Crónica

Winterlust: amar el invierno

Pablo Batalla Cueto reseña 'Cuando los inviernos eran inviernos: historia de una estación', de Bernd Brunner.

Winterlust: amar el invierno

/una reseña de Pablo Batalla Cueto/

De Bernd Brunner nos explica su sinopsis biográfica que, berlinés de 1964, es especialista en «abordajes transversales sobre temas insólitos», y que lo ha ido demostrando en libros sucesivos y hermosos sobre los acuarios, los osos, la Luna, el árbol de Navidad, el arte de descansar o la pasión por los pájaros. No se había traducido aún al español, en cambio, la obra de este explorador peripatético de lo inaudito, que sólo ahora nos descubre una editorial que, por el entusiasmo que en ella es característico hacia esta clase de enfoques heterodoxos, parecía un destino natural de sus escritos: la barcelonesa Acantilado, que le publica a Brunner un libro delicioso que lo es desde su mismo título y subtítulo: Cuando los inviernos eran inviernos: historia de una estación.

Del invierno se ocupa esta vez Brunner; de cómo «todo se entreteje en ese complejo entramado de significados que llamamos invierno», y nos ofrece un libro de historias, de escenas, de estampas reales que sin embargo saben al azúcar de la ficción, entretejidas con mimo de luthier de las letras. Sabemos del origen de Papá Noel; o de cierto pueblo de Noruega, llamado Rjukan, que logró recientemente romper la maldición de sus seis meses de sombra al fondo de un valle estrecho disponiendo espejos para desviar la luz solar y lograr así que los niños pudieran tomar el sol; o de la magna operación de rescate (dos docenas de barcos, un avión, un helicóptero y un rompehielos) organizada en 1979 en el mar del Japón, muy cerca de Vladivostok, para rescatar a mil pescadores que habían salido a pescar en el hielo y que, roto éste por un deshielo atípico, quedaron a la deriva en mar abierto sobre los témpanos sueltos. A inviernos recientes y también pretéritos nos conduce Brenner, que también nos cuenta, por ejemplo, esta anécdota de la Pequeña Edad del Hielo, un período de unos dos siglos y medio de historia de Europa en que la temperatura media descendió bruscamente, por diversos motivos, unos cuatro grados con respecto a la de la Baja Edad Media (lo que generó consecuencias económicas, sociales, culturales y políticas de las que se ocupa otro libro espléndido de reciente publicación: El motín de la naturaleza, de Philipp Blom):

[…] la tiránica zarina rusa Anna Ivánovna ordenó construir con el hielo del Neva un palacio cuya función inicial era distraer la atención de sus súbditos del terrible frío y de una serie de ejecuciones, pero que más tarde fue el escenario de una memorable ceremonia nupcial. La zarina estaba tan enfadada con la conversión al catolicismo de uno de sus príncipes que lo obligó a casarse con una criada muy fea con la cual tuvo que pasar la primera noche en ese palacio de hielo, en una cama también de hielo, fabricada artísticamente en todos sus detalles —colchón, almohadas y gorros de dormir— a partir de la helada materia prima. Antes de que llegara ese momento, los novios estuvieron encerrados en una jaula fijada al lomo de un elefante, y fueron llevados hasta el palacio escoltados por una comitiva de jinetes montados en camellos y caballos, además de unos trineos tirados por lobos y cerdos.

Gran parte del libro está dedicado, como no podía ser de otro modo, a la nieve, símbolo por excelencia de la estación invernal pese a darse sólo en una parte relativamente pequeña del globo (lo que quizá nos hable de nuestro pertinaz e insidioso eurocentrismo). Blancura misteriosa cuyo silencio absoluto —el alpinista Georges Rivail dixit, y Brunner cita— «reinará cuando toda vida se haya extinguido, o, mejor dicho», será «como ya fue, antes de que toda vida empezara», la nieve —y esto es Brunner mismo quien lo dice— «impone a los seres humanos un ritmo más lento, y, desde una perspectiva invertida, se convierte con facilidad en un buen pretexto para eludir las obligaciones habituales, y hasta, en algún otro caso, transgredir las normas». Brunner nos presenta el mundo fascinante de sus copos, cuya forma «permanece impredecible hasta el último momento, ya que los factores que contribuyen a su formación pueden variar de manera constante», y sobre los que Balthasar Heinrich Heinsius disertaba así en un libro titulado Ideas edificantes sobre la nieve como maravillosa creación de Dios, publicado en 1735:

¡Dios eterno! Que no se diga que no es ésta una imagen agradable, la de su brillo, cual pequeños espejos, en los que se refleja todo tu poderío y tu sabiduría. ¡Qué grado de sutileza, capaz de fundir incluso el más ínfimo aliento humano! Qué proporción tan digna de asombro se siente al notar que las distintas puntas se hallan a la misma distancia unas de otras, como si las hubiera trazado la mano del matemático más meticuloso.

