Incursión y muerte del demonio Meridiano
/una reseña de José Carlos Díaz/
Suelen apuntarse en las reseñas de libros algunos datos biográficos sobre su autor. Lo que pudiera ser considerado como un trámite de costumbre y casi de cortesía debida hacia el lector, es casi en Incursión y muerte del demonio Meridiano (Eolas Ediciones) una contextualización obligada, al tener estos datos de vida, de infancia sobre todo, mucho que ver con lo narrado en la obra. Paco Velasco nació en 1940 en Cimanes del Tejar, a las orillas del Órbigo (convertido aquí en Oribe). Fue escolar en ese pequeño pueblo hasta los once años, edad a la que se trasladó a Miranda de Ebro a cursar el bachiller gracias a un fraile que le reconoció aptitudes que animaban a confiar en su progreso académico. Paco ha contado en alguna ocasión que esa niñez en el pueblo donde vio la luz transcurrió en «una casa sin libros, como la escuela a la que acudí, en la que apenas los había tampoco. Mis primeras lecturas literarias fueron los cuentos de Calleja que me regalaba mi madrina». Por no haber, no había en Cimanes del Tejar ni tan siquiera radio en aquellos años de posguerra, pero, y recurrimos de nuevo a los recuerdos de Paco,
existían las veladas, en largas noches de invierno, a las que acudía alguien que tocaba la pandereta o recitaba un romance. Mi madre, Consuelo, sabía muchos romances, y allí le cogí el gusto al ritmo de la poesía […] Y recuerdo también a mi padre cruzando con zancos el Órbigo, o en su taller de carpintero manejando la garlopa o segando los panes de centeno; mi madre amasando el pan y «arrojando» el horno familiar con un feje de urces, la abuela llamando a las gallinas al atardecer…; el maestro combatiendo los fríos invernales con un brasero a sus pies; las largas y entrañables veladas o filandones donde me llegó por vez primera la poesía a través de los romances que allí se recitaban; junto a otros niños, la espera del rebaño comunal; compartir el calor de la hoguera en la «cocina vieja», donde se curaba la matanza…
El maestro del pueblo era un viejo republicano que ahogaba en silencio sus convicciones políticas, don Evelio. En Memoria de la sombra (poemario de 2010) se evocaba así aquella escuela: «La cartilla de rayas/ esperándote está sobre la mesa/ y la hogaza reciente/ y el cazuelo de leche/ que se enfría.// En la escuela relumbran los cristales/ y el maestro ya avienta su brasero…». Incursión y muerte del demonio Meridiano rescata esa memoria en una novela coral desarrollada a lo largo de dieciséis relatos que conjugan lo vivido y lo imaginado, y en la que toma vida un elenco de personajes muchas veces reales, otras casi reales, que vivieron en el paisaje de esa infancia del autor. Una infancia que transcurre en la posguerra y cuyos recuerdos, por tanto, están veteados por las secuelas de un conflicto cainita que proyectó sobre el país una larga sombra de crueldad que se cebó con inocentes como Tirso Riosa, un modesto funcionario del ayuntamiento de León paseado a las pocas semanas de estallar la rebelión y del que a su viuda, Saturna, le entregaron a su muerte sólo unos zapatos que el cura don Olimpo hisopeó con disimulo en día de difuntos. Así se relata en Los zapatos de Tirso Rosa, hermosa y triste narración que hace la quinta de las del libro.
Una infancia, además, golpeada directamente por esa guerra en las carnes del padre del propio autor, republicano derrotado que penó prisión en San Marcos cuando cayó el frente norte tras la toma de Gijón por las tropas franquistas, y que antes de ser detenido anduvo fugado como el Buchaca, personaje de otros de los cuentos, el titulado La pega republicana.

