El entrenamiento del odio frente a la ideología como moda

¿Alguien recuerda a las ballenas? Un artículo de Pedro Luis Menéndez.

De rerum natura

El entrenamiento del odio frente a la ideología como moda

/por Pedro Luis Menéndez/

Impulsos de todo tipo han movido a la humanidad y lo seguirán haciendo, desde las grandes mayúsculas de los miles de hombres que participaron en las Cruzadas a las minúsculas de los vecinos que impiden el desahucio de alguno de los suyos. Impulsos hacia la acción provocados por una idea, única o múltiple, mayor o menor, que tocó en algunas o muchas personas esa fibra sensible del compromiso, sea éste con la muerte o con la vida.

Algunas de esas personas convierten ese compromiso por la acción en una forma de vida. Les llamamos activistas. La RAE define activista como aquella persona «que participa activamente en la propaganda del partido o sociedad a que pertenece o practica la acción directa en la lucha por los cambios sociales o políticos que pretende». Cuanto más radical sea ese compromiso, más aumentan las posibilidades de jugarse la vida, y de perderla: más de 1500 activistas ambientales fueron asesinados en los últimos quince años en el mundo.

No se trata de dementes ni de personas perturbadas por sus ideas. Como aquellos mártires de los primeros tiempos del cristianismo, sabían lo que arriesgaban, el peligro que corrían con sus acciones, pero algo más fuerte que la propia vida siguió empujándoles en la dirección que ellos sentían como correcta: la entrega a sus causas como el valor mayor que podían aportar a la transformación de la propia humanidad.

Pero ¿qué ocurre cuando a esos activistas, y a los más tibios militantes, y a los sencillos simpatizantes de unas creencias o ideas, sus profetas o sus ideólogos les inoculan en vena el germen del odio como motor para la acción? No la solidaridad, ni la fraternidad, ni la compasión o la piedad, sino el odio como sustento poderoso del puchero emocional en que se cuece su visión del mundo. La historia trágica del mismo siglo XX está llena de ejemplos que no necesitamos repetir aquí.

Ya no estamos en el siglo XX y hemos andado como hemos podido una quinta parte del XXI. Sin embargo, ni la experiencia de las guerras devastadoras, ni de las hambrunas o de los genocidios han logrado apartar al odio de su papel central en la generación de las ideas con que pretendemos hacer frente a las nuevas realidades de una sociedad distinta.

Y así asistimos a la (re)construcción de ideologías diseñadas a la contra: nacionalismos excluyentes, rechazo visceral a los migrantes, aporofobia, desprecio por ideas, costumbres y creencias diferentes, son la tarjeta de presentación de movimientos pretendidamente sociales que sólo buscan en realidad la bunkerización de los suyos, pero que no se limitan a resguardarse del cambio para ellos tan temido, sino que atacan, a veces ferozmente, a quienes están fuera de su bunker, tal vez a los nuevos bárbaros que aguardan al otro lado de la muralla.

En términos de la teoría de juegos, lo competitivo frente a lo colaborativo: mi triunfo personal, mi salvación personal, aun a riesgo de que la no colaboración pueda conducirnos a todos directamente al desastre. ¿Cómo es posible que personas a veces bien formadas, con capacidad analítica, dejen a un lado su visión para echarse en brazos de la visión de la masa? El odio es la causa, porque el odio, bien dirigido, es un elemento fundamental para mover a las personas en la dirección deseada, por supuesto, por los ideólogos correspondientes.

En la actualidad, dos son los espacios sociales en que resulta fácil el entrenamiento para el odio y, en ambos casos, son utilizados por quienes aprovechan la espontaneidad de las respuestas airadas para reconducirlas en direcciones ideológicas determinadas. Uno de ellos, la opinión pública recogida en las redes sociales, más pública que nunca, alentada por voceros cuya ocupación remunerada consiste en avivar la hoguera, reproduciendo incansablemente ridiculizaciones o insultos directos (a veces graves) contra los adversarios. Da igual que lo que se afirme sea cierto o no lo sea, ya no importa. La técnica utilizada es la misma en cualquiera de los casos, con el añadido contemporáneo de que no son necesarias grandes ideas para su desarrollo, ni pensamientos de ninguna profundidad, sino lemas cortos e imágenes ofensivas. Así, el poder de la propia descarga de la ira se mantiene en el tiempo hasta que se convierte en odio. Fácil y simplista, pero efectivo.

El segundo espacio lo encontramos en los deportes de masas como entrenamiento social de lo colectivo. Frente al individuo aislado ante su pantalla, aquí podemos manejar a la masa como tal, de modo que las guerras de banderas y pancartas, o los insultos ahora coreados por el público tienen lugar en los propios recintos cerrados, o en las vías aledañas, con toda la parafernalia añadida de las fuerzas de seguridad utilizadas para el pastoreo de las distintas tribus. Hace escasos días, una anécdota en un partido de baloncesto de máxima rivalidad provocó la protesta del sindicato de jugadores profesionales, con el afán de evitar insultos graves coreados desde las gradas.

Frente a estas realidades, ¿a qué se apuntan los activistas más jóvenes? ¿Qué causas les mueven? Me refiero a los activistas y no a los jóvenes en general, porque éstos, en las clases más acomodadas, a lo único que aspiran es a mantener su estatus económico, sustentado si acaso en una apariencia ideológica tradicionalista que no va más allá de eso, de su propia apariencia: hijos de las clases sociales que nunca han tenido más ideología que el dinero, reproducen o intentan reproducir el esquema, y sólo cuando no lo consiguen, vuelven la mirada a una extrema derecha que les ofrece justamente lo que temen perder, el regreso a los privilegios de su pasado.

Sin embargo, mientras tanto, el activismo que aún pretende ser raíz de la transformación social, realiza una recogida acrítica de todas las causas dispersas, desde la justificación de un supuesto anticapitalismo o antisistema que no resiste tampoco un análisis serio. Hablo del activista que se mueve en lotes cerrados según la moda del momento, y que pretende convencernos de que el presente y el futuro pasan por ideologizar asuntos tan diversos como la violencia machista, el maltrato animal, el veganismo, la defensa del medio ambiente y otras causas vendidas y empaquetadas en el mismo lote.

Confieso que las modas me dan miedo porque ya he visto pasar muchas. ¿Alguien recuerda a las ballenas? Las modas no tienen raíces, mutan y desaparecen sustituidas por otras, todas ellas estrellándose contra la gran barrera: el bucle del consumismo, al que ni siquiera los más radicalmente antisistema son ajenos. El ejemplo que mejor recoge esta paradoja es el activismo por Internet, desde la constatación de que cada clic aumenta los beneficios de los amos del sistema.

Un último apunte: tal vez no sería malo reflexionar sobre el hecho de que en nuestro país prácticamente han desaparecido las manifestaciones de trabajadores (salvo conflictos locales que apenas son noticia), sustituidas por las de pensionistas que aspiran a mantener su poder adquisitivo (por pequeño que sea), ante el olor cercano de la miseria que se les (¿nos?) viene encima.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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