[EN PORTADA: William Butler Yeats]
Miércoles, 8 de abril. A cada día sus músicas. Hoy debo de tener el ánimo sombrío. Empiezo la mañana haciendo ejercicio con Blindfolded de Simple Minds y la termino con House with no door, un viejo tema de 1970 de los Van der Graaf Generator. A pesar de su título, es una canción de amor convencional (aunque de tono morbosamente gótico, como era costumbre en Peter Hammill). Pero es también un título sugestivo, que me lleva a pensar, de pronto, en un futuro conjetural de casas sin puertas físicas, un futuro en el que el riesgo de pandemias y otras amenazas nos obligará a vivir confinados en espacios estancos, hogares individuales o unifamiliares de los que será imposible marcharse, salvo por motivos de fuerza mayor. Sigamos. La vida laboral se haría en estos hogares, bien provistos de pantallas de realidad virtual para celebrar reuniones, encuentros con amigos, sesiones de yoga o de gimnasia… La única vía de acceso sería un compartimento que haría las veces de dársena y habitación desinfectante. Por ahí entrarían provisiones y comestibles (servidas a domicilio, claro está). Y por ahí se saldría solamente en casos excepcionales, de urgencia, y con el permiso oportuno de las autoridades. Un enjambre de obreros no cualificados y en condiciones de cuasiesclavismo atendería las necesidades de la población, pero pronto serían reemplazados por robots. Lo dejo aquí. Quedan flecos por resolver —por ejemplo, cómo formar familias o vínculos personales si no es posible salir de casa—, pero es cuestión de sentarse y armar el puzle. Y, si algo no cuadra, siempre podemos contar con el avance seguro de la tecnología y las herramientas de control social…
De joven, a los quince o dieciséis años, estos constructos me entusiasmaban, precisamente porque eran teóricos y mi juventud me impedía investirlos de experiencia, de vida vivida. Eran dignos de los cuentos y novelas de ciencia-ficción que consumía con avidez y cuyo valor descansaba, sobre todo, en que ofrecían un repertorio riquísimo de hipótesis y puntos de partida para imaginar el futuro (y el futuro estaba justamente para imaginarlo). Éramos ignorantes y optimistas. Ahora me aterran, supongo que como a cualquiera, porque sé lo que está en juego y no quiero perderlo. Los viejos esqueletos narrativos se han levantado del polvo, como en la profecía de Ezequiel, y se han cubierto de carne, de piel y hasta de espíritu. Y parece claro que una existencia semejante sería terrible para el espíritu, al menos vista desde aquí, por este adulto que he llegado a ser y con estos ojos que se comerá la tierra. Lo que no me impide reconocer que es una hipótesis plausible. ¿La vivirán alguna vez nuestros hijos, nuestros nietos? Quién sabe. Tal vez desde una perspectiva ecológica ese vivir en celdas y colmenas bien selladas fuera más sostenible: un ejercicio socialmente programado de contención. Desde luego, en todos los demás órdenes sería una pesadilla. Y no sé si el miedo o la sugestión hablan por mí, pero tendremos suerte si las gentes del futuro no recuerdan este primer encierro del siglo XXI como un ensayo general, una prueba de resistencia.
Segunda tarde de lluvia. Pero esta vez es una lluvia mansa, cálida, casi tropical, que cae con desgana. Como si no quisiera dejar rastro. Según el pronóstico del tiempo, este frente nuboso viene directamente de Portugal, del Atlántico, y se nota: el cielo no está tan blanco como la Torre de Belém, pero casi. Un blanco lavado, ceniciento, en el que las nubes se recortan como masas de color en un negativo. Un blanco que lleva en sí polvo de cal y de azulejos. Y el aire entumecido del calor.
Tarde también de moscas. Después de estos días de humedad y temperaturas medias, se veía venir. Y Layla va debidamente mosqueada, más atenta a su trasero que a los reclamos del camino. La verdad es que no recuerdo haber visto tantas, sobre todo en la zona en obras que limita con la calle Bailén (y que lleva semanas abandonada). Habrá que elevar una protesta. ¡Señores pájaros, dejen ya de cantar y hagan su trabajo!
Más música: Paula está leyendo en el salón, en el otro extremo de la casa. Suena un disco de Arvo Pärt (Alina). Una melodía sencilla y hermosa, de aire sonámbulo. Las notas del piano caen como gotas de un árbol recién llovido: un ritmo vagamente irregular, la expectativa de algo que no termina de cumplirse y que llena el pasillo con sus ecos. Yo estoy escuchando unos blues de Donald Fagen mientras escribo, pero no tardo en bajar el volumen y acoger la música que llega del salón. El disco de Pärt se impone sin esfuerzo. Silencio que habla. Silencio elocuente.
