Quienes son como ellos
/por Pelayo Puente Márquez/
A mi hermano
Mamá había salido de casa temprano esa mañana. El abuelo se había ido con ella. Fatuo y Verso, aún dormidos, habían quedado bajo el cuidado de la abuela, que, también madrugadora, pasó la mañana sentada en el porche delantero, rezando el rosario.
Los niños, acostumbrados a que su madre los despertara a eso de las diez, durmieron hasta el mediodía. Cuando se levantaron, convinieron en que era tan tarde que la abuela no les dejaría desayunar si se lo pedían, así que, antes de darle los buenos días, se deslizaron furtivamente en la despensa y se atiborraron de galletas. Mientras, ella terminaba de rezar. Saciados, fueron a la parte trasera y entraron en el garaje en busca del abuelo. Se extrañaron al no encontrarlo allí. El coche tampoco estaba.
Volvieron a la casa y se acercaron a donde estaba la abuela. Fatuo, el mayor, le preguntó:
—¿Dónde están Mamá y el abuelo?
—Se fueron a la villa esta mañana, temprano —respondió ella sin suspender del todo su oración, acariciando las cuentas del rosario con la calma maquinal de quien reza todos los días pidiendo lo mismo.
—¿Para qué? —insistió el niño.
—Cosas de mayores —zanjó la abuela con voz cansada—. Volverán enseguida.
Ahora corred, ya es hora de que os vistáis.
Fatuo quiso preguntar algo más, pero no encontró, o no se atrevió a pronunciar, las palabras correctas y, tras unos segundos de indecisión, se retiró al interior del hogar junto a su hermano.
—¿Crees que han ido a buscar al tío?— preguntó Verso a su hermano más tarde, mientras se vestían.
Verso tenía siete años. Fatuo, nueve. La diferencia de edad habría pasado inadvertida para alguien ajeno a su familia. Aislados en aquel pequeño pueblo, se tenían el uno al otro como ubicua y casi exclusiva compañía. Eso, sumado a que su madre los trataba como si fueran gemelos, explicaba que su visión del mundo —del mundo de los adultos, claro— fuese prácticamente idéntica. Esto, sin embargo, no era óbice para que Fatuo, consciente a medias de su rol de hermano mayor y los deberes a él aparejados,
fingiera a menudo comprender situaciones que desbordaban el entendimiento infantil de Verso y que, secretamente, también desbordaban el suyo. La conexión entre la desaparición de su tío y la salida de su madre y su abuelo esa mañana era una de esas situaciones.
—Pues claro —respondió Fatuo—. Seguro que han ido a buscarlo a casa de Marta, a echarle la bronca por no llamar en toda la semana.
—¿Cómo sabes que está en casa de Marta?
—¿Dónde va a estar si no? Siempre va con ella a todas partes.
—Ya, pero…
—¿Qué pasa?
—La otra noche —Verso susurraba por miedo a que su abuela los estuviera escuchando— oí a Mamá hablar por teléfono con Marta. Estaba llorando.
—¿Marta o Mamá?
—Mamá. Marta, no sé.
—¿Y qué decían?
—Mamá le preguntaba si sabía dónde estaba el tío. Creo que no lo sabía. Dijo que lo sentía mucho.
—¿El qué sentía?
—No lo sé, no dijo nada más —se disculpó Verso encogiéndose de hombros—.
Parecía que se estaba despidiendo de ella.
—¿Para siempre?
—Sí, o, bueno, no… No lo sé, no escuché nada más.
—¡Qué niño! No sirves para nada.
En otras circunstancias, aquellas palabras habrían provocado una pelea. Pero los niños no tenían ganas de enzarzarse esa mañana. Verso se limitó a agachar la cabeza. Terminó de vestirse y dejó la habitación. Fatuo, descalzo y con el pelo mojado, se asomó a la ventana con la camiseta a medio poner.
Era un día brumoso de primeros de julio. La luz del sol penetraba la niebla con dificultad y enrarecía el aire, que circulaba preñado de humedad sobre las casas y los campos, como si el viento sudase. El pueblo aparecía desolado. Tres de cada cuatro casas eran residencias de verano aún desocupadas. Las restantes eran paisajes inertes, barcas de ladrillo a la deriva en un aburrimiento que no distinguía entre el invierno y el verano.
