Se cumplen doscientos años del pronunciamiento de Cabezas de San Juan: aquél que, acaudillado por el general asturiano Rafael del Riego, rompiera el 1 de enero de 1820 las caenas infames con que el felón Fernando VII había cargado a la España liberal a la que debía el trono, pues se había desangrado en su nombre frente al invasor francés. Se iniciaba así lo que la historia recordará como Trienio Liberal, un período regido por los artículos luminosos y avanzados de la Constitución de Cádiz de 1812 que durará sólo tres años y concluirá, dando paso a una nueva Década Ominosa de ténebre absolutismo, con el fusilamiento del héroe de Tuña. Fusilamiento, éste, que no se perpetrará en vano, pues, como dejaba escrito un siglo más tarde Carmen de Burgos, «la semilla de la libertad que sembró la mano de Riego la vivifica su sangre. Destruyen su cuerpo, pero germina su obra». La Nación —escribirá la esclarecida periodista almeriense— «había de entronizar al caudillo en plazo no lejano y acompañar la marcha de sus descendientes con las notas del Himno de Riego».
Riego viene a ser una especie de pater patriae de la mejor España: aquélla que de distintas maneras mantuvo prendida la llama de la libertad por él encendida y no dejó de cantar sus alabanzas a través de dos siglos. Y desde EL CUADERNO, queremos sumarnos a las conmemoraciones de su figura, y lo iremos haciendo en meses sucesivos a través de distintas aproximaciones. Lo que sigue es la primera de ellas: sendos capítulos (el introductorio y el referido al pronunciamiento en Cabezas de San Juan) del libro que la ya citada Colombine dedicó al héroe liberal, titulado Gloriosa vida y desdichada muerte de Rafael del Riego (un crimen de los Borbones) y publicado en 1931.

Riego, o los albores de la Libertad
/por Carmen de Burgos, Colombine/
Daguerrotipo
Escribir una biografía es como pintar un cuadro. No está aún pintado el cuadro de Rafael del Riego. Necesita sobriedad de colores, ceniza y oro, colores de nubes a la puesta del sol.
Los historiadores no se han tomado el trabajo de colocar los matices bien escogidos en la paleta, para huir de la rutina y de la vulgaridad. Han hecho reproducciones fotográficas de un cromo mal pintado: defecto de que adolece toda la historia de España.
La Revolución francesa había hecho correr por la médula del mundo un rehilo de espanto. La palabra República asustaba a los españoles de tal modo que las mujeres se santiguaban como si evocasen al Malo. República era como una ola roja, una invasión semejante a la que concibe la mente de los niños cuando estudian que llegaron los bárbaros del Norte. Esa imagen que ha herido tantos cerebros; tropel de hombres, luengas barbas, cabelleras hirsutas, adargas punzantes, arrasando a su paso vírgenes, ancianos, niños y juventud.
«Todo menos parecerle a los franceses», exclamaban los españoles. Sus anhelos de libertad no iban más allá de la Constitución del año 12, evangelio cívico, opuesto al absolutismo, que garantizaba los derechos del hombre.
La voz de Rafael del Riego se alzó viril y clara cuando apenas se atrevían a un medroso sisisbeo los descontentos, para defender esos derechos. Con él resonaron en la calle los anhelos de las Logias masónicas y de los hombres que deseaban el triunfo de la Justicia.
Los trazos de la figura de Riego se desdibujaron con la aureola del triunfo primero y con las sombras del vencimiento después.
Es fenómeno digno de estudio esos fáciles entusiasmos que ha sufrido el pueblo español. Hubo en la voz de Riego acento de esas canciones olvidadas, que despiertan recuerdos dormidos. La consciencia de un pueblo libre experimentó su influencia; pero la condición de los siervos, acostumbrados a sentir el poder sádico del látigo, que reduce a la obediencia, se impuso y el alarido de la rutina favoreció al absolutismo.
Es evidente que al triunfar la reacción con los Borbones, se había de calumniar a Riego. Se advierte esto cuando se leen las distintas versiones de los historiadores del siglo XIX. Hay que analizarlas detenidamente y cotejarlas con los escasos datos que se pueden hallar.
No sería difícil en otro país encontrar la documentación de una época tan próxima, pero en España se hace casi imposible. No sólo hemos sido siempre descuidados para conservar el legado espiritual de nuestra Historia, sino que hemos tenido a gala y empeño la destrucción de los libros y documentos más notables.
Los que tienen que bucear en los Archivos y Bibliotecas, mal ordenados y muchos sin catalogar aún, encuentran dificultades insuperables para los trabajos de investigación.
Se ha procurado que no haya ventanales por donde penetre la luz; que no se ilumine lo que ha sucedido entre tinieblas. Se puede comprobar que en la Real Academia de la Historia existe una antigua Real orden del tiempo de Felipe II, descubierta por don Salustiano Olózaga cuando investigaba en el proceso de Antonio Pérez, en la que se mandaba al Consejo de Aragón que hiciese desaparecer cuantos documentos puedan dar luz a la Historia y manda: «que no se imprima nada que toque a la Historia, ni a sucesos dignos de figurar en ella y que se recojan todos los papeles que se tenga noticia de que toquen a esto».
Del mismo modo, a principio del reinado de Isabel II, se mandaron recoger las causas seguidas en el de Fernando VII, que superaban en monstruosidad e injusticia a todas las que se conocen. Se tomó por pretexto el borrar rencillas y rencores y se quemaron públicamente. Los milicianos nacionales, engañados, ayudaron a prestar ese servicio.
