/ por Francisco Abad Alegría /
Hasta que el general Primo de Rivera organizó las primeras explotaciones ovicultoras del país y creó una titulación académicamente modesta, Perito Avícola, que en dos semanas capacitaba para gobernar una estación de producción masiva de huevos, los susodichos eran parte fundamental de la alimentación humilde y, sobre todo, alarde de presunción viril. Pero la cosa viene de muy atrás, porque el huevo, especialmente duro, cocido, además de su valor alimenticio tiene connotaciones míticas, religiosas, estéticas y hasta humorísticas (recuerden la crestería ahuevada de la casa de Dalí y la anécdota que él mismo protagonizó cuando puso a prohombres del momento de agua y huevos rotos hasta el nivel anatómico en que normalmente se ubican en el humano, al invitarles a poner el famoso huevo que baila sobre un potente chorro de clara agua). El huevo sin quebrar se parece al caracol, porque es portador de su propio recipiente para elaboración; se puede arrimar al rescoldo, o sumergir en una vasija con agua hirviente y queda hecho y enterito. Otras veces, como en las celebraciones de la Pascua de Resurrección cristiana, es símbolo de la vida que renace de lo que espera resurgir a partir de una aparente piedra regular y por eso las primitivas tortas de Pascua de los medios rurales de nuestra patria eran tortas de pan azucarado en las que se encastraba un huevo entero, que cocía al tiempo que el pan y como inequívoco signo del fin del tiempo penitencial canónicamente impuesto, algún trozo de embutido o lomo de cerdo de la conserva en aceite. Ese es el origen de la mona de Pascua, que no es más que un huevo cocido y luego decorado con pinturas rústicas, o con pegatinas de papel coloreado y recortado. La famosa mona, habitualmente regalo de los padrinos a los ahijados, se fue complicando y dio en huevos sin huevo, es decir, cascarones de chocolate de forma ovoidea, de diversos tamaños (y precios) y ha acabado degenerando en ridículas construcciones de chocolate que han descendido en la escala cultural hasta la imitación de personajes o historietas infantiles, o no tanto, de la actualidad: una pequeña falla que en lugar de quemar se come (no es muy ingenioso el juego de palabras, mas sí descriptivo, creo).
Huevos desde la antigüedad y su confección
El Gallus domesticus parece que procede de áreas del Sudeste asiático y del norte de la antigua India. Lógicamente serían pequeños ejemplares, pero muy bien adaptados a la cría en recintos cerrados, de modo que el domesticus les cayó encima y con él se han quedado.
No era frecuente, según nos cuentan los sabios, que el huevo se consumiese frito, entre otras cosas porque la padella romana tenía la mala costumbre de hacer que algunos alimentos proteicos se adhiriesen a su llano fondo y porque la cáscara ya era un envoltorio coquinario bastante razonable: un rescoldo y el huevo arrimado y ya tenemos la cena (aunque sin patatas fritas y longaniza no está completo, pero eran otros tiempos). Los antiguos utilizaban por sus peculiaridades físicas y su misteriosa procedencia (una preñez extracorporal con envoltura mineral) para artes adivinatorias y lo abrían a veces para ver cómo andaba eso del futuro y demasiadas veces el pasado, tradición que ha llegado a nuestros días hasta el archiconocido y publicado episodio de la aterrorizada bruja Avelina que le pasó un huevo (de gallina) por la cabeza a Jordi Pujol y se llevó un susto de consecuencias migratorias al creer ver (¿y si fuera cierto?) mucha negrura en la emanación mental del simpático prócer catalán.
