/ por Rodolfo Elías /
«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». Así nos introduce Juan Preciado a uno de los puntos geográficos más andados de la literatura hispanoamericana; lugar de pasión al rojo vivo, desolación, muerte y poesía en estado puro. El otro sitio es Macondo; metáfora del mundo. Lugar construido por los hombres de ingenio misterioso y poder; hijo de la unión natural de Babilonia con el Renacimiento.
Con la muerte de Gabriel García Márquez, hace seis años, fue Macondo otra vez un punto de referencia. Y los que somos sensibles de alguna forma a la literatura no podemos sustraernos a la comparación o, mejor dicho, yuxtaposición de estos dos planos míticos. En ambos lugares se funde la poesía, la política y el misterio que hay entre la vida y la muerte. En Macondo, el propósito es prolongar la vida a través del artificio alquímico, como en la eterna búsqueda de la fuente de la juventud —prolongando así la soledad por cien años—. En Comala es demasiado tarde para intentarlo siquiera.
Pero puestos a escoger, prefiero la adopción unánime de Comala como patria literaria. Y no es esto porque Comala sea un paraje cuasimexicano, ni mucho menos, sino por una percibida pureza estética. Esa es la gran diferencia: la pureza de sus origines. Empezando por el hecho que, fuera de La Divina Comedia, Pedro Páramo no muestra influencias literarias muy obvias. De la misma forma que el yermo paisaje de Comala no da señales de vida, la parquedad del narrador no da señal alguna de influencias.
El barroquismo de Cien años de soledad, por otro lado, está plagado de simbología de las llamadas religiones del misterio y parafernalia renacentista. Además, exhibe descaradamente sus múltiples influencias literarias; empezando con el desmesurado Pantagruel, pasando por el Ulises de Joyce y rematando con la obra de William Faulkner y su Yoknapatawpha County con su costumbrismo de estirpes sureñas.
«Quería hacer una novela en la cual sucediera todo», declaró García Márquez en más de una ocasión. Y es tal vez ahí donde esté la falla principal de Cien años. Porque el Gabo quiso meter todos los elementos claves del mundo civilizado en un libro de cuatrocientas páginas (o quinientas, dependiendo de la edición), y para eso tuvo que extender la soledad a cien años; cuando quizá sesenta o setenta fueran suficientes para hacer algo casi perfecto de la obra. La soledad se prolongó en años hasta la saciedad, lo que viene confirmando el dicho que dice: «No hay mal que dure cien años, ni enfermo que lo aguante». «Los primeros cincuenta años de Cien años de soledad son memorables», dijo Borges, dando a entender que si hubiera acabado inmediatamente después de los primeros cincuenta años, la historia habría tenido el merito completo.
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Y nos damos cuenta que Cien años de soledad es lo que es por lo que pregona a través de su lenguaje exuberante. Por esas sentencias categóricas cargadas de hipérbole, que García Márquez extendiera al resto de su obra, y con las que a través del tiempo se excedería, también, hasta la saciedad.
En Pedro Páramo, en cambio, el mensaje está implícito en la parquedad de su lenguaje. Esa es la esencia de la poesía: lo que está implícito en sus mensajes no declarados. En otras palabras, Cien años de soledad es una alegoría a gritos, mientras que Pedro Páramo es metáfora apenas percibida entre líneas; poesía, pues. El infierno dantesco está implícito en lo desolado de sus parajes y los diálogos percibidos apenas como murmullos.
Un rasgo distintivo y fuerte de Cien años es que es una historia con principio y fin, como la Biblia —lo que recuerda un poco el cuento «La ciudad», de Hermann Hesse, acaso una influencia también. Su principio y su fin están declarados —y desarrollados— de una forma más o menos lineal. Mientras que el principio y fin de Pedro Páramo se diluyen en el flujo de la trama —si así se le puede llamar—, porque Pedro Páramo trasciende el tiempo y el espacio, al presentar un tiempo etéreo — igual que sus personajes— que no es presente ni pasado.
Como elementos de la cultura hispanoamericana se nos hace fácil querer a Macondo, e identificar nuestra historia con él, por la misma razón que amamos las canciones de Joan Manuel Serrat y la poesía de Antonio Machado; porque tienen lugares comunes en nuestra infancia y nuestra cultura en general. Como el caudillismo, que fuera un rasgo político tan distintivo de nuestras historias nacionales, y las leyendas contadas por las abuelas, plagadas de elementos fantásticos y maravillosos (hechiceras, brujos y gitanas —o húngaras— protagonizaban esas leyendas). Amén de los seres aberrantes de los freak shows, que han sido parte de espectáculos ambulantes tan comunes en los pueblos del mundo occidental, visitados por artistas, pregoneros y entretenedores de diversas raleas; todos ellos personajes excéntricos y enigmáticos, que dicen venir del otro lado del mundo.
En cambio, Comala nos presenta un paisaje árido y aterrador, a través de su lenguaje seco; paisaje árido que, aun como juarenses, nos produce una aprehensión indescriptible, cosa que lo hace aun más misterioso y sublime. Como dato curioso está bien agregar que fue precisamente el tono seco y taciturno de Pedro Páramo el que ayudó al Gabo a encontrar su estilo, ya que así aprendió a contar las cosas «con la misma cara de palo» con que, según él, su abuela le contaba las historias fantásticas en su infancia.
Por último, el amor. El amor en Cien años es un amor pragmático, político, de matriarcado; de mujer diestra y astuta, que ama premeditadamente, con condiciones o por conveniencia. A diferencia del amor atormentado —no correspondido— de Pedro Páramo por Susana San Juan; y el amor desaforado que ésta siente por Florencio, su difunto esposo. Ella, estando al borde de la muerte desvaría por él, indisponiéndose así para la extremaunción.
El amor en Pedro Páramo va más de acuerdo con el amour fou de los surrealistas. Como la muchacha moribunda de Nazarín —de Buñuel— que pide: «No cielo: ¡Juan!». O el amor de Alejandro (Heatchcliff) en Abismos de pasión, por Catalina; cuyo cadáver besa, en una consumación sublime, no de necrofilia, sino de pasión pura. Y cierro con este último término: pasión. Porque es la pasión pura, quizá, lo que distingue a Comala de Macondo; como es también lo que distingue a la música de Bach de la de Mozart.

Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica y Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español
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