenta.
Y eso hacía que se encumbrara a gente mediocre. Para obtener esos recursos y altavoces, bastaba con adoptar la estética correspondiente. No había criterio de calidad, sino sólo estético.
Es que la gente que estaba en los puestos culturales clave tampoco tenía una cultura pop como para distinguir lo bueno de lo malo. El principio era: «si es moderno y no da problemas, que pase».
En el libro también alude, de la política cultural del PSOE, y de la municipal en concreto, a su interés por los grandes conciertos en estadios y pabellones deportivos. Usted argumenta que ello arruinó en gran parte las escenas musicales y culturales de los barrios, que habían sido muy fértiles.
Eso me lo explicó bien el líder de un grupo catalán que se llama La Troba Kung-Fú. Me decía que en su barrio tenían una tradición de fiestas autoorganizadas que servían para crear y consolidar los vínculos sociales: uno pone las banderolas, otro se encarga de la barra, otro monta el escenario, otros que son músicos tocan, viene gente de otros barrios, etcétera. El PSOE, sí, trasladó todo eso a pabellones de quince mil personas en el centro de las ciudades, donde lo que hay es gente que sólo va a estar junta seis horas y que no tiene ningún tipo de participación en la organización del evento. El vínculo social se deshace totalmente. Lo que hacen todos es estar quietos con una cerveza cara en la mano mirando a la estrella y diciendo «qué divertido, esto». No da tiempo a tejer las relaciones que se tejen en una fiesta de barrio, y eso el PSOE lo supo manejar muy bien. De hecho, está bastante bien documentado cómo el PSOE emprendió un trabajo de destrucción del tejido asociativo de los barrios cooptando a los cuadros más valiosos del movimiento vecinal para el partido.
Le decía antes que me parecía exagerado creer en una continuidad cultural entre el felipismo y el fraguismo, pero sí que he pensado siempre que aquel PSOE de los 202 escaños, gobernante, además, en casi todas las autonomías y capitales, fue el nuevo Movimiento Nacional para mucha gente; el partido-país que acaparaba el poder y era donde había que estar para hacer carrera.
Sí, sí, totalmente. Nadie puede estar tanto tiempo en el poder como estuvo el PSOE sin hacer eso. De hecho, hay un profesor, Ferrán Gallego, que habla del proyecto nacional de la Movida y del papel nacionalizador de la ironía característica de la Movida; de cómo toda aquella estética kitsch de la bandera, los toros, etcétera, utilizados irónicamente, al final era una manera de hacer lo español más aceptable. Si tú pones el himno, la bandera ondeando y a la Guardia Civil cuadrándose, la gente no se lo traga, pero si pones a un guardia civil medio drag y conviertes el toreo en una estética kitsch, la gente dice «somos así, ja, ja» y al final entra por ese aro. Y otra cosa de la Movida fue que consiguió hacer aceptable que el centro cultural de los ochenta fuera Madrid. Con todas las tensiones regionales que había, se consiguió que Madrid llevara la voz cantante; y que la llevara con gente que iba disfrazada con monteras, con rojigualdas, etcétera. Eso es un triunfo cultural a contrapelo de la época.
En la Movida había un falso interés por lo popular consistente en vaciarlo de contenido y convertirlo en una estética kitsch, lo que en el fondo significaba despreciarlo.
Sí, sí. Eso podrían ser muchas cosas de Almodóvar, de Paco Clavel… Luego, hubo muchos grupos con talento que yo creo que sí decían algo sobre lo popular: estoy pensando, por ejemplo, en Gabinete Caligari o en Martirio, que es una mujer muy inteligente con canciones muy interesantes. El problema es que acabó formando parte también, sin seguramente quererlo, de este rollo de la hiperironía posmoderna. La gente decía: «qué graciosa la canción ésta de la maruja que va con los tacones al Carrefour y es su momento estelar de la semana». Martirio lo hacía con mucha inteligencia, pero el público proyectaba todo su clasismo en esas canciones. Sucedió un poco lo mismo con la famosa El imperio contraataca de Los Nikis: por más que ellos digan que la canción era súper irónica, que ellos no son nacionalistas españoles y que no creen en nada, el caso es que llegaron los pijifachas éstos y se apropiaron de la canción, que por otra parte tampoco ponía muchas dificultades. Se pueden dar esas disonancias entre la intención del autor y la recepción y la interpretación que el público hace de las canciones.
