Arte

Chechu Álava: presencias en rebeldía

Juan Carlos Gea reseña 'Rebeldes', la individual que la pintora asturiana exhibe hasta finales de marzo en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, compendio de una pintura en la que, como en el verso de Beckett, la ausencia que irremisiblemente encubre cada figura pintada se rebela y se pone con firmeza, con una alegría sutil y contagiosa, «al servicio de la presencia».

Chechu Álava: presencias en rebeldía

A propósito de Rebeldes, la individual que la pintora asturiana exhibe hasta finales de marzo en el Museo Thyssen-Bornemisza

/por Juan Carlos Gea/

Cuando Chechu Álava decidió pintar en 2008 a su amiga Synneve comiendo una magdalena a modo de homenaje a Marcel Proust —al que por aquel entonces leía con la tóxica fascinación que distingue al devoto proustien—, se dio cuenta de que estaba experimentando uno de esos momentos en los que la pintura, más que ser pintada, parece acontecer por sí misma, fluye sin trabas: sucede. Como de costumbre, la modelo no posaba ante ella. Synneve se hallaba, de hecho, a muchos kilómetros de distancia del taller parisino de su amiga y en un trance mucho menos amable: acababa de pasar por una grave operación que en algún momento llegó a llevarla a un estado de muerte clínica del que, felizmente, logró recuperarse. Pero esto ninguna de las dos lo supo hasta un tiempo después, cuando contrastaron fechas y Synneve, conmocionada, confesó a Chechu que los colores de la paleta de su brumoso retrato proustiano eran los mismos que recordaba haber vislumbrado «fuera de su cuerpo» en aquella experiencia límite entre la vida y la muerte.

Esta otra experiencia —degradarla a anécdota sería muy injusto— fue relatada por la pintora el pasado 27 de febrero en el salón de actos del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, en Madrid, durante su esclarecedora conversación con Rocío de la Villa, comisaria del programa Kora, que el centro está dedicando a la artistas españolas contemporáneas desde un enfoque de género. Ambas reconstruían ante el público la génesis y la sustancia de Rebeldes, la serie de retratos pintados en la última década que Chechu exhibe desde enero y hasta finales de marzo en el marco de Kora: 16 de ellos en la sala de exposiciones temporales y cuatro enfrentados a otras tantas piezas de la colección permanente elegidas con mimo por la propia pintora.

Synneve y La Madeleine no forman parte de ese gabinete de mujeres insurgentes convocadas para la ocasión, pero su maravillosa historia fue evocada por Chechu junto a otras cuantas igualmente enigmáticas, singulares (y muy divertidas) al objeto de ilustrar esas «cosas que pasan en la pintura» cuando «la mano va sola y se va construyendo casi solo el cuadro»; cosas que en absoluto tienen que ver con la idea romántica del artista como médium o mistificaciones por el estilo, sino más bien con un peculiar concepto y experiencia de la pintura: como tal pintura, como acto de pintar, como procedimiento técnico y como proceso indisociable del resto de las experiencias, no solo las de la biografía particular de quien pinta, sino también de las que acarrea el caudal del tiempo y de las generaciones. Algo que solo es posible cuando, como en el caso de Chechu, la pintura no se deja reducir a los límites de un mero objeto, una peculiar destreza o un contenedor o vehículo —de imágenes, de ideas, de símbolos, de la propia materia pictórica— sino que configura un cierto tipo de acontecimiento y de presencia entre el resto de acontecimientos y de presencias de este mundo (y no es descartable que de otros), que el cuadro a la vez provoca y registra.

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Homenaje, panteón, genealogía, vindicación

Como parte del programa en el que se encuadra, se ha insistido con toda pertinencia desde el comisariado y el título mismo de Rebeldes en la militancia feminista de esta serie que tanto tiene de declarado homenaje, de panteón, genealogía y vindicación. Las posiciones personales y artísticas de Chechu Álava al respecto son explícitas, vienen de lejos y forman parte del fenotipo ideológico, cultural e incluso sentimental de una mujer de su generación y de su formación. Esos rasgos ya habían emergido con claridad en su obra previa, en sus diarios artísticos londinenses impregnados de una urgencia forzosamente underground —o punk, como le gusta decir a ella misma—, en su performance de 1996 Le sexe des arts… pero lo significativo es el modo en que esta serie los expresa e integra como parte de la larga producción de retratos de mujeres que Chechu empezó a definir hacia 2008, y más en concreto en el contexto de las reinterpretaciones poetizadas, quintaesenciadas, transfiguradas, de personalidades femeninas de la historia que inició con su maravilloso ciclo sobre las desdichadas niñas Románov.