Relacionada justamente con los copos de nieve, merece citarse entre lo más excelso del libro una semblanza hermosa: la de Wilson A. Bentley, un granjero estadounidense de Jericho (Vermont) que dedicó cuarenta y seis inviernos consecutivos a tomar millares de microfotografías de otros tantos copos. Su historia, tal y como nos la cuenta el ensayista alemán, merece ser citada in extenso, pues en ella se compendia de hermosísima manera cierta grandeza de lo humano:

[…] Mientras que la gente, normalmente, se retira y atrinchera al paso de una tormenta, Bentley preparaba lo necesario para salir a la nieve con su tabla pintada de negro, provista de dos agarraderas de metal, y «atrapar» los cristales. A continuación, observaba los cristales aislados a través de una lupa y barría los otros, los que no quería investigar, con una pluma de pavo. Apenas caía sobre la tabla un cristal que le interesara, lo llevaba al cobertizo sin caldear situado en la parte trasera de su casa. Mediante una astilla, con la cual manipulaba cuidadosamente el copo, lo depositaba en el centro del portaobjetos de su microscopio. Si el cristal no yacía de lado, Bentley corregía la posición con la parte más suave de una pluma. Esta labor de precisión requería de mucho tacto, a fin de no deshacer la estructura del cristal. «Mi mano está absolutamente quieta […] Nunca he hecho uso del alcohol, del tabaco ni de otros estimulantes que puedan alterar los nervios», se supone que declaró Bentley en alguna ocasión.

Para todo ello era necesario extremar las precauciones, ya que Bentley se hallaba en todo momento en una carrera contrarreloj. En primer lugar, no podía respirar en dirección a sus objetos de estudio, pues éstos se le habrían derretido delante de los ojos, y mientras contenía la respiración, intentaba trasladar a un pliego de papel lo que observaba. Y aun evitando que los copos se derritieran, el tiempo obraba en su contra. Las moléculas de agua se evaporan incluso a bajas temperaturas y se desprenden de los cristales. Esto, por otro lado, ocurre con mayor rapidez en las puntas o en los bordes afilados que en otras partes del cristal, con lo cual se altera la estructura. Este proceso de evaporación depende de la temperatura, de la humedad relativa del aire y del tamaño del cristal. En cada caso, Bentley contaba con sólo un par de minutos para poder dibujar el cristal en su «estado original».

Por último, a Bentley se le ocurrió la idea de conectar una cámara fotográfica al microscopio. Aquel joven delgaducho, de brazos cortos, tenía dificultades para enfocar el aparato, pero completó su dispositivo con una palanca que le permitió maniobrarlo con mayor comodidad. El 15 de enero de 1885, a la edad de diecinueve años, consiguió hacer las primeras microfotografías de unos cristales de nieve.

Bentley prosiguió con su particular pasatiempo durante cuarenta y seis inviernos, incluida la noche del 11 de marzo de 1888, en la que tuvo lugar una de las tormentas de nieve más violentas en la historia de Estados Unidos. A lo largo de cuatro décadas, Bentley tomó 5371 fotografías de estos afiligranados ejemplares. También fue él quien planteó la hipótesis de que no hay dos iguales. En 1931 publicó su libro Snow Crystals [Cristales de nieve], una selección de dos mil de sus fotografías. […]

Microfotografías de copos de nieve de Wilson A. Bentley.

Brunner se ocupa asimismo de los deportes invernales: del esquí, el patinaje sobre hielo, etcétera; de su origen —mucho más remoto de lo que solemos pensar— y de cómo, a caballo entre el siglo XIX y el XX, obraron el muy rentable milagro de convertir el invierno en una estación tan turística como el verano cuando avispados propietarios hoteleros suizos descubrieron y comenzaron a promover, parafraseando al Stefan Zweig de El mundo de ayer, «que el invierno —antes una época triste y desabrida, desaprovechada por la gente que, malhumorada, jugaba a cartas en las tabernas o se aburría en habitaciones demasiado caldeadas— en la montaña era como un lagar de sol filtrado, como un néctar para los pulmones, un placer para la piel, la cual sentía por debajo cómo fluía la sangre a borbotones».

Y también sobre el cambio climático se nos advierte. En estos días en que tantas cosas nos roba la casta voraz de mercaderes que se ha adueñado del mundo, también nos arrebatan, indirectamente, el invierno, derretida su identidad al fogón del efecto invernadero. Suceden cosas, en estos días distópicos, como que el glaciar del Ródano se tape cada verano con lonas que hacen más lenta la fusión del hielo; y hay glaciares de hielo muerto; glaciares que ya no corren y de los que ese no correr es la sobrecogedora antesala de la desaparición. En algunas estaciones de esquí —nos cuenta Brenner— «están empezando a hacer depósitos de nieve almacenada, con tal de poder garantizar a corto plazo su reposición» y «se habla ya de “hibernación veraniega de nieve” o de snow farming».

El invierno es, reza y reza bien la sinopsis del libro, «una estación que es posible amar pese a sus rigores». Disfrutémosla mientras podamos.


Cuando los inviernos eran inviernos: historia de una estación
Bernd Brunner
Acantilado, 2020
256 páginas
20€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl, La Soga, El Salto y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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