La utilización culinaria, lo repito, era predominantemente cocido, duro y en algunos ámbitos chinos arcaicos incluso se apreciaba el huevo duro con embrión semi-desarrollado, algo que ahora nos da bastante asquito.[1] Al parecer al huevo se le atribuían propiedades afrodisíacas, algo que no he podido comprobar personalmente y por eso me abstengo de opinar. Era muy raro que se hiciese en tortilla entre los romanos, aunque se empleaba profusamente como espesante de diversos guisos pre- y postapicianos. Galeno, ya un poco tardíamente, afirmaba que el huevo era nocivo mezclado con otros alimentos, porque favorecía su corrupción interior. Había un modo algo estrambótico de preparar el huevo, que podríamos denominar semiduro: el ovum pillatum, que menciona Ovidio. Consistía en hacer lo que ahora denominamos huevo pasado por agua, que se abría y despachurraba sobre una padella aceitada, por lo de la adhesión al fondo, y se acababa de hacer por fritura, pero con el paso obligado por la previa cocción.[2]
La cocción habitual del huevo es muy sencilla. Se introduce en agua hirviente y deja pasar un tiempo así, que oscila entres 15 y 25 minutos habitualmente. La adición de vinagre al agua de cocción permite coagular las pequeñas heridas de la cáscara que hayan pasado inadvertidas a la inspección ocular. Para permitir descascarillar el huevo con facilidad, basta con seguir unas sencillas reglas: partir de huevos a temperatura ambiente y no fríos y añadir bastante sal al agua de cocción, lo que no sala el interior pero produce un efecto de despegue de la membrana interna y la cáscara, por la semipermeabilidad de la cáscara, y tras cocer, enfriar inmediatamente bajo chorro de agua fría; los huevos, ya bien fríos, se pelarán con facilidad y sobre todo sin dejar antiestéticas roturas en la superficie. Respecto al tiempo de cocción, la cosa va en gustos. Desde el huevo haminado sefardí (porque no es habitual entre los judíos askenazíes) que cuece no menos de cinco horas, al ortodoxo para rellenar, que hierve unos nueve minutos, removiéndolo inicialmente con cuchara de madera para que la yema quede centrada, hay variantes. Por ejemplo, yo suelo mantener una ebullición viva, partiendo de agua fría (¡heterodoxia!) durante unos tres minutos y luego dejo el recipiente de cocción con los huevos dentro hasta que se puede meter el dedo sin quemarse, momento en que paso los susodichos por agua fría. Algunos puristas dicen, y tienen razón, que una cocción prolongada produce un color verdoso en la superficie de contacto de la yema con la clara, pero si los huevos no se van a presentar finamente cortados, sin separar clara de yema, eso es irrelevante.[3]
De la conservación doméstica al huevo centenario
En caseríos diseminados en zonas navarras y vascongadas, cuando las comunicaciones por medios motorizados no existían, eran frecuentes los episodios de aislamiento de pequeños núcleos humanos. Eso explica la tendencia a conservar diversas frutas (manzanas, acerollas), verduras (alubias verdes ensartadas), setas desecadas, mermeladas muy azucaradas, embutidos y carnes de la matanza del cerdo en orza de manteca o aceite y también huevos. Pero la cáscara del huevo tiene dos cualidades; una es su relativa permeabilidad y otra la habitual contaminación bacteriana adquirida por el paso de salida a través del canal cloacal. Y la vieja experiencia llegó a poder mantener durante meses huevos sin que perdiesen humedad o dejasen penetrar bacterias al interior; el método era tan simple como el empleo de agua con cantidades pequeñas de cal viva diluida. Los huevos se limpiaban sin frotar mucho para impedir incrustar la suciedad y los gérmenes en la cáscara, se apilaban ordenadamente en pequeñas tinajas de cerámica y luego se cubrían con una mezcla floja de cal viva y agua, que generaba instantáneamente algo de calor. Los huevos permanecían cubiertos, adicionalmente protegidos por una delgada capa de cal solidificada que se formaba en la superficie y como la dilución ya no era corrosiva, sino cal muerta, se podían extraer manualmente rompiendo cuidadosamente la capa calcárea, que se reconstituía espontáneamente.