Fatuo le dio la espalda a la ventana y fue hasta la cómoda para coger unos calcetines. Detuvo la vista en un marco que había sobre el mueble. En la foto se veía a sí mismo con cinco años caminando junto a un carrito. Verso dormía en él. Empujándolo iba su padre. La foto la había tomado su madre. Estaban de vacaciones, las últimas antes de que su padre muriera.
Llegó la hora de comer sin que Mamá y el abuelo volvieran a casa. La abuela sirvió la mesa y comió junto a los niños. Les dijo que su madre había llamado mientras ellos se vestían y le había dicho que no les esperasen, que lo que habían ido a hacer a la villa iba a alargarse y que seguramente no regresarían hasta el anochecer.
Después de almorzar, en lugar de sentarse frente al televisor para ver la novela, como solía, la abuela volvió al porche y empezó un nuevo rosario. Los niños la observaron confundidos, pero no dijeron nada ni hicieron preguntas. Se lavaron los dientes y, tras despedirse con un beso, salieron a la calle en silencio.
Fueron a buscar a un amigo, Gestas, el único niño, además de ellos, que vivía en el pueblo todo el año. Sus padres regentaban un bar de poca monta en la planta baja de su casa. Fatuo y Verso solían ir a la parte de atrás y lanzar higos a la ventana de su amigo para indicarle que bajase. Ese día, sin embargo, había varios coches aparcados frente a la puerta principal, así que se acercaron directamente al ventanuco de la cocina. Llamaron y aguardaron, sin muchas esperanzas de ser oídos. El sonido de muchas voces riendo y hablando a la vez les llegaba a través del tabique. Al cabo, un niño de la edad de Fatuo abrió el postigo y saludó a los hermanos con un movimiento de cabeza.
—Ahora no puedo salir —dijo sin que le preguntasen—. Tengo que ayudar con las mesas.
—¿A qué hora podrás? —preguntó Verso.
—Sobre las seis, más o menos —calculó Gestas—. Si acabo antes, os busco yo.
—Vale —dijo Fatuo—, estaremos en la capilla.
Gestas asintió y cerró la ventana. Los hermanos se encaminaron a la capilla del pueblo sin decir nada.
Enrocada en un alto, desde la capilla los niños dominaban el villorrio entero, su casa incluida. Allí, junto a la puerta, seguía la abuela haciendo guardia. Al verla, los hermanos intercambiaron una mirada en la que se adivinaba la duda compartida de si debían volver para hacerle compañía. Ambos guardaron silencio, como si la formulación de una pregunta tan inocente pudiera dar pie a una situación que, por no acabar de comprender, ambos temieran imaginar siquiera. Llegaron a un prado, un terruño yermo, en realidad, que había junto a la capilla y que era su habitual rincón de esparcimiento. Mataron el tiempo balanceándose en unos columpios que habían plantado allí hacía poco. Compitieron por ver quién conseguía llegar más alto. Verso pronto comenzó a marearse y capituló. Dejó a su hermano en el columpio con una sonrisa triunfal en los labios y fue a sentarse en lo alto de un tobogán.
Un rato más tarde, la intranquilidad bajo la que su hogar había amanecido ya los había abandonado. Los hermanos se enfrascaron en un deshilvanado coloquio sobre los avances que habían logrado la noche anterior jugando a la consola. Aburridos de los columpios, se retaron a una carrera hasta el final del prado. Fatuo, que aventajaba en altura a su hermano menor lo que no le ganaba en madurez, se impuso con facilidad. Cansados, se dejaron caer sobre la hierba. Desde allí podían otear el horizonte marino, que se perdía entre la niebla. Las olas se mecían suavemente contra los acantilados sobre los que el pueblo estaba suspendido. El mar estaba en calma. La marea, bajando.
De pronto, Verso se alzó de un salto y, sacudiendo a su hermano del hombro, gritó:
—¡Fatuo, mira!
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó el mayor, sobresaltado.
—¡Allí, en la arenalina, hay algo! ¿No lo ves?
Fatuo se puso en pie, dirigió la vista a donde su hermano apuntaba con el dedo y lo vio. Una forma oscura flotaba en el agua. Arrastrado por las olas, un bulto había quedado atrapado entre las rocas que formaban una piscina natural junto al arenal, que su hermano se empeñaba en llamar «arenalina», al pie del acantilado.