Quedaron, a pesar de eso, bastantes pruebas para formar el proceso de Fernando; pero puede juzgarse qué proporciones toma su figura al considerar que sólo una mínima parte de sus maldades ha llegado hasta nosotros.
Las persecuciones religiosas y políticas han hecho frecuentes las quemas de papeles y libros en España. Esa hoguera que hace el cura, con los libros de Don Quijote, es reflejo fiel de la costumbre. Pero Cervantes hace un espurgo, que no habían imitado inquisidores y gobernantes.
La hoguera destruyó en España las famosas Bibliotecas árabes de Córdoba y de Almería, con sus miles de volúmenes; y lo mismo acabaron los tesoros de la literatura hebrea.
Aterra el relato de los preciosos libros con manecillas de oro y perlas, admirablemente encuadernados, con curiosas pinturas y letras encarnadas y azules, que morían lamidos por las llamas de las fogaradas del Santo Oficio.
Y así desaparecieron los manuscritos de Villena, de Lulio y de tantos sabios; así se acabaron los libros de Caballerías; así se arruinó el tesoro del saber acumulado para la posteridad: Libros de poesía, cuentos, anécdotas, historia, medicina, filosofía, astronomía… Parece que se oyen gemir al evocarlos. Es peor quemar esos libros que matar hombres. Esos libros representaban el alma humana en su conquista de la sabiduría al través de los siglos. Se ha quemado el alma de la humanidad. El sistema se sigue empleando.
El mismo Olózaga, que había logrado reunir documentos interesantes del tiempo de Fernando VII, los vió destruídos en un incendio misterioso de su habitación, el año 1844, del que no se salvó ni un solo papel.
Se puede asegurar que las llamas de las hogueras han significado un atraso para la civilización del mundo. Es difícil, en estas condiciones, tener una Historia imparcial y verídica. La labor de los biógrafos se dificulta extraordinariamente, condenados a caminar a ciegas, de deducción en deducción, con la esperanza de que el acaso les proporcione algo en que fundamentar sus teorías; fijar la figura del biografiado y deshacer errores y falsedades.
A falta de datos la fantasía crea una figura, de acuerdo con su deseo, o se contenta con aceptar las versiones ya cristalizadas, sin buscar nuevas facetas.
En la biografía de Riego tengo que luchar con las ideas que yo misma había preconcebido, para buscar la verdad entre los papeles y datos nuevos que he logrado encontrar.
Para mi fantasía el general Riego no es un militar. Es un caballero andante que tomó a su cargo más altas empresas que la de hacer confesar que su dama era la más bella mujer del mundo o la de defender un «Paso de Armas».
La figura de Riego, montado en su caballo blanco, seguido de su leal perro de aguas, blanco también, deja en el alma una sensación de blancura, pese a la rojez de la sangre derramada, sobre el fondo negro y tétrico de la España de Fernando de Borbón.
En su vida íntima, Riego era afortunado y nada hubiera faltado a su felicidad de no poseer una consciencia exacta de sus deberes de patriota, una idea justa de la Libertad, a la que amaba con esa pasión lógica de los que llegan a conocer el Bien y ya no pueden obrar contra él. Su alma sentía el dolor de los oprimidos, de los vejados, de los tristes, de los miserables; no podía resignarse a llevar armas para emplearlas en el servicio de la tiranía.
Observando la vida de Riego se ve que procede siempre del modo más justo y generoso, casi sin proponérselo, por imperativos de su temperamento noble.
Es demasiado breve la vida pública de Riego; sólo abarca tres años. Sorprende que quepa en ellos tanta intensidad, para quedar grabados de un modo decisivo en los derroteros de nuestra evolución. Asusta pensar que un hombre elevado por el fervor popular a la mayor idolatría, pudiera caer, tan de repente, y trocarse en objeto de odio; sin que existiera una sola causa que lo justifique; sin una acción oscura, sin un acto desleal, sin traicionar jamás sus ideales.
Cuando se contempla la caída de un héroe, por grande que sea, después de haber cometido una equivocación o de vacilar en sus convicciones, hay cierta conformidad con su destino, que no puede tenerse ante el martirio de este hombre de alma ingenua y fiel.
Todo fue breve en su vida: su matrimonio, su elevación y su vencimiento y, sin embargo, está iluminada por una luz tan intensa que imita el paso fugaz del aerolito, dejando en donde cae su piedra indestructible.
Lo más lamentable es la vesania de algunos historiadores de su tiempo, de los que creyó sus amigos, tornadizos por la envidia o el interés.
Dice Alcalá Galiano al hablar de la revolución contra el absolutismo: «Entre los comprometidos estaba el primer comandante de Asturias don Rafael del Riego, hasta entonces personaje de escasa nota, que en su mocedad sólo se había dado a conocer por su valor y fidelidad, en seguir, después de la derrota de Espinosa, al general Acebedo, a quien todos habían abandonado».
Y después de parecerle poco al historiador que un joven militar se distinga en su profesión sólo por el valor y la fidelidad, añade:
«Tenía Riego alguna instrucción aunque corta y superficial; no muy agudo ingenio, ni sano discurso; condición arrebatada; valor impetuoso, aunque escasa fortaleza, y sed de gloria que, consumiéndole, buscaba satisfacerse ya en hechos de noble arrojo o de generoso desprendimiento, ya en puerilidades de una vanidad indecible».
El examen sereno y documentado de la vida de Riego, se encargará de desmentir estas opiniones erróneas de Alcalá Galiano, cuyo mismo testimonio veremos en contraposición con ellas; pero es lastimoso cómo han extraviado a los historiadores que, con poco deseo de investigación, lo han seguido demasiado ligeramente sin ver la inexactitud y la enemistad manifiestas.