Después de estudiar en Miranda de Ebro, Paco cursó el Preuniversitario en León, donde compartió amistad con los poetas y escritores del grupo Claraboya: Agustín Delgado o Luis Mateo Díez, quien escribe, por cierto, una precisa introducción al libro. Después cursa Filosofía y Letras en Madrid, donde compagina trabajo y estudios. Milita en el PCE y aparece en su vida Carmen Martino. Paco, en aquellos años, se ganó el sustento con ocupaciones varias: corrector de pruebas, vendedor de enciclopedias o traductor de El capital, de Marx y de La comedia humana, de Balzac. Por entonces, también empieza a leer a Machado, Lorca, Miguel Hernández, Blas de Otero y, sobre todo, César Vallejo, que le van alentando la vocación literaria. La obra de esos autores, junto a la de Fray Luis de León, Juan Ramón Jiménez o los simbolistas franceses, fue su lectura predilecta, la que, quizás, cimentó su poesía. Ahora que Paco nos desvela también una dimensión narrativa hasta ahora no conocida, conviene referir que, como lector, siempre se ha confesado, además, tributario de Cervantes y de Juan Rulfo. En 1978, Carmen y Paco aprueban las oposiciones que les traen a Gijón, al Instituto Jovellanos, en el que compartieron claustro, por ejemplo, con María Elvira Muñiz y Sara Suárez Solís. Aquí se afincaron felizmente para la ciudad.
Su primer libro, Tiempo de maldición, se publica en Madrid en 1979, en la colección Taranto, de Félix Grande. Posteriormente, y al entrar ya en contacto con el mundo cultural gijonés, surgen sus aportaciones (en colaboración con otros poetas y pintores) en volúmenes como Libro del bosque (1984) o TetrAgonía (1986). En solitario publica luego, en 1988, y en edición del Ateneo Obrero, El viejísimo jugo de la tierra. Su producción literaria, fundamentalmente poética, se ha venido sucediendo, desde entonces, espaciada y adecuadamente decantada: La hiedra del silencio en 1993, Noche en 2005, editada por Hiperión y que obtuvo el Premio Antonio Machado en Baeza. Las aguas silenciosas (2007), La luna tiene una liebre (2009), Memoria de la sombra (2010), El libro de las vocales (2013), Gregor Samsa frente a la ventana y Y, de pronto, un pájaro (2018).
A esa trayectoria, del que hoy es un profesor jubilado que «volvería a ser profesor» —Paco Velasco dixit—, comprometido políticamente aunque ya hace años que liberado del yugo de la militancia, abuelazo cuando lo han dejado y hortelano ocasional en su retiro de Piloña, que ha envejecido como pedía Brines, «con algo de memoria y alguna claridad», se suma ahora esta nueva publicación. Una novela de relatos, la primera que da a imprenta después de un dilatadísimo trayecto creativo, en el que, haciendo suyas, respectivamente, las pretensiones de Juan Gelman y de Antonio Machado, ha intentado entenderse a sí mismo con la escritura, a la vez que a través de ella cantaba, o lloraba, lo perdido. De tal modo que sabiéndose conmovido con según qué nostalgias, ha podido reconocer tanto al hombre que lo habita como a las razones de las que nace su poesía y su manera, involucrada en lo colectivo y en lo cultural, de estar en la vida. En esas añoranzas indagadas tiene mucho que ver un mundo esencial, honesto y en comunión con la tierra, que fue el de su niñez y el de su gente. «Hoy remonto en mi sangre/ hasta la servidumbre lejana de mi abuelo/ y le ayudo en las piedras que tuvo que mover/ y le aparto del palo y luego le enderezo la espalda/ hasta mi tiempo./ Y me pongo con él a caminar hacia otros días» (Del viejísimo jugo de la tierra, Gijón, Deva, 1988).