La forma intempestiva en la que comparecieron —se diría que por propia decisión, con la misma fluidez casi extática con la que Chechu pintó a Synneve y ha pintado a tantas otras mujeres— fue también evocada por la pintora ante Rocío de la Villa: de nuevo la mano yendo casi a su aire en la soledad del taller un frío domingo de invierno, en un estado de cansancio que, más que entorpecer, debió de favorecer la aparición de aquel delicioso retrato de grupo sin boceto previo que acabó convirtiéndose en una especie de advenimiento: tanto que, al terminar, la pintora decidió sacarlo al patio para que las recién llegadas pudiesen ver cómo la nieve caía sobre París; algo que, recueda Chechu, «las puso muy contentas» (y que, por cierto, según atestigua la coleccionista propietaria de esta magnífica pieza ha seguido sucediendo, como el día en el que pudo captar claramente la alegría de las pequeñas Grandes Duquesas en su lienzo ante la visita del hermano de su autora, el también pintor Juan Fernández).

Pronto empezaron a sobrevenir al taller otras presencias femeninas, rostros cercanos o efigies brotadas de la historia a través de mil canales laterales y a menudo azarosos: una fotografía en las páginas abiertas de una revista, una imagen hallada en una exposición o en un catálogo, una lectura o una conversación, que se convertían en otras tantas ocasiones para poner en marcha el acontecimiento de la pintura, la recepción (más que la invocación) de las presencias en ese estado vaporoso, entre la existencia y la inexistencia, tan característico de la iconografía y el modo de pintar de Chechu: Tina Modotti y Frida Kahlo, Eva Hesse, Camille Claudel y Lee Miller; Sylvia Plath y Anne Sexton; Simone de Beauvoir o Hannah Arendt, cuyo rostro inquisitivo ya la había impactado incluso antes de saber quién era… Y también los ancestrales arquetipos de Eva y Venus junto a jóvenes anónimas en estados de absorta intimidad: una vaporosa guirnalda de espíritus de mujeres desuncidas de sus biografías y de la historia, encadenadas nada más que entre ellas mismas en la pintura y a través de la pintura. «Un rastro de miguitas» —así lo describe Chechu— para orientarse en el inmenso bosque de las mujeres extraviadas. O ese Hilo de Ariadna que empezó a devanar en la exposición del mismo título en 2011 y que ha ido dejando que se desenrolle y se vuelva a tejer desde entonces en manos de tantas iguales, escondidas o ensombrecidas en los laberintos del olvido, la postergación o el silencio.

Visibilidad y genealogía

A partir de esa labor programática, compartida a su vez con tantas otras investigadoras y creadoras en una complicidad que se retroalimenta, lo distintivo en Chechu es la delicadeza y la calidez poética con la que su pintura concreta el mandato de visibilidad y de exhumación genealógica que constituyen las dos grandes estrategias para la reconstrucción feminista de un relato histórico propio. No es, queda claro, la visibilidad combativa del icono o el emblema; no es la genealogía del documento, la épica o el retrato biográfico. En primera instancia, porque lo que Chechu pretende es mostrar a estas mujeres «en su vulnerablidad», lejos de cualquier condición ejemplarizante o propagandística; no como «mujeres perfectas o diosas» sino como seres «profundamente humanos, llenos de defectos» de los que lo que más se admira es precisamente eso: las contradicciones, los desmayos o las dificultades con las que tuvieron que asumir sus existencias (sus conflictos personales, intelectuales, profesionales, sentimentales) «dentro de un sistema patriarcal equivocado» empeñado en «cortar las alas a las neuróticas». «Qué difícil estar bien con las alas cortadas», lamentó Chechu Álava ante el público: un precioso lema que cuadraría bien sobre o bajo el marco de casi todas sus Rebeldes.