Jueves, 9 de abril. Bien mirado, estas notas no son muy diferentes de las que solía escribir antes del encierro. Lo son, claro, porque muchos de los lugares que frecuentaba son ahora tan remotos o inaccesibles como el Taj Mahal, y porque algunas de estas reflexiones aluden directamente a esta nueva circunstancia. Pero el tono, la sustancia del asunto, sigue siendo la misma: mirar, escuchar lo menudo, lo poco visible, ese «murmullo del mundo» del que habla Tomás Sánchez Santiago en sus cuadernos. Y adoptar una actitud de espera, alerta, activamente pasiva. Digamos también: como el que no quiere la cosa. Y la cosa viene entonces, confianzuda, a abrevar en las manos.
Ayer, por unas pocas horas, salió el sol. Y las fachadas interiores de la gran manzana se poblaron fugazmente de ropa tendida: blusas, camisas, también toallas y ropa de cama; retales que vestían y daban color al teatrillo inmenso del patio. Nada que ver con la lluvia insulsa que ha vuelto esta mañana con su cartón de lija. Borrar, borrar, esa es la consigna. Y este gris parece que lleva ahí desde siempre, que nunca se irá. Pero es también el color de la impaciencia.
Mi única diversión esta mañana ha sido ver a dos torcazas (las pude distinguir por las manchas blancas del cuello) absortas en su cortejo. Todo bastante primario, la verdad: el macho tenaz, insistente, un pelma en toda regla, y la hembra coqueta, evasiva y también un poco harta, me pareció. Estuvieron un rato largo arrullándose con estridencia en el árbol más cercano al balcón, hasta que la hembra decidió irse ladera arriba. El macho dudó un instante, se hizo el digno, pero la necesidad pudo más que el orgullo y allá que echó a volar. Los árboles, que para eso están —entre otras cosas—, corrieron un púdico velo sobre la escena.
Hace dos días, 7 de abril, fue el cumpleaños de mi padre. O lo habría sido de no haber muerto el verano pasado a los 77 años (no soy supersticioso, pero esta abundancia de sietes no podía ser buena). Los amigos saben que mi relación con él fue compleja, por no decir difícil, pero más de una vez, estos días, he agradecido que muriera a tiempo de no verse en este trance. No solo por el riesgo fatal para su salud, ya muy dañada entonces, sino porque esta pandemia habría supuesto un desafío excesivo a su forma de entender la vida. Algo demasiado extraño o peregrino para un temperamento fundamentalmente realista como el suyo, reacio a la ficción, incapaz de fabular. Por no hablar de su aversión a la policía y a cualquier forma de control o vigilancia. Todo esto le hubiera parecido absurdo, incluso insultante. No, mejor así. Cuando se pierde la imaginación, la vida se vuelve incomprensible.
Llevo días pensando en la frivolidad de ciertos columnistas senior —pienso en los artículos más recientes de Marías o de Savater, o el que publicó Vargas Llosa al día siguiente de declararse el estado de alarma— que escriben sobre este encierro como si fuera un incordio, una invención exagerada de gobernantes empeñados en fastidiarles la vida. Algo personal, vaya. Ellos, que se sienten por encima de tantas cosas, no ven la hora de volver a la normalidad, sin advertir que esa normalidad, como poco, está en entredicho. Si no para ellos, sí para nosotros, sus lectores, que debemos de parecerles ovejas obedientes, adeptas al redil. Hasta cuando ofrecen recomendaciones —de viejas películas, sobre todo, y el detalle es revelador—, lo hacen sin gracia, como maîtres desdeñosos. Confieso que yo también quisiera para mí ese rencor de presunto liberal constreñido por la masa, pero no puedo darme el lujo porque soy tan masa como mi vecino. El principio de realidad obliga.
Viernes, 10 de abril. Hoy es Viernes Santo y se cumplen cuatro semanas de encierro efectivo. Es verdad que el estado de alarma se decretó el sábado 14 de marzo, pero las señales ya eran nítidas desde al menos dos o tres días antes. Recuerdo haber salido con la bicicleta la tarde del jueves 12 y encontrarme con el barrio prácticamente desierto y un aire de sospecha en las calles. Había que ser muy necio para no darse cuenta de que la cosa iría a peor y de que tomaríamos el mismo camino que Italia. Fue una semana extraña, en la que los acontecimientos, como dicen los periódicos, «se precipitaron». La revivo ahora porque este cuaderno se abrió el domingo 15 y tengo la sensación de que algo le falta: ese preludio tenso de apenas unos días, ese vaciado repentino del barrio, la rapidez mecánica —como de llama sobre mecha— con que los anuncios se encadenaron y nos vimos, de pronto, confinados en nuestros hogares. Recuerdo también haber ido a Barajas la noche del martes 10 (fuimos a recoger a Paula, que venía de Florencia cuando estaba a punto de cerrarse el tráfico aéreo entre Italia y España) y pasarme todo el trayecto entre el aparcamiento y la terminal tomando precauciones. No me sentí ridículo, porque ya entonces vi a muchos con guantes y mascarillas. Lo que no imaginé fue la rapidez con que todo se iría desenvolviendo.