Incursión y muerte del demonio Meridiano evoca un tiempo, un lugar y unos personajes que el lector, y ese es uno de los mayores méritos del libro, termina dando casi por suyos una vez que se familiariza con las gentes que lo pueblan, con la naturaleza que lo enmarca, con su río y con sus fuentes (Rabosa, de la Seda, de las Guindalicas, Miruete, Vieja), con el tañido de las campanas, la sombra de los árboles (el Negrillón más que ninguno, pero también muchos otros a los que el autor siempre identifica con rigor) y la compañía, nunca vana, de los animales (cabras, mastines, urracas, ovejas, vacas). Porque estamos ante un autor que, como decía José Luis Argüelles en una magnífica semblanza que hizo de Paco hace un par de años en La Nueva España, «sabe llamar a las herramientas por su nombre, nombrar al pájaro que canta en el heptasílabo y si son ramas de álamo o de encina las que el viento mueve en las estrofas. Es una precisión que le viene de la vida; de la memoria de su vida y de una infancia campesina en la larga posguerra española, la del hijo de un republicano derrotado que dio con sus huesos en las prisiones de San Marcos». La naturaleza siempre ha sido asunto literario para Paco Velasco. La hiedra, el bosque, la misma tierra o las aguas formaron parte esencial en el título de sus poemarios, en los que, por otra parte, constantemente late la conciencia de que el tiempo se nos escurre inexorable, en los que se afianza el poder del amor contra la muerte, orientados hacia el mundo significativo de lo natural y que, sobre todo, son memoria de la infancia.
El título, Incursión y muerte del demonio Meridiano, lo es del libro y también del cuarto capítulo, donde el diablo toma forma de culebra. Se echa mano también del Diablo meridiano para el encabezamiento del cuento octavo: Tano, los lobos y el demonio meridiano, donde el protagonista alardea de haberlo matado con su cayada. Y en el tercero, Los amores de Auristela y el errático Capistrano, donde ese satanás aparece tentando a Anicetón, que cegado por el calor de la sangre fuerza a la pastora Auristela. En el quinto, Los zapatos de Tirso Riosa, se malician sus malignas dentelladas en el cuello y ubre de la vaca muerta de Saturna. Y en último relato, El nublo, se refiere al recordar el sermón que un día diera don Laureano, el cura loco, contra los demonios súcubos meridianos. Cabe por tanto preguntarse quién es ese personaje satánico que titula y salpica el relato. Pues bien, debe aquí recordarse que los siete pecados capitales respondían a una clasificación de vicios en las primeras enseñanzas del cristianismo, cuando se trataba de educar a los fieles en la nueva moral. Eran lujuria, ira, soberbia, envidia, avaricia, pereza y gula. A esos vicios unieron el de acedía algunos Padres de la Iglesia, archipecado definido por Santo Tomás de Aquino como «tristeza del bien espiritual», ya que por su causa se «abandonaba toda actividad de la vida espiritual». Hubo entonces quien puso la acedía en relación con ciertas horas del día teniendo en cuenta los efectos físicos de los ayunos monacales y del clima, con el consiguiente debilitamiento físico. Afectaba a los anacoretas y a los monjes que vagaban por el desierto, siendo el mediodía el momento más propicio para este octavo pecado capital. El demonio del mediodía representa, por tanto, la flojedad del cristiano cabal, no siendo sólo los monjes o clausurados quienes lo sufren, sino que también puede afectar la vida de todos los religiosos y demás creyentes. Es, pues, la artimaña demoníaca que ocurre cuando el sol está en lo más alto del horizonte. Ha escrito el propio Paco Velasco en uno de sus poemas: «Contra el demonio/ del meridiano,/ disciplina, cilicio y un rosario».