Pero aún más que por su empatía profunda con esta comunidad de hermanas dañadas pero resistentes, lo que fascina en la pintura de Chechu es la forma que adopta la visibilización: esa maniera de pintar tan deliberada, tan retadoramente femenina, que renuncia a los perfiles del dibujo y, con ellos, a cualquier énfasis que evidencie la acción impositiva de un sujeto sobre el objeto pasivo del lienzo; esa forma de pintar que parece sustentarse, por el contrario, en la retirada, en una retracción que ceda espacio y tiempo a fin de que que la presencia pintada pueda acontecer; una pintura más interesada en la vibración que en la fijación, cuya destreza mayor no se basa en la pincelada, la precisión, el rastro, sino en la capacidad de agrupar partículas de luz en unas formas o unos rasgos que parecen haberse congregado justo un instante antes, y de nuevo a punto de dispersarse en una neblina de color radiante. El modo en que sucede aquí la pintura está en las antípodas de cualquier arrebato físico o gestual, de cualquier dramatización o posesión más o menos violenta del espacio pictórico: es, por el contrario, un suceso lento, un estado de disponibilidad incondicional para permitir la comparecencia de estas exquisitas invitadas en la que la laboriosidad se despliega sin alardes y la veladura, laboriosamente, desvela.

Es así como Chechu Álava presenta a estas mujeres, tutoras, guías, amigas, hermanas con nombre, apellido, biografía y legado: casi diluyendo su identidad, sumergiéndolas a todas en un mismo medio que tiende a unificar sus rasgos sin hacer distinción entre personajes históricos, míticos, simbólicos o íntimos, abstrayendo los tiempos o las circunstancias en los que vivieron o los no-tiempos y no-espacios en los que se las mitificó o relató. Son ellas sin duda, cada una de ellas, pero a la vez todas estas mujeres tienden a ser una. Como precisó la propia pintora en el Thyssen, la yuxtaposición de todos estos rostros evanescentes compone las «caras de un prisma o las piezas de un puzle que nos completa, no importa si estamos vivas o estamos muertas». Porque, al final, lo que cuenta es más el retrato del nosotras que los de cualquier yo, y el hecho de que todos estos semblantes sigan presentes: «Entro en el taller, las saludo. Son presencias: no diferencio si están vivas o muertas, no hago diferencias. Al fin y al cabo, lo que nos está enseñando la física es que no sabemos nada del espacio y el tiempo».

Chechu habla más de una vez de ellas en esos términos; como seres inmanentes, sustanciales y a su manera plenamente investidos de existencia, a los que puedes, en efecto, invocar (con éxito) para que te ayuden a dar con un envío de cuadros extraviado o sacar al patio para que vean cómo cae la nieve; entidades que cambian de estado, que reaccionan a lo que sucede ante ellas. Su ámbito —y esto hay que tomarlo completamente en serio— no es para quien las pintó distinto del nuestro, aunque tendamos a considerar nuestra corporeidad, nuestros rasgos, nuestras identidades, nuestra forma de estar en el mundo de un modo bastante más definido y sólido que el suyo, seguramente con excesiva soberbia. Sin embargo —piensa y pinta Chechu—, en realidad cohabitamos en la malla dúctil del espaciotiempo como en un campo abierto de conexiones y posibilidades que excede con mucho nuestra percepción convencional. Y eso es en definitiva lo que, más que mostrar, sus cuadros transforman en presencia.

No es de extrañar que utilizase la expresión salto cuántico para referirse al modo en que pasó de su obra anterior a esta otra. Al final, la pintura parece ser para ella, dentro de esa continuidad compartida, nada más que un ámbito de la realidad especialmente apto para que acontezca el tipo de flujos, de interrelaciones, de fusiones entre espacios heterogéneos y tiempos distintos; un ámbito especial, como puedan serlo la mente en estado de meditación o la experiencia mística o poética, en el que es posible revocar esa tara de nuestra forma de existir que, como advirtió Rilke en su Primera Elegía duinesa, nos hace «distinguir con demasiada intensidad» entre pasado, presente y futuro, entre nuestras identidades y las de el resto de los seres, entre los vivos y los muertos: el error que esta pintura pretende evidenciar y rectificar.