De Almodóvar cita en el libro una frase muy significativa con respecto a la Movida: «En la época de Franco, mi venganza personal fue vivir como si no hubiera existido».
Sí, la amnesia como militancia. A mí, una de las cosas que más me ha gustado de este libro es que yo tengo fama de decir frases lapidarias y crueles, pero con este tema, me encontré con que las frases que decían ellos sobre sí mismos eran mucho más descriptivas y crueles de lo que se me pudiera ocurrir a mí. Almodóvar tiene otra frase brutal: «Nosotros militábamos en la frivolidad». Si lo hubiera dicho yo, tendría a doce periodistas ochenteros poniéndome a caer de un burro. Pero no lo dije yo, sino que lo dijo Almodóvar y yo lo leí en la tesis doctoral de referencia sobre la Movida, de Héctor Fouce, y en un libro que se titula Sólo se vive una vez: esplendor y ruina de la Movida madrileña, de José Luis Gallero. La Movida era muy posmoderna en el sentido de que era muy transparente. No tenía ningún problema en compartir sus postulados de una manera tan clara como en estas frases.
La frase de Almodóvar que yo le comentaba refleja, por un lado, un individualismo brutal (me opongo a Franco solo, sin juntarme con nadie, viviendo simplemente mi vida) y un idealismo extreño: basta con hacer como que algo no existe para que no exista.
Y Almodóvar ha sido fiel a esos principios. En los últimos Goya, dijo que su manera de oponerse a Vox era negar su existencia. A ver, el narcisismo tiene que tener algún límite: no va a dejar de existir Vox porque tú niegues que exista. No eres mago, ¿sabes?, no puedes hacer desaparecer lo que no te gusta por decirlo por televisión. Pero sí, él lo cree así. Es una mentalidad muy narcisista, muy infantil.
En las últimas municipales, Más Madrid, el partido de Manuela Carmena e Íñigo Errejón, organizó actos con Almodóvar. ¿Qué le parece esa vinculación?
Me parece un espanto. Almodóvar también es un evasor fiscal conocido, que aparecía en los Papeles de Panamá y de quien ya antes se había sabido que estuvo vinculado al escándalo Madoff. No puedes estar diciendo que vas a luchar contra la evasión fiscal por la mañana y por la tarde fotografiarte con un notorio defraudador. Almodóvar también ha ido al Baile de la Rosa de Mónaco, que es uno de los mayores paraísos fiscales del mundo; un país cuya función es serlo. Y no se puede glamurizar ese tipo de actitudes por mucho que te gusten las películas del tipo.
Tuve la impresión, en las dos últimas municipales, de que el sorpasso al PSOE de Ahora Madrid y Más Madrid tiene menos que ver con la ideología que con la estética: una marca cool frente a la ya viejuna del PSOE.
Hubo un momento en la campaña de Más Madrid que fue gracioso y triste a la vez, que fue un acto cultural en el que Errejón dijo: «No me han dejado citar a Gramsci en toda la campaña, pero voy a citarlo ahora, porque Gramsci decía que no hay cambio político si antes no hay un cambio cultural». En la mesa desde la que lo dijo estaban Almudena Grandes, Bob Pop, un grupo indie que se llama Hinds y no recuerdo quién más, pero vamos: el típico elenco de invitados de un acto cultural del PSOE. Almudena Grandes, santón de El País; el típico grupo modernete y Bob Pop, que es este tío gracioso que habla sobre la tele. En fin, si crees que no hay cambio político sin cambio cultural, desde luego aquí no hay cambio cultural ninguno. En gran medida, tanto Más Madrid como Podemos siguen agarrados a los viejos paradigmas culturales de Izquierda Unida y del PSOE: Podemos más a los de IU y Más Madrid más a los del PSOE. Son versiones 2.0 de Izquierda Unida y, si no del PSOE como tal, sí de lo que podía representar en su momento un Diego López Garrido, ese tipo de movimientos que tienen pie y medio en el PSOE y medio en el partido de la izquierda.
Por otro lado, usted dice en el libro que no hay que entender la Movida como un oscuro montaje.