Ahora, pasado un mes, oteamos el horizonte y nos preguntamos cómo será, o, mejor dicho: qué será de nosotros. Está claro que nos queda otro mes de encierro, como poco. Y saberlo agrava la sensación de incertidumbre, esa bruma de augurios contrapuestos que en el caso de los trabajadores culturales es un smog más tóxico que el de las novelas de Dickens. Algunos responsables políticos han empezado a hablar de una salida gradual del estado de alarma, de una desescalada progresiva. Los cambios en el lenguaje oficial siempre son interesantes. Si antes se abusaba de las metáforas bélicas —que siguen de moda, por cierto—, ahora el léxico parece extraído del ámbito del montañismo: de la insistencia inicial en aplanar la curva hemos pasado a vocablos como pico, cumbre, planicie, desescalada… Claro que la única montaña o cordillera que muchos de estos gestores han visto es la línea quebrada de una gráfica, pero eso da igual. Por lo mismo, nadie sabe muy bien en qué consiste esa desescalada progresiva, pero a fuerza de repetirlo puede que el mantra haga su efecto. Suena a que tienen miedo de que un regreso demasiado rápido nos haga trastabillar y caernos al vacío. O de que el exceso de oxígeno se nos suba a la cabeza. Desde luego, la metáfora está llena de posibilidades: ¿sabremos descender sin dejar descolgados a nuestros compañeros? ¿Nos sorprenderá una ventisca por el camino? ¿Encontraremos el campamento base tal y como lo dejamos? Todo son incógnitas. Lo único cierto es que vivimos en una gráfica.
Recibo un mensaje de tranquilidad y buenos deseos encabezado por tres versos en inglés. Son de un poema no muy conocido de Yeats, The curse of Cromwell («La maldición de Cromwell») y dicen así:
I came on a great house in the middle of the night,
Its open lighted doorway and its windows all alight,
And all my friends were there and made me welcome too.
En la traducción de Antonio Rivero Taravillo (editada por Pre-Textos):
Me encontré una mansión en mitad de la noche,
Y la puerta abierta iluminada y sus ventanas encendidas,
Y todos mis amigos estaban allí y me dieron la bienvenida.
Son versos hermosos y hasta reconfortantes. Pertenecen al último libro que publicó en vida, New poems (1938) —el mismo donde se incluye «Lapislázuli», por cierto—, y pienso que Yeats tiene siempre, hasta de viejo, esa fuerza del sentimiento puro, ese vínculo directo con la inocencia del joven animal que busca el calor y la compañía de los suyos. Pero entonces voy a su Poesía completa y me doy cuenta de que el poema, lejos de quedarse ahí, acoge ese mismo espacio de purgatorio que dio nombre a su último drama. Todo era un sueño. Esa mansión iluminada y esos amigos expectantes son un espejismo nocturno que no tarda en esfumarse:
But I woke in an old ruin that the winds howled through;
And when I pay attention I must out and walk
Among the dogs and horses that understand my talk.
Es decir:
pero me desperté en unas viejas ruinas por entre las que aullaba
el viento,
y cuando presto atención debo salir y caminar
entre los perros y caballos que entienden lo que digo.
Todo era sueño, sí. Como los que siguen poblando mis noches de durmiente discontinuo. Y aunque tengo una imaginación bastante menos vívida o gótica que Yeats, confieso que algunos despertares se me están haciendo difíciles, y más en estos días ociosamente festivos, y más aún cuando me asomo a la ventana y veo caer la lluvia con opulencia cantábrica. No veo «viejas ruinas» ni escucho aullar al viento, pero sí noto amargura en mis apuntes, una tristeza que a veces toma la forma de la puya o el quiebro irónico. Supongo que es este girar del tiempo sobre sí mismo. O que algunas de las entradas más extensas, justamente por serlo, se han infectado del virus terrible de la opiniomanía (si algo sobra en este mundo son columnistas, tutólogos, y no tengo ninguna gana de sumarme a ese club). No, no, mejor guardar silencio, por un par de días al menos, y así dar tiempo a que las cosas vuelvan a su cauce, o a su quicio. Dejemos el apocalipsis para otra vez. De momento, voy a preguntarle a Paula si quiere ver conmigo la nueva adaptación de La Guerra de los Mundos.

Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.
0 comments on “Notas de Jordi Doce para una cuarentena (19, 20 y 21)”