«Si nadie recuerda su nombre, los pueblos que murieron para siempre son polvo, sombra, nada», se dice al comienzo del libro y también a su cierre. Ese es el propósito, que no es distinto, intuyo, al que alientan también muchos de los versos que han jalonado el quehacer poético de Paco, rescatar la memoria de aquel lugar que ahora toma un nombre ficticio, Guadromal, pero que fue, como ya se ha dicho, el de la infancia del creador. Tiempos difíciles en un lugar, pese a todo, donde a poco que la curiosidad se despertarse y un maestro sabio le diese satisfacción, un muchacho podía descubrir la naturaleza fértil y casi mágica que todo lo rodeaba. En Las andanzas de niñez y mocedad de Maurilio se habla, entre otras cosas, de ese aprendizaje, con un tono que bien podría describirse como de ruralismo mágico, según la denominación que el propio Paco Velasco ha querido otorgarle a su manera de relatar. En primera persona, un rapaz de la edad que entonces tenía Paco, y que era la de la confirmación, aprende de don Hermes, cura paje del obispo, nombres, costumbres y secretos de las plantas, qué disposición de alma precisa la rabdomancia, en qué lugares ejercerla o qué tiempo es el más preciso para el éxito de un zahorí, si en pleatierras o bajatierras. Bien es cierto que a menudo ese conocimiento no daba para salir de pobre, y a Maurilio, aun siendo despierto y dispuesto, no le valieron aquellas lecciones de juventud para evitar la emigración a La Habana, a buscare la vida, como tantos otros. Esa voz, la del muchacho Maurilio se convierte en voz narradora en tres de los cuentos, el aludido Andanzas de niñez y mocedad, La cuelga de don Gerónides Epulio y Aquel sabor tan triste. Es una primera persona que tiene, a buen seguro, mucho que ver con el propio autor, aquel crío a quien en las vísperas de su santo le ponían al cuello una cuelga de pobres; «higos pasos, dos reales, cuatro lápices de colores, una goma milán y algunas galletas», el joven que hubo de labrase el porvenir lejos de su pueblo y que con el tiempo ejerció de zahorí de la memoria, rescatando con voz omnisciente las más de las veces, otras con una primera persona del plural que lo hermana con sus gentes, o narrando, según se ha apuntado, con voz propia, las historias de su infancia que cimentaron buena parte de lo que finalmente fue, de lo que finalmente constituyó su manera de sentir y estar en el mundo.
«La poesía es memoria de la sombra de la memoria», decía Gelman abriendo el poemario de Paco Velasco Noche, que era, en su conjunto, voz elegiaca de lo que la vida ha sido. Incursión y muerte del demonio Meridiano sigue siendo elegía, pero el tono adquiere una precisión que la poesía rehúsa. Se cartografía un ámbito, se moldean unos personajes que adquieren no sólo rasgos sino incluso voz y palabras olvidadas, se repuebla una tierra con los árboles crecidos en los que cantan pájaros confiados, se deja fluir el agua por cauces y manantiales, vuelven a tañer las campanas, a esconderse los maquis en el bosque, a mandar los que siempre mandaron desde del púlpito o los palacios, y a estar en el mundo con inocencia los niños y con generosidad infinita la Plexiglasa (¡qué enorme hallazgo esta mujer que como una mater lujuriosa, o una patria sin fronteras, abría su casa y su cama a los forasteros!).
El libro lo cierra El nublo, un relato y una condena, pues esa densidad repentina y oscura de nubes, amenazando tormenta, fue finalmente, y como se vio en la desnudez repentina de negrillos, chopos, álamos o fresnos, en el sobresalto de jilgueros, equinos, cuervos, cigüeñas o animales de la vecera, en el espanto de las madres, en el miedo de los vecinos, en los rezos del cura, no otra cosa que el fin de los tiempos, según predijo Bautista Nubarrones y la Sierva de la Virgen Tuerta; fue el apocalipsis que representado por sus cuatro caballos galopó en el sermón final de El Cura Loco, aquel que mandó a la mierda tanto a Guadromal como a sus gentes, animales y plantas antes de expirar, mientras clamaba contra los demonios meridianos y súcubos, que quién sabe si no son los que amenazan con el olvido a estos lugares que de no tener quien los recuerde serán pasto de ese nublo devastador que es la desmemoria. «La memoria de un solo minuto feliz puede alimentar la nostalgia de todo lo que te resta de vida» (sentenció con sabiduría Paco Velasco en su anterior libro, Y, de pronto, un pájaro).
La conversión de Sibila la Estilita
/por Francisco Álvarez Velasco/
La encontrábamos a la caída de la tarde, cuando íbamos a esperar el rebaño, sentada en una piedra junto a la vieja picota del norte y envuelta en las veladuras de la luz del ocaso, que le daba un aura de gloria de dios tan mística como la proyectada por el rosetón de la “Pulchra leonina”. El apodo clásico lo recibió del arcipreste, don Olimpio, muy dado a estos bautismos de broma:
—Paulina, en esa columna y con la concurrencia que tienes a todas horas, pareces una sibila estilita.