No, no. La cultura no funciona por montaje; no se reúne un martes en la cafetría del Palace a diseñar lo que va a pasar. Yo utilizo mucho la metáfora del escaparate. El sistema no puede imponerte la cultura que quiere, pero lo que sí puede hacer es diseñar el escaparate de las cosas que hay y poner las que más le molan al principio y las que le molan menos atrás. Después, escogemos, pero la mayoría de la gente no tiene ni el tiempo ni el impulso de buscar, y es más probable que se quede con las de delante, que además son más fáciles de digerir y dan menos problemas. Con la Movida pasó eso. Se dijeron: «¿cómo conseguimos que la gente de barrio nos vote?». Y primero intentaron cooptar el heavy y a grupos como Barón Rojo, los Obús, etcétera, pero como vieron que aquello no enganchaba, pasaron a intentarlo, y esta vez sí los consiguieron, con los modernetes. Lo que hay es un proceso de ensayo y error.
Critica en el libro a un personaje que a mí siempre me ha resultado enormemente antipático: Joaquín Sabina.
Sí, aunque hay una cosa de él que me parece loable, que es que, como Almodóvar, es absolutamente transparente con respecto a los valores de la época. Si yo le digo a un fan de Sabina que es reaccionario, me dirá: «Oye, pero la primera letra que habla de la corrupción del PSOE es una que se titula Si te he visto no me acuerdo». Sí, pero lo hace con ese registro irónico que al final quita hierro al PSOE del caso Flick y demás: es una canción rockera alegre que viene a transmitir que bueno, que es así la condición humana, que todo el mundo se corrompe y que riámonos. Muchas veces, la posición reaccionaria es negarte a discutir en serio los problemas serios.
Dice que Derribos Arias es el grupo más sobrevalorado de los ochenta.
Lo digo en el capítulo 4, que es el más provocador. En el resto, he intentado ser bastante neutro: establecer una tesis que no es neutra pero tratar de justificarla con citas a trabajos de otros, a respuestas que me han dado en entrevistas, etcétera. Ese capítulo es el único en el que me meto con valoraciones estéticas. Pero procuro transmitir que el hecho de que yo rechace el paradigma cultural de la Movida no significa que no aprecie algunas de las cosas de la Movida: creo que Nacha Pop tiene canciones grandiosas, que Gabinete Caligari es uno de los mejores grupos de la historia del pop español, que Radio Futura tuvo etapas brillantes —en parte porque se apartaron del paradigma de la Movida—, que yo me río muchísimo y encuentro brillantes las películas de Almodóvar aunque no comulgue con sus valores… Pero sí, en este decir qué me gusta y qué no me gusta, digo que me parece muy pesada la insistencia de la prensa musical en la genialidad de Derribos Arias, que yo no veo por ningún lado. Sobre todo, me molesta que se les llame innovadores cuando lo que hacen es dadaísmo y surrealismo, que tenían ya cincuenta años en aquel entonces. Es una música muy pegada a su tiempo, que se la pones a cualquier chaval de veinte años hoy y te dice: «pero ¿qué cojones es esto?». Necesitas unos códigos culturales muy concretos para disfrutarla.
Usted sostiene que las canciones de aquella época que mejor envejecieron son justamente las que entonces no tuvieron demasiado prestigio.
Sí, los grupos a los que antes se llamaba babosos: Los Secretos y así. Es que a ellos querer a tu novia les parece baboso; establecer vínculos les parece baboso, y una canción sobre cuánto quiere uno a su novia como las que siempre se han hecho les parece babosa. Pero al final, Los Secretos son los que más han ido vendiendo; deben de tener unas ventas incluso crecientes, cuando las de Derribos Arias deben de ser anecdóticas.
Lo traía comprobado: en Spotify, la canción más escuchada de Los Secretos, Pero a tu lado, va por las 14.666.576 reproducciones, mientras que la más oída de Derribos Arias, Branquias bajo el agua, va por las 549.980. Y la segunda, A flúor, 61.653, cuando la segunda de Los Secretos, la famosísima Déjame, lleva 13.398.550.
Mira. A mí una cosa que me da mucha rabia y me frustra mucho es que la crítica cultural no debate. Hay dogmas, modas… Esto es in y esto es out, y no es debatible. Derribos Arias es in y Los Secretos son out. Nos hemos puesto de acuerdo los tres nombres de referencia, Diego Alfredo Manrique y el otro y el otro, y hemos decidido que esto es así. Pues no, tío. Yo creo que, dentro de que la crítica musical no son matemáticas y que uno no puede decir que Los Secretos son mejores que Derribos Arias como dice que siete y cuatro son once, hay criterios como ése de las reproducciones que son abrumadores.