No representaciones: presencias

También Rocío de la Villa afirma, al final de su texto para el catálogo, que los retratos de Chechu son «más que representaciones, presencias»; una afirmación que, como se ve, comparto plenamente y que creo que hay que llevar sin miedo a sus últimas consecuencias. Es algo que siempre he pensado: que los cuadros de Chechu Álava no representan según las mañas convencionales de la figuración occidental. Y esa impresión se refuerza al contemplar a sus mujeres estos días en el Thyssen, rodeadas de obras maestras del retrato clásico, esa impresionante galería de simulacros bajo el cual se fueron perfeccionando, a menudo bajo una presión exasperada por sobrevivir y perpetuarse, las técnicas de la verosimilitud realista: figuraciones de quienes inequívocamente fueron y estuvieron, significaron, gozaron de existencia y de influencia merced sus atributos sociales, económicos y políticos, o bien de seres anónimos elegidos en su humilde anonimato como símbolos, emblemas, testimonios, existencias vicarias al servicio de algún otro significado.

Ninguno de estos es el caso: a decir verdad, Chechu no aspira a representar a las mujeres a las que se refieren sus cuadros. Creo que ni siquiera son retratos en el sentido habitual de la expresión. Donde la figuración intenta reproducir presencias (y al final, inevitabemente, delata y enfatiza las ausencias), Chechu las trae a la pintura, las hace posibles, las hace presentes. Frente a la visibilidad del sujeto que posa y que exige desesperadamente persistir tal y como era en su momento de mayor poder, de mayor gloria, de mayor significación (y desata, por lo tanto, la melancolía de la impotencia: cualquier retrato clásico es un memento mori), Chechu hace visibles los rasgos de lo que apenas estuvo y de hecho apenas sigue estando, la tenuidad de unas existencias amenazadas e inestables. Eso es lo que retrata, eso es lo que comparten todas sus obras y sus personajes en rebeldía. Es la rebeldía misma de la existencia: vale para cualquiera que se halle en este estado transitorio y nebuloso, esta peregrina configuración de partículas, energías y misterio. Y vale, desde luego, también a modo de sutil alegato para exhibir en particular la condición de la mujer como ser doblemente precario, semiborrado o borrado, como ser que pelea forzosamente contra ese viento que busca dispersarla. Incluso las más poderosas y combativas de estas Rebeldes —Beauvoir, Arendt, Frida, Niki— se hermanan con el resto de sus iguales ante esa imposición erosiva que preferiría tacharlas, si eso fuera posible, o al menos difuminarlas como pintorquesquismos, como rarezas, como sujetos patológicos, como seres subsidiarios. Es una diferencia solo de grado, o de momento: porque ese apenas ser o ser aminoradas es precisamente lo que, a pesar de todo, fueron incluso ellas respecto a sus (im)pares varones; y es lo que seguirían siendo o incluso dejando de ser si no se hiciese un esfuerzo por retenerlas contra la inercia de una erosión política e ideológica que tiende por sistema a devaluarlas, relegarlas, diluirlas.

Por eso, la de estas mujeres es la visibilidad en verdad rebelde de lo que se resiste a ser eliminado, a irse de la existencia; y la pintura de Chechu es a la vez un medio óptimo para expresar esa condición, que le da delicadamente la vuelta a esa amenaza y la convierte en una hermosa forma de hacerse presente y permite mantenerlas aquí todavía, retener sus partículas unidas y con rostro, hacerlas aún presentes. Una pintura que no congela rasgos ni los esculpe en trampantojo ni los invoca, que no los simplifica ni los impone: una pintura que se deja ocupar por ellas, que resiste en el tiempo, que aguanta todavía un poco más al borde de la disolución. Una pintura que no retrata a quien ya no está, sino que materializa a quien está todavía.