A ella le gustó aquel mote tal vez por su buen sonar y en adelante aceptó, complacida, que la llamáramos la Sibila, la Estilita, la Estelita, o la Estrellita.
La Sibila sentía pasión por todos los caminantes extraviados que llegaban a Guadromal. Pasión por algunos, ya conocidos antes, que se habían perdido en las llanuras mesetarias, ignorando que volvían atrás, porque el polvo de los caminos andados a veces enfosca los espejos de la memoria y el caminante olvida de dónde partió. Y pasión por los que, después de haber pasado por los neblinosos puertos de Peñaúbre o por los cordeles de la trashumancia, cuyas borrinas persistentes y malos vientos les habían hecho perder la orientación, llegaban a Guadromal preguntando «¿Y en este lugar por dónde sale el sol? ».
Durante muchos años, por unas pocas monedas, o simplemente a cambio de oír las historias de los caminos, les ofreció el agua fresca de su barrila, que llenaba en la Fuente de Miruete. Cuando la ocasión era favorable y había frío y soledad en el lugar, les proporcionaba también el consuelo y cobijo de su cuerpo en la cercana majada de La Sardona. Además, la Sibila les leía en los siete montes de la mano derecha el rumbo y las venturas o malandanzas de sus peregrinajes y, a veces, les profetizaba los sucesos más importantes de lo mucho vivido o del resto menguado de sus inciertas existencias y hasta la clase de muerte que en el libro del destino estaba escrita.
Los despedía siempre con palabras hermosas que acostumbraba a salpicar con unas gotas de ternura:
—Caminante, rézale al viento que pasa y que se lleve tu angustia, pero no mi recuerdo.
—Caminante, si tu corazón guarda memoria de mí, la distancia se hará más corta que el vuelo de un pardal.
—Caminante, que en los días en que los vientos aúllan siempre encuentres a alguien que te ofrezca un buen cobijo.
Después, los viajeros marchaban con nostalgia incurable y, si intentaban volver, erraban el camino en cualquier encrucijada y se pasaban el resto de sus vidas interrogando a las gentes: —¿Por dónde queda la picota de la Sibila Estilita?
Mientras aguardábamos a que Tano llegara con el rebaño comunal, Paulina nos refería las historias que los forasteros le habían contado en las últimas veinticuatro horas. Buen arte se daba para ello. En ocasiones repetía las que ya habíamos escuchado, pero siempre hermoseándolas; y también las mezclaba, porque ciertos personajes que al principio se movían solo por una historia, luego aparecían en otras como Pedro por su casa; o, incluso, a algunos muertos los resucitaba la Sibila como si tal cosa en cualquiera de las nuevas versiones de otra aventura.
Por ella llegamos a conocer la astucia ingenua del peregrino que se encontró con la Muerte y esta le dijo «Terminará tu vida cuando llegues a Compostela», y cómo él hizo fracasar la profecía simplemente no levantando nunca los ojos del suelo inmediato, como si fuera buscando hormigas, sin mirar más a las estrellas, para ignorar la Vía Láctea; de este modo un buen día se perdió para siempre en el valle de Las Mesturias dentro de una niebla que duró dieciocho meses; cuando el sol volvió a lucir, encontraron su calavera sonriente, que un raposo de pelo bermejo estaba lamiendo.
Y escuchamos la historia de la viuda de un leñador fallecida a causa del hambre en tiempo de Cuaresma, porque solo tenía un queso seco y agrietado de cabra y el obispo de aquella diócesis había prohibido bajo pecado mortal comer ese alimento en tiempos de ayuno y abstinencia, porque el queso cría gusanos y los gusanos son de carne.
Y la historia de los excrementos del anacoreta San Simón, con los cuales sus devotos fabricaron un cirio verdinegro que ardía sin consumirse y despedía un fuerte olor de santidad.