En el libro, usted también se atreve a considerar mala a la canción totémica de la Movida: La chica de ayer, de Nacha Pop. La considera un plagio de La caza del bisonte, versión de 1976 del argentino Piero de otra canción del italiano Gianni Morandi. El parecido es innegable. Usted dice, además, que la letra de Antonio Vega es mala: «Tus cabellos dorados parecen el Sol».
Eso ha sido un poco polémica. Quedé con Nacho Vegas después del libro y me decía que esa parte no le había gustado, porque la música pop es todo plagio y el plagio es un motor de innovación: cojo esta canción y la llevo a otro terreno. Ya, pero es que la Movida no reconocía eso. Pensaban en sí mismos como genios, en parte porque estaban rodeados de una crítica y un ecosistema culturales que les estaba diciendo todo el rato que lo eran. «Soy un genio, tío, he escrito La chica de ayer». No eres un genio, tío, eres un chaval de veinte años al que le gusta la música y, seguramente de manera inconsciente, ha pillado una canción que ha oído en cualquier lado y la ha llevado a su terreno. Y está bien; no es una crítica tanto a que plagien como a que no hay un crítico objetivo que diga que plagiaban. Lo que repiten como un mantra, en cambio, es eso de la edad de oro del pop español, y yo creo, y argumento en el libro, que con un mínimo de rigor musical, los setenta fueron muchísimo mejores que los ochenta tanto en flamenco, como en canción de autor, como en rock, como en lo que significó la nova cançó catalana. Hay un criterio objetivo a este respecto que es el éxito internacional, tanto más cuando la industria no estaba tan desarrollada ni tenía tanto poder como ahora. El público escogía de lo que le ponían lo que más le gustaba. Y en los setenta tuvimos a gente como Camilo Sesto, Raphael, Massiel, Mocedades, Los Bravos, Los Canarios, Julio Iglesias… que tuvieron un éxito muchísimo mayor que el de los grupos de la Movida, que fue anecdótico. Sin embargo, que los ochenta fueron mejores ha circulado como un eslogan que se ha vuelto incuestionable. Se ha repetido tantas veces que al final ha acabado calando. Y no es así.
En otro orden de cosas, usted hace comparaciones entre algunos grupos españoles de entonces y los que podrían ser sus equivalentes internacionales. Opone, por ejemplo, a Kaka de Luxe y a Sex Pistols. De éstos dice que los Pistols contenían, pese a todo, una parte de crítica social que en Kaka de Luxe no existía en absoluto.
Cantaban «que público más tonto tengo» o «qué feo es el metro». El punk madrileño en general fue muy peculiar en el sentido de que no era antiautoritario. Del punk se supone que su mensaje principal es ése: el antiautoritarismo, pero aquí no había nada de eso. Y el disco es realmente muy malo, ¿eh? Sale en todas las listas de mejores discos de la historia del pop español, pero ahora hay que tener paciencia para aguantarlo. Lo mismo: esos dogmas que se repiten.
También opone a Mecano frente a Pegamoides y dice que los primeros eran mucho mejores que los segundos.
Sí, ése es el capítulo en el que hago de crítico musical. Creo que las melodías, las voces y las letras de Mecano son mejores.
A Mecano, sin embargo, se lo suele juzgar como malo.
Sí, pero es que la crítica cultural muchas veces juzga estilos de vida. No recuerdo si fue Ordovás o Julio Ruiz, pero bueno, un locutor de Radio 3 famoso, el que una vez le pusieron Hoy no me puedo levantar y cuando escuchó esa frase que decía «es la resaca de champán, burbujas que suben y después se van» dijo: «Yo esto no lo pongo, porque esto es una emisora alternativa, y no se puede beber champán: aquí bebemos cerveza». ¿Qué criterio cultural es ése? ¿Qué criterio es juzgar la canción es base de si habla de una resaca de champán o de cerveza? Curiosamente, se podría haber vetado la canción por lo contrario: ¿«es la resaca de cerveza»? ¿Van estos pijos a decirnos que beben cerveza? ¿Qué es esto, apropiación cultural para hacer como que son de barrio? (risas). Siempre hay una excusa en la crítica cultural cutre para desechar algo que no te gusta. De Mecano, yo los valores no los comparto en absoluto, pero me parecen un grupazo. Además, mira, Mecano tiene uno de los primeros éxitos de la música española que habla de la precariedad laboral, que es Cruz de navajas. La canción empieza: «A las cinco se cierra la barra del Treinta y Tres, pero Mario no sale hasta las seis». Va de un triángulo amoroso que tiene su origen en que el chico curra tanto que no puede follarse a su novia, y entonces ella se busca un amante y se desata un conflicto que acaba sanguinariamente. Ninguno de los supuestos rompedores innovadores de la Movida hablaba de la precariedad laboral. Y luego, muchas de las canciones de Mecano son canciones escritas en masculino y cantadas por una voz femenina. Apelaron mucho a colectivos de lesbianas, trans, queer, bi, etcétera y lo hicieron de una manera bastante más sofisticada que, por ejemplo, McNamara. Por otra parte, ellos nunca escondieron que fueran de clase alta en sus letras, lo que me parece una posición bastante honesta. Es de los pocos grupos que tienen cero postureo.