—¿Qué crees que será? —preguntó Verso rebosante de excitación, cual grumete que divisa tierra semana y media después de lo previsto.
Fatuo guardó silencio. La forma se balanceaba inerte al albur de la marea. Era alargada, de gran tamaño, y, aunque estaba demasiado lejos para distinguirlos bien, parecía poseer miembros o extremidades. A través de la niebla, sin embargo, era imposible saber si se trataba de un pez, de un árbol caído o de un amasijo de algas vomitado por el agua.
—¿Será un tiburón? —conjeturó Verso con ojos chispeantes— ¡Es un tiburón, un tiburón blanco!
Fatuo siguió escrutando la masa flotante queriendo creer que su hermano tenía razón y que realmente se trataba de un tiburón, pero desechó la idea enseguida, tomándola por una ocurrencia absurda.
—¿Cómo va a ser un tiburón blanco? No hay tiburones por aquí.
—Claro que los hay —respondió Verso, contrariado—. Avelino, el de la lonja, nos enseñó uno al abuelo y a mí el otro día.
—Bueno, sí, los hay, pero solo tiburones pequeños, no blancos como los de las películas.
—Eso vamos a verlo —lo retó Verso, convirtiendo su cábala en cuestión personal. Sin esperar contestación, echó a correr hacia el sendero por el que se bajaba al acantilado. Fatuo lo alcanzó pronto y ambos se detuvieron y fingieron recobrar el aliento, aunque no estaban fatigados. Ninguno lo mencionó, pero ambos temían correr entre los setos, altas hierbas y eucaliptos que flanqueaban el camino de la costa. Habían oído que las víboras frecuentaban ese paraje y que, si no se iba con cuidado, era fácil meter el pie en uno de sus nidos. Tras una breve pausa, reanudaron la marcha despacio y en silencio. El bochorno era mayor bajo los eucaliptos. Los niños apretaron el paso para abandonar la maleza, temerosos de que el océano se llevase la forma, tal como la había traído, mientras estaba fuera de su alcance. Al fin, volvieron a ver el cielo blanquecino sobre sus cabezas. Verso se adelantó para comprobar que el regalo del agua no había desaparecido. Seguía allí.
—Eso no es un tiburón —dijo Fatuo cuando se halló junto a su hermano—, es un hombre.
En efecto, la figura en la que Verso había querido reconocer las formas de un tiburón era, en realidad, el cuerpo de un hombre que flotaba boca abajo. Los niños se quedaron contemplándolo inmóviles. Tras un largo silencio, el pequeño se atrevió a preguntar:
—¿Quién crees que es?
—No lo sé —reconoció Fatuo.
Verso frunció los labios, como negando el paso a unas palabras que luchaban desesperadamente por salir de su boca, pero que, por algún motivo que no acababa de entender, sentía que no debía pronunciar. Finalmente, no se pudo contener y susurró:
—Un pirata.
Fatuo lo miró sin comprender.
—Podría ser un pirata —explicó Verso—, uno que haya naufragado o que haya luchado en una batalla muy lejana y que el mar haya traído…
—Los piratas no son de verdad —le interrumpió Fatuo—. Solo existen en las películas y en los libros.
—Pero este igual sí es de verdad.
—Te digo que no puede ser. Además, los piratas vivían en América, hace mucho tiempo, no aquí.
—¡Ajá! —saltó Verso—. Acabas de reconocer que existieron.
—No he dicho que no existieran, digo que ya solo existen en las películas.
—¿Y qué pasa con este?
—Seguro que no es un pirata.
—Entonces será un marinero normal.
—Tal vez.
Los dos callaron un momento.
—¿Deberíamos avisar a alguien? —preguntó Verso.
Era la misma pregunta que Fatuo, vacilante, llevaba haciéndose desde que habían descubierto el cuerpo. No quería reconocerlo delante de su hermano pequeño, pero no sabía lo que debía hacerse en un caso como ese. Avisar a alguien, suponía, pero ¿a quién? La única que estaba en casa era su abuela, y no quería molestarla. ¿A la policía? Ni tenía teléfono, ni habría sabido qué decir. Y aquel hombre… Ignoraban qué le había pasado, cómo había llegado al arenal. Fatuo tenía el presentimiento de que estaba muerto, pero no quería decírselo a Verso por miedo a su reacción y a sus preguntas. Tampoco sabía qué se hacía con los muertos.