Y escuchamos la malaventura de Manrique, el pastor loco al que los lobos comieron todas las ovejas porque una mañana de mayo florido en un manantial de la montaña confundió el sonido del agua con la risa fresca y ardiente de una jana; y las algas, con hebras de cabellera verde; y allí se estuvo siete días aguardando a verla salir desnuda.
Y la patraña del relicario con tres lágrimas de San Pedro, que, con solo besarlo, limpiaba los pecados cometidos por cobardía.
Y la historia de la calavera del Bautista a la que le faltaban cinco dientes y que un devoto muy rico había repuesto en oro y, si se la tocaba con fe, curaba las migrañas y el dolor de muelas.
Y otros cientos de historias, que ella siempre contaba con mucha gracia.
Desde su columna, la Sibila nos impartía, además, las lecciones de su sabiduría, buenas recetas para seguir sin peligros el camino de la existencia, y pronunciaba vaticinios sobre el futuro próximo y también sobre los nublos, las heladas, las sequías, el buen tiempo o el mal tiempo. Esto último lo hacía con más aciertos que Bautista Nubarrones, aquel trastornado a quien en la fonda de la Plexiglasa, al despedirse, le preguntaban siempre, «Bautista, dinos qué tiempo hará mañana» y el respondía, según fuera el caso: el viento gallego traerá el nublo negro, rayos y truenos anchos y largos, granizos gordos como nueces; o bien, la veleta apuntará al mediodía, calor y calma, nubes de lana blanca; o, si eran días de la canícula, calima con arenas africanas.
Sibila también poseía la ciencia de los futuros lejanos. A veces sus augurios y consejos nos llegaban cargados de sentidos ocultos y disparatados.
Estos eran algunos:
—Un día los pájaros del cielo, cuando Dios se olvide de ellos, se alimentarán solamente de lirios.
—No te guarezcas del sol en la sombra del nogal: allí te espera la buscavidas de la guadaña.
—Antes de iniciar un viaje, aspira el olor de la rosa de los vientos y no te perderás nunca. Las narices nunca engañan. Aciertan más que los ojos.
—En el reino de los cielos entrará antes un asno lleno de mataduras que un brioso corcel.
—Rubio, el buey de don Gerónides Epulio, preñará a todas las vacas de la vecera. Y entonces nadie será pobre.
—La burla de las ciruelas del cementerio llevará un día a su dueño al Piélago de los Ahogados.
—Deja en el manzano la última fruta, que hay avecicas del cielo a las que no alimenta ni Dios.
—Al amanecer, en el agua del Piélago de los Ahogados suenan voces de ninfa.
—El nublo vendrá después de la pega ahorcada y para Guadromal será el fin de los tiempos.
Todo cambió con la llegada del padre Agostinho, un misionero ligoriano portugués, lleno de intuição evangélica. Venía de la viceprovincia Tras Os Montes. Había atravesado la raya de Portugal sin darse cuenta, y, Douro arriba, fue anunciando a Boa Notícia a los pobres, siguiendo por la ribera del Esla y después por las vegas del Oribe hasta llegar a Guadromal. Cuando el fervoroso fraile se encontró con la Sibila Estilita, algo nuevo debió de ocurrir, porque lo que pasó entre ambos en la majada de La Sardona no fue un comercio de lascivias, sino una confesión general en toda regla de los muchos pecados de la mujer: hasta cuatrocientos noventa caminantes habían tenido trato carnal con ella sobre los haces de bálago. Lo sabía bien por las marcas que hacía en una viga después de cada apareamiento. A todos los recordaba vivamente por sus nombres, por el color de su pelo, por los lunares y las marcas de antojos en sus cuerpos, por el camino andado y el rumbo que llevaban.
El sacerdote le refirió a la pecadora la vida de María Celeste Crostarosa. A la Sibila, tan amiga de nombres ella, le gustó aquel incesante cambio de bautizos y rebautizos que la beata napolitana había practicado en sus nombres de hermosas eufonías: primero, Julia; luego, Cándida del Cielo; después, Sor Celeste del Desierto; y finalmente, Sor Celeste del Santísimo Redentor. Y entonces la pecadora Paulina se convirtió y decidió consagrarse para siempre a la vida religiosa e hizo ante el ligoriano voto de castidade siguiendo fielmente los consejos evangélicos y el ejemplo de María Celeste. También proclamó el de pobreza, pero no el de obediencia, porque la Sibila era de naturaleza muy suya. En su lugar, añadió de su cuenta los votos de fraternidad y de caridad.