En el debate sobre el concepto de apropiación cultural, al que acaba de aludir de algún modo, ¿cómo se posiciona? ¿Le parece que tiene alguna validez?
Yo creo que es un debate muy simbólico que sólo tiene sentido si se lo lleva al terreno material. Creo que el error está en decir «vamos a ver qué artistas incurren en esto y a insultarles». Nunca es buena idea, en la crítica cultural, hacer reproches morales ni ponerse a buscar culpables. Hay que intentar describir procesos, no hacer juicios sumarios y decir que como Rosalía finge el acento andaluz o hace flamenco sin ser gitana, pues hay que ponerse a insultarla. Llevémoslo al terreno material. Yo ya lo hacía en Indies, hipsters y gafapastas: crónica de una dominación cultural cuando ponía el ejemplo de Diplo. Es mucho morro que en los guetos de todo el mundo estén creando música principalmente porque los chavales no tienen otra cosa que hacer e intentan que las fiestas sean divertidas, y como la tecnología está ahora a su alcance han ido creando cosas muy guais, y llegue un niño pijo con su laptop y se lleve lo que más le guste a una versión nada conflictiva que no hable de los problemas del barrio y la venda a las marcas. Eso sí es apropiación cultural; una apropiación cultural cutre que está basada en que uno tiene muchos recursos materiales y contactos en la industria para explotar aquello y los otros están totalmente desamparados en una favela.
Es decir, le parece un debate pertinente pero mal conducido.
Me parece un debate cultural válido que está llevándose por parámetros que no tienen ninguna utilidad, sí. Curiosamente, ninguno de los que están tan violentos con Rosalía se meten con Diplo, por ejemplo. Este debate empezó en Jenesaispop y en lo de Rosalía, pese a que Rosalía les gusta, vieron una cosa que les iba a dar visitas. Con Diplo, en cambio, no se meten. En general, la crítica cultural se parece demasiado a la publicidad. Y aun cuando abren debates interesantes, como éste, no hay un nivel como para discutirlos a fondo.
En el libro dice que hay una línea evidente que enlaza la Movida con el trap. ¿Cómo es eso?
Lo dicen ellos mismos, y está claro que Alaska se sentiría comodísima hablando con C. Tangana o con La Zowi, que a mí no me gustan, pero son una especie de glamurización de la sociedad de consumo. Ellos van por el carril de adelantamiento en un ecosistema mediático donde lo que prima son las revistas de tendencias y esta mezcla que fue letal en los 2000 entre moda, diseño y cultura pop. En los años ochenta, tú cogías una revista musical y veías gente fea. Salía Willie Colón, por ejemplo, que está gordito y tiene un bigote de los años setenta. Y veías, qué se yo, a punkies, a arrastraos y tal. Pero de repente entraron en juego los estilistas, los diseñadores y todos los grupos con peña fea desaparecen. El que no está vestido de marca, desaparece. Todo el mundo es guapo, todo el mundo es fashion. ¿Qué ha pasado aquí? Parece que si eres feo ya no tienes derecho a la cultura ni relevancia cultural.
Esa tendencia se aprecia incluso en la política. Cada vez hay menos políticos feos.
Nicolás Redondo hoy no tendría nada que hacer. Tendría que ir al gimnasio e ir a Turquía a ponerse un implante de pelo. Cada vez son todos más guapos, sí; más kens y barbies.
