Brisa marina
/un relato de Ventura Cagigal; fotos de Fran Arellano/
Una gaviota blanquísima se ha posado sobre la cabeza de don José María. Es noble y blanca como el armiño que habita en las montañas, pero viene de aún más lejos: hace días que vuela inspirada por la brisa de este anochecer. A lo largo de la bahía, las luces han comenzado a encenderse y decenas de faroles se mueven con el vaivén lento de los veleros. En el cielo se difumina el contorno de la luna, sus límites se vuelven imprecisos y su luz se expande entre las nubes. Vuelve a ser virgen y misteriosa.
A la orilla del muelle se acercan de poco en poco las gentes de Santander. Al aproximarse al mar desaparecen los vaqueros, trastocados en anchos pantalones. Las mujeres llevan blusas de colores claros y faldas largas que rasgan el aire electrificado por el vuelo de la gaviota ultramarina. Las prendas ajustadas con violencia no han resistido las mareas vivas. No hay rompeolas que contenga tanta promesa ni músico en esta ciudad capaz de escribir la sinfonía invisible de esta noche que comienza.
El último trasatlántico, con sabor a azúcar, ha echado el ancla lentamente y se balancea en el agua con la voluptuosidad de las nuevas repúblicas de América. De él han bajado un par de viejos políticos, un indiano y su esposa, y un batallón de soldados de infantería que, después del rancho junto al barco, pasean de dos en dos por el muelle. Algunos se mueven renqueantes, otros, más afortunados, esperan la hora de volver a casa. Todos hablan en voz baja, porque no se atreven a quebrar el conjuro susurrado por las olas.
Debajo de una farola, el barbero, que ha recuperado su traza de algebrista y sacador de muelas, juega al ajedrez con un guardia urbano. Entre chismes e historias conocidas, se suceden los jaques. Han bajado juntos por la alameda y ahora ambos mueven lentamente las piezas, desgastadas por el siglo. El joyero, que ha cenado en el pesquero, sigue la estrategia, y los chistes, y las facciones calmadas de los dos vecinos, mientras contempla sonriente el banco donde un joven acaricia con cariño la mejilla de su mujer, que se esconde entre sus brazos. A su lado, una niña duerme en una sillita de bebé con capota azul marino.
Un poco más allá, junto al tiovivo que cierra a media noche, la señora de la tienda de chucherías ha comprado una piruleta enorme y camina hacia la playa. Un par de niños se distraen del teléfono móvil para seguirla con la mirada, al tiempo que chupetean un helado de mantecado. «¡Se parece a la señora Hudson! ¡Ha venido en el ferry!». Esta tarde, en el cinematógrafo, han puesto una película de Sherlock Holmes. Ahora la vida es un enigma que exige inteligencia y coraje.
Como si los gritos entusiasmos de los niños le hubieran despertado, don José María baja, titubeante, de su peñasco. La gaviota echa a volar cuando el bronce cobra vida. Su primer pie en la tierra es temeroso, pero poco a poco recupera el porte de antaño. Sus zapatos se hunden con cuidado, como si trataran de arraigar mientras acarician la fecunda riqueza del suelo. Con un paso cada vez más ágil, con sus quevedos en elegante equilibrio, el novelista montañés se acerca a un joven pescador. Una jargüeta cimbrea su caña y el muchacho recoge rápido el sedal. Por un momento, las nubes esconden la luna y don José María contempla las luces de los barcos, aunque pronto recuerda su misión y toca al pescador en el hombro: «¡Joven!, ¿tiene fuego?».
«¿Qué tipo de fuego necesita, don José María?», contesta el chaval, después de volverse con una sonrisa acogedora dirigida a su viejo interpelante.
«El de siempre, muchacho».
Las fotografías son analógicas, han sido realizadas en película de 120 mm, en formato 6X9, emulsión química Red Scale y revelado químico manual C-41.
Fran Arellano (Santander, 1993) es fotógrafo y tiene un taller laboratorio de procesado químico. Además de sus propias series de fotografía analógica, ha colaborado con El Diario Montañés, el suplemento Cantabria DModa y El Corte Inglés. Su instagram es @frans.af
Ventura Cagigal (Salerno, 1992) es ingeniero marino. Escribe a mano un particular cuaderno de bitácora en el que recoge algunos sucesos y textos que salvan sus días. Visita cada año los Museos Vaticanos.
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