Pero ya hace unos seis siglos, los chinos habían perfeccionado una técnica más elaborada, prestándole cualidades organolépticas que hacían de la conserva adicionalmente una preparación culinaria. Se trata de los huevos centenarios o huevos de mil años (ya sabemos el gusto chino por las exageraciones mensurales, una forma de acentuar mnemotécnica y poéticamente objetos, preparaciones o hechos históricos). El huevo centenario (songhuadan en zonas septentrionales, pidan en meridionales) es una conserva-elaboración hecha introduciendo los huevos en un engrudo flojo de ceniza de madera, té fermentado en infusión, cal viva, algunas especias y arcilla. Los huevos se dejan en el engrudo durante semanas o meses, según el resultado buscado, y luego se sacan uno a uno, dejándolos secar, de modo que quedan recubiertos de una capa grisácea bastante dura, que los impermeabiliza, después de que estos se han elaborado parcialmente en el comienzo de la inmersión en la mezcla conservante y saborizante (por la ligera permeabilidad de la cáscara). Estos huevos se sirven pelados, dejándolos enteros o más frecuentemente laminados para que se vean los colores que han adquirido en el proceso, que van del negro azulado a naranja pardeado. Su consistencia y sabor son desigualmente apreciados por diversos paladares, incluso chinos.[4]

Huevos preparados en la cultura sefardí y sus consecuencias
El valor simbólico del huevo subyace a la cena pascual judía, como pervivencia (hay muchas otras en el Antiguo Testamento) de usos paganos premosaicos. Por ejemplo, ni siquiera se menciona en el libro del Éxodo (Ex, 12, 1-20) a pesar de lo cual tras la segunda de las cinco copas rituales de la cena pascual sefardí ya medieval, se toma un huevo duro frío, mojado en agua salada, justo antes de comer el preceptivo cordero con pan ácimo y las obligadas hierbas amargas (quizá amargallones o achicorias silvestres recién brotadas)[5] aunque tal uso no esté recogido en todos los documentos.[6]

La prolongada cocción, no más breve de cinco horas, de huevos perfectos, sin fallos morfológicos o cromáticos, en agua con abundantes cáscaras de cebolla (viejo método tintóreo que aún se emplea para algunas elaboraciones textiles artesanales) daba los huevos sefardíes haminados. Se tomaban en jornadas festivas, por supuesto en la cena del Pésaj y eran también ofrecidos a la novia en el banquete de boda. Al parecer el sabor acre, la consistencia correosa del producto y el color intensamente bronceado resultaba repugnante para los judíos askenazíes, que en esto (como en tantas otras cosas) se diferenciaban culturalmente de los sefardíes.[7] A menudo, tras la cocción inicial, se sacaba el huevo y se le daban unos golpecitos suaves en la cáscara, de modo que se producían grietas que respetaban la membrana interna, volviendo luego a la cocción; de esta forma al pelarlo quedaba dibujado en la superficie con bellas y caprichosas estrías.[8] De ahí derivan los denominados huevos marmolados, que quizá por la estética peculiar se han generalizando en algunas cocinas judías, aunque ya con cocciones más breves[9] y han llegado a algunas cocinas orientalizantes, en las que se pueden emplear tanto las cáscaras de cebolla como una infusión de té negro fermentado.[10] En todo caso, hay que recalcar que lo sustancial de los huevos haminados es la inhabitualmente prolongada cocción, mucho más que el craquelado decorativo superficial decorativo.

[1] K. F. Kiple, K. C. Ornelas: The Cambridge world history of food (2 vols.), Cambridge University Press, 2000, vol. 1, pp. 499-501.
[2] A. Dolby: Food in the ancient world. From A to Z, Londres-Nueva York: Routledge, 2013, voz Egg; Kiple, Ornelas: o. cit.
[3] H. McGee: On food and cooking (3.ª ed.), Londres: Unwin, 1988, pp. 68-69.
[4] H. C. Hou: «Hunger and technology: egg preservation in China», UN Univ. Press Food Nutrition Bull., 1981, 3: 3; L. Tiger, R. Wolf: La comida en China, Barcelona: Tusquets, 1987, pp. 174-175.
[5] A. López Asensio: La comida de los judíos de Sefarad en la Edad Media, Zaragoza: Certeza, 2018, pp. 40.
[6] P. ej. L. Jacinto García: Un banquete por Sefarad, Gijón: Trea, 2007.
[7] Jacinto García: o. cit., pp. 34 y 160.
[8] López Asensio: o. cit., p. 183.
[9] M. Chana: «Sephardic jewish-style eggs», Sephardi Kitchen, 20-4-2019 [en línea], <https://www.food.com/recipe/huevos-haminados-sephardic-jewish-style-eggs-317802>. [Consulta: 4-4-2020].
[10] M. García: «Receta huevos marmolados», Jugando con Fogones, 16-4-2014 [en línea], <http://jugandoconfogones.es/receta-huevos-chinos>. [Consulta: 4-4-2020].

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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