Usted es muy conocido como defensor del reggaeton, y en Indies, hipsters y gafapastas venía a argumentar que el rechazo que ese género despierta es fundamentalmente estético; que se justifica a sí mismo como un rechazo al machismo que sería propio del género, pero que su origen inconfesable es un poderoso clasismo racista.
En Indies, hipsters y gafapastas digo que la gente odia compartir referentes culturales con el mensajero que les trae el paquete de Amazon a la oficina de su startup. Hace un tiempo hice un artículo sobre Fabrik, una discoteca que hay en Humanes. Me contaban que tenían problemas para conseguir patrocinios de marcas. Ahora tienen algunos, pero en general los publicistas les decían que todo lo que fuera poligonero no les interesaba. Los gabinetes de publicidad funcionan así; manejan esos criterios clasistas. Y las revistas y medios culturales cada vez dependen más de la publicidad y de contenidos integrados de publicidad.
Por otro lado, el reggaeton es machista o puede serlo, pero no más que otros géneros a los que no se critica de la misma manera. El rock mismo es poderosamente machista.
Yo defiendo que el reggaeton no es machista. Sí que lo son los vídeos: los hacen las discográficas y buscan que cuando tú estás viendo una cadena tipo MTV, te llamen la atención; te quedes ahí. Lo que hacen para ello en este caso es sacar coches, pollas, tías medio desnudas. Pero si tú coges las letras del reggaeton, hay muy pocas que sean machistas; un nivel ínfimo. Son letras de divertirse un viernes por la noche cuando te han explotado de lunes a viernes. Y lo que describen es la vida de una discoteca. Si son machistas, lo son tanto o tan poco como lo es la sociedad. Los críticos se han agarrado al machismo como un clavo ardiendo, pero es algo que no ha prendido en absoluto en los conciertos de reggaeton. La mayoría de los que van son tías, y se lo pasan muy bien. Siempre que recomiendo Maluma y me llaman machista digo: «Joder, pues me gustaría que te pusieras a la puerta del palacio de los deportes a regañar a cada una de las tías que van, ¿no?, y las regañaras otra vez cuando salgan sonriendo y divirtiéndose con sus amigas». Recuerdo la última crónica que hice de un concierto suyo. Estuve muy atento a las conversaciones de las tías, y escuché a una decir: «Critican mucho esta de Cuatro babys, pero yo tengo cuatro babys también, y me lo paso muy bien».
Usted dice también que el desprecio de este tipo de música es también el desprecio de la corporalidad de la música; el vivir la música con el cuerpo.
Sí, totalmente. Mira, yo leo mucha prensa cultural, y cuando estaba escribiendo Indies, hipsters y gafapastas, me topé en el suplemento Culturas de La Vanguardia con un especial sobre el veinte o veinticinco aniversario del Sónar, y el redactor, el típico hipsterizado de Barcelona, decía que teníamos que darle gracias al Sónar por haber convertido la fiesta en cultura. Es decir, lo que hace que la fiesta sea cultura es que en vez de en una rave ilegal gratuita o un polígono donde te cueste quince euros, te cobren doscientos por un abono y en vez de estar sudando con los reponedores del Ahorramas sudes con diseñadores gráficos, periodistas y gentes de industrias creativas. A fin de cuentas, es un criterio totalmente clasista. Y a ver, explícamen tú qué diferencia hay entre la cultura y la fiesta. Son dos cosas casi inseparables desde el principio de los tiempos.
¿Qué está preparando en este momento? ¿De qué va a ir su próximo libro?
A ver, escribir libros es agotador. Te arruina la vida, te pone de mala hostia, no te da para vivir y a mí lo que me encantaría es tener dinero para no tener que escribir ninguno más, pero como no es le caso, lo que me he autoimpuesto es que el tercer libro que escriba no sea un libro gruñón; que no sea un libro sobre cosas que detesto, como la cultura hipster, sino sobre algo que me guste. Es totalmente agotador ser el típico gruñón de la cultura. Y ese tema nuevo podría ser el reggaeton y la música de los guetos. Es algo que me gustaría defender. El problema es que en la cultura del clickbait pasan cosas como que la gente piense que sólo escribo artículos enfadado, pero lo que pasa es que sólo se leen mis artículos enfadados. Cuando defiendo a Juan Gabriel, a Camela, etcétera, la gente no pincha tanto.
La cultura del beef y del zasca.