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Otro tipo de tradición

Si a través de todo esto Chechu Álava propone una poética personal para la construcción de estas arboledas de filiación y parentesco que demanda el discurso feminista, también la hay, de un modo más amplio, acerca de la tradición pictórica. O, mejor dicho, de la pintura entendida de nuevo como una corriente continua, múltiple y encadenada de acontecimientos que desborda el ensimismamiento de la autoría, de la obra aislada, de la compartimentación cronológica, temática o de cualquier otro tipo. La forma en la que ha insertado cuatro de sus obras en el discurso de la colección permanente excede el resobado concepto de diálogo para hacer ver con sutileza otra cosa bien distinta: se trata más bien de una intervención, una especie de discreta instalación que habla sobre el modo en que la pintura acaece en el mundo —y viceversa, el mundo en la pintura— a lo largo del tiempo… y en cierto modo, al margen del tiempo.

Porque para Chechu, pintura es también lo que sucede entre el espacio y el tiempo que convencionalmente separa dos cuadros y los vincula, la vibración visible, casi tangible, que ha conseguido tender entre la mirada melancólica de Laura Munch, retratada por su hermano Edvard en Atardecer mientras miraba un fiordo noruego en 1888, y el perfil puro de la joven pintada por ella 130 años después en Daydreaming Girl. Pintura es también la corriente de ensoñación e intimidad que circula entre las manos posadas sobre el vientre de su Virgin Girl tendida y la Virgen de la Aldea de Chagall erguida en su Ascensión. O el humo invisible pero igualmente mezclado en el aire de los cigarrillos que fuman cara a cara la joven Frida de Chechu y la Quappi de Max Beckman, envuelta la primera en un suéter rosa y la segunda en la atmósfera rosada de uno de los cuadros más hermosos de la asturiana. Pintura es, en fin, también el verde que simboliza la rebeldía en un autorretrato de infancia en el cual Chechu se ha cortado y teñido el pelo de ese color, sintonizado con el verde agresivo y perturbador en el rostro de Fränzi, la niña obrera que emblematizó la rebeldía plástica de los expresionistas alemanes de Die Brücke en una de las mejores obras de Kirchner.

«Nos vamos pasando testigos, no pinto de la nada», explica Chechu; una larga confraternidad o consanguinidad entre quienes pintan y alguna vez pintaron que puede llegar también a forjar otro tipo de paciente sublevación: contra las hipertrofias y las soberbias de la autoría; contra las tentaciones de reducir la pintura a producción, a mercancía, a fetiche, a objeto, incluso a lo materialmente pintado; contra las limitaciones de un solo espacio, un solo tiempo y una sola existencia que, es verdad, está siempre a punto de esfumarse y muy pronto se esfumará, pero que aún es posible expandir un poco en forma de una pintura que no incurra en el error de distinguir (y distinguirse) con demasiada intensidad del «eterno fluir» rilkeano, del resto de los seres y los hechos. Una pintura en la que, como en el verso de Beckett, la ausencia que irremisiblemente encubre cada figura pintada, se rebele y se ponga con firmeza, con una alegría sutil y contagiosa, «al servicio de la presencia».


Juan Carlos Gea

Juan Carlos Gea (Albacete, 1964) es escritor, poeta y periodista especializado en arte. Se licenció en filosofía en la Universidad de Valencia y reside en Gijón desde 1993. Es autor de los poemarios Trampa para niebla (1990), El temblor: Sábado de Santos de 1755 (2005), y Occidente (2008) y la plaquette Rompehielos (2008), así como de varios otros textos sobre su ciudad de adopción, —tales como Gijón, con mirada oriental (en colaboración con Yip Kam Tim, 2005), Café Dindurra (con Jaime Poncela y Luis Argüelles, 2006) o Viajero en Gijón (2010)— y una biografía de Gaspar Melchor de Jovellanos: Jovellanos, o la virtud del ciudadano (2011). Como periodista, se ha desempeñado sobre todo en medios asturianos, tales como La Nueva España, Asturias24 o La Voz de Asturias. Desde agosto de 2019, desempeña tareas de asesoría para la alcaldía de Gijón.

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