Según el anterior retrato, Riego aparece como un soldado de fortuna, un militarote de los que se llamaban entonces de cuchara, cuando era todo lo contrario. Don Francisco Pi y Margall nos da datos sobre esto.
«Riego —dice— nació de familia noble, su padre era administrador de Correos de Oviedo y en su Universidad cursó don Rafael algunos años, hasta acabar su carrera literaria.»
«En la desgraciada derrota de Espinosa —añade— fue herido el general Acebedo y durante la dispersión abandonado por los suyos. No queriendo don Rafael seguir tan ruin ejemplo, cayó en manos de los enemigos y fue conducido prisionero a Francia. Allí permaneció hasta la paz, habiendo aprovechado lo mejor posible aquellos años de desgracia. Sumamente aplicado y estudioso, aprendió el francés, el italiano y el inglés y se dedicó a varios ramos de instrucción, incluso el arte de la guerra.»
Yo puedo añadir a estos datos el que la familia de Riego se distinguía por su cultura; su padre era poeta y sus tíos y sus hermanos escritores.
Durante su permanencia en el extranjero, no sólo estudió y aprendió idiomas, sino que viajó por los países más adelantados, como Alemania e Inglaterra. Su correspondencia íntima con su mujer está escrita en inglés, idioma que ella poseía a la perfección. Se puede asegurar rotundamente que la cultura de Riego era muy superior a la que alcanzaban la mayoría de los más ilustrados de su época.
Tal vez no daba toda la sensación de ella por su carácter impetuoso y sencillo. «Su palabra era fácil —dice Olózaga—, más acaso de lo que necesitaban su inteligencia y su instrucción para no incurrir en frecuentes repeticiones. Pero este es el defecto que más fácilmente perdona la muchedumbre, hasta que descubre por los hechos si es pobreza de espíritu la que lo origina».
Tachar de vanidoso a Rafael del Riego es injusto. En Riego no hubo ambición de ninguna clase; su vida estuvo toda llena de generosidad y desinterés. No fue un mero oficial o un general sin gloria; ocupó los más altos cargos de la Nación: Mariscal del Campo, Capitán General de Aragón y Presidente de las Cortes, pero lo sacrificó todo a sus ideas.
No hay en su actuación sombra de vanidad ni deseo de medro. En toda su vida Riego se condujo como poeta. Él escribió estrofas con la espada y realizó con sus hechos la última epopeya de los tiempos románticos.
Pero hasta su tipo físico llegó falseado a la posteridad. Ese hombre ternejal y jacarandoso, con algo de «Niño de Écija», que aparece en la mayoría de los grabados, no es la verdadera imagen de Riego; tal como la vemos en ese auténtico retrato al óleo, que conserva la familia y en el que se admiran, sobre sus facciones nobles y reposadas, el reflejo de un valor sereno y firme, de una profunda convicción y de un espíritu dulcemente equilibrado.
Don Salustiano Olózaga nos ha dejado una descripción que coincide maravillosamente con este retrato:
«Contribuían a ganarle las voluntades del pueblo —escribe— su figura, que era agradable; su mirada, que era simpática y tan expresiva, que parecía descubrir más de lo que acaso había en el fondo de su alma; su porte, que era sencillo; su trato, comunicativo y franco, y sobre todo su abnegación y su modestia, que tan bien sientan a un general, que había llegado a la más alta posición política y militar, cuando apenas contaba treinta y seis años de edad.»
Abordo el escribir esta biografía con el deseo de que se conozca bien a Riego. Hay algo que nos manda y nos obliga a los escritores a decir la verdad de lo que creemos y pensamos, cuando la casualidad pone a nuestro alcance piezas de convinción para incentar la vindicación justa.
Es algo que impulsa, que posee el pensamiento y mueve la mano, como si el espíritu no se resignase a las imputaciones que no dejan ver su luminosidad. En estos casos el escritor no es más que el mandatario del muerto que se le revela y que lo guía en su búsqueda.
Es como un imperativo que incita a continuar su obra, a que el pueblo lo conozca bien para que germinen en él su alto ejemplo, de nunca desmentida dignidad, y su gran virtud cívica y privada.
Hay que estar atentos a las lecciones que nos da la Historia y ver cómo se repiten los mismos hechos, de igual manera que germinan las malas hierbas en el campo mejor abonado si no se destruye la simiente. Es necesario arrancar de raíz los lirios rojos transportados de Francia.

Albores de la Libertad
Sin tener en cuenta la desdichada situación en que se encontraba España se le ocurrió al Gobierno enviar tropas a América para evitar por la fuerza la emancipación de las que eran entonces nuestras provincias de Ultramar.
Fue Cádiz el lugar designado para el embarque de nuestras tropas y esto hizo que se reunieran allí los más ardientes liberales españoles: Antonio Quiroga, Evaristo San Miguel, Antonio Alcalá Galiano, ArcoAgüero, Javier Istúriz y Juan Alvarez Mendizábal, que era entonces dependiente de una casa de comercio.
Todos ellos veían con indignación el estado de España y la conducta del Rey. En casa de Javier Istúriz funcionaba la Logia masónica «Soberano Capítulo» y se fundó la llamada «Taller Sublime».
Hay que reconocer a la masonería española, que tuvo su cuna en Granada, el honor de haber velado por la libertad y la justicia en esta época desdichada.