Nos gusta eso, sí: el conflicto. Y a mí también, pero aprecio mucho cuando leo, por ejemplo, a uno de mis críticos musicales favoritos, Luis Troquel, un tipo de Barcelona, escribiendo bien de Luis Miguel, de Niña Pastori, de Camela… Tiene muchas reticencias a escribir mal de la gente, y a mí me encanta lo que escribe.
Luis Miguel es otro de sus artistas fetiche. ¿Qué le atrae de él exactamente?
Yo a Luis Miguel empecé a admirarle por una cosa absurda, que es que era crítico de La Razón y me mandaron a cubrir un concierto suyo. Me daba un poco de pereza, pero fui y me encontré un pedazo de concierto. Salí súper feliz. En primer lugar, tiene una voz preciosa. ¿Por qué seamos de izquierdas o de derechas nos gusta Frank Sinatra? Porque tiene una voz tan bonita que no puede no gustarte. Pues con Luis Miguel debería pasar lo mismo. Sin embargo, a Sinatra lo vemos como alguien cool y a Luis Miguel como alguien cutre, de telenovela, cuando creo que no ha hecho ninguna telenovela. Ahora se ha vuelto cool por una serie de Netflix, lo que habla de cómo los hipsters mueven los hilos. Lo decía Camilo Lara, un músico mexicano muy hipster: «lo último que me esperaba es que Luis Miguel se volviese cool». Sería como hacer cool aquí a Bertín Osborne, aunque, bueno, aquí han hecho cool a Raphael…
¿Raphael no le gusta?
Sí, sí me gusta. Me gustan muchas de sus canciones; es un gran cantante. Pero bueno, volviendo a Luis Miguel, aparte de la voz preciosa, tiene un compositor de primera categoría, que es Juan Carlos Calderón. Es quien le hizo las canciones que lo llevaron al éxito. Y luego el tío puso al día los mejores boleros de la historia de la música latina. Rescató del olvido a Armando Manzanero y lo volvió a poner en las listas de ventas. En fin, ya digo: es un tío que me gusta por las mismas razones por las que a los estadounidenses les gusta Frank Sinatra. Será porque soy latino y hablo castellano, pero a mí me gusta más Luis Miguel.
Luis Miguel representa códigos absolutamente contrarios a los hipsters tanto en los temas como en las mismas formas: siempre va impecablemente trajeado.
Y canta al amor romántico, pero es que el amor romántico son vínculos. Es lo de ese bolero que dice «llevamos en el alma cicatrices imposibles de borrar». Las relaciones humanas te dejan huellas a las que no te puedes sustraer por mucho que humanamente lo intentes, y hay vínculos que no se rompen incluso cuando se rompe la pareja. Los boleros, en general, hablan de eso; de que volvamos o no volvamos, el vínculo sigue ahí. Eso le genera muchísima alergia a una izquierda que desde la contracultura y Mayo del 68 quiere ser libre para decidir sus vínculos y que nada nos ate ni nos obligue. Es una izquierda que cree que no tiene obligaciones, sino sólo derechos, y que además detesta profundamente el mundo del trabajo.
También le gusta mucho José Luis Perales.
Sí. A ver, tenemos que pensar que por cada José Luis Perales, como por cada Camilo Sesto o cada Julio Iglesias —que me parece un personaje de Zoolander, con valores realmente delirantes, pero con canciones muy buenas—, hay diez que lo han intentado y que no lo han conseguido. Y que cuando a la gente un cantante le hace clic es por que habla de cosas que son relevantes en su vida; porque le toca consciente o inconscientemente. Y estos tipos tienen canciones muy buenas. Las canciones más difíciles de hacer son las canciones sencillas, que hablan de una sola cosa y la describen bien en cuatro frases. Eso sólo lo hace gente como Stevie Wonder, como Juan Gabriel o como Perales. Los italianos lo hacen muy bien, también. Pero cuando quien lo hace es alguien de nuestro entorno, nos da grima, mientras que si se hace en inglés, mola.
La Movida también tuvo mucho de una pulsión adolescente de matar al padre sin mayor profundidad: rechazar lo paterno por el mero hecho de ser paterno, sin una crítica sesuda y compleja como la que los jóvenes del 68 sí fueron capaces de hacer de la acomodaticia y conservadora generación de sus padres.