—Acerquémonos un poco —acabó por decir.
Verso asintió y los dos descendieron juntos el último tramo de camino que llevaba a la orilla.
Faltaba poco tiempo para la bajamar y las olas ya no alcanzaban el arenal. El cuerpo se mecía muy suavemente sobre la superficie cristalina. Los niños se descalzaron, apartaron sus zapatos y sus calcetines sobre una roca y pisaron la arena. Dejaron que el agua salada lamiera sus pies con inocencia. Verso ya se había olvidado de los piratas y los marineros y miraba la masa flotante con expresión desconcertada e inquisitiva a un tiempo. Fatuo sentía lo mismo, pero se esforzaba por aparentar determinación.
—Vamos a traerlo a la orilla —sentenció con su voz más grave.
Los dos niños se adentraron en el agua. Llegaron hasta el hombre, lo agarraron por las axilas y tiraron de él hacia la orilla. El cuerpo se dejó llevar con la docilidad con que caen los pétalos secos de una flor.
Tras sacar el cuerpo del agua, los niños se alejaron de él y lo examinaron desde la distancia. Las ropas que vestía estaban enmohecidas y desgarradas. Nada en él conservaba luz. Su piel tenía un color marchito, triste, nauseabundo. De su cabeza, medio enterrada en la arena, tan solo podía verse una mata chorreante de pelo oscuro y dos orejas tumefactas.
Verso recorría con una mirada que aunaba fascinación y repulsión aquel despojo.
Fatuo, por su parte, tuvo que contener un par de arcadas antes de decidirse a hablar.
—¿Quién crees que es?
Verso se encogió de hombros y propuso:
—Démosle la vuelta.
—¡No! —exclamó Fatuo.
—Es la única forma de saber quién es.
—Ya, pero…
Le hería el orgullo ver cómo su hermano menor tomaba la iniciativa mientras él, que era dos años mayor, se quedaba paralizado. Era probable que Verso no se diera cuenta de que estaban frente a un cadáver y que por eso se mostrase tan dispuesto a manosearlo, pero no era excusa. No podía dejar que un infante le diera ejemplo. Haciendo acopio de todo su arrojo, dirigió una mirada cargada de autoridad a su hermano, asintió, tomó al cadáver por un brazo y le dio la vuelta.
Tardaron un rato en reconocer el rostro familiar bajo la hinchazón, los cortes y las algas, pero acabaron por hacerlo. La sorpresa, no la pena, los golpeó primero. Pronto reconocieron, también, su camiseta, sus zapatillas y sus manos. Habrían reconocido más partes de su cuerpo si se hubieran atrevido a tocarlo, pero ambos habían abandonado ya todo arrebato aventurero y se limitaban a mirar con ojos de carnero los párpados ennegrecidos de su tío. Se mantuvieron arrodillados junto a él largo rato, sin separar la vista de su rostro deforme, sin saber qué hacer.
Por mucho que lo intentase, Fatuo era incapaz de asimilar que esa molicie desfigurada fuese la cabeza del hermano de su madre. Estaba acostumbrado a admirar la extrema delgadez de sus rasgos y la prominencia de sus pómulos, especialmente en los últimos tiempos, y no llegaba a entender cómo podía haber engordado tanto desde la última vez que lo había visto.
Verso, menos impresionado, o más inconsciente, comenzó a desviar su atención hacia el resto del cuerpo en busca de heridas de espada o de disparos, pues no le cabía en la cabeza que hubiera causas de muerte distintas de la violencia. Así fue como encontró en los antebrazos de su tío una serie de picaduras que instantáneamente asoció con la mordedura de una serpiente o de una araña venenosa. Ocultó su dictamen, sin embargo. Conocía la escasa simpatía que su hermano sentía por sus fantasías. O, quizá, si calló, fue porque la inyección de realidad que el hallazgo del cadáver había supuesto para su imaginación infantil había provocado que él mismo comenzase a dudar de esa clase de elucubraciones, y que, en el fondo, de alguna manera inaprehensible, supiera que a su tío no lo había matado el veneno de ningún animal.
Transcurrieron largos minutos hasta que los hermanos recuperaron el habla.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Verso.
—No lo sé.
—Tenemos que llevarlo a casa.
—Tú y yo solos no podemos cargar con él.
—Entonces vayamos a casa a avisar a la abuela.
—No podemos hacer eso.