Los revolucionarios creían contar con el conde de La Bisbal, don Enrique O’Donnell, que era el jefe de las tropas expedicionarias, pero hombre de conducta tan equívoca que ya, en una ocasión, había enviado a uno de sus ayudantes con dos felicitaciones para el Monarca, y orden de entregarle la que fuese oportuna; según se hubiera declarado constitucional o absolutista.
La opinión estaba con los revolucionarios. Los soldados que llegaban de América heridos, enfermos y extenuados, contaban penalidades y sufrimientos rayanos en el martirio, e impresionaban con su ejemplo y sus relatos a los que debían partir.
Las mujeres, a falta de amor a la Libertad, que desconocían, experimentaban los dolores de su egoísta amor materno, para incitar a la rebeldía. 30.000 soldados de Infantería y 1.500 de Caballería, que esperaban la orden de embarcar, se insurreccionaron, entre los gemidos de los enfermos y moribundos. Cádiz sufría el azote de la terrible fiebre amarilla y los soldados se negaban a ir en busca de una muerte segura para defender una causa innoble.
La voz de los rebeldes encontró un eco simpático en toda la Península, deseosa de que cesase el río de sangre joven y de oro español que se consumía en América. Pero de La Bisbal y Sarsfield, los dos traidores, hicieron salir de Cádiz a los jefes de la guarnición y los enviavan al Puerto de Santa María. Una vez roto con este ardid el contacto entre los conjurados, hicieron comparecer ante ellos, en el Palmar, a los jefes de la conspiración, Arco-Agüero, Quiroga, O’Daly y Roten, a los que redujeron a prisión.
El desaliento y el miedo dominaron en Cádiz. Ya parecía todo perdido, pero los liberales no cejaron en su empeño: Alcalá Graliano renunció a su empleo en la Embajada del Brasil y en lugar de seguir su camino hacia este país, se volvió desde Gibraltar, para contribuir al alzamiento.
Mantenían los conjurados vivo el espíritu de rebeldía, y hacían circular clandestinamente manifiestos y proclamas, tales como la escrita por Alvaro Mórez Estrada, dirigida al Rey, y en la que le señalaba los males que afligían a la Nación.
Pensaron los revolucionarios en don Juan O’Donojú para que se pusiera al frente del movimiento, pero éste se negó a secundarlos. Entonces, por votación verificada en las Logias, resultó elegido el coronel don Antonio Quiroga. La mayoría del Ejército era masón. Gracias a eso la prisión de Quiroga no era severa y podía reunirse con sus compañeros en esa pequeña cueva de Alcalá de las Gazules, donde un puñado de hombres organizaba la manera de acabar con el despotismo borbónico.
La imaginación ve a esos hombres escapando entre el silencio y la oscuridad de las apacibles noches andaluzas, para internarse en el campo, donde, como los primitivos héroes de la Reconquista, celebraban sus reuniones en el seno de la montaña, para hacer revivir un país tan esquilmado y sin espíritu como iba siendo el nuestro.
Hasta el aire que respiraban estaba envenenado por la terrible fiebre amarilla, que desolaba los pueblos andaluces y hacía estragos en el Ejército.
Riego estaba entre los oficiales revolucionarios y ya debía ser sospechoso al Gobierno, porque encuentro entre sus papeles un Real despacho, refrendado por don José María Alós, con fecha 29 de Diciembre de 1819, dado en una forma extraña.
Después de la larga lista de títulos reales, que copio porque acabada ya la Monarquía en España, resulta curioso ver abrirse esta cola de pavo real:
«Don Fernando, por la gracia de Dios (nada de Constitución, que se les ha indigestado siempre a los Borbones), Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas de Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas de Tierra Firme, el Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante y de Milán, Conde de Abespurg, Flandes, Tirol y Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina, &., &.
Por cuanto atendiendo a los servicios y méritos de Vos, el Teniente Coronel don Rafael del Riego, Capitán supernumerario del batallón expedicionario del regimiento de Infantería de Valencia, he venido en elegiros y nombraros segundo Comandante del batallón de Asturias, también expedicionario, vacante por separación de don Evaristo San Miguel, en consecuencia, de lo resuelto en treinta de Julio último; sin que disfrutéis en ese empleo del sueldo que os corresponde, no obstante lo que a continuación se expresa, hasta el día en que os embarquéis para América, y debiendo quedar nulo este despacho si así no lo verificáis.»
Era poco a propósito para el disimulo el carácter franco, noble e impetuoso de Rafael del Riego, para no despertar la desconfianza y el recelo de los absolutistas.
Todo parecía ya deshecho, dominada la conspiración y vencidos los conspiradores. El Eey acababa de poner un digno colofón a la conducta de Sarsfield y de La Bisbal, castigando a éste con separarlo del mando de las tropas expedicionarias, al mismo tiempo que premiaba la’traición que había cometido contra sus hermanos de armas, concediéndole la Gran Cruz de Carlos III.
Y todo hubiera estado perdido, en efecto, sin el arrojo y la valentía de Rafael del Riego, que no trataba, como han dicho villanamente algunos, de evitar los riesgos y sufrimientos de la travesía y de la guerra en América; cosas lejanas e hipotéticas, mientras el peligro a que se exponía con su rebelión era próximo y terrible.
Fue su voz sola, aislada, sin coro que la reforzase, sin otra voz que le respondiese, la que dio el grito de Libertad, que rompió el desolado y medroso silencio que envolvía a España. Grito acerado y cortante que rajó el sudario que envolvía la Nación. Grito con que alboreó la Libertad de España en el naciente 1820, que comenzaba ese día.