Sí, una rebeldía que realmente no es rebeldía, sino que meramente dice «mira qué raro soy, papá». Rebelarse como se rebelan los adolescentes, que lo único que quieren es hacer lo que les dé la gana y no cambiar las cosas. Además, igual que la adolescente, fue una rebeldía que duró muy poco. Como digo en el libro, la me dirás la diferencia que hay entre Alaska y el resto de señoras del barrio de Salamanca, donde vive. Si Alaska y Mario Vaquerizo se llevan tan bien con Carmen Lomana o con Esperanza Aguirre no es porque sean seres súper heterodoxos capaces de llevarse bien con quienes no son como ellos, sino justamente porque son como ellos. Una lleva el pelo morado y la otra rubio y cardado, pero eso es todo. A las dos les gustan los proyectos benéficos caritativos y las dos están atentas a las novedades culturales, porque los ricos tienen mucho tiempo libre y se aburren y hacen esas cosas.
A todo ese conjunto de cantantes que un hipster despreciaría o sólo acogería con la hiperironía de la que hemos hablado, se les suele criticar, y ser ése el clavo ardiendo al que se agarran los críticos, la pobreza de las letras. Pero las canciones de la Movida no solían ser precisamente cumbres letrísticas.
La chica de ayer está llena de tópicos, pero es muy difícil encontrar un tópico en una canción de Juan Gabriel o de Perales o de Armando Manzanero. Los boleros son formas poéticas híper depuradas. Pero cuando te pones a hablar con alguien de esto, el argumento, muchas veces, ni siquiera es ése, sino: «No voy a escuchar las canciones que oía mi madre, o mi tía la soltera, que estaba todo el puto día con los boleros». ¿Por qué? ¿Por qué no vas a poder escuchar las canciones que oía tu madre? ¿Por qué no puedes compartir algo con alguien de tu familia? Tenemos ese rollo antifamilia que también trajo la contracultura y una izquierda a la que sigue dándole vergüenza hablar de la familia. Se dice si acaso que «hay que aceptar también a las familias no tradicionales», y yo siempre me pregunto: a ver, si la familia es una institución horrible y opresora, ¿por qué quieres meter a los gais en ella? Es como Errejón y Pablo Iglesias diciendo que no hay que tener vergüenza de decir España pero siendo incapaces de poner una bandera en un mitin. ¿Cómo podéis decir que no hay que tener vergüenza y a la vez ser incapaces de hacerlo vosotros? La única vez que dijo Tania Sánchez «España» en un mitin de Más Madrid, dijo: «¡Viva España, maricón!». España y la familia y todo eso es una mierda, pero para los gais vale. Me parece hasta homófobo.
Hay una reflexión posible sobre que todos los totalitarismos intentan siempre quebrar los vínculos familiares en tanto la familia se constituye en un baluarte frente a ese Estado hambriento que quiere controlarlo todo (y pienso, por ejemplo, en aquel fomento que el estalinismo hacía de que los niños denunciaran a los padres disidentes) y el neoliberalismo, de algún modo, también lo hace. Lo hace a su modo, más Huxley que Orwell, a través del placer en lugar del dolor, pero lo hace.
Totalmente. Han diseñado para nosotros una vida en la que te cambias quince veces de casa, de pareja, de trabajo a lo largo de tu vida y en el que es imposible cualquier proyecto a largo plazo y, por ejemplo, tener hijos. Se nos dice que los hijos son un coñazo; un obstáculo para tu carrera. Sin embargo, muchas veces, lo que te hace antisistema son tus hijos. Lo explica muy bien Carolina del Olmo: un hijo te hace decir «llego hasta aquí. Si quiero criar a un hijo y tener este curro, no puedo aceptar más sumisión que hasta aquí, porque si no, este crío ni come, ni va al colegio». Los hijos, muchas veces, no te hacen conservador, como la izquierda cree, sino que te tiran a la izquierda.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ y actualmente está a punto de publicar el segundo, La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.
Un tipo camino de Damasco…dentro de unos años descubrirá que los torreznos son mucho mejores que las semillas de chia y que esa sociedad estructurada, amable y misericordiosa, es el nacional catolicismo, y escuchará las letras del fandango como si descubriera el calimotxo. Hasta entonces, vagará por la ciénaga de los muertos, que es la posmodernidad. Lamentablemente, los españoles, llevamos ya 40 años aguantando a muchos Pablos de Tarso, que descubren su apostolado al cumplir los 60. Votad a VOX.