—¿Por qué no?
Fatuo miró a su hermano como si no entendiera nada del mundo ni de la vida, o, mejor dicho, como si él entendiera algo.
—Imagínate cómo se sentirá la abuela si se entera de que el tío está muerto. Seguro que le da un infarto. Y no solo a ella, también al abuelo. Y Mamá, ¿qué? Con lo preocupados que estaban por él. Tú no te enteras, porque eres un niño, pero hablan de él a todas horas, de unos problemas en los que está… estaba metido. ¿Y tú quieres ir a casa y decirles que nos lo hemos encontrado muerto?
Verso se dejó caer de rodillas, apesadumbrado.
—Lo sé, pero… —musitó— él sigue estando muerto, ¿no?
Fatuo estaba tan desorientado como su hermano; intentó disimular profiriendo un
bufido.
—No podemos decírselo a nadie —dijo tras pensárselo un momento—. ¿Me
escuchas? A nadie.
El hermano menor, cabizbajo, no dijo nada.
—Escúchame —insistió Fatuo—. Soy el mayor y digo que lo mejor es guardar esto en secreto. No se lo puedes contar a nadie, y menos aún a Mamá.
Verso lo retó con la mirada. Que su hermano invocase la primogenitura para exigirle obediencia siempre lo envalentonaba.
—Se lo contaré si quiero.
—Jura que no se lo dirás.
—No juro nada.
—Que lo jures te digo.
—Haré lo que me dé la gana.
—Si no lo juras, te parto la cara.
—¡Qué me vas a partir tú!
Fatuo frunció el ceño y cerró los puños, listo para la pelea.
Ya se disponía a lanzarse contra él cuando una ocurrencia chispeó en sus ojos.
—Si no lo juras —siseó—, le contaré a Gestas que te seguiste haciendo pis en la cama hasta el año pasado.
La amenaza cayó sobre Verso como cae el granizo, altanero y homicida, sobre un almendro rebelde que florece antes de tiempo.
No hizo siquiera amago de resistir el chantaje. Devolvió la vista al cadáver que yacía a su lado y consintió con un débil cabeceo.
—Lo juro.
A su capitulación siguió un incómodo silencio.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Verso, titubeante.
Verso, henchido aún por la victoria, se puso en pie y examinó las aguas.
—Lo mejor es que lo dejemos aquí —concluyó—. Esperaremos a que suba la marea y lo empujaremos mar adentro. Así, nadie lo encontrará. Mamá y los abuelos nunca lo sabrán.
Los niños se pasaron las horas siguientes sentados, sin hablar, mirando ora al tío, ora al mar que se iba acercando lentamente.
Cuando las olas empezaron a mordisquear el arenal, supieron que el momento había llegado. Se incorporaron y, tal como lo habían llevado hasta la orilla, condujeron el cuerpo de su tío agua adentro. Sin decir nada, Verso comenzó a llenarle los bolsillos con unas piedrecillas que había recogido mientras esperaban. Pronto dejó de hacer pie y tuvo que soltar el cadáver. Fatuo intentó avanzar con él un poco más, pero el agua de las olas se le metía por la nariz y le hizo desistir. Arrimó el cuerpo a una roca alta que se internaba cual colmillo en la piel clara del océano. Cuando estuvo lo bastante cerca, él mismo se subió a ella y, ayudándose con un palo que había encontrado varado en la orilla, empujó el cadáver más allá de los límites de la piscina natural.
En ese momento escuchó los gruñidos de Verso, que intentaba sin éxito escalar el lateral de la roca. Fatuo soltó el palo y ayudó a su hermano a subir. Juntos, se acercaron al borde resbaladizo de la roca. Desde allí, cogidos de la mano todavía, vieron cómo su tío era zarandeado por la corriente y engullido por las aguas.
—Fatuo —dijo entonces el pequeño—, ¿cómo crees que es el Cielo? El mayor guardó silencio y, tras meditarlo un momento, respondió:
—Como los recuerdos de Papá.
Pelayo Puente Márquez (Oviedo, 1995) es graduado en derecho y en administración y dirección de empresas por la Universidad de Oviedo. Es copresentador del podcast cultural La trinchera, que se emite a través de Uniovi Radio. En la actualidad, compagina el estudio de un máster en propiedad intelectual en la Universidad Carlos III de Madrid con la escritura de cuentos, artículos y versos.
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