Estaban, a causa de la epidemia, acantonadas las tropas expedicionarias en diversos lugares, como San Juan de Arcos, Villamartín, Alcalá de los Gazules y Cabezas de San Juan. Había de ser este pequeño lugarcillo de escaso vecindario, situado en el límite de las provincias de Cádiz y Sevilla, el que debía quedar inmortalizado en nuestra Historia.
Fue destinado Riego a Cabezas de San Juan, desde Bornos y entró jinete en su caballo blanco con su perro de aguas al lado. Al ver a los reclutas recién llegados al cuerpo, que estaban haciendo la instrucción militar, se detuvo y les dijo:
«—Soldados, sois jóvenes y os veo con disposición para el manejo de las armas: aplicaos al ejercicio de ellas, tened amor y confianza en vuestros oficiales y os conduciremos a la inmortalidad.»
Los soldados respondieron con entusiasmo y todos creyeron que la arenga no tenía más fin que prepararlos a la guerra.
Desde el primer momento se ganó Riego la simpatía de soldados y oficiales. Les hablaba en términos francos y dulces y hacía que los últimos lo acompañasen a la mesa todos los días, con el pretexto de que se encontraba débil y enfermo, y le hacían un favor.
Así estableció Riego confianza, gracias a la familiaridad que reinaba en las sobremesas, con sus oficiales y logró hábilmente conocerlos y saber con los que podía contar.
Pero su mayor táctica era atraerse a los soldados: premiaba a los que se distinguían en los ejercicios, practicó simulacros con ellos, les dio banquetes, y encontró medio de vestirlos, pues aún estaban con las ropas que habían llevado de sus casas. Las tropas lo adoraban y mantenían mejor la disciplina por amor al jefe.
Dice Rabadán que paseando un día por un sitio solitario, Riego dijo:
«—Mis oficiales están tristes, ¿cuál es la causa? ¿Es acaso por la prisión de sus antiguos jefes o por la pérdida de sus veteranos licenciados? Habladme con franqueza, pues quiero tener parte en los sentimientos de mis amigos.»
Entonces le confesaron su disgusto por el proceder traidor de La Bisval, y Riego les confió sus planes, encareciéndoles que la discreción era la base de las grandes empresas.
Todos cantaron a coro la célebre composición:
¡No templéis más las cuerdas de oro,
ninfas de Iberia, llorad, llorad!
Perdí mi bien y me tesoro,
y mi adorada libertad.
Compañeros, nos expatrían;
¡Qué dolor! ¡Qué dolor!» etc.
La mañana del 1.° de Enero, cuenta Rabadán que entraron en la habitación de Riego él y su compañero, el capitán don Carlos Hoyos, y hallaron al caudillo sentado en una silla, con el codo apoyado sobre la mesa y descansando la cabeza en la mano.
Al verlos entrar se levantó Riego. Estaba tan pálido que Rabadán, le dijo:
«—Me parece, mi Comandante, que ha dormido usted poquísimo esta noche, su salud se halla muy decaída; bueno sería, puesto que usted la ha pasado toda trabajando, que ahora se recogiese a descansar, siquiera un par de horas. Hágalo usted así, mi Comandante, pues su salud nos es necesaria en estos momentos.»
Riego les puso la mano en el hombro y contestó:
«—Quédese el descanso para los que, adormecidos en ignominioso letargo, han perdido toda idea de libertad: ríndase al sueño Fernando el déspota, y ríndanse también con él todos sus viles agentes que hoy oprimen nuestro suelo desgraciado, que yo, entre tanto, velaré, y arrostrando todo género de peligros e incomodidades, no descansaré hasta que logremos quebrantar el afrentoso yugo que tiene oprimido el noble cuello de nuestra amada patria, ¡y ojalá que nuestro esfuerzo haga despertar de su letargo hasta a las naciones más remotas del globo! Sí, mis amigos, entonces bajaré sin pesar a descansar en el sepulcro.»
Los dos oficiales lo abrazaron llenos de entusiasmo y él preguntó:
«—¿Cómo se halla la tropa? ¿Están las armas corrientes? ¿Le falta, calzado a alguno de los soldados? ¿Es bueno el rancho y abundante?»
Satisfecho de las contestaciones Riego, añadió:
«—Amigos, me figuro que ustedes no se habrán aún desayunado; y voy a darles un desayuno que no es dado a nadie gustar más que a los valientes que, como ustedes, amando la gloria y la libertad, están dispuestos a sacrificarse por tan dignos ídolos.»
Entonces les entregó el bando y la proclama, que había escrito y que ellos leyeron con ansia y precipitación, tan emocionados, que no podían hablar.
«—Parece que les sentó a ustedes bien el desayuno —dijo Riego con placentera sonrisa—, según lo contentos qua los veo.»
Los dos jóvenes exclamaron llenos de exaltación:
«—A Madrid derechos, cortemos la cabeza del infame déspota y no tardemos en hacer libres a nuestros conciudadanos.»