Pidió a don Olimpio que la rebautizara con agua bendita y bajo el nombre de Sibila Crostarosa de La Sardona, pero el cura se opuso: —Yo no soy un hereje anabaptista. Y, además, Sibila es un nombre pagano. Por consiguiente, es mejor que volvamos a llamarte Paulina a secas.
Pero ella no le hizo caso y suplicó a todos los guadromaleses que en adelante la llamasen Crostarosa de La Sardona.
Atada a la columna de la picota con un cordel de esparto, cumplió la penitencia impuesta por sus pecados: cuarenta días y cuarenta noches de ayuno, más la mortificación de un cilicio fabricado con ramas de majuelo y el rezo de los ciento cincuenta salmos.
De todos los pueblos vecinos y aun de los lejanos a los que habían llegado las misiones del predicador portugués, con la buena nueva de la conversión de Sibila la Estilita, venían a su picota a consultar y a pedirle consejos. Las gentes devotas se le acercaban para tocar su cuerpo con objetos para que les diera su bendición, y hasta le quitaban pedazos de sus ropas para venerarlos como reliquias. A don Gerónides Epulio, una vez curadas las fiebres de su hija, Rosendina, lo convenció para que perdonara las deudas a la viuda Saturna cuando se puso enferma y no podía ir a la rebusca de patatas y centeno. Y lo mismo hizo a favor de otros tres pobres que no podían pagar el centeno prestado para la sementera. Y hasta el arzobispo de Oviedo llegó una tarde disfrazado de peregrino y se quedó admirado del modo tan santo como vivía y de sus decires piadosos.
Una vez cumplida su cuaresma, Crostarosa de La Sardona asistía a María la Hedentina en el adorno de los altares, visitaba a los enfermos, ayudaba a las viudas recientes a lavar la ropa de sus difuntos en el lavadero de los muertos, cantaba los solos en el coro, vestía santos, abrillantaba el copón y la patena…
Quiso llevar al buen camino a Concha la Plexiglasa, o que al menos cumpliera con la Pascua Florida, pero esta le dijo «No te confundas, Paulina Sibilina Estilita Costrosa, o como demonios te llames: si hubiera Dios y pudiera dejar de estar en algún lugar, el primero que abandonaría sería la iglesia».
Cuando a Tobías, el santero, le llegó nuevamente la añoranza del Camino de Santiago, don Olimpio le ofreció que la ayudara en el cuidado de la ermita. Con Tobías venía Sor Belisa de los Clavos, discípula del ligoriano portugués y sufriente de mal de amores, siempre siguiendo su camino errático. Cuando Crostarosa se disponía a despiojarla, ella se opuso con violencia: —Jamás de los jamases, que los piojos también son criaturas de Dios.
[…]
Incursión y muerte del demonio Meridiano
Francisco Álvarez Velasco
Eolas, 2020
156 páginas
16€
José Carlos Díaz Pérez (Gijón, Asturias, 1962) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo (1985). En 1984 fue fundador, con Juan Ignacio González, del Grupo Poético Cálamo, que desde entonces, entre otras actividades, viene convocando el Premio de Poesía Cálamo/GESTO. Junto a colaboraciones esporádicas a lo largo del tiempo en distintas publicaciones, es editor desde 2006 la bitácora digital Los diarios de Rayuela y autor de los siguientes títulos de poesía: Velar la arena (1986), La ciudad y las islas (1992), Contra la oscuridad (2004), Convalecencia en Remior (2015), Cantata de los días tasados (2017). En cuanto a obra narrativa, es autor de los siguientes títulos: Letras canallas (2009), Aunque Blanche no me acompañe (2014) y Vísperas de nada (2017).
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