Riego, sin borrar su dulce sonrisa, respondió con calma:
«—Los jóvenes, entusiasmados por la Libertad, si tuvieran en sus primeros impulsos la facultad de obrar, darían a las Naciones, por fruto de sus esfuerzos, arroyos de sangre, enlutarían familias enteras y, en vez de alivio aumentarían, sin duda, las miserias de su Patria… Yo, aunque joven, cuento más años que ustedes. Conozco el precio de la libertad, pero no olvido el de la sangre humana. El sagrado fuego patrio que anima mi pecho es grande; puedo asegurar a ustedes que si el sacudimiento del vergonzoso yugo que sufrimos consistiera en sacrificarme yo solo, ya podrían inventar torturas todos los inquisidores para martirizar y oprimir mis miembros; yo sufriría todos los tormentos con constancia, yo rendiría gustoso mi vida en ellos, si eso fuera bastante para alcanzar la libertad de mi Patria. Todo es poco sacrificio para ella; a la Patria se le debe todo. Sin embargo, amigos míos, no sirva la exaltación para hacer locuras: saquemos mejor fruto de ella. A nosotros sólo nos toca reponer a la Nación en sus antiguos derechos; y tan sólo con ese objeto debemos usar de la fuerza que tenemos en las manos. De otro modo no mereceríamos el título de hombres libres, poraue habríamos dejado de ser virtuosos. Cuando la Nación, ya libre, pueda reunirse en sus Cortes Generales, entonces ella pronunciará, cual soberana, si Fernando merece ser perdonado y sentarse sobre el trono constitucional que vamos a levantar o si debe ser deshonorado. Sí, amigos, obrando por nuestra parte de esta suerte, haremos ver al mundo entero que no somos una facción de ambiciosos ni una horda de rebeldes traidores. Los hombres de todas las Naciones, de todas las religiones, de todos los colores, verán que la justicia preside nuestra marcha; y los pueblos todos, lejos de recriminar nuestro arrojado alzamiento, nos colmarán de sus bendiciones. Templemos, pues, el ardor juvenil y preparémonos para grandes sacrificios»
Acto seguido, salieron a la calle las compañías de granaderos y cazadores; la segunda circunvaló el pueblo, y la primera se mantuvo de gran guardia.
Un poco antes de las nueve, los comandantes de las demás compañías, don José Rabadán, don José Olay Valdés y don Vicente Causa, pasaron de nuevo al domicilio de Riego, que estaba en compañía de los oficiales don Fernando Miranda, don Luis de Castro, don Baltasar Balcárcel y don José Sierra. El caudillo, cuya calma y sangre fría eran admirables, les entregó a cada uno un ejemplar de su proclama y mandó llamar a los vecinos don Antonio Zulueta Beato y don Diego Zulueta, el menor. Todas las órdenes de Riego se ejecutaban apenas eran pronunciadas, con todo el respeto y amor que había sabido despertar.
Cuando estuvieron reunidos Riego dio unos paseos por la sala y con tono lleno de energía y confianza, dijo:
«—El pueblo español principia desde este momento a recobrar los sagrados derechos que un rey absoluto, el ingrato Fernando, le tiene usurpados desde el año 14. La Nación toda se va a ver de nuevo representada en sus Cortes soberanas; y mi esfuerzo principal es en este instante ayudarla, quebrantando los ignominiosos hierros que en estos seis últimos años tan injustamente la oprimían. En este concepto vuelven ustedes desde este momento a ejercer el paternal cargo de alcaldes constitucionales de esta villa, que entonces desempeñaban, y en cuya posesión los pondré por ante el escribano del cabildo; que los habitantes del pueblo observen el bando que vamos a dar.»
Hecho esto, Riego salió de su casa acompañado de Miranda, y se dirigió a la Plaza, donde estaba formada en batalla la tropa, con los sargentos y cabos en sus puestos, y al frente el ayudante Balcárcel.
Era un día espléndido de invierno, en que un sol glorioso iluminaba el cielo andaluz. Los pacíficos habitantes del pueblo salían del templo y se congregaban en la Plaza.
Rabadán describe así la llegada de Riego:
«El semblante del virtuoso caudillo estaba tan sereno como el día que nos alumbraba. La mata de cabellos blancos que adornaba su abierta frente, sus ojos vivos y penetrantes, su color pálido, su rostro descarnado, su estatura erguida y elevada y todo su aire militar formaban un conjunto tan favorable a su persona, que su presencia inspiraba en todos sentimientos de amor, respeto y confianza. Vimosle venir hacia la Plaza, con un paso marcial y mesurado, conversando con Miranda; y eran las nueve en punto cuando se presentó delante del Batallón. Tenía puesta una levita gris; ün sable corvo de vaina de acero pendía de un cinturón de tirantes blancos acharolados; y llevaba el bastón de caña asido de la diestra mano. Los soldados, que le aguardaban impacientes, al verlo llegar no podían contenerse de gozo en formación, y lo miraban de hito en hito, procurando descubrir lo que decían sus ojos: Todos los teníamos fijos en él; y hasta procurábamos no resollar, para no perder la menor palabra que saliese de sus labios. El caudillo nos miró a todos y a todos nos saludó. Colgó después su caña de un botón de su levita; desenvainó el sable he hizo con él seña al tambor de órdenes, para que tocase llamada de oficiales; y todos volamos a nuestros respectivos puestos, desnudando las espadas. En seguida hizo salir el piquete en busca de la bandera. Llegó esta sagrada insignia, y después de recibida con los honores de ordenanza, mandó dascansar sobre las armas.»
He aquí la proclama que pronunció Riego, al frente de banderas, con la solemnidad de quien habla para que lo escuche el porvenir:
«Soldados, mi amor hacia vosotros es grande. Por lo mismo yo no podía consentir, como jefe vuestro, que se os alejase de vuestra patria, en unos buques podridos, para llevaros a hacer una guerra injusta al nuevo mundo; ni que se os compiliese a abandonar vuestros padres y hermanos, dejándolos sumidos en la miseria y opresión. Vosotros debéis a aquéllos la vida, y, por tanto, es de vuestra obligación y agradecimiento el prolongársela, sosteniéndolos en la ancianidad; y aun también, si fuese necesario, el sacrificar las vuestras, para romperles las cadenas que los tienen oprimidos desde el año 14. Un rey absoluto, a su antojo y albeldrío, les impone contribuciones y gabelas que no pueden soportar; los veja, los oprime, y por último, como colmo de sus desgracias, os arrebata a vosotros, sus caros hijos, para sacrificaros a su orgullo y ambición. Sí, a vosotros os arrebatan del paterno seno, para que en lejanos y opuestos climas vayáis a sostener una guerra inútil, que podría fácilmente terminarse con sólo reintegrar en sus derechos a la Nación española. La Constitución) sí, la Constitución, basta para apaciguar a nuestros hermanos de América.» Luego, dirigiéndose a los oficiales, y al pueblo, continuó: «España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El Rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución; la Constitución, pacto entre el Monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda Nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz entre sangre y sufrimiento. Mas el Rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el Rey jure y respete esa Constitución de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles, de todos los españoles, desde el Rey al último labrador.»
Al acabar estas palabras levantó el sable y vibran do su punta hacia los cielos, prorrumpió con un tono más elevado y decidido: «Sí, sí, soldados, la Constitución. ¡Viva la Constitución!»
El pueblo respondió electrizado a las palabras de Riego. El medio de transmitir la emoción consiste en sentirla. Las tropas y los sencillos habitantes de Cabezas de San Juan vitorearon con entusiasmo la Libertad, a la Constitución y a su comandante don Rafael del Riego.
Mostróse Riego entonces gran político. Lo primero en que pensó fue en asegurar el triunfo conseguido y obrar con rapidez para aprovechar las ventajas de la sorpresa.
He aquí el bando, publicado por Riego ese célebre día:
«Don Rafael del Riego, Teniente Coronel de Infantería, Comandante del Segundo Batallón de Asturias, y de las armas de esta villa.—Hago saber a todos sus habitantes, que por convenir imperiosamente al mejor servicio de la Nación, ninguna persona de cuantas la componen salga de ella en todo este día, ni a pie ni a caballo, bajo la pena de ser pasado por las armas el que contraviniese, de cualquiera estado o condición que fuere; para lo que he mandado establecer un cordón en su circunferencia; cuyo comandante hará ejecutar este castigo, con el que inflingiere esta providencia (lo que no espero).— A igual pena condeno al que directa o indirectamente se opusiere a las medidas, que por superior disposición voy a tomar, y no contribuyese con todos los medios que los alcaldes constitucionales D. Antonio Zulueta y Beato y D. Diego Zulueta el menor (que he nombrado con las amplias facultades que tengo para constituirlos en el paternal cargo que les confiere la sabia Constitución Española, la cual desde este momento vuelve a legir en toda su fuerza y vigor en toda la Nación Española), les puedan exigir o exijan, para el mejor éxito de la empresa, que de concierto con todo el Ejército destinado a Ultramar, y la mayor parte de los pueblos de esta provincia, y demás de la Península, da principio en esta hora.— Persuadido de que todos los dignos y pacíficos habitantes de este pueblo, conocerán el origen y objeto de estas operaciones, que no deben ser seguidas sino de los mejores resultados, no temo remotamente verme en la necesidad de usar de la fuerza que mando, la cual toda está decidida a sostenerme a todo trance; ni tampoco tener quo derramar una sangre inocente, quizás víctima de la más detestable y maliciosa ignorancia, que arrancaría de mi sensible corazón las más amargas lágrimas de dolor y desconsuelo.—Para que llegue a noticia de todos, y ninguno pueda alegar ignorancia, se publicará solemnemente en la forma acostumbrada, y se fijará en los mismos términos.—Dado en el primer cantón constitucional del Ejército Nacional, y Español patriótico, a 1.° de Enero de 1820.
RAFAEL DEL RIEGO.»
Inmediatamente, antes de que se supiera la noticia y diera lugar a la defensa, Riego se puso en marcha con el pequeño ejército de que disponía en dirección a la ciudad de Arcos. Riego ordenó silencio, y observado éste con la mayor disciplina, adelantaron con precaución porque estaba acantonada en la próxima villa de Lebrija la segunda división, mandada por el brigadier Michelena.
El camino fue difícil y penoso, más de siete leguas por medio de barrizales y dehesas inundadas, cayendo y levantándose, hasta llegar de madrugada al cortijo del Peral.
La mayoría de los soldados habían perdido sus zapatos, pero todos se agrupaban alrededor del Héroe dispuestos a obedecerlo.
En ese cortijo, cercano a Arcos, se reunió Riego con don José Carabelos, don Manuel Bustillos y don Juan Pinto, oficiales del batallón de Guías, que conocían las entradas de la ciudad y los alojamientos de los generales.
Pero no llegaba el batallón de Sevilla, lo que los tenía muy inquietos, y Riego se decidió a obrar solo.
«—Amigos—dijo—ya llegó el momento de no pararse en obstáculos: de retroceder, nos precipitamos en la hoguera; y de avanzar, nos exponemos a un naufragio; de éste podríamos quizás salir en tablas; mas aquélla nos convertirá en cenizas. Huyendo es vergonzosa la muerte. El despreciarla acometiendo es propio de nuestro primer impulso; y aunque llegue a alcanzarnos no hará más que inmortalizar nuestros nombres.»
Resuelto a llevar a cabo su plan, se encaminó a la cabeza de cinco compañías, hacia Villamartín, sorprendió la avanzada, que se hallaba a la entrada de Arcos, y penetró en la ciudad.
De antemano, había destacado desde el olivar cercano al capitán don Miguel Pérez con orden de apoderarse del conde de Calderón; a don Fernando Miranda para prender a don Blas Fournas, y a don Baltasar Balcárcel para aprisionar al general don Estanislao Salvador.
Estos estaban ya cumplimentando las órdenes, cuando llegó Eiego. Su sola presencia bastó para conseguir el triunfo.
El puñado de hombres a su mando hizo prisionero al general en jefe y al Estayo Mayor del Ejército de Fernando.
Hay entre los papeles de Riego un documento que me hace pensar que cayeron en sus manos los pliegos que, con órdenes e instrucciones, había despachado en aquellos días el Gobierno de Madrid. Por este curioso documento se ve lo que era el correo en este tiempo.
Casi borrado, lo escrito al anverso, aún se lee el testimonio de haber pasado el día 2 por Oria y Venta Quesada; el 3 por Andújar, y el 4 por Ecija. Dice así:
«Don Francisco Bernardo de Lemos, Oficial mayor del Parte de Corte, y Administrador principal de Correos y Postas.»
«Vaya un Postillón de Posta en Posta: Llevando este oficio a Cádiz con los pliegos del Real Servicio para el Comandante General de la Escuadra expedicionaria de Ultramar, D. Francisco Maizelle. Uno al Capitán G-eneral del Departamento de Marina de Cádiz en la Isla de León, uno al Capitán General de Andalucía, General en Jefe del Ejército expedicionario de Ultramar, Conde de Calderón Arcos de la Frontera. Uno al Mariscal de Campo D. Nazario Eguía, Comandante General del Cordón de Sanidad en Aranjuez.»
«El día y hora en que lo entregare tomará recibo, en la forma acostumbrada. Ordena el Rey a los Capitanes Generales, Comandantes, Gobernadores, Intendentes, Corregidores y demás Justicias, Ministros o personas de sus dominios a quienes tocare, no le pongan embarazo alguno en su viaje, antes bien le den todo el favor y ayuda que necesitare; que así es la voluntad de Su Majestad. Dado en Madrid, hoy primero de Enero de 1820. Sale a media noche.»
Después de la victoria, Riego vio aumentado su ejército con las tropas del cuartel general, y con el batallón de Sevilla, que llegó de Villamartín. Con este pequeño ejército se dirigió el Héroe hacia Cádiz, creyendo encontrar ya triunfante a don Antonio Quiroga.
Durante el viaje, Riego proclamó la Constitución en Jerez de la Frontera, donde se le unieron López Baños con sus artilleros y el batallón de Canarias.
Por desgracia había fracasado Quirós en su intento de apoderarse de Cádiz, y muchos de los comprometidos en la conjuración no cumplían la palabra de unirse a ellos.
Riego logró entrar en San Fernando en la noche del 5 al 6 de Enero, encontrándose con esto juntas todas las fuerzas constitucionales, que tenían enfrente un enemigo importante en Fernández de Córdoba, el cual comenzaba ya a dar muestras de su genio militar.
Estaban en San Fernando la mayoría de los jefes que se habían fugado del Palmar: el brigadier O’Daly, el comandante Arco-Agüero y los hermanos Santos y Evaristo San Miguel, con López Baños, Riego, Quiroga, Juan Alvarez Mendizábal y Antonio Alcalá Graliano. Los dos últimos escribían proclamas y manifiestos tratando de disimular la inquietud y la impaciencia que los consumía, con arrogancia de triunfadores.
Tenían motivo para ello. Iban pasando los días sin conseguir nada. Sólo habían logrado apoderarse del Arsenal de la Carraca, el día 12 de Enero, pero esto no era de resultados prácticos, pues sólo se incautaron del navio San Julián y unos cuantos efectos que sirvieran para atender a sus necesidades más urgentes; pero todas las tentativas para posesionarse de la Cortadura y llegar a Cádiz, les resultaban inútiles.
Hallábanse próximos a ser cercados por las tropas de Freiré lo que los colocaría en situación comprometida. Para no dejar que se malograse su empresa era preciso hacer ruido, que su voz resonara en toda la Península, en una activa propaganda. Esta peligrosa misión le fue confiada a Rafael del Riego.
Carmen de Burgos fue periodista, escritora, traductora, pedagoga y activista. Firmaba bajo el pseudónimo de Colombine. Escribió cientos de artículos en periódicos madrileños como El Globo, Diario Universal, La Revista Universal, La Correspondencia de España y ABC entre otros, siendo la primera corresponsal de guerra en España. También escribió para otras publicaciones como Tribuna Pedagógica o La Educación. Fue redactora de El Heraldo y El Nuevo Mundo de Madrid. Implicada en la causa republicana, luchó por los derechos de las mujeres y los niños, la oposición a la pena de muerte, el divorcio y el sufragio universal. Toda esta lucha social quedó reflejada en sus escritos. Publicó más de cincuenta historias cortas, muchas publicadas por entregas en El Cuento Semanal. Las más destacadas son El tesoro del Castillo (1907), Senderos de vida (1908), El hombre negro (1916), La mejor film (1918), Los negociantes de la Puerta del Sol (1919), El «Misericordia» (1927) o Cuando la ley lo manda (1932). También publicó diversas novelas, tales como La hora del amor (1916), La rampa (1917), Los espirituados (1923) o Quiero vivir mi vida (1931). Entre sus ensayos prácticos de temática social y mujer destacan Arte de saber vivir (1918), El arte de ser mujer (1922) o La mujer moderna y sus derechos (1927).
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